Abril-Junio 2007, Nueva época Núm.102
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Camino de Damasco

I parte

August Strindberg

 

Personajes

EL DESCONOCIDO
LA DAMA
EL MENDIGO
EL MÉDICO
LA HERMANA
EL VIEJO
LA MADRE
LA ABADESA
PERSONAJES SECUNDARIOS Y SOMBRAS

Escenario para el Acto I
En la esquina de la calle; En casa del Médico.

Primer acto

En la esquina de una calle

Una esquina de una calle con un banco bajo un árbol. Desde allí se pueden ver los portales laterales de una pequeña iglesia gótica. Una oficina de correos y un café con sillas en la terraza. La oficina de correos y el café están cerrados.
Se oyen los sones de una marcha fúnebre que se va acercando y que después se aleja.
El Desconocido está en el borde de la acera y parece dudar qué camino va a seguir. El reloj de la torre de la iglesia da la hora: primero, cuatro campanadas; las cuatro en un tono más alto; después, el toque de las tres en un tono más bajo.
Entra la Señora, saluda al Desconocido, está a punto de pasarle, pero se para.

EL DESCONOCIDO: ¡Vaya, es usted! Ya me imaginaba que iba a venir.
LA SEÑORA: Así que usted me llamó. Sí, tenía esa impresión. ¿Pero qué hace usted ahí parado, en esa esquina?
EL DESCONOCIDO: No lo sé; en alguna parte tengo que estar mientras espero.
LA SEÑORA: ¿Qué espera usted?
EL DESCONOCIDO: Me gustaría poder decírselo. Desde hace cuarenta años estoy esperando algo que creo que se llama la felicidad, o por lo menos, el fin de la infelicidad. (Pausa.) ¿No oye otra vez esas horribles campana-das? ¡Escuche! No se vaya, no se vaya, se lo ruego. Tendré miedo si se va.
LA SEÑORA: ¡Mi querido amigo! Ayer nos encontramos por primera vez, y hablamos solos durante cinco horas. Usted despertó mi simpatía, pero por eso no debe abusar de mi bondad.
EL DESCONOCIDO: Tiene usted razón, no debo abusar. Pero se lo suplico, no me deje solo. Estoy en una ciudad extraña, no tengo un solo amigo, y los pocos conocidos que tengo me parecen más que desconocidos, mejor diría enemigos.
LA SEÑORA: ¡Enemigos por todas partes! ¡Solo en todas partes! ¿Por qué abandonó a su mujer y a sus hijos?
EL DESCONOCIDO: ¡Si yo lo supiera! Si supiera, sobre todo, por qué existo todavía, por qué estoy aquí, a dónde voy a ir, qué voy a hacer. ¿Cree usted que hay gente condenada ya en esta vida?
LA SEÑORA: No, no lo creo.
EL DESCONOCIDO: ¡Míreme!
LA SEÑORA: ¿Es que usted no ha tenido nunca ninguna alegría en su vida?
EL DESCONOCIDO: No. Y si aparentemente he tenido alguna, sólo se trataba de una trampa para seducirme y continuar mi miseria. Cuando alguna vez la fruta dorada cayó en mis manos, estaba envenenada o podrida por dentro.
LA SEÑORA: ¿Tiene usted alguna relación?, y perdone la pregunta.
EL DESCONOCIDO: Ésta: cuando no puedo aguantar más lo que me rodea, continúo mi camino.
LA SEÑORA: ¿Adónde?
EL DESCONOCIDO: Al aniquilamiento. Esto es lo único que tengo: la muerte en mi mano, que me produce un increíble sentimiento de poder.
LA SEÑORA: ¡Ay, Dios mío! ¡Usted está jugando con la muerte!
EL DESCONOCIDO: Lo mismo que juego con la vida. Yo era poeta, y a pesar de mi innata melancolía, nunca he podido tomar nada verdaderamente en serio, ni siquiera mis propios y enormes problemas, y hay momen-tos en los que dudo si la vida será más real que mis propias poesías.
(Se escucha el De Profundis procedente de la procesión del funeral.)
¡Ahora vuelven otra vez! No comprendo por qué tienen que dar vueltas por aquí, en medio de la calle.
LA SEÑORA: ¿Es a ellos a los que usted teme?
EL DESCONOCIDO: No, pero me irritan porque parece cosa de brujos. No es la muerte lo que temo, sino la sole-dad, porque en la soledad siempre se encuentra algo. No sé si es algo diferente o es a mí mismo a quien percibo, pero en la soledad nunca se está solo. El aire se hace más denso, germina y empiezan a crecer se-res que son invisibles pero que se sienten y tienen vida propia.
LA SEÑORA: ¿Ha sentido usted eso?
EL DESCONOCIDO: Sí. Yo noto todo después que pasa un poco de tiempo; pero no como antes, cuando sólo veía cosas y hechos, formas y colores, sino que ahora veo pensamientos e intenciones. La vida, que tal como era antes no tenía ningún sentido, empieza ahora a tener un significado, y yo mismo noto una intención donde antes sólo veía el azar. Por esto, cuando ayer la encontré a usted, me vino la idea de que había sido enviada a mi camino para salvarme o para destruirme.
LA SEÑORA: ¿Por qué iba yo a destruirle?
EL DESCONOCIDO: Porque esa sería su misión.
LA SEÑORA: En absoluto albergo tales pensamientos; además, usted despierta de un modo especial mi simpa-tía… Sí, nunca he visto a una persona en mi vida cuya simple vista me haga empezar a llorar. Dígame, ¿qué tiene en su conciencia? ¿Ha cometido alguna acción censurable que no haya sido descubierta o casti-gada?
EL DESCONOCIDO: Con razón puede preguntarlo. No tengo más crímenes sobre mi conciencia que cualquier otro hombre que ande por ahí… Sí, uno, nunca he querido que la vida se burlara de mí.
LA SEÑORA: Pero es necesario dejarse burlar, más o menos, para poder vivir.
EL DESCONOCIDO: Parece casi una obligación y yo quería escapar… También hay otro secreto en mi vida que no conozco… ¿Sabe usted que en mi familia se cuenta que fui un sustituido?
LA SEÑORA: ¿Qué es eso?
EL DESCONOCIDO: Es un niño que las hadas sustituyen por el niño que nace.
LA SEÑORA: ¿Cree usted en esas cosas?
