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Personajes
El
viejo campanero, Pedro, Lisa, La hada, El duende,1 Los ratones,
El mayordomo, El inspector de hacienda, Un abogado, Oficiales del
fisco, Un pretendiente, Primer amigo, Segundo amigo, Una amiga,
La picota, Una estatua, El calesero (jefe de postas), El zapatero,
El pedicuro, El emperador, Un pariente, El burgomaestre, Un hombre
del pueblo, El mayordomo mayor, El rey de armas, El cronista mayor
del reino, El predicador real, El visir, El poeta de corte, La novia,
Una cantora, La muerte, Un sabio, San Bartolomé, San Lorenzo
Una escoba, Un túmulo (parihuelas o camilla)
Acto
Primero
En
la torre de la iglesia
El
rellano de un piso de la torre. Al fondo, ventana abierta, por la
que se ve el cielo estrellado y los tejados de las casas cubiertos
de nieve. Frente por frente, ventanas, y, más arriba, tragaluces
de guardilla, todos intensa-mente iluminados. Un viejo sillón,
una mesa, un brasero y una imagen de Nuestra Señora, pendiente
del muro e iluminada por una vela. En el centro de la habitación
gran andamiaje de vigas que sostiene las campanas. Dos de los soportes
son tan gruesos que pueden ocultar una persona.
Coro
(Abajo,
en la iglesia.)
A
Solis ortus cardine
Et usque terrae limitem
Christum canamus principem
Natum Maria Virgine.
Escena
primera
El viejo campanero entra subiendo por la escalera que desemboca
en el centro de la estancia. Trae una ratone-ra, un haz de mijo
y un plato de gachas, que coloca en el suelo.
EL
VIEJO: Aquí es donde el duende debe encontrar su aguinaldo.
Este año se lo ha ganado honradamente. Acordóse de
despertarme las dos veces que me quedé dormido junto a las
campanas, y tocó a rebato cuando se incendió la iglesia.
Felices Pascuas, duende. (Coge la ratonera y dispone el cebo.) ¡He
aquí vuestro agui-naldo, malditos ratones!
UNA VOZ: ¡No blasfemes en Nochebuena!
EL VIEJO: ¡Algo malo anda por aquí esta noche!…
¿Qué podrá ser?… El frío que arrecia,
y hace crujir la made-ra como sucede en los viejos navíos.
Aquí encontraréis vuestro aguinaldo, malhadados ratones,
y tal vez así no volváis a roer las cuerdas de las
campanas, ni a lamer el sebo de los muñones.
UNA VOZ: ¡No blasfemes en Nochebuena!
EL VIEJO: Otra vez… Cosa mala es, de seguro. ¡Nochebuena!
¡Nochebuena!… Muy bien. Aquí tenéis lo
vuestro, amigos ratones. (Coloca la ratonera en el suelo.) Ahora,
cuidemos a los pájaros. Ellos son más felices; ya
se ve, siempre encuentran su mijo a mano. Sólo para mí
ensucian el tejado. Claro está… Pero es la Señora
Junta de la Parroquia quien lo costea, y nada tengo que ver con
ello. Si por ventura le pidiese unos cuartos de aumento más
en mi soldada, de seguro que ni siquiera escuchaba mi pretensión.
Es cosa que nadie sa-bría; en tanto que esto de poner un
haz de mijo en la torre para los pájaros es largueza que
salta a la vista. Y por señas que el de este año es
excelente… La generosidad es una virtud. Si yo lo repartiese
conmigo mismo, ¿no perdería, de fijo, el aguinaldo
que doy al duende? (Sacude el haz, y después recoge el grano
que ha caído y lo deposita en una escudilla.)
UNA VOZ: ¡Robas en Nochebuena! ¡Robas en Nochebuena!
EL VIEJO: Muy bien. Coloquémoslo en la ventana. Así,
como una tablilla anunciadora… y que no caiga hacia dentro.
(Ata el haz en un palo y lo coloca en la ventana a manera de asta
de bandera.) Y tú, antro de la humanidad, que te extiendes
allá abajo, maldito seas. (Tiende el puño cerrado
hacia la ciudad y escupe a la plaza. Después vuelve hacia
el centro de la estancia y repara la vela que se consume ante la
imagen de Nuestra Señora.) Deben ser cosas del chico…
Pero no estamos en época de encender luces sin necesidad.
