Núm. 2 Tercera Época
 
   
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Fernando Vilchis
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  Mathias Goeritz, Gibraltar en noche de guerra, 1942.  
     

La propuesta de Goeritz no hubiera sido posible sin el cuestionamiento del papel que tenía la existencia del hombre en el universo: ¿Cuál era el rumbo que debía seguir la humanidad? De este momento de duda, el cual remite a las preguntas filosóficas básicas, surge la obra El ser y el cosmos (1948),11 la cual señala el instante en que Goeritz se enfrenta al absoluto, una actitud semejante a la que plasmó Caspar David Friedrich en El caminante sobre el mal de niebla (1818). Un año después, Goeritz recibe la invitación del arquitecto Ignacio Díaz Morales para que colabore en la recién fundada escuela de arquitectura de la Universidad de Guadalajara; en ella el alemán impartiría clases de historia del arte y de educación visual. Goeritz aceptó el reto que significaba un lugar desconocido en el que las condiciones para su desarrollo artístico no eran del todo firmes. A su llegada a México, Goeritz se topó con una nueva dictadura: la de la escuela de pintura mexicana presidida por Siqueiros y Rivera. El monopolio muralista no fue impedimento para que en Guadalajara expusiera obras de Klee, Moore, Gorky y de él mismo. Su cátedra en Guadalajara pronto adquirió fuerza y llego a afirmar que se encontraba en una especie de Bauhaus mexicano.12 Las marcas indelebles de su formación alemana y la convicción de la regeneración del hombre resurgían en las obras e ideas que Goeritz propagaba a sus alumnos: “(…) es Johannes Itten quien nos ayuda a evocar su filosofía. Personalidad fundamental en los primeros años de la Bauhaus, Itten expresaba su respeto y consideración por la fuerza del espíritu pidiendo a sus estudiantes que iniciaran las clases con ejercicios de relajación, movimiento y respiración”.13

La correspondencia de Goeritz con la Bauhaus refiere también la idea de experimentación libre con los objetos, actitud que Goeritz llevó a cabo con sus educandos en la construcción de una escultura efímera destinada a presentarse en el baile de la escuela en 1951 y que consistía en un montón de sillas apiladas de manera vertical. Esta disposición hecha al azar, sin ningún orden más que el sentido ascendente, puede considerarse como la primera torre que realizase Goeritz. Del plano al volumen, el artista alemán comenzó a trabajar con constancia la escultura. Si bien en España había realizado unas cuantas obras, en Guadalajara toma con mayor seriedad los campos bidimensionales propios de la escultura y crea, con base en unas cuantas líneas, figuras de hombres y animales desarmables. Persiste en dichos trabajos un deseo por la movilidad, no llegando a las delicadas y etéreas creaciones de Calder pero sí rozando el viento que traspasa por medio de espacios vacíos a manera que lo había realizado Henry Moore. Al poco tiempo de que había comenzado el descubrimiento del valor expresivo de la escultura por parte de Goeritz, surge el deseo de intervenir en la ciudad por medio de ésta, gracias al contacto que permite la escultura pública y la cotidianidad.

La oportunidad de integrar el arte a la vida, tal como lo había visto plasmado en las cúpulas de Altamira, se dio hacia 1950, año en que Luis Barragán le encarga una versión en concreto y de gran formato de la talla en madera El animal (1950). La escultura, por haber sido emplazada en los jardines del fraccionamiento de Jardines del Pedregal en la ciudad de México, adquiere el nombre de El animal del Pedregal (1951). Esta monumental obra puede ser considerada como la primera escultura pública que no evoca acontecimientos históricos o a presidentes de la nación; por el contrario, su factura se encuentra en el límite que separa lo figurativo de lo abstracto. La pieza marca el inicio de la apuesta que hace Goeritz por introducir el arte a la cotidianidad. Ya no son los tiempos de reconocer por fuera la ciudad, ahora se trata de intervenir dentro de ella.

Credo intenso o nostalgia perpetua, las exploraciones de Goeritz en la plástica no se alejan de la temática religiosa. La serie Salvadores de Auschwitz pertenece a los años de 1949 y 1950. En ellas Goeritz pone a disposición de los judíos crucifixiones cósmicas, abstractas; son Cristos que no se encuentran fijados dentro de una cruz, su simple silueta refiere a la tortura que incurrió sobre el cuerpo del hijo de Dios. La crítica de arte Margarita Nelken, una de las primeras personas en México en reconocer el talento de Goeritz, afirma que en esta serie “Goeritz ha logrado su síntesis muy concreta de una exaltación inexorablemente de la tragedia y el dolor, en su máxima expresión.

Y ello le ha permitido constituir, con toda naturalidad, en sus inmediatas repercusiones, dentro de la plástica mexicana, una de las facetas más importantes del actual renacer universal del arte sacro”.14 Basta nombrar otras esculturas para dar cuenta del calvario plástico que Goeritz recorría: Moisés (1952), La mano divina (1952), Encuentro místico (1952).

 

11 La relación entre el espacio y la posguerra ha quedado de manifiesto en la obra de otros artistas, como es el caso de Rufino Tamayo. Al respecto véase: Rita Eder, “El espacio y la posguerra en la obra de Rufino Tamayo”, XIX Coloquio Internacional de Historia del Arte, Arte y Espacio, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, México, 1998, pp. 237 – 254.

12 Carta de Mathias Goeritz a Jorge Romero Brest, escrita el 7 de diciembre de 1949. Archivos JRB (FFYL – UBA), correspondencia, 369. Fragmento tomado de Andrea Giunta (comp.), “Correspondencia entre Mathias Goeritz y Jorge Romero Brest”, Los ecos de Mathias Goeritz, Ensayos y Testimonios, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, México, 1997, p. 212.

13 Luis Porter Galetar, “La pedagogía de Mathias Goeritz”, Ibid., p. 67.

14 Margarita Nelken, El expresionismo mexicano, INBA-SEP,
México, 1964, p. 46.

 
 
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