EL DESCONOCIDO: No, pero me parece una parábola que contiene algo de verdad. De niño siempre lloraba y no parecía encontrarme a gusto en esta vida; odiaba a mis padres como ellos me odiaban a mí; no soportaba ninguna sujeción, ni reglas ni leyes, y mi único anhelo iba tras el bosque y el mar.
LA SEÑORA: ¿Ha tenido alguna vez visiones?
EL DESCONOCIDO: ¡Nunca! Pero muy a menudo me parece haber notado que dos seres diferentes dirigen mi destino. Uno me da todo lo que deseo, pero el otro está a su lado y unta el regalo con basura; de tal modo, que cuando llega a mis manos tiene tan poco valor que no lo quiero. Realmente es cierto que he conseguido todo lo que he deseado en la vida. Pero todo lo he encontrado sin valor.
LA SEÑORA: ¿Usted lo ha conseguido todo y, sin embargo, no está contento?
EL DESCONOCIDO: Esto es lo que yo llamo la maldición.
LA SEÑORA: ¡No se queje! Y si es así, ¿por qué no ha dirigido sus deseos más allá de esta vida, allí donde no existe la suciedad?
EL DESCONOCIDO: Porque siempre he dudado de que exista algo fuera de esta vida.
LA SEÑORA: ¿Y entonces las hadas?
EL DESCONOCIDO: ¡Eso solamente es un cuento! (Señalando a un banco.) ¿No quiere que nos sentemos en aquel banco?
LA SEÑORA: Bueno. ¿Pero qué está usted esperando?
EL DESCONOCIDO: Sólo espero que abra la oficina de correos, porque allí hay una carta que me han enviado y que aún no he recibido. (Se sientan.) Pero ahora hábleme un poco de usted misma. (La Señora se pone a hacer ganchillo.)
LA SEÑORA: No tengo nada que contar.
EL DESCONOCIDO: Es curioso, pero yo también quisiera imaginármela a usted como a un ser impersonal, sin nombre; ni siquiera sé cómo se llama realmente, sólo conozco la mitad de su nombre. Me gustaría darle un nombre. ¡Déjeme pensar cómo se va a llamar! Ya está. Se llamará Eva. (Hace un gesto hacia los bastidores.) ¡Trompetas! (Se oye otra vez la marcha fúnebre.) ¡Es la marcha fúnebre otra vez! Ahora le voy a poner a us-ted una edad, porque no sé cuántos años tiene. Desde ahora tiene treinta y cuatro años; así que ha nacido en mil ochocientos sesenta y cuatro. Ahora vamos a ver el carácter, porque tampoco lo conozco. Le concedo un buen carácter, porque su voz me suena como la de mi difunta madre; me refiero a un concepto abstracto de madre, porque mi madre nunca me acariciaba, y sí recuerdo que me pegaba. ¿Me comprende? ¡Fui edu-cado en el odio! ¡Odio! ¡Ojo por ojo y diente por diente! Mire la cicatriz aquí, en la frente, me la produjo mi hermano de un hachazo, después de haberle sacado yo un diente de una pedrada. No estuve en el funeral de mi padre porque me echó de la boda de mi hermana. Nací como hijo ilegítimo cuando mi familia estaba arruinada y estaba de luto por el suicidio de un tío nuestro. Ya conoce usted a mi familia. ¡De tal palo, tal astilla! Hace tiempo pude evitar, a duras penas, ir a trabajos forzados durante catorce años y por eso tengo todas las razones para estar agradecido a las hadas, aunque no esté contento con ellas.
LA SEÑORA: Me gusta mucho oírle hablar, pero no se meta con las hadas porque me hace daño.
EL DESCONOCIDO: Para serle sincero, no creo en ellas, pero de todas maneras, siempre se dejan sentir. ¿Serán quizá las hadas los espíritus de los condenados que no han alcanzado la redención? Si es así, yo también soy un hijo de los duendes. Una vez creí que estaba cerca mi redención; era a través de una mujer, pero ninguna ilusión fue más vana, porque a partir de entonces empezó el séptimo infierno.
LA SEÑORA: Por lo que dice, parece usted muy desgraciado, pero esto no será siempre así.
EL DESCONOCIDO: ¿Se refiere a que los toques de campana y el agua bendita podrían calmarme? Ya lo he in-tentado, pero solamente ha sido peor. Me ocurrió como cuando el diablo ve la señal de la cruz. ¡Hablemos ahora de usted!
LA SEÑORA: ¡No hace falta! ¿Le han acusado alguna vez de malgastar sus dones?
EL DESCONOCIDO: Me han acusado de todo. Nadie era tan odiado en mi pueblo como yo, nadie tan aborrecido. Solo iba y solo venía; si entraba en algún sitio público la gente se apartaba de mí, si quería alquilar una habitación, siempre estaba ocupada; los curas me reprendían desde el púlpito, los maestros en sus escuelas y los padres en sus casas. Una vez el consejo parroquial quiso arrebatarme mis propios hijos. Entonces me llené de cólera y levanté mi puño contra… el cielo.
LA SEÑORA: ¿Por qué era usted tan odiado?
EL DESCONOCIDO: ¡No lo sé! Bueno, sí; no podía ver sufrir a la gente. Y por esto hablaba y escribía: ¡Líbrense, que yo les ayudaré! Y dije al pobre: ¡No dejes que el rico te explote! Y a la mujer: ¡No te dejes someter por el hombre! Y cosas así; pero, probablemente, lo peor fue a los niños: ¡No obedezcáis a vuestros padres si son injustos! Las consecuencias fueron completamente inexplicables; de pronto, tenía en mi contra a ricos y po-bres, hombres y mujeres, padres e hijos. Y después vinieron enfermedad y pobreza, mendicidad con des-honra, divorcio, juicios, destierro, soledad y, por último, ahora… ¿Cree usted que estoy loco?
LA SEÑORA: No, no lo creo.
EL DESCONOCIDO: Entonces debe ser usted la única, pero para mí vale mucho más.
LA SEÑORA: (Levantándose.) Ahora tengo que marcharme.
EL DESCONOCIDO: ¿Usted también?
LA SEÑORA: Pero usted no puede quedarse siempre aquí, sentado.
EL DESCONOCIDO: ¿Y a dónde voy a ir entonces?
LA SEÑORA: Váyase a su casa a trabajar.
EL DESCONOCIDO: No soy ningún trabajador; soy un poeta.
LA SEÑORA: No quise ofenderle; además, tiene usted razón: la poesía es un don que se da, pero que también puede quitarse. ¡No lo malgaste!
