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Personajes
EL
DESCONOCIDO
LA DAMA
EL MENDIGO
EL MÉDICO
LA HERMANA
EL VIEJO
LA MADRE
LA ABADESA
PERSONAJES SECUNDARIOS Y SOMBRAS
Escenario
para el Acto I
En la esquina de la calle; En casa del Médico.
Primer
acto
En
la esquina de una calle
Una
esquina de una calle con un banco bajo un árbol. Desde allí
se pueden ver los portales laterales de una pequeña iglesia
gótica. Una oficina de correos y un café con sillas
en la terraza. La oficina de correos y el café están
cerrados.
Se oyen los sones de una marcha fúnebre que se va acercando
y que después se aleja.
El Desconocido está en el borde de la acera y parece dudar
qué camino va a seguir. El reloj de la torre de la iglesia
da la hora: primero, cuatro campanadas; las cuatro en un tono más
alto; después, el toque de las tres en un tono más
bajo.
Entra la Señora, saluda al Desconocido, está a punto
de pasarle, pero se para.
EL
DESCONOCIDO: ¡Vaya, es usted! Ya me imaginaba que iba a venir.
LA SEÑORA: Así que usted me llamó. Sí,
tenía esa impresión. ¿Pero qué hace
usted ahí parado, en esa esquina?
EL DESCONOCIDO: No lo sé; en alguna parte tengo que estar
mientras espero.
LA SEÑORA: ¿Qué espera usted?
EL DESCONOCIDO: Me gustaría poder decírselo. Desde
hace cuarenta años estoy esperando algo que creo que se llama
la felicidad, o por lo menos, el fin de la infelicidad. (Pausa.)
¿No oye otra vez esas horribles campana-das? ¡Escuche!
No se vaya, no se vaya, se lo ruego. Tendré miedo si se va.
LA SEÑORA: ¡Mi querido amigo! Ayer nos encontramos
por primera vez, y hablamos solos durante cinco horas. Usted despertó
mi simpatía, pero por eso no debe abusar de mi bondad.
EL DESCONOCIDO: Tiene usted razón, no debo abusar. Pero se
lo suplico, no me deje solo. Estoy en una ciudad extraña,
no tengo un solo amigo, y los pocos conocidos que tengo me parecen
más que desconocidos, mejor diría enemigos.
LA SEÑORA: ¡Enemigos por todas partes! ¡Solo
en todas partes! ¿Por qué abandonó a su mujer
y a sus hijos?
EL DESCONOCIDO: ¡Si yo lo supiera! Si supiera, sobre todo,
por qué existo todavía, por qué estoy aquí,
a dónde voy a ir, qué voy a hacer. ¿Cree usted
que hay gente condenada ya en esta vida?
LA SEÑORA: No, no lo creo.
EL DESCONOCIDO: ¡Míreme!
LA SEÑORA: ¿Es que usted no ha tenido nunca ninguna
alegría en su vida?
EL DESCONOCIDO: No. Y si aparentemente he tenido alguna, sólo
se trataba de una trampa para seducirme y continuar mi miseria.
Cuando alguna vez la fruta dorada cayó en mis manos, estaba
envenenada o podrida por dentro.
LA SEÑORA: ¿Tiene usted alguna relación?, y
perdone la pregunta.
EL DESCONOCIDO: Ésta: cuando no puedo aguantar más
lo que me rodea, continúo mi camino.
LA SEÑORA: ¿Adónde?
EL DESCONOCIDO: Al aniquilamiento. Esto es lo único que tengo:
la muerte en mi mano, que me produce un increíble sentimiento
de poder.
LA SEÑORA: ¡Ay, Dios mío! ¡Usted está
jugando con la muerte!
EL DESCONOCIDO: Lo mismo que juego con la vida. Yo era poeta, y
a pesar de mi innata melancolía, nunca he podido tomar nada
verdaderamente en serio, ni siquiera mis propios y enormes problemas,
y hay momen-tos en los que dudo si la vida será más
real que mis propias poesías.
(Se escucha el De Profundis procedente de la procesión del
funeral.)
¡Ahora vuelven otra vez! No comprendo por qué tienen
que dar vueltas por aquí, en medio de la calle.
LA SEÑORA: ¿Es a ellos a los que usted teme?
EL DESCONOCIDO: No, pero me irritan porque parece cosa de brujos.