(Apaga la luz y guarda la vela en su bolso.)
UNA VOZ: ¡Maldición! ¡Maldición! (La imagen
de Nuestra Señora mueve la cabeza tres veces, y un intenso
res-plandor irradia de su cabeza.)
EL VIEJO: (Retrocediendo.) Parece que el infierno está aquí
esta noche.
UNA VOZ: ¡O el cielo!
EL VIEJO: ¡Pedro! ¡Pedro! ¿Dónde estás?
¡Qué veo! ¿Traes una luz? ¡Hijo mío!
¡Hijo!
LA IMAGEN DE NUESTRA SEÑORA: ¡Mi hijo!
EL VIEJO: ¿Qué veo? Es el resplandor del infierno.
(Despavorido se aleja, y precipitadamente desaparece por la escala.)
Escena
II
Los ratones NILA y NISSE entran por la derecha, uno detrás
de otro; arrojan humo por los rabos.
NISSE:
¿No percibes olor a tocino frito?
NILA: Huelo. Huelo… Pero, guarda, ándate con cuidado;
mira la ratonera allí armada. (Siéntase sobre las
pa-tas.) Es la misma en que fueron cogidos nuestros pequeñuelos.
(Llorando.) ¡Ih! ¡Ih! ¡Ih!…
NISSE: Si pudiéramos jugarle una mala pasada a ese condenado
viejo, ¡qué satisfacción tendríamos!
¡Eh! Mira si se ha dejado olvidado por ahí algo que
tenga en aprecio…
NILA: ¡Si royésemos las cuadernas para que las campa-nas
se le cayeran sobre la cabeza!
NISSE: ¡Oh Nila! ¿Cómo hemos de roer esas cuadernas?
¿Acaso no sabes que sólo me queda en la boca un pobre
diente?
NILA: ¡Qué importa! A mí sólo me quedan
dos; pero con buena voluntad… ¡Es que tú no tienes
ningún senti-miento por la muerte de nuestros hijitos!
NISSE: ¡Basta! Las gentes no deben murmurar en Nochebuena.
NILA: Guarda. ¿Qué es esto?
NISSE: ¡Un plato de gachas!
NILA: Que el viejo se dejó aquí…
NISSE: Para el duende. ¡A ése le tiene miedo!
NILA: ¡Oh! ¡Qué idea! Vamos a comernos las gachas,
y…
NISSE: Que el viejo se las avenga con el duende…
NILA: Que no perdona a quien le ofende en esta noche. (Se acercan
al plato y se ponen a comer.)
NISSE: Échate hacia allá. ¡Déjame sitio!
NILA: ¡Ojo! Oigo ruido en la escalera.
NISSE: Va faltando poco para acabar; ya se ve el fondo del plato…
Espera… Aun nos queda que lamer un po-co…
NILA: Apártate… Así podré lamer por este
lado.
NISSE: Bueno. Ahora a limpiarse los bigotes, y después toca
a correr. (Salen corriendo por el lado izquierdo.)
Escena
III
EL DUENDE aparece descolgándose por la cuerda de una de las
campanas. Una vez en escena, recorre toda la estancia, como si buscase
algo.
EL
DUENDE: ¿Dónde estará mi aguinaldo? El olor
se percibía desde lejos, y esta noche, que hace tanto frío,
me va a sentar muy bien… El viejo ha debido prepararme este
año un buen plato de sabrosas gachas… He sido tan bueno…,
tan servicial… ¡Vamos a ello! Pero primero hay que dar
holgura al saco… (Se desabrocha la hebilla del cinturón.)
Dos puntos del cinto me parece que serán bastantes. (Repara
en el plato.) ¡Ah! ¡Ah! ¿Qué es esto?
¿El plato vacío? ¿Qué habrá pensado
ese viejo, enemigo de la humanidad? ¿Volvióse avaro
y orgulloso, o bien ha querido burlarse de mí, ofreciéndome
un plato sin nada dentro?… (Examinándolo.) No hay duda
que contuvo gachas… ¡y excelentes! ¡Bueno! ¡Bueno!
