Entrevista

Literatura y deseo, una realidad híbrida

  • Entrevista con Adolfo Castañón, poeta, editor, ensayista y crítico literario

 

El escritor, entrañable amigo de la Dirección Editorial de la Universidad Veracruzana

 

Lucero Mercedes Cruz Porras

 

Xalapa, Ver., 28/08/2017.- Así como el amor es remedio contra la muerte, la literatura es la ambrosía de la vida, el lugar idóneo que conduce a la soledad, y ésta como ocasión de tiempo y de oportunidad. En este ir y venir de posibilidades, la literatura puede ser parte de un nuevo horizonte, convertirse en el principio de una existencia consciente, reflexiva y en constante experimentación con los deseos. Si las letras se vuelven el camino del hombre a sí mismo, todas sus expresiones dan nuevos significados a lo cotidiano, transformando el temor al destino en una fascinación por lo desconocido.

Los alcances de la creación poética, el estudio de la escritura y los azares de la edición han sido parte de la travesía de Adolfo Castañón por los contornos de la labor inventiva. Éstos son los apuntes de bolsillo de un poeta, editor, ensayista, crítico literario y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, quien después de cuatro décadas de trayectoria en la escritura comparte los intersticios de su profesión.

¿En qué momento decidió dedicar su vida a las letras?

Yo no lo decidí, lo decidieron mis padres cuando se enamoraron. En primer lugar, me llamo Adolfo por un filósofo que fue maestro de mi padre que se llama Adolfo Menéndez Samará. El día de mi nacimiento –el 8 de agosto a las 12:00 horas–, mi padre rindió su examen profesional, en el jurado se encontraba este maestro, quien al felicitarlo por haber obtenido el grado le comentó que ese mismo día era su cumpleaños y dijo: “Ese niño se tiene que llamar como yo, así que ese niño es mío”.

Podríamos decir que ése es un signo de que yo nací en una casa donde había libros todo el tiempo. Conocí las editoriales antes de saber leer, porque veía los libros y sus portadas; de alguna manera yo no decidí dedicarme a las letras sino el ambiente familiar… además de cierta curiosidad que tenía aquel niño que siempre se preguntaba qué había detrás de los libros. Quizás la mejor respuesta a esta pregunta sea otra: ¿qué hay detrás de un libro?

¿Cómo influyeron sus primeras lecturas en su búsqueda por la respuesta?

Tal vez empecé a consumir literatura antes de saber leer. Tal vez mi primera lectura fue una que me contaron; recuerdo los cuentos de Oscar Wilde –por mencionar una referencia–, quizás también los poemas de Antonio Machado que me recitaba mi padre. También creo que el mundo de los sueños fue muy importante; a los seis años tuve un sueño que narré después en un cuento.

Más adelante, leyendo cosas relacionadas con el pasado, desarrollé una fascinación por la historia a través de la figura de un personaje: un arqueólogo alemán llamado Heinrich Schliemann, quien después de leer La Ilíada viajó a Grecia para comprobar el relato. Schliemann descubrió Troya y es uno de los fundadores de la arqueología moderna. Él tuvo esa intuición de ubicar la literatura con la realidad; es un dato que me impresionó mucho.

En 1973, después de la escritura de mi primer libro –uno por encargo que no firmé con mi nombre–, me compré un boleto para viajar a Bélgica. Estuve un año fuera del país con 500 dólares, con la idea de saber si eso que me habían contado sobre Grecia y sobre la Biblia había sido cierto. Llegué a Atenas a tocar las piedras de todos esos lugares con esa sed de verdad. Esta búsqueda es uno de los principales móviles que tienen que ver con lo que hay detrás de un libro.

¿Cómo creció este paisaje literario?

Recuerdo que mi padre se la pasaba leyendo, yo –como niño– me preguntaba la forma en que él me haría caso, si él convivía solamente con los libros; entonces algo en mí dijo: “Tú te tienes que convertir en uno para que él te lea”. También recuerdo que mi madre, una dentista visionaria, siempre nos contaba a mi hermana y a mí cuentos para irnos a dormir. Eran cuentos que tenían que ver con cosas que le habían pasado en el día y que ella lograba trasladar a un horizonte fantástico; creo que su inventiva, mezclada con la de mi padre, tiene mucho que ver con que yo haya aprendido a leer muy joven –a los cuatro o cinco años.

Mi padre era el redactor, editor e impresor de un periódico que se publicó en los años cincuenta. Este periódico contenía reseñas de libros antiguos, de autores muertos y las narraba como si fueran actualidades. Como en casa no teníamos dinero para vacacionar, mis padres nos llevaban al trabajo –acompañábamos a mi madre y veíamos cómo sacaba dientes y también acompañábamos a mi padre a la biblioteca.

Un momento que tengo muy presente sucedió en 1963, cuando hubo un acarreo masivo de burócratas que debían saludar al nuevo presidente en el zócalo de la ciudad. En este acarreo, mi papá, secretarias y compañeros del trabajo olvidaron que los niños estábamos en la biblioteca, así que mi hermana y yo nos quedamos encerrados. Después de explorar el lugar durante dos horas, logré salir; esta experiencia me hizo entender que para poder orientarse en una biblioteca hay que desarrollar una conciencia, una luz, un deseo. Para salir de un laberinto hay que saber que lo es y que es posible hacerlo.

