Universidad Veracruzana

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Nueva carta de navegación para lectores

Por César Antonio Molina

El triunfo de lo digital no implica la extinción de lo analógico, sino la ampliación de sus límites. Lo importante es orientarse en el océano electrónico.

Hay que evitar que el ‘Homo sapiens’ se convierta en ‘Homo pantalicus’, absorbido por lo disperso, lo banal, lo intrascendente No debemos dejarnos llevar por el impulso de la moda, sino conciliar la cultura lectora de siempre con la que ahora surge

EL AVANCE EN LA DIGITALIZACIÓN de los contenidos —tanto textuales como procedentes de otras fuentes audiovisuales— ha sido, en los últimos años, tan imparable como asombroso.

“Nunca, ciertamente, se leyó más y mejor que ahora. Y nunca se dejará de hacer si en el cambio de paradigma no nos dejamos llevar de vanas profecías”.

Desde aquel año de 1969, en el que se crea el código ASCII, primer sistema de codificación informático, hasta hoy, todo ha experimentado un vertiginoso desarrollo. En 1971, Michael Hart diseñaba y hacía público su Proyecto Gutenberg, primera pretensión con visos de realidad de digitalizar la mayor parte de los libros existentes. Años después, en 1993, la Online Books Page generaba el primer repertorio de libros electrónicos gratuitos. Ese mismo año, Digital Book lanzaba al mercado sus primeros 50 libros digitales en disquete. Dos años antes de acabar el siglo XX se ponían en el mercado los primeros lectores de libros electrónicos (Rocket eBook y SoftBook). En 2004 se comercializó la primera pantalla con tinta electrónica ( uno de los inversores internacionales en el desarrollo de esta tecnología, nacida en el Medialab del MIT, fue precisamente el gran editor español Germán Sánchez Ruipérez). Y, apenas seis años más tarde, en torno al año 2010, el número de títulos en formato electrónico superaba largamente el millón.
Nicholas Carr, en su obra ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, afirma algo que, muy a mi pesar, reconozco como inevitable: que el futuro del conocimiento y la cultura ya no se encuentra en los libros, ni en los periódicos, ni en la televisión, ni en la radio, ni en los discos o cedés, ni en el cine, sino en los archivos digitales difundidos por nuestro medio universal a la velocidad de la luz.
Hoy en día, los dispositivos lectores electrónicos han multiplicado extraordinariamente su oferta, haciéndose más asequibles, y el público, preferentemente el comprendido entre los 15 y los 35 años, empieza a dotarse de semejantes instrumentos de un modo creciente, hasta el punto de que, según la encuesta realizada hace tan sólo unos meses por la Asociación Americana de Bibliotecas, el 72% de dicha población busca prioritariamente sus necesidades de información en soportes distintos del papel —si bien éste sigue siendo materia posterior de consulta para una mayor ampliación o aclaración de conceptos—. Y el 30% de la población de esa misma edad usa de forma casi única el lector electrónico, las tabletas (a mí me gusta decir tablillas como en la antigüedad) o los dispositivos de pantalla en general como vías de acceso a los contenidos tanto de estudio como de puro ocio.
Sin duda, nos encontramos ante una verdadera revolución cultural, en donde la tecnología seguirá aportando nuevas y deslumbrantes posibilidades pues, no en vano, y sobre todo si lo comparamos con la madurez de la tecnología del libro en papel dicho proceso se encuentra aún todavía en la prehistoria. Las viejas categorías han quedado superadas. Los conceptos adquieren nuevos significados, más amplios, más heterogéneos. Entretanto, la información fluye como jamás antes había ocurrido en la historia de la Humanidad. Se genera en un volumen y diversidad incomparables. Se difunde en un espacio global e ilimitado. Y, a una velocidad y con una accesibilidad, impensables hace tan sólo unas escasas décadas.
Si durante siglos, dicha información perteneció tan sólo a unos pocos, celosos guardianes de la misma por el poder que les confería, hoy forma parte de la práctica totalidad de nuestro entramado social. El aire que respiramos se compone de oxígeno, nitrógeno… e información. Y su valor estratégico crece cada día. Tanto que, sin duda alguna, se convierte en recurso fundamental para el progreso. Si antes podíamos afirmar que la información es poder, hoy, con visión más esperanzada, democrática y ética, nos atrevemos a afirmar que la información es capacidad de desarrollo continuo. Personal y colectivo.
Leer es una condición inseparable del ser humano. No me refiero a la imprescindible lectura alfabetizadora, siempre derivada de una convención cultural (de ahí la existencia de diversos alfabetos), sino a la lectura anterior a esta misma. A la lectura primigenia. A la lectura como forma de relación con la vida. Y, muy en especial, como nutriente de ese aprendizaje que nos distingue como especie, movidos mágicamente por la curiosidad, la necesidad y el afán de descubrir, de desentrañar el sentido, de cuestionarnos y tratar de hallar siempre las respuestas. Una atracción que experimentamos desde el mismo momento de nacer y que se construye, a mayor o menor ritmo, hasta el último aliento de nuestra existencia.