¡Con que esas tenemos! Lo siento, amigo vie-jo, pero me veo
obligado a castigarte. Los duendes tienen tanto derecho a castigar
como a recompensar. Sentémonos a meditar qué aguinaldo
podré a mi vez ofrecer a ese ingrato… Veamos…
El viejo se encerró aquí para conservar a su hijo
lejos de la maldad y de la corrupción de los hombres; conoce
el mundo y lo odia. El muchacho no ha atravesado jamás las
puertas de la iglesia, y nunca vio lo que pasa allá abajo,
sino desde las ventanas de la torre; pero yo bien sé que
el mundo le atrae, precisamente por eso, por haberle contemplado
desde la altura, en perspectiva ilusoria. El viejo tiene un solo
deseo en esta vida; pero un de-seo ardiente: lograr que su hijo
le suceda como campanero, a fin de dejarle, de este modo, bien protegido
contra las luchas de la vida y la perversión de los hombres…
¡Bueno! Voy a contrariar ese deseo, ya que es su único
punto vulnerable. ¡Bien! ¡Muy bien! Llamaré a
la madrina del muchacho para que lo tome bajo su amparo y le muestre
las magnificencias del mundo; después puede el viejo despachárselas
a su gusto. ¡Co-nozco muy bien a la juventud! ¡Está
dicho! ¡Sea! (Toca un silbato.)
Escena
IV
La hada aparece por medio de una de las vigas, envuelta en un amplio
manto negro. Semeja una bruja vieja y encorvada, y se apoya en un
báculo.
LA
HADA: ¡Buenas noches, mi amigo!
EL DUENDE: ¡Buenas noches, vieja! ¿Serías capaz
de seducirme a un muchacho?… Ya. Ya. Bien lo sé. Pero
entendámonos…
LA HADA: Todo depende…
EL DUENDE: Claro… Con esa figura. ¡Imposible!…
Pero, óyeme. Se trata del hijo del campanero.
LA HADA: ¿De nuestro Pedro?
EL DUENDE: De nuestro Pedro. Mas ahora cállate y no me interrumpas.
El rapaz…, ya sabes que le quiero bien… Además
es nuestro ahijado. Al apadrinarle, contrajimos grandes deberes
para con él; su educación ha sido muy descuidada.
Todavía no ha visto nada del mundo, y hoy cumple los quince
años. Es necesario que salga de aquí, que conozca
la vida, que aprenda a ser un hombre, a fin de que un día
pueda inspirarnos orgullo y vanidad. ¿Qué te parece?
LA HADA: Muy bien. Pero temo que quizás encuentre dificultades,
de las que no podremos librarle; no ignoras que nos es imposible
rebasar los muros de esta iglesia.
EL DUENDE: Es verdad. Precisa trazar un nuevo plan… ¡Ya
está! Cada uno de nosotros le dará un regalo, que
pueda servirle en todas las circunstancias de la vida.
LA HADA: ¿Y cuál va a ser el tuyo? Vamos a ver…
EL DUENDE: La vida es de por sí bastante espinosa, ya lo
sabes, y el muchacho todavía es muy tierno. Niño hasta
hoy, completamente aislado del mundo, no ha recibido aquella educación
necesaria que da a los hom-bres los medios de lograr sus deseos.
Yo ya no ambiciono nada en este mundo, porque bien conozco todo
lo que me puede dar. Voy, pues, a regalarle mi anillo encantado.
LA HADA: ¡El obsequio no es malo!… Con él podrá
realizar todos sus deseos; pero eso no es bastante. No ha de recorrer
el mundo como un ciego. Para evitar que así suceda, mi regalo
será algo que le muestre la verda-dera esencia de las cosas.
Voy a proporcionarle un buen compañero de viaje.
EL DUENDE: ¡Del sexo femenino!
LA HADA: Naturalmente.
EL DUENDE: Muy razonable, no hay duda. ¡Bien! Se trata ahora
de arreglarnos de modo que el muchacho logre escaparse de aquí.
LA HADA: ¿Y cómo? Ciegamente obedece a su padre, ante
quien tiembla; y el viejo le ha prohibido, de modo terminante, traspasar
las puertas de la iglesia.
EL DUENDE: Haz que desobedezca la orden. Pon en juego, si es preciso,
todas tus artes y todos tus sortilegios… Escucha: muéstrale
los esplendores de aquella casa donde se celebra una fiesta —aquella
de enfrente— y verás cómo no es necesario nada
más para incitarle a huir.
