Abril-Junio 2007, Nueva época Núm.102
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La señorita Julia

August Strindberg

 

Personajes


LA SEÑORITA JULIA, de 25 años de edad
JUAN, sirviente, de 30 años de edad
CRISTINA, cocinera, de 35 años de edad

La acción pasa en la noche de San Juan en una cocina condal.

Escena


Una amplia cocina con techo de vigas decoradas y las paredes laterales ocultas entre telas. La pared del fondo avanza, sesgada, hacia el centro de la escena. A la izquierda, también, dos alacenas adornadas con papel de cocina, y en ellas, baterías de estaño, hierro y cobre. A la derecha, en primer término, se ve parte de una gran puerta vidriera, en arco, por donde se divisa una fuente, con surtidor y un amorcillo, entre el ramaje de saúcos en flor y algunos chopos. Puertas a derecha e izquierda. Por la izquierda se distingue la esquina de un fogón de ladrillos con parte de la campana. A la derecha, una mesa de madera blanca para el servicio y algunas sillas. Sobre la mesa, una gran jarra japonesa con ramos de saúco. También el fogón está adornado con ramas de abedul. En el suelo, esparcidas, ramas de enebro. Un cajón grande para el hielo. Un lavabo. Un fregadero. So-bre la puerta, un grande y antiguo reloj de péndulo. Una bocina de comunicación interior. Cristina, a la iz-quierda del hogar, remueve una tartera puesta al fuego. Lleva vestido claro y delantal de cocina. Por la puerta de cristales entra Juan, de librea. Trae en las manos unas botas de montar, con espuelas, y las deja en el suelo, bien a la vista del público.
JUAN: También esta noche parece que la señorita Julia está medio loca, ¡loca de atar!
CRISTINA: ¿Qué? ¿Ya estás ahí?
JUAN: Sí, vuelvo ahora de la estación, de acompañar al señor conde. Al pasar entré en la barraca del baile y allí me encontré a la señorita Julia bailando con el guarda. En cuanto me vio, vino derecha a mí y me invitó a un vals de los que bailan los señores. Bailó de un modo que no he visto cosa igual. Cuando te digo que es-tá loca…
CRISTINA: Sí… Está violenta desde lo que le sucedió con su prometido.
JUAN: Es posible. De todos modos, era un buen muchacho. ¿Tú sabes cómo ocurrió la cosa? Presencié yo la escena a escondidas.
CRISTINA: ¿Cómo? ¿Que tú los viste?…
JUAN: Sí. Verás: estaban una noche en el patio de las caballerizas, y la señorita le “amaestraba”, según decía. ¿Sabes cómo? Pues haciéndole saltar sobre la fusta, como a un perro, a la voz de “¡hop, hop!” Por dos veces saltó sobre ella y recibió otros tantos latigazos; pero, a la tercera, le arrancó la fusta de la mano, la hizo mil pedazos y se marchó.
CRISTINA: ¡Qué me cuentas! pero ¿pasó así?
JUAN: Como te lo digo. ¿No tienes algo bueno de comer, Cristina?
CRISTINA: (Saca la tartera del fuego y le sirve en un plato a Juan.) Aquí tienes. Un trozo de riñón del asado de ternera.
JUAN: (Olfateando el guiso.) Está muy bien. Es una verdadera delicia. (Tocando el plato.) Pero has debido ca-lentarme el plato.
CRISTINA: Cuando te pones tonto, eres más exigente que el señor conde. (Le da un cariñoso tirón del pelo.)
JUAN: (Con brusquedad.) ¡Ay! No me tires de esa manera… Ya sabes que soy muy delicado.
CRISTINA: ¡Qué atrocidad! Si era un cariñito… (Juan sigue comien-do; Cristina saca una botella de cerveza del cajón del hielo.)
