Universidad Veracruzana

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Eivar Moya, Pintor Colombiano

La pintura es una estética de la ilusión, una verdad ilusoria, una imagen del tiempo detenida en la pupila incesante. Somos hijos de un laberinto de insondable belleza, viajamos en una metáfora infinita, más incluso que el judío errante, amparados por la belleza. Somos trazo, líneas, sombras, somos la luz que es a su vez un fantasma y un delirio, somos esa luz que se derrama sobre nuestra alma y que también es un abismo. Ahí anochece. Anochece también en los párpados de piedra, en los ojos de la ciudad. Y en un callejón sin salida Eivar Moya se aferra con colores bruñidos a la historia del arte. Su trazo avanza por el declive armonioso de un torso de mujer que aun espera ser tocada por la aurora, antes que amanezca ella anhela abrir sus párpados de tanto soñar con los colores.

Eivar Moya es un individuo calcado por la brisa del caribe, hijo de una luz pródiga, fabulador, vendedor de noches puerta a puerta, inventor de instantes que sufren la construcción de una piel, hechicero, cartógrafo de mares interiores,  retratista de mujeres de muchos rostros.

Es un virtuoso del dibujo, cuyo trazo es abigarrado, magnetiza los cuerpos, los seda. Más allá de las figuras, lo que más impresiona son sus atmósferas, el diálogo de los cuerpos, el dinamismo de sus silencios manchando los umbrales, la soledad y el tiempo. Su pintura está hecha de tacto, de símbolos que materializan la concupiscencia, el sueño,  los deseos, las carencias. Su mundo personal gira en torno a una casa donde vive la mirada, porque dentro de sus atmósferas se percibe el ojo del lienzo, la mirada oculta que corrige cada pormenor del cuadro y toda su maravillosa composición. Al final no faltaría ponerle una firma sino un verbo.

Con seductora imaginación, Eivar Moya viaja por sus telas como un peregrino en busca del paraíso perdido, reinventa la historia en cada uno de sus asombros, colma su sed de mirar, su vocación es un irrefutable vouyerismo semántico. En respuesta a los interrogantes de su siglo ha creado una figuración gramática, hecha de verbos corporales, de sílabas que respiran en los poros de aire, en las palabras que se quedaron grabadas en tantos que murieron sin alcanzar el beso.

El pintor, el iluminado, Eivar Moya desciende con todas sus barajas al lienzo virgen y lee el destino de los colores que serán la figura humana, el verbo ancestral con todas sus geometrías aladas,  con los cinco sentidos de los astros recorriendo las atmósferas del deseo, su planetario egoísmo. En ese preciso instante en que se han encendido todas las lámparas, en ese resquicio de tiempo sin metáfora, los colores sueñan que ya son colores, mientras sobre el mar, sobre el instinto de la sombra, sobre los cuerpos rendidos cae la nieve delicada.

Esta es una pintura hecha para sofocar la memoria, para extender su lenguaje como se extiende una orilla, para incitar la búsqueda de nuevos sinónimos donde puedan encontrarse las almas, más allá de las manos y del lugar donde se confunden los sentidos. Es un poema corporal, desgarrado, donde la piel se divisa como un paisaje y sus increíbles latitudes, estamos ante un desbocado sueño del tacto.

 

Fernando Denis

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