LA HADA: Si basta con eso…
EL DUENDE: Basta… Basta. Conozco la juventud. Toma mi anillo,
y manos a la obra.
LA HADA: ¿Será justo jugar así con el destino
de los hombres?
EL DUENDE: Los hombres no pueden servirnos de juguete; no somos
nosotros los que dirigimos su destino. Tarde o temprano, el muchacho
ha de salir de aquí; y, después de todo, tan bien
armado ningún otro entró en la vida… Cuando
acabe su peregrinación, hablaremos. ¿Estás
dispuesta?
LA HADA: Casi… (Se acerca a la viga por donde salió,
y desaparece.)
EL DUENDE: Entonces voy a llamarlo. (Silba y desaparece detrás
de la otra viga.)
Escena
V
PEDRO baja por la escalera que conduce a lo alto de la torre.
PEDRO: ¿Quién anda ahí?
LA HADA: (Apareciendo de nuevo, rejuvenecida, vestida de blanco
como un ángel.) Tu madrina, Pedro. ¿No me conoces?
PEDRO: ¡Ah! ¿Eres tú la que me recibió
en sus brazos el día que resbalé y caí de lo
alto de la torre? ¿Qué quie-res hoy de mí?
LA HADA: Darte mi aguinaldo.
PEDRO: ¡Tu aguinaldo! ¿Y en qué consiste?
LA HADA: Es una cosa que llenaría de placer a cualquiera.
PEDRO: ¿Tan buena es?
LA HADA: La realización de todos tus deseos.
PEDRO: ¡De mis deseos!… Paréceme que empiezo
a comprenderte.
LA HADA: ¿No has sentido nunca, cuando estás allí
fuera, en el tejado, algún móvil interno, que te impulsa,
que te atrae hacia el abismo?
PEDRO: Cierto que lo sentí… Di, ¿qué
es aquello que se ve en lontananza, aquella franja oscura, donde
la luz y la sombra se unen? Durante el día presenta muy diferentes
aspectos, y cuando hace viento, parece que se mueve…
LA HADA: Es el bosque.
PEDRO: ¿El bosque?…
LA HADA: Sí…, un inmenso mar de verdura…, árboles
enormes que esparcen frescura y sombra…
PEDRO: Pues oye. Te lo confieso. Algunas veces me siento atraído
hacia allí, con tal violencia que mi deseo sería arrojarme
por las ventanas de la torre y volar, volar como las aves por el
espacio…
LA HADA: ¿Aun más allá del bosque?
PEDRO: ¿Cómo? ¿Existe algo más lejano?
LA HADA: ¡El mundo!
PEDRO: Y ¿qué es el mundo?
LA HADA: ¿Quisieras verlo?
PEDRO: ¿Es divertido?
LA HADA: Unos dicen que sí; otros, el mayor número,
dicen que no. Ven acá, voy a mostrarte algunos cuadros de
ese conjunto multicolor que los hombres llaman Vida. (Fondo transparente.)
Mira aquella gran casa. Allí, allí enfrente; la que
tiene todas las vidrieras iluminadas. Vive en ella un hombre rico.
Contempla aho-ra el interior de sus salones…; en uno de ellos,
un árbol de Nochebuena se levanta junto a la mesa; de sus
ramas penden toda clase de adornos, desde los frutos dorados por
el sol, que vinieron en navíos surcando las aguas del mar,
hasta los ocultos tesoros de la tierra, que los hombres labran en
joyeles, y en cuyas face-tas rutilantes se multiplican los rayos
del sol. Mira el fuego brillante que ilumina el rostro de las criaturas.
¡Es el sol de la vida del mundo, es la alegría! Pero
tú, pobre pequeñuelo, no la conoces; aunque, si quieres,
puedes conocerla.
PEDRO: ¿Quién es aquella buena hada que anda de un
lado para otro, repartiendo entre los pequeños los frutos
de oro?
LA HADA: Es la madre.
PEDRO: ¡La madre! ¿Y qué es una madre?
LA HADA: Tú también tuviste una; mas murió
al darte el ser.
PEDRO: ¿Y aquel viejo sentado a un lado, con un rostro de
expresión tan dulce?