JUAN: ¿Cerveza en la noche de San Juan? Muchas gracias… Tengo yo algo mejor. (Abre el cajón de la mesa, saca una botella de vino tinto, con etiqueta amarilla.) Etiqueta amarilla. ¿Ves? Trae un vaso. Mejor una co-pa; para beber un vino como éste, una copa.
CRISTINA: (Se dirige otra vez al fogón y coloca en él una cacerola pequeña.) ¡Dios asista a la que haya de ser tu mujer! ¡Valiente bribón!
JUAN: Bueno, no presumas… Ya te darías por contenta con un muchacho tan fino como yo… No creo que te perjudique la suposición de que haya algo entre nosotros… (Paladeando el vino.) Muy bien… Muy bien… Le falta un poquitín de punto… (Calentando la copa entre las manos.) Este lo compramos en Dijón: cuatro francos el litro, sin casco, más el impuesto. ¿Qué haces ahora? ¡Vaya un olor!…
CRISTINA: Una porquería del demonio que la señorita Julia ha dispuesto para dársela a “Diana”.
JUAN: Deberías usar otros térmi-nos… ¿Por qué has de estar en una noche de fiesta guisoteando para los ani-males? ¿Es que está enferma la perra?
CRISTINA: Sí… Se escapó con el perro de presa. Aquí mismo hicieron juntos sabe Dios qué diabluras, y la seño-rita no está por ésas…
JUAN: Ya, ya… Para algunas cosas, la señorita es demasiado orgullosa; para otras, demasiado condescendien-te. Ni más ni menos que la condesa, que en paz descanse. Se hallaba a gusto en la cocina y en las caballeri-zas, pero no quería salir nunca con un caballo solo. Nos dejaba llevar los puños sucios, pero, en cambio, nos exigía la corona del conde en todos los botones. La señorita no se cuida mucho de su persona; podría decirse que no es distinguida: hace poco, cuando bailaba en el barracón, levantó al guarda, que estaba sentado jun-to a Ana, y ella mismo le invitó a bailar. Ya ves: nosotros mismos no deberíamos hacer esto… Pero es lo que sucede: si los amos se vuelven ordinarios, nosotros ¿qué hemos de hacer? Ahora que, como mujer, es estu-penda. ¡Qué hombros, qué pecho y… lo demás!
CRISTINA: ¿Eh?… Es que también hay mucho retoque… Bien sé yo lo que decía Clara cuando la ayudaba a vestirse…
JUAN: Clara. ¡Puf! Sois unas envi-diosas… Yo he salido con ella; la he visto montar a caballo… Y además, ¡có-mo baila!
CRISTINA: Oye, Juan. Bailarás con-migo, ¿verdad?, cuando termine aquí.
JUAN: Desde luego.
CRISTINA: ¿Me lo prometes?
JUAN: ¿Prometer? Te lo he dicho, y lo hago. Ahora, gracias por el refrigerio; estaba muy bueno. (Tapa la bote-lla.)
JULIA: (En la puerta de cristales, dirigiéndose a los de fuera.) Voy en seguida. Vosotros, seguid… (Juan oculta la botella en el ca-jón de la mesa y se levanta respe-tuoso. Julia se dirige al fogón y pregunta a Cristina: ) ¿Está ya? (Cristina le indica con un gesto que Juan está presente.)
JUAN: (Con cierta gentileza.) ¿Las señoras tendrán sus secretos?…
JULIA: (Dándole con el pañuelo en la cara.) ¿Es muy curioso el señorito?
JUAN: ¡Cómo huele a violetas!
JULIA: (Coqueta) ¡Descarado! ¿Es que también entiende usted de perfumes? Porque bailar, sí sabe. Váyase, y cuidadito con escuchar…
JUAN: (Con cierta firmeza, aunque correcto.) ¿Se trata quizás de algún filtro mágico que las señoras preparan en la noche de San Juan? ¿Algo con que poder leer en las estrellas propicias el nombre de nuestra prometi-da?
