Colaboración

¡Porque lo digo yo!

 

José Antonio Márquez González

09/01/19, Xalapa, Ver.- La palabra “dogmática” es extraña, viene del griego δόγμα (dogma, pensamiento) y τικό (tica, relativa). En la actualidad el vocablo tiene dos significados no solamente distintos, sino aun contrarios entre sí. Por una parte, significa la creencia inamovible en algo, sin esperar prueba de ello (o haciéndola depender de su autor); por otra, significa la expresión formal de una ley vigente o el conocimiento decantado de una determinada ciencia (que ya no es objeto de discusión).

Me referiré ahora al concepto de la dogmática en el primer sentido; es decir, en la afirmación de una verdad que se nos antoja incontrovertible, ya sea por el simple paso del tiempo o por el prestigio de su autor.

Mi primer ejemplo puede verse fácilmente en Aristóteles. En su libro Física, el sabio griego dice con toda contundencia que un cuerpo más pesado cae más rápido que un cuerpo más ligero. Casi una veintena de siglos después, Galileo refutó esta afirmación con su célebre experimento de objetos arrojados desde la torre de Pisa, y con el cual llegó a demostrar que en el vacío los objetos caen con la misma velocidad, supuesta una misma masa o volumen.

Otro ejemplo tiene que ver con un famoso libro titulado Anatomía, de Claudio Galeno, médico griego que vivió en Roma en el siglo II después de Cristo. Su información era tan vasta que su texto llenó todo el conocimiento de la época medieval, no solamente por la perfección de sus dibujos anatómicos, sino incluso por el hecho de que no permitiéndose la disección de los cadáveres, no había manera de confrontar el venerable texto con la realidad.

La dogmática científica del célebre médico alcanzó una gran reputación en todo el Medievo. El problema surgía cuando las cosas no coincidían, de modo pues que si el hígado no aparecía en el lugar previsto por Galeno, ¡el equivocado debería ser el cadáver!

Un caso muy distinto tiene que ver con la clasificación de las pruebas judiciales que hacía Aristóteles. El filósofo decía que los argumentos característicos de la oratoria forense eran cinco: las leyes, los testigos, los pactos, los juramentos y las confesiones bajo tormento. Sin duda, ahora cualquier niño de primaria podría desvirtuar fácilmente esta afirmación dogmática del sabio griego.

Otro ejemplo se refiere a la compilación de leyes mandada a hacer por el emperador Justiniano en el siglo VI, en Bizancio. Los antiguos jurisconsultos romanos habían esclarecido firmemente el principio de que en los casos de esclavitud, los hijos seguían la condición de la madre. De modo que si la madre era esclava o liberta, su descendencia seguía naturalmente ese mismo destino. Pero esta regla, perfecta en su argumentación abstracta, era notablemente injusta en los casos en que la mujer concibiendo libre, alumbraba esclava.

Por último, un caso lamentable tuvo lugar apenas hace unos pocos siglos en Salem, una pequeña ciudad del estado de Massachusetts, donde en una sola noche muchas mujeres fueron sentenciadas a muerte por creerse que tenían la condición de brujas. En efecto, el texto bíblico Éxodo 22:18 dice: “A la hechicera, no dejarás que viva”.

He consignado pocos ejemplos en esta serie de actitudes dogmáticas. Uno podría pensar que en la época actual, donde nos enorgullecemos de nuestra racionalidad y objetividad, así como de los avances científicos que hemos logrado, este tipo de expresiones dogmáticas ya no podrían tener lugar, pero no es así. Podemos encontrar frecuentes ejemplos de este tipo de actitudes de autoridad en los medios masivos de comunicación, en las diversas técnicas publicitarias, en las religiones modernas –y antiguas– y en las actitudes de ciertos profesores, políticos y predicadores.

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