EL DESCONOCIDO: ¿A dónde va?
LA SEÑORA: Sólo voy a hacer un recado.
EL DESCONOCIDO: ¿Es usted creyente?
LA SEÑORA: No soy nada.
EL DESCONOCIDO: Mucho mejor, porque entonces podrá llegar a ser algo. Cómo me gustaría ser su anciano padre ciego, al que usted llevaba a las ferias para cantar y ganarse el pan, pero la desgracia es que no pue-do hacerme viejo…, y así sucede con los niños de las hadas, que no crecen; sólo tienen una gran cabeza y gritan. Desearía ser el perro de alguien para acompañarlo y no estar nunca solo. Obtendría un poco de co-mida a veces, una patada de vez en cuando, una caricia alguna vez, un latigazo más a menudo…
LA SEÑORA: ¡Tengo que irme ya! ¡Adiós! (Se va.)
EL DESCONOCIDO: (Distraído.) ¡Adiós!
(Se queda sentado en el banco, se quita el sombrero y se seca la frente. Después hace dibujos con el bastón en la tierra. Entra un Mendigo. Tiene un aspecto muy extraño y va recogiendo cosas del suelo.)
EL DESCONOCIDO: ¿Qué anda usted recogiendo, Mendigo?
EL MENDIGO: En primer lugar, ¿a usted qué le importa? Y además, no soy ningún mendigo. ¿Acaso le he pedi-do yo algo?
EL DESCONOCIDO: Le pido disculpas. Pero es bastante difícil juzgar a las personas por sus apariencias.
EL MENDIGO: Eso es verdad. ¿Pero puede usted adivinar quién soy yo, por ejemplo?
EL DESCONOCIDO: No, ni puedo ni quiero; en otras palabras, no me interesa.
EL MENDIGO: ¿Quién puede saber eso de antemano? El interés viene generalmente después, cuando ya es de-masiado tarde. ¡Virtus post nummos!
EL DESCONOCIDO: ¿Cómo? ¿Sabe latín un mendigo?
EL MENDIGO: ¿Se da usted cuenta? Ya está usted interesado. Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci. Siempre he tenido éxito en todo lo que he emprendido, por la simple razón de que nunca he hecho nada. Me gustaría llamarme Polícrates, aquel que encontró un anillo de oro en el estómago de un pez. ¿Sabe usted que he conseguido en la vida todo aquello que he querido? Pero nunca he deseado nada; y, cansado del éxi-to, tiré el anillo. Ahora que soy más viejo me arrepiento y lo busco por las calles, y como la búsqueda puede ser muy larga, a falta del anillo de oro no desprecio algunas colillas que haya por el suelo.
EL DESCONOCIDO: No sé si usted es un cínico o está un poco loco.
EL MENDIGO: Yo tampoco lo sé.
EL DESCONOCIDO: ¿Y sabe usted quién soy yo?
EL MENDIGO: Ni lo sé ni me interesa.
EL DESCONOCIDO: Generalmente el interés viene des-pués… No, escúcheme ahora; usted está aquí engañán-dome para que yo ponga sus palabras en mi boca; es como recoger las colillas de otros. ¡Qué asco!
EL MENDIGO: (Descubriéndose la cabeza.) ¿Y usted no quiere fumar mis colillas?
EL DESCONOCIDO: ¿Qué es esa cicatriz que tiene usted en la frente?
EL MENDIGO: Me la hizo un pariente muy próximo.
EL DESCONOCIDO: Ahora me empieza usted a asustar. ¿Puedo tocarle para convencerme de que es real? (Toca el brazo del Mendigo.) ¡Es verdad, es real! ¿No quisiera dignarse aceptar una moneda a cambio de la pro-mesa de buscar el anillo de Polícrates en otro barrio más alejado? (Le da una moneda.) Post nummos vir-tus… ¡Vaya!, ya estoy otra vez repitiendo sus palabras. ¡Márchese!
EL MENDIGO: Bueno. Me iré, pero me ha dado demasiado dinero, le voy a devolver tres cuartas partes. Así no nos deberemos nada el uno al otro, sino la amistad.
EL DESCONOCIDO: ¡Amistad! ¿Soy yo su amigo?
EL MENDIGO: Por lo menos yo lo soy suyo. Cuando uno está solo en el mundo no se puede exigir mucho de la gente.
EL DESCONOCIDO: Permítame decirle como despedida que es usted un desvergonzado.
EL MENDIGO: Muy bien, muy bien; pero cuando nos volvamos a encontrar le tendré preparada una palabra parecida de bienvenida. (Se va.)
EL DESCONOCIDO: (Se sienta y dibuja con el bastón en la tierra.) ¡Ahora es la tarde del domingo! La larga, gris y triste tarde del domingo; cuando las familias acaban de comer verdura, filetes de vaca y patatas cocidas; cuando los viejos duermen la siesta, los jóvenes juegan al ajedrez y fuman; la servidumbre ha ido a oír vís-peras a la iglesia y las tiendas están cerradas. ¡Ay qué larga y espantosa tarde! Día de descanso, cuando el alma cesa de moverse, cuando es tan imposible encontrar una cara amiga, como entrar en un bar…
(La Señora vuelve llevando una flor en el pecho.)
¡Vaya, hombre! Es raro que no pueda abrir la boca y decir algo sin ser contradicho inmediatamente.
LA SEÑORA: ¿Todavía sigue usted ahí sentado?
EL DESCONOCIDO: Sí. El que yo esté aquí sentado y escriba en la arena o en cualquier otra parte me es indife-rente. Simplemente escribo en la arena.
LA SEÑORA: ¿Qué es lo que escribe? ¡Déjeme verlo!
EL DESCONOCIDO: Aquí sólo puse EVA, 1864… No, no lo pise.
LA SEÑORA: ¿Qué puede suceder por eso?
EL DESCONOCIDO: Una desgracia a usted… y a mí.
LA SEÑORA: ¿Y sabe el porqué?
EL DESCONOCIDO: Sí, y además sé que la rosa de Navidad que lleva ahí, en el pecho, es una mandrágora. Sim-boliza la maldad y la calumnia, pero antiguamente, en la medicina, curaba la locura. ¿Me la quiere dar?
La Señora: (Dudando.) ¿Como medicina dice?
EL DESCONOCIDO: Naturalmente. ¿No ha leído usted mis escritos?
LA SEÑORA: Bien sabe usted que los he leído y que le estoy muy agradecida por haberme enseñado lo que es la libertad, la fe en los derechos y en la dignidad del hombre.