JULIA: (Con dureza.) Pues para llegar a leerlo ya puede usted tener buenos ojos. (A Cristina.) Viér-telo en una botella y tapó-nalo fuertemente. (A Juan.) Véngase usted ahora a bailar esta “escocesa” conmigo. (Deja caer el pañuelo sobre la mesa.)
JUAN: (Titubeando.) Me desagrada ser descortés, pero este baile ya se lo había prometido a Cristina.
JULIA: Ya bailará usted otro. (Va hacia Cristina.) De verdad, de verdad, Cristina: ¿no quieres prestarme a Juan?
CRISTINA: Eso no depende de mí. Ya que la señorita es tan amable, él no puede negarse. Ve, desde luego, ve y agradece el honor que la señorita te dispensa.
JUAN: Yo no quisiera que la señorita Julia lo pudiese tomar a mal; pero, si he de ser franco, no considero pru-dente que la señorita elija dos veces a un mismo servidor como pareja de baile, especialmente entre estas gentes tan dadas a hacer suposiciones.
JULIA: (Indignada.) ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué suposiciones se trata?… ¿Qué insinuación es ésa?
JUAN: (Evasivo.) Si la señorita Julia no quiere entenderme, hablaré con más claridad. Estas gentes no ven con buenos ojos que la señorita dé preferencias a uno de sus servidores, habiendo tantos que desearían el mis-mo honor.
JULIA: ¡Preferencias! Pero, ¿qué se imagina usted? ¡Me asombro! Yo, la señora de la casa, honro la fiesta cam-pestre con mi presencia, y al decidirme a bailar, lo hago con un criado de confianza, que sepa comportarse y no me ponga en evidencia.
JUAN: Lo que la señorita disponga; estoy a sus órdenes.
JULIA: (Condescendiente.) ¡No hable de órdenes ahora! Esta noche somos alegres compañeros en una fiesta popular en la que no hay categorías. Eso es: deme usted el brazo. No te inquietes, Cristina, que no te robaré tu tesoro. (Juan le da el brazo y salen. Cristina queda sola. En la lejanía se oye una “escocesa” ejecutada por una orquesta de violines. Cristina tararea al compás de la música mientras recoge el servicio usado por Juan; lava el plato, lo seca y lo coloca en la alacena. Luego se quita el delantal, saca un espejo del cajón de la mesa, enciende una vela, calienta en la llama una horquilla, con la que se riza el flequillo. Luego se acer-ca a la puerta de cristales y mira hacia afuera; vuelve a la mesa, ve el pañuelo olvidado por Julia, lo huele, y después, abstraída, lo va extendiendo entre las manos y lo dobla en cuatro dobleces1.)
JUAN: (Entrando.) ¡Decididamente está loca! ¡Bailar de esa manera! La gente desde las puertas se burlaba de ella. ¿Qué dices de esto, Cristina?
CRISTINA: Es que le ocurren cosas que la hacen aparecer como una extravagante. Bueno: ¿vienes para bailar conmigo?
JUAN: ¿No estás incomodada por haberte dejado antes?
CRISTINA: No, ya lo sabes. Yo sé estar en mi puesto.
JUAN: (Rodeándole el talle con el brazo.) Eres una muchacha formal y llegarás a ser una excelente ama de casa.
JULIA: (Entra con rapidez; desagradablemente sorprendida, dice con violencia:) ¡Vaya un caballero que deja a su pareja plantada!
JUAN: Al revés, señorita Julia; me he apresurado a venir en busca de la abandonada.
JULIA: (Cambiando de tono.) ¿Sabe usted que baila mejor que ninguno? ¿Por qué lleva librea en una noche como ésta? Quítesela en seguida.
JUAN: Entonces le ruego a la señorita que se retire unos instantes, porque es aquí donde tengo mi traje negro. (Se dirige hacia la izquierda.)
JULIA: ¿Se preocupa por mí? ¡Por cambiarse de chaqueta!… Vá-yase, entonces, a su cuarto y vuelva en segui-da. O quédese; yo me pondré de espaldas.
