Universidad Veracruzana

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Exposición de Carteles de cine club y Cerámica

FERNANDO GALVÁN Y EL CARTEL CINEMATOGRÁFICO

Los carteles de cine son -como esas viejas postales que nos negamos a tirar porque “uno nunca sabe”- trozos extraños de otro tiempo. Piezas de un rompecabezas olvidado de imágenes y recuerdos (vividos o inventados).

Pero en todo caso cuando reaparecen en forma de frágil papel y en tamaño 60×90, apelan a la más básica de las nostalgias: ser testigos de una historia atrapada, detenida en otro tiempo (“En una galaxia lejana, lejana…”).

Fernando Galván llegó al Departamento de Cine UV en 2013 y trajo con él no tan solo su equipaje de imágenes frescas sino también una identidad gráfica que ahora le da personalidad y sello a nuestro Cine Club UV.

El reto no ha sido menor: ¿Cómo comunicar -a destajo institucional y postmoderno- los eventos audiovisuales, sin mermar la calidad gráfica, la sorpresa y la emoción?…

Porque el juego sigue siendo el mismo: atrapar la atención del espectador hacia un ciclo, o al menos a una de sus películas.

Y, en un mundo donde lápices y papeles se tornaron en ciber-programas y en copy-paste salvaje, Fernando lucha contra la inmediatez que todo lo pervierte, para atraer a los cinéfilos a la sala oscura. Algunas veces con un malabarismo de formas y tipografías, otras con una mirada simple y minimalista. Pero sus propuestas intentan siempre –eso sí-  un guiño de ojo.

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Y ahora, en esta muestra, nos regresa a la aspiración y nostalgia de la ciber-imagen por ser cartel impreso.

Cómo olvidar a Clint Eastwood con cigarro y jorongo en “El bueno, el malo y el feo”, o al tiburón con sus fauces abiertas a punto de engullirse a la bañista. O bien a Alex con pestaña postiza en el ojo, dentro de un triángulo, apuntándonos retadoramente con un estilete en “Naranja Mecánica”.

La gran cualidad de Fernando es haber trocado a su favor la prisa por comunicar, con calidad y eficacia. Para darles a ciclos y películas de temáticas y calidades diversas una segunda oportunidad.

Fernando Galván no envidia la frágil burbuja del creador ocasional que espera el roce de las musas, sino que se apura a imaginar y resolver… Y excava desde el fondo de su sensibilidad para ofrecernos siempre una nueva mirada.

Ricardo Benet

 

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Roxana Cervantes

 

¿Y qué, sino la tierra? Esta tenacidad que se compacta, que luego se despeña, para después fundirse en sus adentros y resurgir en candente erupción, para emerger en rugosa serranía y ser luego peñasco y luego canto, mortero de sí misma: arena, gleba hendida, tolvanera entre las manos del viento, polvo infinitesimal que se cuela en el tamiz del rayo del sol, cauce rendido en la añeja sentencia del retorno sin descanso que es la vida humana. Lodo fecundo, rehén que se ha entregado a la seducción del agua; y también barro, sí, asiento del caudal que se ha empozado en el curso de los milenios, y que en su dócil diálogo con la mano del hombre se ha convertido en la metáfora misma de la creación, donde el fuego ha de poner el soplo redentor para que nazca la tablilla, la teja, el cuenco, la baldosa que con su colorada geometría parece desafiar el lento y largo curso de la tierra, y aspira a quedarse para siempre de una pieza.

Somos de la tierra, proverbial, materialmente. Ella nos arraiga en su entraña oscura y nos da de beber; el mismo sol que nos calienta e ilumina encuentra su morada en el tierno regazo del planeta, que asimismo nos alimenta, nos cobija y aguarda nuestro último latido, para seguir latiendo ella misma con la vida que fuimos, que hemos sido y que volveremos a ser gracias a su milagro mineral.

La tierra es nuestro suelo, en el gran continente que la oscuridad cósmica rodea, y en el pequeño rincón donde nacimos. Somos terráqueos, terrestres, terrenos, y, con la suficiente fortuna, terracalenteños: el agua se nos cuela desde las altas cumbres, y brota en manantiales que bañan los potreros en su creciente profusión. Sementera de ceibas y crecidas parotas, sesteamos bajo las anchas frondas y hendimos por el viento las agudas espinas de nuestro verde ser. Se nos alzan las formas en carrera hasta el cielo, donde revolotea la persistencia de la avispa y el despeinado maizal se balancea. Aquel tronco robusto que se eleva es luego brazo, diapasón y banco de arpa, clavija que se tiempla en el ajado ¡ay! de las valonas, ese que augura la tragedia que viene a dar en carcajada, al compás del violín y la guitarra de golpe.

La huella del agua en la tecata del suelo queda contrahecha en nuestra piel de iguana, de armadillo; en el sinuoso ascenso del cacto, en las oscuras líneas que forjan la firmeza del cueramo y el rojizo rigor de la parota. Nos invaden las raíces de la higuera en los mismos recodos de nuestro arbóreo ser, y nos rodea nuestra celosía de muro vegetal que hurga el vacío en busca de la tierra. Nudos, vetas, corazón que se teje y emerge nuevamente de la tierra, y que le ofrenda sus flores, sus hojas, sus semillas. Y ahí donde el sol se lanza en fieros rayos a procurar el mojado capricho de la arcilla, Roxana Cervantes ha buscado la materia prima para sus engobes, que ha cernido y aplicado en esas figuras que ascienden —como todo lo que sale de la tierra—, y que ha sintetizado aquellas formas de su Tierra Caliente natal que para ella son significativas: evocaciones y desbordamientos, conjunciones y mutaciones con las que busca remover y filtrar, para llegar a su esencia íntima de terracalenteña, y aplicar en las piezas los colores con las arcillas que reunió en treinta lugares del Valle de Apatzingán: rojos, grises, aperlados, naranjas, cafés que el rigor del fuego y la paciencia de la artista han hecho emerger en estas diez esculturas bajo cuya corteza reposa el eterno ser de la tierra.

En este bosque singular de cilindros escindidos que han forjado de días las manos de Roxana —y antes sus propios sueños, sus recuerdos, sus aspiraciones—, la escultora revela el efecto que la Tierra Caliente ha tenido en ella, como lo ha tenido también en cada forma vegetal, animal y mineral que asoma en estas columnas cuyos capiteles hurgan el mismo cielo donde reina el sol; su origen, su destino está en el patente misterio de la tierra, que Roxana Cervantes revela a su manera, con el propio lenguaje que busca desentrañar, en busca de todo cuanto ella le permite evocar y sugerir. Cortes y prolongaciones, ensambles y transiciones que muestran la unidad y la diversidad de la Tierra Caliente, de la Tierra en sí. ¿Y qué, sino la tierra?

 

Raúl Eduardo González Hernández.

 

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