LA HADA: Es el padre. En su memoria reinan los tiempos de su infancia.
PEDRO: ¡El padre! Tiene un aspecto tan bondadoso…
LA HADA: Es porque ese padre no se ama sólo a sí mismo.
PEDRO: ¿Y el joven aquél que enlaza entre sus brazos
una muchacha (turbado), que aproxima su rostro al de ella, y se
unen tanto que sus labios se encuentran? ¿Qué es aquello?
¿Acaso la gente habla en el mundo de ese modo?
LA HADA: Es una manera de demostrar amor.
PEDRO: ¡Amor! ¡Ah, ver todo eso debe ser espléndido!
LA HADA: Aguarda. Mira ahora a través de aquella otra ventana.
La de la guardilla. Sólo hay una luz; la de la guardilla.
Sólo hay una luz; la que da una triste y miserable vela…
PEDRO: ¡La pobreza! Bien la conozco. No, muéstrame
más bien cualquier otra cosa que sea más bella.
LA HADA: (Fijándolo.) ¡Tienes avidez de gozar! Pero
mira…, mira bien…, fíjate en todo. Contempla
lo que pasa en torno de aquel modesto candelero… Da una luz
pálida, pero simpática, que se difunde sobre la mesa
del pobre…
PEDRO: Aparta, aparta. Quiero ver cosas más bellas.
LA HADA: Sea. Si existe todavía algo más maravilloso,
todo, todo lo has de ver. ¡Mira ahora el palacio donde reside
el rey! (Cuadro.)
PEDRO: ¡Oh!
LA HADA: ¡Qué trajes tan magníficos! ¡Qué
relucientes cristales!… Mira los espejos cómo reflejan
y multiplican el resplandor de las luminarias, y contempla cómo,
en medio del corazón del invierno, las rosas rojas como la
sangre y los lirios azules desafiando al frío han florecido.
PEDRO: ¡Oh!
LA HADA: ¡Y qué decir de aquellas lindas doncellas,
con sus cabellos destrenzados, que escancian el vino en copas de
plata!…
PEDRO: Allí quisiera yo estar.
LA HADA: Y los mozos de la cocina, con sus níveas vestiduras,
presentando los más suculentos manjares…
PEDRO: ¡Oh!
LA HADA: Los heraldos golpean con sus mazas, y las trompetas resuenan
al aire. (Óyense las campanas del reloj dar tres cuartos.
El teatro vuelve a su forma primitiva.) ¡Maldición,
el tiempo vuela! Pedro, respóndeme: ¿quieres hacer
la experiencia de la Vida?
PEDRO: ¡Quiero! ¡Quiero!
LA HADA: ¿Conocer lo Bueno y lo Malo?
PEDRO: Lo malo harto lo conozco: lo que quiero conocer es lo bueno.
LA HADA: Ahora piensas así. Bien pronto aprenderás
que ni todo lo que es bueno es bueno, ni todo lo malo, malo.
PEDRO: Poco importa. Lo que deseo es salir de aquí, ver lo
que nos rodea.
LA HADA: Calma. Vas a lograr tus anhelos. Pero antes, como recaudo
para el viaje, voy a hacerte un regalo; un regalo del que puedes
sacar gran provecho. Al recibirlo obtienes un poder que ningún
otro hombre ha po-seído; ten en cuenta que por eso son mayores
los deberes que contraes, y que un día te podrá ser
exigido su cumplimiento.
PEDRO: ¡Veamos!
LA HADA: Este anillo tiene la virtud de realizar en el acto todos
tus deseos; mas sólo en provecho tuyo y nunca en perjuicio
de los demás.
PEDRO: Debe ser un anillo maravilloso. Pero… ¿qué
dirá el viejo de todo esto?
LA HADA: Sólo sufrirá la justa pena de su vanidoso
orgullo, pues se cree un hombre prudente y de experiencia.
PEDRO: Tienes razón… Mas no obstante me duele…
LA HADA: Causarle un disgusto abandonándolo… Si no
es más que eso, descuida. Yo quedo encargada de velar por
él.
PEDRO: ¡Pena!… Sí, eso es. Siempre dice que las
penas son los únicos goces de esta vida. Pues que se quede
solo gozando a sus anchas de la felicidad que voy a proporcionarle.
