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La vida
humana es conferida por otros, puesto que nadie pide nacer; es el
deseo de los padres lo que llama a la vida. La historia de todo
sujeto no comienza con él, lo antecede, y se llega a ocupar
un sitio dentro de un mito familiar. Las circunstancias que presidieron
el encuentro de los genitores y su historia personal forman ya una
constelación que precede a la concepción y que es
determinante para lo que ha de ser su devenir.
Un niño puede ser anhelado con esperanza o con temor. Se
impone o es demandado, en cualquier caso es el deseo inconsciente
y el universo significante de los padres lo que permite transformar
a esa masa corporal, pedazo de carne y hueso, embrión-feto-niño,
en sujeto.
Desde el momento en que una mujer se sabe embarazada se establece
una relación imaginaria, impregnada de deseo, en la que el
niño es imaginado como un cuerpo sexuado unificado, completo
y autónomo y sobre esta imagen se vuelca la libido materna.
Basta recordar ese amor ciego con el que toda madre mira a su recién
nacido, los parecidos que descubre en él y los rasgos de
carácter que le atribuye. Paralelamente el niño recibe
un nombre, impuesto por los padres, elegido de mutuo acuerdo o no,
el nombre es la primera herencia significante que recibe todo ser
humano y de esta forma se le asigna su primer sitio en el plano
relacional. Al nombre habrá de responder cuando se le llame
y es por el nombre que se es reconocido.
El discurso de los padres comienza por dirigirse no al niño
como tal, sino al personaje que encarna en la escena familiar. En
este comienzo alienante por definición habrá de constituirse
como sujeto y habrá de buscar su propio lugar en la cadena
significante de la cual es resultado y cuya continuidad tiene que
garantizar a fin de reconocerse no sólo como un simple hecho
biológico.
El nombre elegido encarna algo del fantasma de quien lo impone y
el que lo lleva asume la deuda y la culpa inherente del nombre que
se le asigna. Es común que el primogénito varón
lleve el nombre del padre, que a la vez es el nombre del abuelo,
lo que no va sin consecuencias, si al llamar al hijo se llama al
padre ¿quién contestará?.
En la película de Pedro Almodóvar Hable con ella hay
dos claros ejemplos de la manera en que el nombre incide en la vida
de los personajes. El padre de Lidia siempre quiso ser torero pero
sólo llegó a banderillero, así que, predestinada
a ello, Lidia se convierte en torera, su oficio es lidiar
toros, y es lidiando un toro que Lidia encuentra la muerte.
El otro personaje es el de Benigno, quien haciendo honor a su nombre
es un buen hombre y un buen hijo que se dedica por entero a cuidar
a su madre enferma durante diez años hasta su muerte, para
luego dedicarse al cuidado de Alicia, joven mujer que calló
en estado de muerte cerebral. Benigno es un buen enfermero, un buen
amigo, un buen compañero.
Recuerdo también el caso de un joven llamado Isidoro, quien
desarrolló la compulsión de lavarse las manos y bañarse
varias veces al día al grado de interferir con sus actividades
normales. Era hijo de un profesor muy estricto cuyo lema era la
letra con sangre entra, especialmente rígido en cuanto
a la limpieza personal y enemigo de los malos olores, por lo que
vigilaba de cerca la higiene de Isidoro. La tragedia del nombre
vino cuando por la crueldad infantil le apodaron Inodoro.
La noción de inconsciente no es ajena al destino de los significantes
que marcan desde el comienzo los destinos del sujeto.
El nombre también canaliza la relación del sujeto
con la ley. Llevamos nombre y apellidos como indicadores de la doble
pertenencia al padre y a la madre En el origen somos producto de
dos linajes que se unen y que dan testimonio de la ley de prohibición
del incesto que sabiamente establece que el hijo no ha de pertenecer
ni a uno ni a otro, que habrá de darse a la cultura, a la
ley de los intercambios. Los hijos, al asumirlos, se incluyen en
el registro de la ley no sólo del estado sino también
en la que se fundamenta el orden inconsciente.
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