Es ese deseo cargado de emoción, quien despierta los resortes de la atención, cincelando nuestro intelecto, tan temprano casi como nuestra propia existencia. Más que Homo sapiens, somos Homo discens, hombre que aprende a lo largo de toda su vida. Y ese aprendizaje depende, de forma sustancial, de la calidad y cualidad de nuestras capacidades y motivaciones lectoras. De cómo hagamos visible lo opaco. De cómo seamos capaces de desvelar y de conocer. De nuestra habilidad, frecuencia y potencia lectora. Hay que evitar que ese Homo sapiens-Homo discens se convierta en Homo pantalicus (término acuñado por Lipovetsky-Serroy), absorbido por lo disperso, lo banal, lo intrascendente, secuestrado por la fascinación del medio más que por el valor y la calidad de los contenidos.
Leer el mundo que nos rodea y los misteriosos espacios interiores que nos construyen como personas. Pero, de repente, todo tomó otra orientación. El panta rei del clásico se hizo acelerada realidad en mil y una pantallas. Lo estable se volvió cambiante. Lo permanente, transitorio. Lo sólido se mudó en líquido. Y, a la cultura impresa de lo letrado, se sumó aquella otra que hoy nos envuelve, que no viene a destruir la anterior —o, al menos, ese sería mi deseo— sino a complementarla, a cartografiarla de nuevo, a sembrar de retos y apasionantes desafíos un esquema comunicativo que parecía definitivamente establecido.
¡Mostradme vuestras bibliotecas y os diré cómo sois!
Jamás dejaré de ser hombre de libro, ni creo que haya un objeto que me cause más placer y del que tenga tanta necesidad de sentirme rodeado. Pero no vivo la presencia de estas nuevas realidades como un proceso de extinción o antagonismo con todo lo anterior. Más bien todo lo contrario. Creo que estamos en los albores de un nuevo “Descubrimiento lector”.
Nunca, ciertamente, se leyó más y mejor que ahora. Y nunca se dejará de hacer si, en el cambio de paradigma en el que estamos inmersos, no nos dejamos llevar ni de vanas profecías ni de interesados argumentos. Si, por el contrario, lo vivimos como una oportunidad extraordinaria que amplía nuestros límites, siempre y cuando seamos capaces de establecer los modos y maneras razonables que rijan este nuevo ciclo cultural. Y es que el advenimiento del texto electrónico y con él, de la lectura y escritura electrónicas, no son sólo nuevas literarias que pudieran corresponder a nuevos alfabetismos, sino una evolución trascendental que, de nuevo, hará dar al hombre un paso esencial en su desarrollo.
No consiste tan sólo en trasegar el vino viejo en odres nuevos. Es necesario investigar, experimentar, analizar con todo detenimiento lo que cada uno de los nuevos soportes y procedimientos significa. Ser capaces de determinar las aportaciones realmente positivas que los mismos ofrecen. Y, al mismo tiempo, equilibrar, moderar algunos de sus peligros que pueden atentar no sólo a la forma de leer que consideramos tradicional sino incluso a nuestra forma de pensar y, por lo tanto, de ser. De un lado, la incapacidad de centrar la atención y, por lo tanto, de generar esa lectura profunda que lleve al conocimiento y a la asimilación permanente del mismo. Por otro, una pulsión excesiva por la velocidad, por la inmediatez, por la instantaneidad —en tanto la lectura como tal, siempre depende del paso sereno de quien lee—. Y una aparente sabiduría que sólo puede esconder superficialidad. Leer con concentración, atención y en silencio, todavía no es algo arcaico y prescindible, se haga a través del soporte de los últimos quinientos años o de las pantallas, teléfonos o futuras gafas de la realidad virtual más sofisticadas. La cultura y el conocimiento siempre se obtendrán estudiando. En el poema Un lector, Borges escribió algo que antes —a no ser Montaigne, Johnson o Cervantes a través de Don Quijote— nadie había afirmado con tan lúcida rotundidad: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído”.
El océano electrónico del libro y la lectura necesita urgentes cartas de navegación que eviten bajíos, escollos y engañosas ensenadas. Sentimos la atracción de esa biblioteca infinita que un día soñaran Bachelard y Borges, para ellos equivalente al propio Paraíso. Eco incluso iba más allá, afirmando que, si Dios existe, debe de ser una biblioteca. Esa dimensión de totalidad y de infinitud es hoy posible gracias al aporte digital. Mil y un caminos ante nosotros se abren. No debemos ser incautos ni dejarnos llevar por el simple impulso de la moda o el mercantilismo. Necesitamos conciliar la cultura lectora de siempre con la que ahora surge. Y ello significa ser capaces de crear nuevas metodologías, nuevas didácticas lectoras.

Tomado de: El País, Babelia, 12/10/13

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Fecha: 21 octubre, 2021 Responsable: Lectores y Lecturas – Programa Universitario Contacto: mirimorales@uv.mx