No es la muerte lo que temo, sino la sole-dad, porque en la soledad
siempre se encuentra algo. No sé si es algo diferente o es
a mí mismo a quien percibo, pero en la soledad nunca se está
solo. El aire se hace más denso, germina y empiezan a crecer
se-res que son invisibles pero que se sienten y tienen vida propia.
LA SEÑORA: ¿Ha sentido usted eso?
EL DESCONOCIDO: Sí. Yo noto todo después que pasa
un poco de tiempo; pero no como antes, cuando sólo veía
cosas y hechos, formas y colores, sino que ahora veo pensamientos
e intenciones. La vida, que tal como era antes no tenía ningún
sentido, empieza ahora a tener un significado, y yo mismo noto una
intención donde antes sólo veía el azar. Por
esto, cuando ayer la encontré a usted, me vino la idea de
que había sido enviada a mi camino para salvarme o para destruirme.
LA SEÑORA: ¿Por qué iba yo a destruirle?
EL DESCONOCIDO: Porque esa sería su misión.
LA SEÑORA: En absoluto albergo tales pensamientos; además,
usted despierta de un modo especial mi simpa-tía… Sí,
nunca he visto a una persona en mi vida cuya simple vista me haga
empezar a llorar. Dígame, ¿qué tiene en su
conciencia? ¿Ha cometido alguna acción censurable
que no haya sido descubierta o casti-gada?
EL DESCONOCIDO: Con razón puede preguntarlo. No tengo más
crímenes sobre mi conciencia que cualquier otro hombre que
ande por ahí… Sí, uno, nunca he querido que
la vida se burlara de mí.
LA SEÑORA: Pero es necesario dejarse burlar, más o
menos, para poder vivir.
EL DESCONOCIDO: Parece casi una obligación y yo quería
escapar… También hay otro secreto en mi vida que no
conozco… ¿Sabe usted que en mi familia se cuenta que
fui un sustituido?
LA SEÑORA: ¿Qué es eso?
EL DESCONOCIDO: Es un niño que las hadas sustituyen por el
niño que nace.
LA SEÑORA: ¿Cree usted en esas cosas?
EL DESCONOCIDO: No, pero me parece una parábola que contiene
algo de verdad. De niño siempre lloraba y no parecía
encontrarme a gusto en esta vida; odiaba a mis padres como ellos
me odiaban a mí; no soportaba ninguna sujeción, ni
reglas ni leyes, y mi único anhelo iba tras el bosque y el
mar.
LA SEÑORA: ¿Ha tenido alguna vez visiones?
EL DESCONOCIDO: ¡Nunca! Pero muy a menudo me parece haber
notado que dos seres diferentes dirigen mi destino. Uno me da todo
lo que deseo, pero el otro está a su lado y unta el regalo
con basura; de tal modo, que cuando llega a mis manos tiene tan
poco valor que no lo quiero. Realmente es cierto que he conseguido
todo lo que he deseado en la vida. Pero todo lo he encontrado sin
valor.
LA SEÑORA: ¿Usted lo ha conseguido todo y, sin embargo,
no está contento?
EL DESCONOCIDO: Esto es lo que yo llamo la maldición.
LA SEÑORA: ¡No se queje! Y si es así, ¿por
qué no ha dirigido sus deseos más allá de esta
vida, allí donde no existe la suciedad?
EL DESCONOCIDO: Porque siempre he dudado de que exista algo fuera
de esta vida.
LA SEÑORA: ¿Y entonces las hadas?
EL DESCONOCIDO: ¡Eso solamente es un cuento! (Señalando
a un banco.) ¿No quiere que nos sentemos en aquel banco?
LA SEÑORA: Bueno. ¿Pero qué está usted
esperando?
EL DESCONOCIDO: Sólo espero que abra la oficina de correos,
porque allí hay una carta que me han enviado y que aún
no he recibido. (Se sientan.) Pero ahora hábleme un poco
de usted misma. (La Señora se pone a hacer ganchillo.)
LA SEÑORA: No tengo nada que contar.
