Núm. 10 Tercera Época
 
   
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JOSÉ GARCIA OCEJO
EL ÚLTIMO DE LOS ROMÁNTICOS
 
 
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PALABRA NUEVA

La conversión de Froylán Mateos
Netzahualcóyotl Soria Fuentes

Netzahualcóyotl Soria Fuentes nació en la Ciudad de
México en 1969. Estudió literatura y filosofía en la FES
Acatlán y en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM).
Ha publicado cuentos y poemas en las revistas
La Creación y Ritmo. Con la presente historia ganó en 2008
el Premio Nacional al Estudiante Universitario Sergio Pitol
categoría relato, convocado por la UV.

          No supo en qué momento cobró conciencia del mal. O cuándo emergió esa conciencia a un plano más consciente, pues reconoció que en el fondo siempre había estado allí. “El problema no es si soy malo”, le confió a Mendizábal una noche después de una jornada de ensimismamiento, “eso no importa en absoluto: el problema es saber que soy malo”.

          Había empezado a matar desde muy joven. El cacique Santos lo había contratado para deshacerse de un revoltoso de la Huasteca: sólo había que darle un tiro. A Froylán Mateos le pareció cosa de risa: por qué don Gonzalo tenía que contratar a alguien para que realizara algo tan sencillo. Era como la gente que contrataba a alguien para destapar una cañería o para pintar un tejado.

          Después de quemar el templo, el ejército lo había perseguido tenazmente, y por el aprecio que le tenía, Gonzalo Santos le consiguió un empleo en la Ciudad de México, bajo las órdenes de un amigo suyo en la policía judicial. Un empleo sencillo que le permitía satisfacciones razonables en su tiempo libre: mujeres y bebida, principalmente. En esos gustos había gastado su primera paga como asesino, y seguía fiel a su origen.

          Ahora tuvo que reconocer que incluso en los primeros años había una conciencia diminuta escondida en alguna parte de su cerebro o de su alma –aún no forjaba el concepto adecuado–, una conciencia de que por su mano actuaba el mal. Aunque durante años no le había molestado en absoluto. ¿Cómo lo fue descubriendo? Tuvo una breve iluminación, cuando para celebrar su quinto homicidio se tatuó la imagen de un diablo en el brazo derecho, el que dispara y mata. ¿Por qué un diablo?

          El mismo diablo, el inofensivo diablito que aparecía en las cartas de la lotería, todo rojo, con sus cuernos, su bigote delgado y traje elegante, empezó a aparecérsele con el uso de las drogas decomisadas. Y luego los rosarios sangrantes, las vírgenes lloronas, los santos acuchillados, los cristos baleados. “El problema”, le comunicó a Mendizábal, “es que siempre he creído en Dios”. “Ese no es ningún problema”, replicó su compañero, al “contrario”. No entendía: cómo podían creer ambos y no importarles el castigo. ¿Habría un castigo? Y si lo había por qué no le había importado nunca.

   
 

Muro de Berlín actual / © Foto: Gerta Stecher

 

          ¿Desde cuándo había creído? Desde siempre. Su madre lo llevaba a misa de vez en cuando. Hizo la primera comunión con otros niños que, al igual que él, se habían aprendido partes del catecismo. Se confesó. Comulgó. Aquello no le supo a nada. Todo ello no había significado nada. Tampoco para los demás niños, que ya se estaban peleando e insultando antes de que terminara la misa. Él sintió sueño. Estaba aburrido. No entendía lo que decía el ancianísimo sacerdote. Lo único que lo diferenciaba de un ateo fue que desde el primer momento que alguien –¿su madre, su hermana?– le había dicho que había un Dios creador de todo, que castigaba a los malos y premiaba a los buenos, él lo había aceptado sin chistar; y esa teología simple lo había acompañado toda la vida sin preocuparle mucho la obvia conclusión de que él sería uno de los castigados.

          Meses pasaron y Froylán Mateos seguía ensimismado, haciéndose preguntas. Cumplía su trabajo como siempre, el trabajo que de vez en cuando lo hacía disparar y eliminar a alguien. Hasta que un domingo de descanso vio en la televisión, durante la transmisión de un partido del campeonato mundial de futbol, un letrero que sobresalía en las tribunas: John 3:16. “¿Qué es eso?”, preguntó a su mujer, que miraba sin interés. “Me suena a los testigos de Jehová o algo de eso”, contestó. Juana Mina era católica, iba a misa de vez en cuando, tenía crucifijos, pero no le interesaba nada que tuviera que ver con la religión. El letrero con un nombre y dos números se quedó grabado en la memoria de Froylán Mateos: había un mensaje cifrado, y el destinatario era él, sólo él. Algún desconocido lo había colocado en un estadio francés, y a través de las cámaras, los satélites, las antenas, había recorrido miles de kilómetros para llegar a sus ojos y hacerlo cavilar incesantemente. Ese era el poder de Dios.

 
 
 
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