JUAN: Con su permiso, señorita Julia. (Va hacia la izquierda y se le distingue a medias un brazo mientras está cambiando de ropa.)
JULIA: Oye, Cristina: ¿es que Juan es tu amor, para que tengas tanta confianza con él?
CRISTINA: (Cara al fogón.) ¿Amor? Así será, si le parece. Nosotros lo llamamos así.
JULIA: ¿Llamar…?
CRISTINA: También tuvo la señorita Julia un amor y…
JULIA: Es cierto: ya estábamos pro-metidos.
CRISTINA: Y no pasó de ahí. (Se sienta, y va adornándose poco a poco; entra Juan con traje y sombrero negros.)
JULIA: Très gentil, monsieur Jean! Très gentil!
JUAN: Voulez-vous plaisanter, madame la comtesse!
JULIA: Et vous parlez français! ¿Dónde lo aprendió usted?
JUAN: En Suiza, cuando fui camarero de uno de los mejores hoteles de Lucerna.
JULIA: ¡Pero es que lleva usted el traje con la misma soltura que un caballero! ¡Magnífico! (Se sienta sobre la mesa.)
JUAN: La señorita me adula.
JULIA: (Ofendida.) ¿Adular, yo? Y… ¿a usted?
JUAN: Mi natural modestia me impide creer que la señorita pueda tener frases de sincera consideración hacia un hombre como yo; por eso me he permitido creer que exageraba o que adulaba…, como suele decirse.
JULIA: ¿Dónde aprendió usted a expresarse de esa manera? Debe usted haber ido mucho al teatro.
JUAN: Así es; he frecuentado lugares distinguidos.
JULIA: Pero ¿nació usted en estas tierras?
JUAN: Mi padre era arrendatario del procurador del rey en este mismo distrito. Conocí a la señorita siendo muy niña, aunque la señorita no se fijara entonces en mí.
JULIA: ¿De veras?
JUAN: Sobre todo, recuerdo que una vez… Sí; pero no debo hablar de esto ahora…
JULIA: ¡Hable, hable! ¿Por qué no? Para complacerme…
JUAN: No, ahora, precisamente ahora, es imposible. Otra vez, ¿quién sabe?…
JULIA: Decir “otra vez” es como decir nunca… ¿Tan peligroso es ahora?
JUAN: Peligroso, no; pero mejor será dejarlo. ¡Fíjese usted en ésa!… (Señala a Cristina, que se ha dormido.)
JULIA: Será una buena ama de casa; a lo mejor, ronca también.
JUAN: Roncar, no; pero habla dormida.
JULIA: ¿Cómo lo sabe usted?
JUAN: Porque la he oído. (Pausa, durante la cual ambos se miran fijamente.)
JULIA: ¿Por qué no se sienta?
JUAN: No puedo permitírmelo en presencia de la señorita.
JULIA: ¿Y si se lo mando?
JUAN: Entonces obedeceré.
JULIA: ¡Siéntese! Pero, aguarde: ¿puede usted darme algo de beber?
JUAN: No sé lo que habrá aquí en el cajón, probablemente cerveza y nada más.
JULIA: No es para despreciarla. Por mi parte, tengo gustos tan sencillos, que la prefiero al vino.
JUAN: (Saca una botella del cajón del hielo y la descorcha. Trae un vaso y un plato.) ¿Puedo servirla?
JULIA: Gracias. Y usted ¿no bebe?
JUAN: Realmente no soy aficionado a la cerveza, pero si la señorita me lo manda…
JULIA: ¡Mandarle!… Creo única-mente que como un galante caballero debe acompañar a su dama.
JUAN: Es muy justo. (Descorcha otra botella, se sirve y bebe.)
JULIA: Brinde usted a mi salud. (Juan titubea.) ¡Parece tímido el muchachote!
JUAN: (Declamatorio, arrodillándo-se.) ¡A la salud de mi dama!