EL DESCONOCIDO: Es curioso, pero yo también quisiera imaginármela
a usted como a un ser impersonal, sin nombre; ni siquiera sé
cómo se llama realmente, sólo conozco la mitad de
su nombre. Me gustaría darle un nombre. ¡Déjeme
pensar cómo se va a llamar! Ya está. Se llamará
Eva. (Hace un gesto hacia los bastidores.) ¡Trompetas! (Se
oye otra vez la marcha fúnebre.) ¡Es la marcha fúnebre
otra vez! Ahora le voy a poner a us-ted una edad, porque no sé
cuántos años tiene. Desde ahora tiene treinta y cuatro
años; así que ha nacido en mil ochocientos sesenta
y cuatro. Ahora vamos a ver el carácter, porque tampoco lo
conozco. Le concedo un buen carácter, porque su voz me suena
como la de mi difunta madre; me refiero a un concepto abstracto
de madre, porque mi madre nunca me acariciaba, y sí recuerdo
que me pegaba. ¿Me comprende? ¡Fui edu-cado en el odio!
¡Odio! ¡Ojo por ojo y diente por diente! Mire la cicatriz
aquí, en la frente, me la produjo mi hermano de un hachazo,
después de haberle sacado yo un diente de una pedrada. No
estuve en el funeral de mi padre porque me echó de la boda
de mi hermana. Nací como hijo ilegítimo cuando mi
familia estaba arruinada y estaba de luto por el suicidio de un
tío nuestro. Ya conoce usted a mi familia. ¡De tal
palo, tal astilla! Hace tiempo pude evitar, a duras penas, ir a
trabajos forzados durante catorce años y por eso tengo todas
las razones para estar agradecido a las hadas, aunque no esté
contento con ellas.
LA SEÑORA: Me gusta mucho oírle hablar, pero no se
meta con las hadas porque me hace daño.
EL DESCONOCIDO: Para serle sincero, no creo en ellas, pero de todas
maneras, siempre se dejan sentir. ¿Serán quizá
las hadas los espíritus de los condenados que no han alcanzado
la redención? Si es así, yo también soy un
hijo de los duendes. Una vez creí que estaba cerca mi redención;
era a través de una mujer, pero ninguna ilusión fue
más vana, porque a partir de entonces empezó el séptimo
infierno.
LA SEÑORA: Por lo que dice, parece usted muy desgraciado,
pero esto no será siempre así.
EL DESCONOCIDO: ¿Se refiere a que los toques de campana y
el agua bendita podrían calmarme? Ya lo he in-tentado, pero
solamente ha sido peor. Me ocurrió como cuando el diablo
ve la señal de la cruz. ¡Hablemos ahora de usted!
LA SEÑORA: ¡No hace falta! ¿Le han acusado alguna
vez de malgastar sus dones?
EL DESCONOCIDO: Me han acusado de todo. Nadie era tan odiado en
mi pueblo como yo, nadie tan aborrecido. Solo iba y solo venía;
si entraba en algún sitio público la gente se apartaba
de mí, si quería alquilar una habitación, siempre
estaba ocupada; los curas me reprendían desde el púlpito,
los maestros en sus escuelas y los padres en sus casas. Una vez
el consejo parroquial quiso arrebatarme mis propios hijos. Entonces
me llené de cólera y levanté mi puño
contra… el cielo.
LA SEÑORA: ¿Por qué era usted tan odiado?
EL DESCONOCIDO: ¡No lo sé! Bueno, sí; no podía
ver sufrir a la gente. Y por esto hablaba y escribía: ¡Líbrense,
que yo les ayudaré! Y dije al pobre: ¡No dejes que
el rico te explote! Y a la mujer: ¡No te dejes someter por
el hombre! Y cosas así; pero, probablemente, lo peor fue
a los niños: ¡No obedezcáis a vuestros padres
si son injustos! Las consecuencias fueron completamente inexplicables;
de pronto, tenía en mi contra a ricos y po-bres, hombres
y mujeres, padres e hijos. Y después vinieron enfermedad
y pobreza, mendicidad con des-honra, divorcio, juicios, destierro,
soledad y, por último, ahora… ¿Cree usted que
estoy loco?
LA SEÑORA: No, no lo creo.
EL DESCONOCIDO: Entonces debe ser usted la única, pero para
mí vale mucho más.
LA SEÑORA: (Levantándose.) Ahora tengo que marcharme.
EL DESCONOCIDO: ¿Usted también?
LA SEÑORA: Pero usted no puede quedarse siempre aquí,
sentado.
EL DESCONOCIDO: ¿Y a dónde voy a ir entonces?
LA SEÑORA: Váyase a su casa a trabajar.
