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Secuestros y asesinatos
son consecuencia de la guerra sucia: F. Glockner
México está pagando por
los
monstruos que creó el Estado
En 2006, tres nombres causaron la derrota
de López Obrador: el propio Andrés Manuel,
el subcomandante Marcos y Cuauhtémoc Cárdenas,
añadió
Alma Espinosa
Las cifras diarias sobre el número de personas
secuestradas, torturadas o asesinadas es el cobro de
la factura de los errores que cometió el gobierno
de México en las décadas de los sesenta
y setenta del siglo pasado, al actuar en la ilegalidad
para acallar a los luchadores sociales agrupados en
guerrillas que perseguían un ideal. |
El historiador Fritz Glockner Corte sostiene la tesis anterior
al afirmar que 40 por ciento de los detenidos pertenecieron
o estuvieron relacionados con la Dirección Federal
de Seguridad o el Departamento de Investigación Política
y Social, las dos corporaciones policíacas que persiguieron
guerrilleros durante las décadas de los sesenta y setenta
del siglo XX, y quienes tuvieron la capacidad y libertad para
extorsionar, torturar, asesinar o desaparecer a personas.
¿Qué pasó cuando estas personas se quedaron
sin trabajo? Se pregunta el escritor. Si fueron capaces de
torturar a un bebé de un año y tres meses en
1978, ¿por qué no pueden ser capaces de ejecutar
a Fernando Martí? “Esto quiere decir que México
está pagando la factura de los propios monstruos que
creó hace varias décadas para actuar en la ilegalidad.
No justifico el asesinato del joven Martí, pero estoy
siendo consciente de una realidad, un desgaste social y de
un tejido que se ha desmoronado por completo”, expresó.
De igual forma, el atentado del 15 de septiembre de 2008 en
la plaza Melchor Ocampo de Morelia, Michoacán, donde
hubo ocho muertos y un centenar de heridos muestra el delirio
y el desgaste del tejido social. “La violencia que vivimos
en este país no tiene que ver con movimientos sociales
y políticos, sino con el propio Estado mexicano que
siempre ha actuado dentro de la ilegalidad”, aseguró.
Los argumentos de Fritz Glockner se basan en más de
dos décadas de intensa búsqueda y análisis
de la historia de los movimientos armados en México.
Quizás a esto es preciso agregar que el catedrático
vivió dentro de una familia que sufrió la guerrilla.
Su padre, Napoleón Glockner Carreto, dejó su
hogar y familia para integrarse el 20 de julio de 1971 a las
Fuerzas de Liberación Nacional; tres años después
reapareció golpeado y con el rostro desfigurado en
la lúgubre cárcel de Lecumberri. Fue en ese
momento donde inició una nueva perspectiva del mundo
para el entonces adolescente Fritz Glockner.
El estudio de la historia y la escritura le han dado herramientas
para entender las razones por las cuales los mexicanos sufrimos
una violencia creciente. Entre los libros que ha escrito (Un
pueblo en campaña, Coleccionista de estrellas, El barco
de la ilusión, Cementerio de papel) destaca su primera
novela Veinte de cobre, en la que relata cómo él
y su familia se enteraron por medio de un noticiario sobre
la captura de su padre.
En 2007, Fritz Glockner escribió Memoria roja. Historia
de la guerrilla en México (1934-1968), en el que lleva
su interés por la historia de la lucha armada más
allá de lo personal. A través de una intensa
búsqueda hemerográfica llena un vacío
y reúne información del movimiento en todo el
país, dándose la oportunidad de vincularlo con
el contexto actual.
El libro, publicado por Ediciones B, abre sus páginas
con “Año cero”, un prólogo en que
el autor habla sin tapujos de los impulsos que lo llevaron
a escribirlo. “En mi caso los motivos son obvios. Luego
de que la historia irrumpiera dentro de mi familia, comencé
a buscar alguna referencia que me permitiera conocer las razones,
los hechos, la historia de los movimientos armados en nuestro
país; y el escenario era desconsolador”. Para
conocer más sobre su vida y su libro
Memoria roja, realizamos la siguiente entrevista.
Para escribir sobre la guerrilla debiste entrevistar
a sus militantes, ¿cómo fue esa experiencia?
De pronto no era muy difícil porque mi padre era un
guerrillero y hablar con guerrilleros era como hablar con
mi papá. Nunca lo entrevisté porque era su hijo
y no le iba a preguntar: “¿Qué sentiste
cuando te torturaron”. Aunque sí le hice una
serie de preguntas obvias y luego me arrepentí, después
de que lo asesinaron, porque me hubiera encantado tener su
testimonio grabado, como lo tengo de 70 ex guerrilleros aproximadamente.
Entrevistar a guerrilleros era como reencontrarme con mi historia,
con una parte de mi familia. Rosario Ibarra de Piedra es mi
madre, lo hemos dicho públicamente, Marco Rascón
es mi carnal, y todos los ex guerrilleros que he entrevistado
son mis carnales.
¿Cómo empezabas el diálogo,
era difícil?