LA HADA: Pero escucha: antes de alejarte, siempre será bueno
que te haga algunas prudentes advertencias, que te dé buenos
consejos…
PEDRO: ¿Consejos?
LA HADA: Sí.
PEDRO: ¡Si de ellos estoy harto! Hasta la punta de los pelos.
LA HADA: Demasiado bien lo sé, y tampoco ignoro para lo que
te sirven… ¡Adiós! ¡Que la vida te enseñe
a vivir! ¡Cuando termines tu peregrinación por el mundo,
grande o pequeño, feliz o desgraciado, rico o pobre, sabio
o ignorante, serás, sin duda, un hombre, un verdadero hombre!
¡Adiós! (Desaparece.)
Escena
VI
PEDRO: (Solo). Está dicho, Pedro, vas a lanzarte a la vida,
como tantos otros lo hicieron antes que tú. ¿Será,
en realidad, tan peligroso?… Desde el tejado de la iglesia
vi muchas veces a los hombres, allá abajo. Cruzaban por las
calles, o bien marchaban juntos, reunidos en multitud; uno iba de
aquí para allá, estotro de acá a acullá…
Pero todo pasaba tranquila y sosegadamente. Nunca noté que
tropezasen los unos contra los otros, a pesar de que algunas veces
eran más numerosos que una bandada de mosquitos. Es verdad
que los perros y los chicuelos arman riña de cuando en cuando,
y si aquéllos se muerden, éstos se pegan…, pero
las perso-nas mayores no riñen nunca. Jamás el viejo
y yo tropezamos, y, sin embargo, subimos o descendemos las escaleras
más de diez veces al día. Es verdad que él
me ha pegado más de una vez, pero yo a él nunca. Los
hombres no son tan malos como los pintan. Hace poco tiempo, cuando
ocurrió el incendio en la casa de aquel rico comerciante,
¿no se pudo ver a la gente acudir de todas partes?…,
y todos a una, con riesgo de su vida, asaltaban la casa, desafiando
las llamas, para salvar los muebles del ricacho. Yo mismo vi cómo
esas buenas personas agarraban las fuentes de plata de encima de
las mesas y se las llevaban corriendo, a fin de esconderlas fuera
de la ciudad, enterrándolas entre el heno, sin duda para
evitar que el fuego las derri-tiese. ¡No eran dignos de admiración!
Pero es preciso verlo de cerca. Dejemos rezongar al viejo…
Amigo Pe-dro: llegó la hora de emprender la vuelta al mundo,
con el auxilio, claro está, del talismán que te han
dado. (Mira el anillo.) ¡Ensayemos su poder! Pero, antes de
nada, ¿qué es lo que debo desear?
Escena
VII
EL VIEJO (entrando.) PEDRO
(Aparte.)
Hola… ¿El viejo? No sentí pasos en la escalera;
¿por dónde habrá venido?
EL VIEJO: ¿Viste alguna cosa extraordinaria?
PEDRO: ¿Yo?… ¡Nada!
EL VIEJO: Ven acá… Mírame bien, frente a frente.
(Fijándole.) ¿Qué ha pasado aquí, rapaz?
PEDRO: ¿Aquí?… Nada, absolutamente nada.
EL VIEJO: Tanto mejor. Pero es ya casi medianoche, hijo mío,
y en todo caso… vete a acostar, quiero dejarte encerrado por
fuera.
PEDRO: ¡Siempre me dejas encerrado! Óyeme, nunca tuviste
intención de libertarme un día, y de dejarme salir
de aquí para ver el mundo. Crees que debo permanecer eternamente
entre estas cuatro paredes, hasta pu-drirme como una momia.
EL VIEJO: Sé lo que es la vida; conozco los frutos de Sodoma.
Y por eso te quiero proteger.
PEDRO: Mas la vida no es ni tan amarga ni tan mala como tú
pretendes.
EL VIEJO: ¿Qué sabes tú de eso, criatura? ¿Qué
sabes tú de la vida?
PEDRO: Por lo menos lo que puedo ver desde aquí, desde estas
alturas… Ven acá, voy a mostrarte…
EL VIEJO: ¿Qué podrás tú mostrarme que
yo no haya visto?