EL DESCONOCIDO: ¿Entonces no ha leído mis últimos libros?
LA SEÑORA: No, y si no son como los primeros, no quiero saber nunca nada de ellos.
EL DESCONOCIDO: Está bien. Prométame que nunca más abrirá un libro escrito por mí.
LA SEÑORA: Déjeme pensarlo antes. Bueno, se lo prometo.
EL DESCONOCIDO: ¡De acuerdo! Pero procure no romper esta promesa. Acuérdese de la mujer de Barba Azul, que llevada de su curiosidad, abrió la habitación prohibida…
LA SEÑORA: ¿Se da usted cuenta de cómo sus demandas parecen ya las de un Barba Azul? Y no se da cuenta ¿o ha olvidado ya hace tiempo que estoy casada, que mi marido es médico y que es un gran admirador suyo? De tal modo, que su casa está abierta para usted siempre que desee ser recibido en ella.
EL DESCONOCIDO: He hecho todo lo posible para olvidarlo, y lo he borrado de mi memoria hasta tal punto, que ya no tiene realidad en mí.
LA SEÑORA: Ya que es así, ¿quiere acompañarme a mi casa esta tarde?
EL DESCONOCIDO: No. Pero ¿quiere usted venir conmigo?
LA SEÑORA: ¿A dónde?
EL DESCONOCIDO: ¡A cualquier parte! No tengo casa, sólo tengo un baúl. A veces tengo dinero, pero pocas. Esto es lo único que la vida se obstina en no querer darme; quizá porque no se lo he pedido con la fuerza sufi-ciente.
LA SEÑORA: ¡Hummm! (Meneando la cabeza.)
EL DESCONOCIDO: ¡Bien! ¿En qué está pensando?
LA SEÑORA: Me admira el no estar irritada por sus bromas.
EL DESCONOCIDO: Alegre o serio es lo mismo para mí… ¡Escúcheme! Ahora empiezo a tocar el órgano, pronto abrirán el bar.
LA SEÑORA: ¿Es verdad que usted bebe?
EL DESCONOCIDO: Mucho. El vino hace que mi alma abandone su prisión y vuele por el espacio, viendo lo que nadie puede pensar y oyendo lo que nadie puede oír…
LA SEÑORA: ¿Y al día siguiente?
EL DESCONOCIDO: Entonces tengo los más deliciosos escrúpulos de conciencia; experimento el sentimiento purificador de culpa y arrepentimiento; disfruto con el sufrimiento del cuerpo mientras el alma flota como humo alrededor de la frente. Es como estar entre la vida y la muerte, cuando el espíritu siente que ha le-vantado las alas y puede volar si quisiera.
LA SEÑORA: Acompáñeme a la iglesia sólo un momento; no va a escuchar ningún sermón, sólo la música suave de las vísperas.
EL DESCONOCIDO: No. No quiero entrar en la iglesia. Me hace sentirme tan mal el darme cuenta de que no pertenezco a ella…, que soy un alma condenada, y que nunca más podré entrar allí, como tampoco podré ser un niño de nuevo.
LA SEÑORA: ¿Y ya experimenta usted todo esto?
EL DESCONOCIDO: Sí. Tan lejos he llegado; y me parece como si estuviera machacado en pequeños trocitos y me estuvieran cociendo lentamente en la olla de Medea. Ya me envían a la caldera de jabón o me levanto reju-venecido de mi propia sustancia. Todo depende de la habilidad de Medea.
LA SEÑORA: Esto suena como un oráculo. Veamos si no puede ahora hacerse niño de nuevo.
EL DESCONOCIDO: Entonces tendría que empezar ahora junto a la cuna, y esta vez con el niño verdadero.
LA SEÑORA: ¡Eso es! Pero espéreme aquí mientras entro en la capilla de Santa Isabel. Si el café estuviera abierto le pediría amablemente que no bebiera. Pero, por fortuna, está cerrado.
(La Señora sale, el Desconocido se vuelve a sentar y dibuja en la arena. Entran seis asistentes del funeral, vestidos de marrón oscuro, con algunos invitados. Uno de ellos lleva una bandera con la insignia de los car-pinteros y un velo de luto marrón; otro, un hacha grande adornada con ramas de abeto, un tercero lleva un cojín con un martillo de orador. Se detienen fuera del café y esperan.)
EL DESCONOCIDO: Perdónenme, pero ¿quién era el muerto?
INVITADO 1°: Era un carpintero. (Imita el sonido de un reloj.)
EL DESCONOCIDO: ¿Un verdadero carpintero o uno de esos bichos que están en las paredes de madera haciendo tic-tac?
INVITADO 2°: Las dos cosas, pero más bien el bicho que está en las paredes haciendo tic-tac. ¿Cómo se le llama ahora a ese insecto?
EL DESCONOCIDO: (Hablando para sí.) ¡Bribón! Ahora trata de engañarme para que diga que el bicho ese se llama reloj de la muerte, pero le voy a contestar otra cosa para fastidiarle. ¿Usted se refiere al joyero?
INVITADO 2°: No. No me refiero a eso.
(El tic-tac del reloj se oye de nuevo.)
EL DESCONOCIDO: ¿Está usted intentando asustarme? ¿O es que el muerto hace milagros? En tal caso, quisiera informarle que ni tengo miedo ni creo en milagros. De todos modos, encuentro un poco raro el que los invi-tados lleven luto de color marrón. ¿Por qué no de color negro, que es más barato y práctico?
INVITADO 3°: Para nosotros, en nuestra simplicidad, es como si fuera negro; pero si su majestad lo ordena, será marrón para él.
EL DESCONOCIDO: No puedo negar que la compañía de esta gente es muy rara, y siento una inquietud que más bien quisiera atribuir a la borrachera de ayer. Pero si digo que hay ramas de abeto alrededor del hacha, probablemente me vais a decir que son… ¿Eso es, qué son?
INVITADO l°: Es una cepa.
EL DESCONOCIDO: Ya me imaginaba yo que no podían ser ramas de abeto. ¡Hombre! ¡Por fin abren el bar!
(El café se abre, el Desconocido se sienta en una mesa y le sirven vino; los invitados se sientan en las otras mesas.)
EL DESCONOCIDO: Por lo que puedo ver, debe haber sido una alegría quitarse el muerto de encima, cuando los invitados empiezan a beber nada más terminar el funeral.
INVITADO l°: Sí, era una persona inútil, no podía tomar la vida en serio.