JULIA: Muy bien; ahora me besa usted un zapato y así resulta perfecto. (Juan vacila unos instantes pero des-pués aferra atrevidamente el pie y lo besa.) Muy bien: ha debido usted dedicarse al teatro.
JUAN: (Levantándose.) No podemos seguir así, señorita Julia. Podría entrar alguien y vernos.
JULIA: ¿Y qué?
JUAN: Que la gente tendría motivos para hablar. Si la señorita supiera lo sueltas que han estado las lenguas hace poco…
JULIA: ¿Qué decían? Dígamelo. Siéntese usted.
JUAN: (Sentándose.) No quisiera ofenderla, pero hacían uso de ciertas expresiones… Vamos, como si tratasen de dar a entender… que… ya lo entiende la señorita. La señorita no es una niña, y si la ven beber con un hombre —aunque éste sea su criado—, especialmente de noche… Entonces…
JULIA: ¿Entonces, qué? Sin contar con que no estamos solos. También está aquí Cristina.
JUAN: Sí, pero dormida.
JULIA: ¡Pues la despertaré! (Se levanta.) ¡Cristina! ¿Duermes?
CRISTINA: (Entre sueños.) ¡Va, va, va!…
JULIA: ¡Cristina, qué modo de dormir!
CRISTINA: (Balbuceando dormida.) Las botas del señor conde ya están lustradas… Preparar el café en seguida, en seguida. ¡Oh! ¡Oh!… ¡Puf!… ¡Puf!…
JULIA: (Dándole un tirón de la nariz.) ¿Quieres despertar de una vez?
JUAN: (Con severidad.) No perturbe usted su sueño, señorita.
JULIA: (Molesta.) ¿Cómo?
JUAN: Quien ha estado todo un día junto al fogón debe hallarse cansado cuando llega la noche. Hay que respe-tar ese sueño.
JULIA: (Cambiando de tono.) Eso está muy bien dicho, y le honra a usted. (Alargándole la mano.) Ahora vamos juntos para que me recoja usted unas cuantas ramas de saúco. (En este instante se despierta Cristina, y ador-mi-lada, se dirige hacia la izquierda para acostarse.)
JUAN: ¿Que salga con la señorita?…
JULIA: Conmigo, sí.
JUAN: Eso no está bien, no está bien bajo ningún concepto.
JULIA: (Riéndose.) ¡No me explico lo que quiere usted darme a entender! ¿Es posible que se haga usted ilusio-nes?
JUAN: Yo, no; pero no hay que olvi-dar a la gente.
JULIA: ¿Por qué? ¿Van a creer que me he enamorado de mi criado?
JUAN: Yo no soy un hombre presumido, señorita; pero como se han visto casos semejantes, para las gentes no hay nada sagrado…
JULIA: Parece usted un aristócrata.
JUAN: Y lo soy.
JULIA: Pues yo desciendo…
JUAN: Fíjese en mi consejo, señorita: no descienda. Nadie creerá que ha descendido voluntariamente, sino que ha caído.
JULIA: Es que yo tengo mucha mejor opinión de la gente. Venga usted, y verá; ¡venga, venga! (Provocativa.)
JUAN: ¡Qué extraña es usted!
JULIA: Es posible; pero también usted lo es. Todo es extraño en general. La vida, los hombres; todo es igual a un bloque de hielo, arrastrado de un lado a otro sobre la superficie del agua, hasta que se hunde, se hun-de… Tengo un sueño que se me repite con frecuencia y en el cual se me ocurre pensar ahora. Me veo senta-da sobre una columna altísima, sin medios para poder bajar; me da vértigo el mirar hacia abajo, pero he de mirar, y me falta valor para tirarme; ya no me puedo sostener, y anhelo caer, pero no caigo; y no tengo ale-gría hasta hallarme abajo, hasta verme en el suelo. Mas, cuando llego al suelo, deseo descender más, hun-dirme bajo la tierra. ¿Ha experimentado usted alguna vez algo semejante?