Pedro: (Llevando el viejo hacia la ventana.) Sí… Sí…
Repara: ¿No ves aquella gran casa, allí a lo lejos,
enfren-te?
EL VIEJO: Sí la veo. ¡Pero acaba! Antes de medianoche
has de estar en la cama.
PEDRO: ¿No ves aquel árbol de Nochebuena, lleno de
oro y de plata?
EL VIEJO: Es sólo papel, hijo mío.
PEDRO: Y aquellos frutos dorados por el sol…
EL VIEJO: Roídos por los gusanos.
PEDRO: Y aquel resplandor, la alegría, que brilla en el rostro
de las criaturas…
EL VIEJO: Que de en cuando en cuando se contraen de envidia…
PEDRO: Y aquel anciano, allí sentado, lleno de años
y de felicidad…
EL VIEJO: Mentira. Su corazón se oprime al pensar en el alquiler
de la casa, que habrá de pagar en Año Nuevo…
PEDRO: ¿Él? Es un hombre rico.
EL VIEJO: Que oculta su ruina inminente.
PEDRO: ¿Y aquella pareja juvenil? No ves cómo él
extiende los brazos…
EL VIEJO: Para coger la bolsa del padre.
PEDRO: No digas tal… Sus labios se encuentran…
EL VIEJO: ¡Libidinosamente!
PEDRO: ¿Qué quiere decir eso?… Mira ahora más
alto, en la guardilla, aquella luz solitaria…
EL VIEJO: Determinada por la prudencia, que recomienda las precauciones
de la oscuridad…
PEDRO: La luz clara y tranquila que alumbra la dicha.
EL VIEJO: Son los ladrones que robaron la tienda de mercería,
y ahora, escondidos, en torno de una mesa, deli-beran sobre un próximo
asalto que dar a otros almacenes de la ciudad. ¡Todo eso lo
conozco muy bien! ¡To-do! Y más allá, el palacio
del rey, donde las luces brillan a millares, espejándose
en las copas de ricos vinos dulces, pero mortales como veneno. Observa,
allí se inclinan y agitan mil cabezas huecas y mil corazones
vacíos, que piensan y baten, según dicen ellos mismos,
por el bien del pueblo, en torno de la mesa puesta…
PEDRO: No me interrumpas, déjame seguir.
EL VIEJO: No. Vete a acostar. Sé obediente.
PEDRO: ¡No! No me voy de aquí. ¡Quiero conocer
el mundo! Quiero ver de cerca el rostro de las criaturas, aún
contraído de envidia; quiero comer las frutas del Mediodía,
aunque estén roídas por los gusanos; quiero be-ber
vino, por más que se convierta en veneno; quiero estrechar
entre mis brazos una cintura delicada, aun-que su padre, sentado
junto al fuego, esté arruinado; quiero tener oro y plata,
aunque el oro y la plata no sean más que polvo.
EL VIEJO: ¡Llamas del infierno! ¿Quién demonio
estuvo aquí?
UNA VOZ: No blasfemes en Nochebuena.
PEDRO: ¿Qué es esto? ¡Todo es aquí extraordinario
esta noche, más maravilloso que nunca! ¡Padre, mírame
frente a frente! ¡Ah, qué veo! ¡No es su rostro!
EL VIEJO: (De rodillas.) ¡Hijo mío! ¡Oye a tu
padre! Obedece la voz de este viejo que tanto te quiere…,
no salgas fuera de estos muros.
PEDRO: Es tarde.
EL VIEJO: ¡Qué miro! ¿Ese anillo? ¿Quién
te lo ha dado? (Lucha por quitárselo.)
PEDRO: ¿Quién eres tú? ¿Tú no
eres mi padre?
EL VIEJO: ¡Tu culpable, tu desgraciado padre, que está
bajo el dominio de las potencias infernales! (Trans-fórmase
en un gran gato negro.)
Pedro: ¡Jesús! ¡María! ¡Valedme!
(Rayos de luz salen de la imagen de la Virgen. El reloj da medianoche.)
¡Bru-jería! ¡Brujería! ¡Atrás,
almas condenadas! (El gato desaparece.) Y ahora… (Abre la
ventana.) ¡A la vida! (Mira el anillo.) ¡Al bosque verdeante!
(Salta al tejado de la iglesia.) |