EL DESCONOCIDO: ¿Y posiblemente también bebía demasiado, no?
INVITADO 2°: Sí, eso era lo que hacía.
INVITADO 3°: Y también dejó a otros alimentar a su mujer y a sus hijos.
EL DESCONOCIDO: Eso estuvo muy mal hecho, pero ¿será por eso por lo que sus amigos le han dedicado esta oración fúnebre tan bonita? Por favor, no den golpes en mi mesa cuando estoy bebiendo.
INVITADO l°: Cuando yo estoy bebiendo no me importa.
EL DESCONOCIDO: Pero a mí sí me importa; evidentemente, existe una gran diferencia entre nosotros.
(Los invitados hablan entre ellos, entra el Mendigo.)
¡Hombre! Ya tenemos otra vez aquí al mendigo.
EL MENDIGO: (Se sienta en una mesa y pide vino.) ¡Vino! ¡Que sea tinto!
EL TABERNERO: (Sale del mostrador consultando una lista de la policía.) ¡Haga el favor de marcharse! Aquí nadie le va a servir porque usted no ha pagado sus impuestos. Aquí tengo la decisión judicial, su nombre, su edad y su carácter.
EL MENDIGO: ¡Omnia serviliter pro dominatione! Soy un hombre libre con educación universitaria; y he dejado de pagar los impuestos porque no quiero ser diputado. ¡A ver ese tinto!
EL TABERNERO: Y tendrá el viaje gratis al asilo para pobres del ayuntamiento si no se marcha inmediatamen-te.
EL DESCONOCIDO: ¿No podrían los señores solucionar ese asunto en otro sitio? Están ustedes molestando a los clientes.
EL TABERNERO: ¡Está bien! Pero ustedes son testigos de que tengo razón.
EL DESCONOCIDO: No. Yo encuentro todo esto demasiado desagradable, y, además, aunque uno no pague sus impuestos tiene derecho a disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
EL TABERNERO: ¿Con que usted es uno de esos hombres que van absolviendo a los vagabundos de sus obliga-ciones?
EL DESCONOCIDO: ¡Eso es ir ya demasiado lejos! ¿No sabe usted que soy un hombre famoso?
(El Tabernero y los Invitados se echan a reír.)
EL TABERNERO: ¡Más bien de mala fama, diría yo! Voy a mirar la lista de la policía a ver si coincide la descrip-ción: treinta y ocho años, pelo oscuro, bigote, ojos azules, sin empleo fijo, ingresos desconocidos, casado pero habiendo abandonado a su mujer y a sus hijos. Conocido por sus opiniones subversivas en cuestiones socia-les; da la impresión de no estar en plena posesión de sus facultades mentales… ¡Coincide!
EL DESCONOCIDO: (Levantándose pálido y abatido.) ¿Qué es eso?
EL TABERNERO: Creo que coincide completamente.
EL MENDIGO: Quizá es él el que está en la lista y no yo.
EL TABERNERO: ¡Así parece! En cualquier caso, opino que lo mejor que pueden hacer los señores es largarse.
EL MENDIGO: (Al Desconocido.) ¡Ale, vámonos!
EL DESCONOCIDO: ¿Nosotros? ¡Esto empieza a parecer una conspiración!
(Se oyen las campanas de la iglesia, el sol entra e ilumina el ventanal de color rosa que hay sobre la puerta de entrada, que ahora está abierta y deja ver el interior de la iglesia. Se oye música de órgano y al coro can-tando Ave María Stella.)
LA SEÑORA: (Saliendo de la iglesia.) ¿Dónde está usted? ¿Qué está haciendo? ¿Por qué me ha vuelto a llamar? ¿Tiene usted que andar siempre cogido de las faldas de una señora como un niño?
EL DESCONOCIDO: Sí. Ahora tengo miedo; aquí pasan unas cosas que no tienen explicación lógica.
LA SEÑORA: Pero usted no tenía miedo de nada, ni siquiera de la muerte.
EL DESCONOCIDO: No. De la muerte no tengo miedo, pero sí de lo otro…, de lo desconocido.
LA SEÑORA: Escúcheme ahora, amigo mío; deme su mano, que le voy a llevar al médico, creo que usted está enfermo. ¡Venga conmigo!
EL DESCONOCIDO: Quizá tenga razón. Pero dígame primero una cosa. ¿Es esto un carnaval o es la realidad?
LA SEÑORA: Es bastante real.
EL DESCONOCIDO: Pero ese mendigo debe ser un ser miserable. ¿Es verdad que se me parece?
LA SEÑORA: Sí. Y si continúa bebiendo llegará a ser como él. Pero ahora tenemos que ir a correos a recoger su carta; después se vendrá conmigo.
EL DESCONOCIDO: No. No quiero entrar en la oficina de correos. Lo más seguro es que la carta sólo contenga los papeles del juicio.
LA SEÑORA: ¿Y si no fuera así?
EL DESCONOCIDO: Entonces sólo serán murmuraciones maliciosas.
LA SEÑORA: Haga como quiera. Nadie puede escapar a su destino. Y en este momento siento como si fuerzas superiores estuvieran celebrando una asamblea sobre nosotros y hubieran tomado ya un acuerdo.
EL DESCONOCIDO: ¡Usted siente también lo mismo! ¿Sabe que ahora mismo acabo de oír caer el martillo del presidente, correr las sillas de la mesa y salir los bedeles a buscarme? ¡Oh qué angustia!… No, no quiero acompañarla.
LA SEÑORA: Dígame, ¿qué ha hecho usted conmigo? Ahí dentro, en la iglesia, no pude tener ninguna devoción. Una vela se apagó en el altar y una ráfaga de viento frío me dio en la cara justo en el momento en que oí que me llamaba.
EL DESCONOCIDO: No la llamé. Sólo la echaba de menos…
LA SEÑORA: Usted no es el niño débil que pretende ser; sus fuerzas son enormes y yo le temo…
EL DESCONOCIDO: Cuando estoy solo soy tan débil como un paralítico, pero en cuanto estoy con otra persona me hago fuerte. ¡Ahora quiero ser muy fuerte y por eso la acompaño!
LA SEÑORA: ¡Hágalo y quizás me pueda liberar del hombre lobo!
EL DESCONOCIDO: ¿Quién es ese hombre lobo?
LA SEÑORA: ¡Bueno! Yo le llamo así.
EL DESCONOCIDO: Cuente conmigo. ¡Pegarse con duendes, liberar princesas, matar hombres-lobos: eso es vivir!