JUAN: No, señorita, no. Yo suelo soñar que estoy tendido bajo un árbol recio y frondoso en lo más intrincado de la selva. Deseo subir, subir a las últimas ramas para poder admirar el claro paisaje a mi alrededor donde el sol brilla, y robar en lo alto el nido de los pájaros de huevos de oro. Y trepo, trepo; pero el tronco es grueso y tan escurridizo y está tan lejos la primera rama… Pero estoy cierto de que si llegase a asirme de esa prime-ra rama, podría llegar a lo alto como si subiese por una escalera. No la he alcanzado aún, pero la alcanzaré, aunque sólo sea en sueños.
JULIA: ¡Y yo me estoy aquí (riéndose) hablando de sueños con usted! ¡Vámonos ya! Sólo hasta el parque. (Dán-dole el brazo, se dirigen hacia la puerta.)
JUAN: Hoy deberíamos dormir sobre las hierbas nuevas de la noche de San Juan: entonces se realizarían todos nuestros sueños. (Al salir se detienen de pronto; Juan se lleva la mano a un ojo.)
JULIA: Déjeme ver lo que le ha entrado en el ojo.
JUAN: ¡Oh, nada! Una motita; esto pasa en seguida.
JULIA: Le he rozado con la manga de mi vestido… Siéntese y le ayu-daré. (Le coge de un brazo y le obliga a sentarse sobre la mesa; luego le sujeta la cabeza por la nuca y trata de limpiarle el ojo con la punta de un pañuelo.) Estése usted quieto. Tranquilícese, hombre; no se mueva usted. (Dándole un palmetazo en la ma-no.) ¿Así me obedece usted?… Parece como si este hombretón tan recio y tan alto estuviese temblando… (Se ríe y le palpa los brazos.) ¡Con estos brazos!
JUAN: (Amonestándola.) ¡Señorita Julia!
JULIA: ¡Qué… monsieur Jean!
JUAN: Attention! Je ne suis qu’un homme!
JULIA: ¿Quiere usted estarse quieto? ¡Vaya! ¡Ya lo tenemos aquí! Béseme usted la mano en señal de agradeci-miento.
JUAN: (Levantándose.) Óigame usted, señorita. Cristina se ha ido ya a dormir. ¿Quiere usted oírme?
JULIA: Antes béseme usted la mano.
JUAN: Pero óigame.
JULIA: La mano antes…
JUAN: Perfectamente; pero usted cargará con toda la responsa-bilidad.
JULIA: (Riéndose.) ¿De qué?
JUAN: ¿De qué?… ¿Tan niña es aún la señorita a los veinticinco años? ¿Ignora que es peligroso jugar con fue-go?
JULIA: Para mí, no: estoy asegurada.
JUAN: (Atrevido.) No lo está usted; y aunque lo estuviese, tiene usted que pensar en que hay materia inflama-ble a su alrededor.
JULIA: ¿Será usted esa materia?
JUAN: Sí, sí, señorita, sí; no por lo que soy, sino únicamente por ser joven…
JULIA: …de buena presencia… ¡Qué increíble vanidad! ¡Un Don Juan tal vez! ¡O un casto José! En realidad, creo que es usted un casto José. (Se sonríe.)
JUAN: ¿Lo cree usted así?
JULIA: Casi lo temo. (Juan se dirige resueltamente a ella e intenta sujetarla para darle un beso. Ella le da un manotazo.) ¡Largo de aquí!
JUAN: ¿Es en broma o en serio?
JULIA: En serio.
JUAN: Entonces, antes era en serio también. Usted juega en serio demasiado, y eso e s peligroso. Sin embargo, ahora estoy cansado del juego y le suplico que me perdone si vuelvo a mis ocupaciones. (Va a coger las bo-tas.) El señor conde ha de tener las botas lustradas a primera hora, y ya hace tiempo que dio la media no-che.
JULIA: Deje usted esas botas.
JUAN: No; ésta es mi obligación, y he de cumplirla. No he pretendido ser su compañero de juegos, ni deseo serlo, porque me considero muy superior a semejante papel.