Siempre tuve conciencia de que yo los obligaba a traer al
presente historias, memorias de torturas, sacrificio, dolor.
No creas que para mí no era difícil levantar
el teléfono, hacer una cita y decirle: “Quiero
reunirme contigo para que me platiques muchas historias que
sé de antemano que son muy dolorosas”. Eso lo
reconozco en el libro: despellejar la memoria y regresar a
los años de cárcel o de tortura. Les agradezco
muchísimo a aquellos que han tenido o tuvieron la gentileza
de volver a ser torturados con la memoria a partir de una
conversación conmigo.
¿Qué sensación te quedaba
al finalizar las entrevistas?
Las entrevistas significaban retomar parte de mi historia,
volver a sentir casi en carne propia los recuerdos de cómo
un sistema político puede entrar en la ilegalidad y
generar una guerra de baja intensidad contra aquellos que
también trabajaban en la ilegalidad. Evidentemente
la guerrilla no estaba proponiendo la toma del poder vía
las elecciones, sino a través de la violencia.
Cuando el Estado o la legalidad entraban en la ilegalidad
para combatir a esos ilegales se le denominaba “guerra
de baja intensidad” o “guerra sucia”, porque
no podían desaparecer gente sin una orden judicial,
sino generar las herramientas legales que permitieran la causalidad
de la justicia.
¿Cómo fue conocer Lecumberri a
los 13 años?
Fue como conocer Disneylandia. Curiosamente seis meses antes
de que mi padre se fuera a la clandestinidad yo estaba en
Disneylandia. Y tres años después ya estábamos
en Lecumberri.
Después de esos tres años fue hermoso saber
dónde estaba mi padre porque pensábamos que
se había ido con otra mujer. De pronto nos enteramos,
el martes 23 de febrero de 1974, que estaba en Lecumberri.
Recuerdo esta anécdota muy bien, incluso está
en mi primera novela: Mi hermano Napoleón y yo nos
quedamos dormidos con la televisión prendida, mientras
que mi madre y mis hermanas estaban cenando.
Mi madre le pide a mi hermana mayor que apague la televisión
y justo cuando la va a apagar escucha que Jacobo Zabludovsky
en su noticiario 24 Horas da la noticia: detuvieron a 19 guerrilleros,
entre ellos un tal Napoleón Glockner. Ligia grita a
mi madre y a mi otra hermana para escuchar la nota completa.
No pueden dormir en toda la noche.
Miércoles 24 de febrero. Recuerdo muy bien cómo
mi madre me despierta a las seis de la mañana para
decirme: “Mijo, es necesario que te diga esto, que sepas
de mi boca esto, tu padre ha sido detenido, está en
la cárcel”.
En principio hay una emoción hermosa de saber de mi
padre.
“He recuperado a mi padre. Voy a verlo”, decía.
Nosotros siempre habíamos pensado que se había
ido con otra mujer, que tenía otra familia.
Siempre he dicho que como niño Fritz Glockner le dice
a Napoleón Glockner: “¡Chinga a tu madre!”,
porque como niño yo quería a mi papá,
me valían los niños pobres. Como adulto digo:
“¡Qué huevos y mi reconocimiento por haber
ido detrás de tu utopía!”.
Recuerdo muy bien que ese día mi madre me manda a las
ocho de la mañana a comprar todos los periódicos.
Llego a la casa, vemos la prensa y el Excélsior trae
las fotografías de todos los detenidos, 19 en total.
Mi hermana Ligia y yo repasamos las fotografías y no
lo encontramos, aunque ahí estaba mi papá, lo
que pasó es que estaba tan golpeado que su cara deforme
era irreconocible para sus hijos. Cuando vemos el pie de foto,
vemos uno, dos, tres, 17: “¡Es éste!”,
y estallamos en llanto.
Al entrar a Lecumberri no existía terror a pesar de
lo que estaba viendo: el enorme pasillo llamado Crujía
G donde estaba mi padre, estas tenebrosas celdas de cuatro
por cuatro donde estaban hacinados 30 presos políticos,
todo me valía porque iba a encontrarme con mi papá.
Cuando llega mi abuelo a encontrarse con su hijo y veo a mis
dos ídolos desmoronarse también me desmoroné
yo, porque no entendía cómo era posible que
mis dos héroes estuvieran chillando al mismo tiempo.
Una imagen que todavía tengo es cuando los veo darse
un abrazo con los ojos llenos de lágrimas. Yo pensé:
“No chillen enfrente de mí –con una mueca
que precede al llanto–, los hombres no lloran”.
Y no porque existiera esta máxima en la casa, sino
porque era como ver a Batman y Robin derrotados.
Ahí es cuando empiezo un poco a entender el calvario
y el infierno que estábamos viviendo los Glockner al
tener a un familiar detenido en Lecumberri.
En ese momento, en esa primera visita, ¿te
enfrentaste a la tortura?
