Núm. 10 Tercera Época
 
   
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JOSÉ GARCIA OCEJO
EL ÚLTIMO DE LOS ROMÁNTICOS
 
 
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          Nuestro desembarco en Berlín, en una estación cercana al Zoológico [Bahnhof Zoo], pareció borrar temporalmente ese imaginario de la guerra y del nazismo con el que se asocia el pasado de Alemania. Lo que aparecía ante nuestros ojos era un mundo donde lo urbano adoptaba la imagen de la globalización más salvaje; no en balde la asociación con el zoológico y una rola del grupo U2 que en los inicios de los años noventa celebraba con acidez la unificación europea bajo el título de Zooropa. La técnica, la aplicación del diseño, de los modelos económicos, el cambio social, hacían pensar a simple vista que las catástrofes de la historia y los antagonismos eran reliquias inútiles. Por las calles de la zona se escuchaban distintos idiomas. Mientras tratábamos de orientarnos con un mapa para ubicar nuestro alojamiento, recordé en la tarde soleada de ese momento uno de los filmes del alemán Wim Wenders: Faraway… so close!, contribución sobresaliente al imaginario de una ciudad y su condición contemporánea, donde un reparto internacional y la aparición de fragmentos en distintas lenguas hacen énfasis en la voluntad de una nueva integración a través del diálogo. Entre los edificios altos y modernos, las calles de primer mundo y las multitudes, mi mente deambulaba a la caza de algunos de esos seres más humanos que los humanos de la Tierra, esos ángeles hermosos e imperfectos que, en la narrativa cinematográfica de Wenders, nos cuidan y se conmueven de nuestras alegrías y pérdidas…

          En un crucero, un señor de unos sesenta años, alto y bien vestido, al advertir que llevábamos a la mano una guía en inglés, nos preguntó si podía ayudarnos y amablemente se ofreció a orientarnos, dirigiéndonos a las coordenadas que buscábamos. Después le comenté a mi acompañante que probablemente ese era uno de nuestros ángeles designados para protegernos en Berlín.

          Berlín. La ciudad comenzaba a revelarse poco a poco de un modo perturbador.

          La reseña de esos días se desarrolló en amplios recorridos a pie y en traslados a través del mundo subterráneo de las estaciones del metro, donde una realidad paralela nos ubicaba en minutos en distintos trechos de la historia de la ciudad.

          Los lugares visitados, las calles y avenidas nos remiten constantemente a ese significado dual de la ruptura y la integración en la arquitectura y el urbanismo como afanes de la técnica al servicio de la sociedad, que pretenden unir o segregar… Los muros que alguien había proyectado algún día como una línea abstracta de determinado espesor eran realidades concretas, símbolos cotidianos, construcciones con el potencial de la paradoja y la contradicción.

          No era difícil imaginar la ciudad en ruinas que había sido reconstruida para después ser dividida, en un esfuerzo de voluntad y silencio. Los edificios podían ser también como libros abiertos a un mensaje, en ocasiones excesivo y propagandístico, sobre los méritos de una ideología (el socialismo del Este) o las conveniencias del materialismo de consumo masivo (el capitalismo del Oeste). Las tensiones resultantes eran evidentes. Habían pasado algunos años desde la caída del Muro y de los sistemas en tránsito por la historia reciente, pero aquello no era suficiente para declarar a Berlín una realidad unitaria, tal como se sugiere en los esquemas de la utopía social.

          La forma de la ciudad revelaba bordes y contornos duros, zonas blandas, microcosmos de sentido al alcance de la circunstancia, lo mismo que barrios innovadores, esfuerzos a favor de un pacifismo contemporáneo y demoledoramente grande en su vocación hacia la democracia. Los edificios nos hablaban de todo eso.

   
 

 
 
 
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