LA SEÑORA: ¡Ven, libertador mío!
(Ella se baja el velo por la cara, le da un beso en la boca muy deprisa y sale apresuradamente. El Descono-cido se queda un momento sorprendido y atónito. Un coro alto de voces de mujeres se acerca y se oyen gritos dentro de la iglesia. El ventanal rosa que estaba iluminado se oscurece de pronto y el árbol que hay sobre el banco es sacudido por el viento. Los invitados del funeral se levantan de sus asientos y miran al cielo como si estuvieran viendo algo extraordinario y horroroso. El Desconocido sale deprisa detrás de la Señora).


En casa del Médico

Un patio rodeado por tres de sus lados de casas de madera de un piso, con tejados de tejas. Ventanas pequeñas en todas las fachadas. A la derecha, una galería con puertas de cristal; a la izquierda, un seto de rosales y col-menas fuera de las ventanas. En medio del patio una pila de leña en forma de cúpula. A su lado un pozo. Por encima de la fachada de la casa central se puede ver la copa de un nogal. En la esquina derecha hay una puer-ta que da al jardín; al lado del pozo una tortuga grande. A la derecha una entrada baja da acceso a la bodega. Una caja para el hielo y un cubo de basura. Fuera de la galería una mesa y sillas. La Hermana del Médico sale por la galería con un telegrama.

LA HERMANA: ¡Ahora entrará la desgracia en tu casa, hermano!
EL MÉDICO: ¿Y cuándo no, hermana?
LA HERMANA: Pero esta vez… Ingeborg viene a casa y ¡adivina quién viene con ella!
EL MÉDICO: ¡Espera un momento! Ya lo sé, hace mucho tiempo que he presentido esto e, incluso, lo he deseado. He admirado mucho a este autor; también he aprendido con él y deseaba mucho conocerle. ¡Y ahora me di-ces que viene a esta casa! ¿Dónde le habrá conocido Ingeborg?
LA HERMANA: Por lo visto en la ciudad; probablemente en algún salón literario.
EL MÉDICO: Muchas veces me he preguntado si este hombre es el mismo que un compañero que tuve yo en el colegio con el mismo nombre. Me gustaría que no fuera así, porque aquel joven tenía algo fatal sobre sí, y en el transcurso de su vida se deben haber desarrollado enormemente sus malas tendencias.
LA HERMANA: No le dejes entrar en tu casa; vete de viaje o di que tienes una visita urgente.
EL MÉDICO: No. Porque nadie puede escapar a su destino.
LA HERMANA: Tú, que nunca te has inclinado por nada, te arrastras ahora ante esta quimera que llamas des-tino.
EL MÉDICO: La vida me ha enseñado que se pierde mucho tiempo y muchas fuerzas intentando luchar contra lo inevitable.
LA HERMANA: ¿Pero por qué permites que tu mujer viaje sola por ahí, comprometiéndose y comprometiéndote a ti?
EL MÉDICO: ¡Tú lo sabes muy bien! Porque cuando la hice romper con su mundo, la hice concebir falsas ilusio-nes de una vida libre a diferencia de la esclavitud en que vivía. Y además, no la podría amar si ella tuviera que obedecerme o yo le pudiera dar órdenes.
LA HERMANA: Y también eres amigo de tu enemigo.
EL MÉDICO: Hombre…
LA HERMANA: ¿Y quieres dejarla entrar en tu casa con uno que te va a destrozar? ¡Oh, si tú supieras cómo odio a ese hombre!
EL MÉDICO: ¡Ya lo sé! Su último libro es terrible y al mismo tiempo revela cierto desequilibrio mental.
LA HERMANA: Por eso mismo le deberían haber internado en un manicomio.
EL MÉDICO: Mucha gente ha dicho eso, pero no creo que sea para tanto.
LA HERMANA: Eso es porque tú eres un excéntrico y vives en contacto diario con una mujer que está completa-mente loca.
EL MÉDICO: No puedo negar que las personas maniáticas siempre han ejercido una fuerte atracción sobre mí, pues por lo menos la originalidad no es algo corriente. (Se oye la sirena de un barco de vapor.) ¿Qué fue eso? ¡Era alguien que gritó!
LA HERMANA: Estás muy nervioso, hermano; sólo era la sirena de un barco. Ahora te suplico que te vayas.
EL MÉDICO: Me gustaría, pero me siento como clavado… Sabes que desde aquí puedo ver su retrato en mi es-tudio de trabajo… y la luz del sol proyecta sobre él una sombra que transforma toda la figura y le da un as-pecto… horrible. ¿Sabes a qué me refiero?
LA HERMANA: ¡Se parece al diablo! ¡Huye!
EL MÉDICO: No puedo.
LA HERMANA: Pero, por lo menos, defiéndete.
EL MÉDICO: Siempre he acostumbrado a hacerlo, pero esta vez es como si se acercase una tormenta. ¡Cuántas veces he intentado marcharme a otra parte, pero no he podido! Es como si la tierra fuera de hierro y yo una aguja de imán. Y la desgracia llega sin haberla yo elegido. Ahora acaban de entrar por la puerta.
LA HERMANA: No he oído nada.
EL MÉDICO: Pues yo sí les he oído. Y ahora también les veo. Es él, el compañero de mi infancia. Hizo una tra-vesura en el colegio y a mí me echaron la culpa y me castigaron. Pero a él le pusieron el mote de César, y no sé por qué.
LA HERMANA: Y este hombre…
EL MÉDICO: Sí, así es la vida. ¡César!
(Entra la Señora.)
LA SEÑORA: Buenos días. He traído un invitado conmigo.
EL MÉDICO: ¡Ya lo sé! Que sea bienvenido.
LA SEÑORA: Le he dejado en la habitación de huéspedes para que pudiera cambiarse.
EL MÉDICO: ¿Estás satisfecha de tu conquista?
LA SEÑORA: Creo que es la persona más desgraciada que he conocido en toda mi vida.
EL MÉDICO: Eso es mucho decir.
LA SEÑORA: Sí. Bastante desgracia hay para todos nosotros.
EL MÉDICO: Es cierto. (A su hermana.) ¿Quieres ir tú y enseñarle el camino? (Sale su hermana.) ¿Has tenido un viaje interesante?
LA SEÑORA: Sí. Me he encontrado con mucha gente extraña. ¿Has tenido muchos pacientes?