Claro, bastaba ver a mi papá salvajemente golpeado
para saber que eso era tortura. Tal vez para mi hermano el
menor, Enrique, que sólo tenía tres años,
no fue así, porque él iba feliz a ver a su papá,
aunque esto entre comillas porque sólo tenía
un año cuando él se fue. El único comentario
que hizo fue al salir: “Oye mamá, no me gustó
la escuela de mi papá”. Para Quique, Lecumberri
era una escuela y no una cárcel y decía: “Mamá,
no me vuelvas a traer a visitar a mi papá a su escuela”.
Yo era un adolescente, ya entendía bien, leía
bien la prensa a pesar de ir en sexto de primaria. No entendía
qué era la guerrilla como tal, pero sí sabía
que yo venía de una familia de izquierda. El padre
de mi padre, mi abuelo, fue el primer rector comunista de
la Universidad Autónoma de Puebla y en 1961 mi abuelo
encabezó el movimiento de reforma universitaria.
El Che, Castro, Cuba, China, Mao, Lenin, eran imágenes
y lecturas que formaban parte de mi educación sentimental,
así como Viruta y Capulina o Campanita. No era que
leyera El Capital a los 10 años, sino que formaba parte
de mi educación iconográfica. Por todo esto
sabía que había una consecuencia ideológica,
política y utópica de mis mayores hacia la situación
inmediata del país.
Por fortuna, junto con toda esta historia, tuve una madre
que supo cohesionar el entorno familiar desde el propio abandono,
aun cuando éramos clase media alta y se vio forzada
a buscar trabajo. Al mismo tiempo, mi abuelo nos enseñó
a burlarnos de la tragedia, sacar el dramatismo pero no quedarnos
a lamernos las heridas. Tienes que reírte de las historias
para que puedas aspirar a otros aspectos de tu vida intelectual,
sexual, existencial.
Cuando tengo reuniones con otros hijos de ex guerrilleros
soy el granito negro porque hago mucha broma de lo que nos
ha tocado vivir y todos los demás siguen lamiéndose
las heridas. También tiene mucho que ver que escogí
la literatura para exorcizar fantasmas en lugar de ir con
un psiquiatra.
¿Memoria roja fue escrito con la presencia
constante de tu papá?
Veinte de cobre sería el único libro donde el
fantasma de mi papá estuvo presente; en Memoria roja
no porque es un ajuste de cuentas con la historia de este
país y no con la historia de los Glockner. De pronto
te percatas que este país no sabe un carajo de Rubén
Jaramillo, de los inicios de Genaro Vázquez, de Lucio
Cabañas, de lo que pasó en Chihuahua en 1963,
64 y 65.
Se trata de recuperar, traer al presente una memoria roja
donde al mismo tiempo existen movimientos sindicales de los
maestros en el 48, de los ferrocarrileros en el 58, de liberación
nacional encabezado por Lázaro Cárdenas, todas
las historias de izquierda mexicana armada o pacífica.
Hay que recuperar esa historia porque evidentemente nos hace
falta, hay un gran hueco que no se había contado y
va a derivar como asociación de energías en
el famoso movimiento popular estudiantil del 68. Todos dicen
que ese año es un parteaguas y yo he dicho: No, es
un producto de un proceso histórico porque la historia
no es un hecho aislado y espontáneo. Mi intención
es contar de manera narrativa esa historia.
Sería difícil dejarte ir sin hablar
del EZLN, ¿cuál es tu opinión acerca
de este ejército y la transformación de sus
ideas?
Al EZLN tengo que agradecerle por un lado y reclamarle por
el otro.
A partir de 1994, los reflectores permiten hacer más
ágil que se revise la década de los setenta.
Antes del 94 era un gran problema encontrar a guerrilleros
y que pudieran hablar; después de ese año era
al revés: ya tenía que seleccionar porque tenía
una gran fila diciendo que eran guerrilleros. Se hizo moda
serlo, todos querían ser Marcos.
Evidentemente el zapatismo se convierte en la guerrilla original,
no solamente del siglo XX y del XXI, sino en la historia de
las guerrillas en América Latina y el mundo porque
se convierte en un gran movimiento con causas primero de minoría
indígena que aspira no al derrocamiento por el derrocamiento,
ni la imposición del socialismo, como venían
siendo las guerrillas latinoamericanas, sino en otro tinte
de justicia social.
De pronto llegó un exceso a partir de 2005 y el zapatismo
erró la brújula, aunque no me deslindo completamente.
El EZLN sí mantuvo un momento muy original de la lucha
armada y de pronto el propio desgaste de la clandestinidad
lo ha llevado a cometer tonterías. Esperemos que en
algún momento me vuelva a sorprender con otro tipo
de actos.
Estoy de acuerdo en los señalamientos del PRD en Chiapas,
y en los que dicen que Andrés Manuel López Obrador
terminó ligándose a sectores horripilantes del
priísmo, como Camacho Solís, Monreal, Núñez
que es senador de ese partido. En la disyuntiva política
de lo que estábamos viviendo en 2006 hubo tres nombres
que causaron la derrota de López Obrador: el propio
Andrés Manuel, el subcomandante Marcos y Cuauhtémoc
Cárdenas, más allá del fraude electoral.
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