Creo que hay distintos encadenamientos que me llevan a tener una familiaridad con el universo de las letras, un deseo de apropiarme de ellas, del mundo de los adultos a través de la letra molde de la cultura impresa… de la literatura, la filosofía, de la observación de los seres humanos y la belleza.

A propósito de estos encadenamientos, ¿cómo se trazaron las diversas disciplinas que convergen en su trayectoria?

De manera bastante azarosa y espontánea, yo no me lo he preguntado mucho. Una etapa importante fue aprender idiomas, pues tiene que ver con haber aprendido que hay diferencias culturales entre los mexicanos.

Por ejemplo, este año se celebra el 60 aniversario de la muerte de Pedro Infante; yo tengo 64 años y recuerdo que en ese tiempo estaba aprendiendo a leer. Ese día todo se detuvo y no hubo clases; nos pusimos a ver la televisión, pero yo no sabía de quién hablaban. Cuando le pregunté a mi abuela sobre él, ella me contestó de manera violenta: “Ésa es música para las criadas”. Esa respuesta me dejó muy marcado porque había visto en la escuela cómo lloraba la maestra que me estaba enseñando a leer. Aquí hay una fractura, una calle que pasar. Hay dos idiomas. Desde entonces, la idea de que hay distintos lenguajes, culturas y mundos en mi mundo –México– se fue adentrando profundamente en mí.

¿Cómo se da el intercambio entre su labor académica y la creación literaria?

No es tan pomposo ni complicado, es simplemente un giro de actitud. La labor crítica, estudiosa y filosófica tiene que ver con el desprendimiento, el buscar ascender un poco en el contexto. La idea de tener conciencia va en el sentido de afinar la percepción. En este circuito, el que hace es el que es: el poeta, digamos, se deja ser y el que estudia al que se deja ser, es el crítico.

Recuerdo el paradigma de la biografía de Alfonso Reyes, un escritor cuya primera mitad de vida es enormemente creativa –en cuanto a poesía, ensayo y narrativa–; pero a partir de la segunda mitad, todo se volvió ciencia literaria y teoría filosófica. Freud tal vez lo diría de otra manera: la primera edad es la creativa –de la neurosis– y una segunda edad es la administrativa –o burocrática–. El punto es cómo logran convivir esas dos entidades, dos formas en un solo individuo. Si bien, en el caso de Reyes podemos hablar de ambas etapas del pensamiento, podemos pensar que hay un escritor mexicano como Octavio Paz; en él, los dos modos de atención están muy tensos. Tuve la fortuna de conocerlo y trabajar cerca de él.

En su oficio editorial, ¿conviven distintas entidades?

Un editor puede ser un catador, con la capacidad de reconocer un buen vino o uno podrido; pero un editor también puede ser un médico que diagnostique determinado vino para curar el padecimiento de algún paciente. La palabra editor es muy grande y hay que acotarla.

Por ejemplo, Alfonso Reyes habla sobre “el centauro de los géneros” en un ensayo titulado “Las nuevas artes”, mismo que dedica a la escritura de trazos que tienen que ver con guiones de cine y radio, aquellos escritos intersticiales. Ése es el germen de la expresión. El ensayo, ese centauro de los géneros, toca una realidad híbrida de la praxis literaria, pero todo eso tiene que ver con un tema más profundo: el deseo.

El ensayo es ese animal que desea, que trata de perseguir la sombra de la danza, de la música, de la penumbra, de la pintura; en ese sentido, creo que la sangre del ensayo es ardiente, pero también una sangre que tiene que ser reflexiva. De todas las formas literarias que hay en la práctica, quizás el ensayo es la más parecida al pensamiento del ser humano: un conjunto de fibras poéticas y narrativas.

¿Qué opina sobre la idea de la desaparición de las humanidades en el contexto educativo universitario?

Es cierto que hay un enrarecimiento de los presupuestos destinados a la investigación humanística porque, digamos, un químico puede pasar por un lugar y crear una sustancia que altera el paisaje; en cambio, un filósofo puede pasar por el mismo lugar y aparentemente dejar el mundo tal y como está. Esa apariencia nos lleva a la percepción de que lo que vemos afuera es una proyección de lo que está adentro y de que la apuesta del ser humano es muy poco humana.

Por una parte las humanidades tienen que tomar en cuenta ciertas restricciones, pero también tomar conciencia, en un sentido activo, de lo que hacen los científicos para nutrir su propio discurso. En ese contexto –vuelvo al ensayo–, si a la literatura y a la poesía les interesa el conocimiento de sí mismo, no le puede ser ajeno el conocimiento científico. Todos tenemos que aprender. Me parecería muy interesante que el humanista tomara curso de ciencias y que el científico tomara cursos de filosofía y política.

Creo que en realidad sí sucede una polarización de campos. No sería catastrófico adquirir una mirada más analítica sobre cómo se mueven ciertas personas en relación con las fronteras del conocimiento. Sería muy acertado que todos leyéramos con cuidado una página de algún libro, por lo menos cada tercer día.

¿Es el momento para que la sociedad tome conciencia sobre su ser?

Mientras estamos sobre la tierra nunca es tarde para nada. Hay una imagen de un filósofo inglés que habla sobre Wittgenstein –filósofo austriaco– como un hombre muy desesperado, un filósofo atormentado. Lo describe como alguien que, estando encerrado en un cuarto, piensa que la única forma de salir es por la ventana –aunque esté muy alta– y no se da cuenta de que la forma más sencilla es por la puerta. Creo que la puerta del otro está siempre abierta y en ese sentido, diría que nunca es tarde.

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