EL MÉDICO: No. La sala ha estado vacía toda la mañana. Creo que la práctica va de mal en peor.
LA SEÑORA: (Amable.) Pobrecillo… ¿Oye, no se debería meter esa pila de madera dentro de la casa? Está ahí tirada, cogiendo humedad.
EL MÉDICO: (Sin reproche.) Claro que sí se deberían matar las abejas y recoger la fruta del jardín. Pero no tengo tiempo para hacerlo.
LA SEÑORA: ¡Estás muy cansado!
EL MÉDICO: Cansado de todo.
LA SEÑORA: (Sin amargura.) Y tienes una mala esposa que no te sirve de ninguna ayuda.
EL MÉDICO: (Cariñoso.) No debes decir eso, porque no creo que sea verdad.
LA SEÑORA: (Volviéndose hacia la galería.) ¡Ya está aquí!
(El Desconocido, vestido de una manera más juvenil que en el primer acto, sale de la galería con un aire alegre muy forzado. Reconoce al Médico, retrocede pero se recupera.)
EL MÉDICO: ¡Bienvenido a mi casa!
EL DESCONOCIDO: Gracias. Es usted muy amable.
EL MÉDICO: Trae buen tiempo con usted; justo lo que necesitamos, porque aquí no ha hecho más que llover desde hace seis semanas.
EL DESCONOCIDO: ¿No son siete? Siempre acostumbra a llover siete semanas seguidas, si llueve el día de San Silvestre… Pero, ahora caigo, todavía no ha llegado ese día. ¡Qué tonto soy!
EL MÉDICO: A usted, que está acostumbrado a los atractivos de la ciudad, le parecerá muy aburrida esta vida tan simple del campo.
EL DESCONOCIDO: ¡Oh, no! Me siento tan extraño aquí como allá. Perdóneme que le haga una pregunta por simple curiosidad: ¿No nos hemos conocido antes, cuando éramos más jóvenes?
EL MÉDICO: Nunca.
(La Señora está sentada en la mesa, haciendo ganchillo.)
EL DESCONOCIDO: ¿Está usted seguro?
EL MÉDICO: Completamente seguro. He seguido su carrera literaria desde el principio y me imagino que ya se lo habrá dicho mi esposa. Así que si nos hubiéramos conocido antes me hubiera acordado, por lo menos del nombre. Bueno, ya ve usted cómo vive un médico rural.
EL DESCONOCIDO: Si pudiera usted imaginarse cómo es la vida de uno al que llaman libertador, no sentiría ninguna envidia.
EL MÉDICO: Me lo puedo imaginar muy bien, porque he visto cómo los seres humanos aman sus cadenas. Qui-zá sea así como debe ser.
EL DESCONOCIDO: (Escuchando.) ¡Qué extraño! ¿Quién está tocando en la casa de al lado?
EL MÉDICO: No sé quién pueda ser. ¿Lo sabes tú, Ingeborg?
LA SEÑORA: No.
EL DESCONOCIDO: Es la marcha fúnebre de Mendelsohn, que me persigue y nunca sé si la tengo en el oído o no.
EL MÉDICO: ¿Suele tener usted alucinaciones?
EL DESCONOCIDO: No. No precisamente alucinaciones; pero, a veces, presiento que me persiguen pequeños sucesos reales. ¿No oye usted también que alguien está tocando?
EL MÉDICO Y LA SEÑORA: Sí. Alguien está tocando.
LA SEÑORA: Es Mendelsohn.
EL MÉDICO: No es raro porque está de moda.
EL DESCONOCIDO: Sí, ya lo sé. Pero siempre lo tocan en el momento y en el lugar apropiados. (Se levanta.)
EL MÉDICO: Para su tranquilidad se lo preguntaré a mi hermana. (Sale por la galería.)
EL DESCONOCIDO: (A la Señora ) Aquí me ahogo, no pienso dormir ni una noche bajo este techo. Su marido parece un hombre lobo y usted, en su presencia, se convierte en una estatua de sal. En esta casa se ha co-metido un asesinato; esto está embrujado y me voy a escapar en cuanto encuentre una excusa.
(El Médico entra.)
EL MÉDICO: Ya lo sé, es la chica de correos, que toca el piano.
EL DESCONOCIDO: (Nervioso.) Bueno. Todo está en orden. Tiene usted una casa muy original, doctor; todo es tan raro aquí; por ejemplo, esa pila de madera.
EL MÉDICO: Sí. Dos veces le han caído rayos.
EL DESCONOCIDO: Sería terrible. ¿Y todavía tiene todo eso ahí?
EL MÉDICO: Sí, precisamente por eso, y además, este año la he elevado medio metro más; también para que me dé sombra durante el verano; es mi cucurbitácea —aquella que daba sombra al profeta Jonás—, pero cuan-do llega el otoño la tengo que meter en la leñera.
EL DESCONOCIDO: (Mirando a su alrededor.) Aquí tiene usted también rosas de Navidad ¿Dónde las ha conse-guido? Estas rosas no florecen en verano. Aquí todo es al revés.
EL MÉDICO: ¡Ah, sí! ¡Esas de ahí! Me las ha regalado un paciente que vive con nosotros y que está un poco loco.
EL DESCONOCIDO: ¿Aquí, en esta casa?
EL MÉDICO: Sí, pero es muy tranquilo; lo único que hace es pensar en la inutilidad de la naturaleza, y como piensa que este tipo de plantas no tienen por qué pasar frío cubiertas de nieve, en el invierno las guarda en el sótano y en la primavera las planta en el jardín.
EL DESCONOCIDO: ¿Tienen ustedes un loco en la casa? ¡Qué desagradable debe ser!
EL MÉDICO: Es posible, pero es tan pacífico…
EL DESCONOCIDO: Y entonces, ¿cómo es que se ha vuelto loco?
EL MÉDICO: Nadie puede saberlo. Es una enfermedad de la mente y no del cuerpo.
EL DESCONOCIDO: Dígame una cosa. ¿Está él por aquí cerca?
EL MÉDICO: ¿Quién? ¿El loco? Sí, anda suelto por el jardín, reorganizando la creación; pero si su presencia le inquieta, le encerraremos en el sótano.
EL DESCONOCIDO: ¿Por qué no se elimina a estos pobres desgraciados?
EL MÉDICO: Nunca se puede saber si están maduros.
EL DESCONOCIDO: ¿Para qué?
EL MÉDICO: Para el más allá.
EL DESCONOCIDO: Esas cosas no existen.
(Pausa.)