JULIA: ¡Es usted un soberbio!
JUAN: En algunos casos, sí, y en otros… no.
JULIA: ¿Ha amado usted alguna vez?
JUAN: Nosotros no empleamos esa frase, pero he querido a varias muchachas; y en cierta ocasión enfermé por una que no llegué a conseguir: enfermo, como los príncipes de Las mil y una noches, que por exceso de amor no pueden comer ni beber… (Vuelve a dejar las botas donde estaban.)
JULIA: ¿Y quién era ella? (Juan no contesta.) ¿Quién era?
JUAN: No me puede usted obligar a decirlo.
JULIA: ¿Y si se lo ruego como a un amigo, como a un igual? (Suavemente.) ¿Quién era?
JUAN: Usted.
JULIA: (Sentándose.) ¡Vaya una salida ridícula!
JUAN: Sí, si realmente quiere usted saberlo, es ridículo. ¿Ve usted? Esta es mi historia que antes no quise refe-rirle; pero ahora sí. ¿Sabe usted, señorita, cómo se ve el mundo desde abajo? No, eso no lo sabe. A los gavi-lanes y a los halcones no se les divisa el lomo, porque están en lo alto. Crecía yo en mi casa de campesinos con siete hermanas y… un cerdo afuera, en los prados llanos y verdes, donde no se alzaba ni un árbol. Pero desde mi ventana distinguía la tapia del parque del señor conde, con sus frondas de manzanos en flor. Aquel era el jardín del Paraíso y dentro estaban los ángeles con sus espadas flamígeras custodiándolo. A pesar de todo, otros muchachos y yo llegamos a dar con el camino del árbol de la vida… ¿Me desprecia us-ted ahora?
JULIA: ¡Oh…, robar manzanas! Eso lo hacen todos los chiquillos.
JUAN: Eso dice usted ahora, pero en el fondo me desprecia. ¡Tanto es así! Una vez vine al jardín con mi madre para limpiar de hierbajos el sembrado de cebollas. Junto a la tapia del huerto había un pabellón turco a la sombra de los jazmineros, cubierto por madreselvas. Yo no podía imaginar para que servía aquello; pero en mi vida había visto un edificio tan maravilloso. Con frecuencia entraba y salía gente de él, hasta que una vez vi la puerta abierta: me escurrí y dentro contemplé las paredes cubiertas por retratos de reyes y empe-radores; la ventana tenía rojos cortinajes con franjas de seda. Ahora ya se da usted cuenta de si entiendo algo… (Coge una ramita de saúco y, sin soltarla, se la da a oler a la señorita.) Yo no había estado nunca en el palacio, no había visto nada más que la iglesia; pero aquello era mucho más suntuoso y adonde fuesen mis pensamientos, siempre volvían a fijarse aquí. Poco a poco fue creciendo en mí el deseo de conocer toda esta riqueza; me introduje al fin y admiré; a poco llegó alguien. El edificio no tenía más que una salida, pe-ro yo encontré otra: no tenía donde escoger. (Julia, que había cogido la ramita de saúco, la deja caer sobre la mesa.) Salté, pues, la ventana, escalé una cerca, atravesé a la carrera las parvas, llegué a la terraza de las rosas; allí distinguí un vestidito claro, unas medias blancas: era usted. Me oculté bajo un montón de hierbajos. ¿Puede usted imaginarlo? Bajo unos cardos que me pinchaban y entre hediondos terrones de tie-rra húmeda. La contemplaba a usted paseándose entre las rosas, y pensaba: “Si es cierto que un asesino puede llegar al cielo y vivir junto a los ángeles, tan extraño resulta que un hijo de campesinos pueda llegar en esta tierra de Dios, a un parque como éste y jugar con la hija de un conde…”
JULIA: (Elegíaca.) ¿Cree usted que todos los niños pobres hubieran tenido en el mismo caso la misma idea?

Traducción
de Cristóbal de Castro