EL MÉDICO: ¿Quién lo sabe?
EL DESCONOCIDO: No sé, pero me siento desasosegado; esta casa es terrible. No me extrañaría nada que tuvie-ran un cadáver.
EL MÉDICO: Sí, aquí en la caja de hielo tengo algunos trozos que voy a enviar a las autoridades. (Saca una pierna y un brazo.) Mire esto.
EL DESCONOCIDO: No. No, esto es como la casa de Barba Azul.
EL MÉDICO: (Con ironía.) ¿A qué se refiere? (Mirando fijamente a su esposa.) ¿A lo mejor cree que asesino a mis mujeres?
EL DESCONOCIDO: ¡Oh, no! Ya se nota que no lo hace, pero también habrá en esta casa fantasmas, ¿no?
EL MÉDICO: Muchos, pregunte a mi señora.
(Desaparece detrás de la pila de leña, ocultándose a la vista de la Señora y del Desconocido.)
LA SEÑORA: (Al Desconocido.) Ahora puede hablar más alto, pues mi marido es un poco sordo, aunque puede ver por los movimientos de la boca lo que uno dice.
EL DESCONOCIDO: Entonces voy a aprovechar la ocasión para decirle que nunca en mi vida he pasado una me-dia hora más penosa. Aquí estamos hablando de tonterías solamente porque ninguno de nosotros tiene el valor de decir lo que piensa. Me ha hecho sufrir tanto, que tuve la tentación de sacar un cuchillo y abrirme las venas para liberarme, pero ahora me gustaría decirle la verdad y hacerle volar por los aires. ¿Seremos capaces de decirle a la cara que tenemos la intención de escaparnos juntos y que usted no aguanta más sus tonterías?
LA SEÑORA: Si se le ocurre decir eso, voy a empezar a odiarle. Hay que saber comportarse con decoro en cual-quier circunstancia.
EL DESCONOCIDO: ¡Qué bien educada está usted!
(El Médico aparece de nuevo, pero los otros dos continúan su conversación.)
¿Quiere escaparse conmigo antes de que se haga de noche?
LA SEÑORA: Por favor…
EL DESCONOCIDO: Dígame, ¿por qué me besó ayer?
LA SEÑORA: Por favor…
EL DESCONOCIDO: ¿Cree que puede entender lo que estamos diciendo? No me fío nada.
EL MÉDICO: ¿Con qué vamos a entretener a nuestro invitado?
LA SEÑORA: Nuestro invitado no tiene muchas exigencias para divertirse; su vida no ha sido muy alegre.
EL MÉDICO: (Sopla en un silbato. El loco entra en el jardín; lleva una corona de laurel en la cabeza y su ropa es muy extraña.) ¡César! ¡Ven aquí!
EL DESCONOCIDO: (Molesto.) ¿Se llama César?
EL MÉDICO: No, es un mote que le he puesto en recuerdo de un compañero de colegio.
EL DESCONOCIDO: (Inquieto.) ¿Y por qué?
EL MÉDICO: Estuvo metido en un caso un poco extraño y a mí me echaron la culpa.
LA SEÑORA: (Al Desconocido.) ¿Y cómo puede un niño ser tan perverso?
(El Desconocido parece angustiado. El Loco se aproxima.)
EL MÉDICO: Acércate a saludar a nuestro famoso escritor.
EL LOCO: ¿Es éste el gran hombre?
LA SEÑORA: (Al Médico.) ¿Por qué se te ha ocurrido traer aquí al loco, que puede molestar a nuestro invitado?
EL MÉDICO: César, compórtate bien o tendré que azotarte.
EL LOCO: Sí, él es César, pero no el grande, pues ni siquiera sabe quién fue primero, si la gallina o el huevo. En cambio, yo sí lo sé.
EL DESCONOCIDO: (A la Señora.) Me marcho. Me ha traído a una emboscada. ¿Qué quiere que piense? Segura-mente dentro de un momento se le ocurrirá soltar las abejas para divertirme.
LA SEÑORA: Tenga confianza en mí…, pase lo que pase; y no hable tan alto.
EL DESCONOCIDO: Este horrible hombre lobo nunca nos deja solos.
EL MÉDICO: (Consultando su reloj.) Excúsenme, pero tengo que hacer una visita, y lo más probable es que tar-de una hora en volver. Confío que no se les haga la espera demasiado larga.
EL DESCONOCIDO: Estoy acostumbrado a esperar algo que nunca llega…
EL MÉDICO: (Al Loco.) Vamos, César. Tengo que encerrarte en el sótano. (Sale con el Loco.)
EL DESCONOCIDO: (A la Señora.) ¿Qué significa esto? ¿Quién me persigue? Usted me aseguró que su marido estaba bien dispuesto conmigo. Yo le creí, pero es incapaz de abrir la boca sin herirme. Cada palabra suya me hiere como un clavo… Y ahora otra vez esa dichosa marcha fúnebre…, que realmente la están tocando. Y aquí otra vez rosas de Navidad. ¿Por qué todo se repite continuamente? Cadáveres, mendigos, locos, des-tinos humanos y recuerdos de la infancia. Salgamos; déjeme sacarla de este infierno.
LA SEÑORA: Todo esto es por haberle traído aquí, y también para que nadie pueda decir nunca que robó la mujer de otro. Pero tengo que hacerle una pregunta: ¿Puedo confiar en usted?
EL DESCONOCIDO: ¿Se refiere usted a mis sentimientos?
LA SEÑORA: No. No me refiero a ellos. Los doy por supuestos. ¡Que duren lo que tengan que durar!
EL DESCONOCIDO: Entonces se refiere a mi posición. Tengo mucho dinero que me deben; sólo necesito escribir una carta o mandar un telegrama…
LA SEÑORA: Entonces confiaré en usted. (Mete su labor en el bolso y lo cierra.) Salga ahora por aquella puerta, siga después los setos de lilas hasta que encuentre una puerta; nos reuniremos en el próximo pueblo.
EL DESCONOCIDO: (Dudando.) No me gusta salir por la puerta trasera. Preferiría haberme pegado con su ma-rido aquí mismo.
LA SEÑORA: (Con un gesto.) ¡Rápido!
EL DESCONOCIDO: ¿No quiere venir conmigo?
LA SEÑORA: Sí. Es lo que voy a hacer. Pero entonces tengo que salir yo primero. (Se vuelve y echa un beso hacia la galería.) Mi pobre hombre lobo.

Traducción del sueco: Félix Gómez Argüello