EL DESCONOCIDO: No soy ningún trabajador; soy un poeta.
LA SEÑORA: No quise ofenderle; además, tiene usted
razón: la poesía es un don que se da, pero que también
puede quitarse. ¡No lo malgaste!
EL DESCONOCIDO: ¿A dónde va?
LA SEÑORA: Sólo voy a hacer un recado.
EL DESCONOCIDO: ¿Es usted creyente?
LA SEÑORA: No soy nada.
EL DESCONOCIDO: Mucho mejor, porque entonces podrá llegar
a ser algo. Cómo me gustaría ser su anciano padre
ciego, al que usted llevaba a las ferias para cantar y ganarse el
pan, pero la desgracia es que no pue-do hacerme viejo…, y
así sucede con los niños de las hadas, que no crecen;
sólo tienen una gran cabeza y gritan. Desearía ser
el perro de alguien para acompañarlo y no estar nunca solo.
Obtendría un poco de co-mida a veces, una patada de vez en
cuando, una caricia alguna vez, un latigazo más a menudo…
LA SEÑORA: ¡Tengo que irme ya! ¡Adiós!
(Se va.)
EL DESCONOCIDO: (Distraído.) ¡Adiós!
(Se queda sentado en el banco, se quita el sombrero y se seca la
frente. Después hace dibujos con el bastón en la tierra.
Entra un Mendigo. Tiene un aspecto muy extraño y va recogiendo
cosas del suelo.)
EL DESCONOCIDO: ¿Qué anda usted recogiendo, Mendigo?
EL MENDIGO: En primer lugar, ¿a usted qué le importa?
Y además, no soy ningún mendigo. ¿Acaso le
he pedi-do yo algo?
EL DESCONOCIDO: Le pido disculpas. Pero es bastante difícil
juzgar a las personas por sus apariencias.
EL MENDIGO: Eso es verdad. ¿Pero puede usted adivinar quién
soy yo, por ejemplo?
EL DESCONOCIDO: No, ni puedo ni quiero; en otras palabras, no me
interesa.
EL MENDIGO: ¿Quién puede saber eso de antemano? El
interés viene generalmente después, cuando ya es de-masiado
tarde. ¡Virtus post nummos!
EL DESCONOCIDO: ¿Cómo? ¿Sabe latín un
mendigo?
EL MENDIGO: ¿Se da usted cuenta? Ya está usted interesado.
Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci. Siempre he tenido éxito
en todo lo que he emprendido, por la simple razón de que
nunca he hecho nada. Me gustaría llamarme Polícrates,
aquel que encontró un anillo de oro en el estómago
de un pez. ¿Sabe usted que he conseguido en la vida todo
aquello que he querido? Pero nunca he deseado nada; y, cansado del
éxi-to, tiré el anillo. Ahora que soy más viejo
me arrepiento y lo busco por las calles, y como la búsqueda
puede ser muy larga, a falta del anillo de oro no desprecio algunas
colillas que haya por el suelo.
EL DESCONOCIDO: No sé si usted es un cínico o está
un poco loco.
EL MENDIGO: Yo tampoco lo sé.
EL DESCONOCIDO: ¿Y sabe usted quién soy yo?
EL MENDIGO: Ni lo sé ni me interesa.
EL DESCONOCIDO: Generalmente el interés viene des-pués…
No, escúcheme ahora; usted está aquí engañán-dome
para que yo ponga sus palabras en mi boca; es como recoger las colillas
de otros. ¡Qué asco!
EL MENDIGO: (Descubriéndose la cabeza.) ¿Y usted no
quiere fumar mis colillas?
EL DESCONOCIDO: ¿Qué es esa cicatriz que tiene usted
en la frente?
EL MENDIGO: Me la hizo un pariente muy próximo.
EL DESCONOCIDO: Ahora me empieza usted a asustar. ¿Puedo
tocarle para convencerme de que es real? (Toca el brazo del Mendigo.)
¡Es verdad, es real! ¿No quisiera dignarse aceptar
una moneda a cambio de la pro-mesa de buscar el anillo de Polícrates
en otro barrio más alejado? (Le da una moneda.) Post nummos
vir-tus… ¡Vaya!, ya estoy otra vez repitiendo sus palabras.
¡Márchese!
EL MENDIGO: Bueno. Me iré, pero me ha dado demasiado dinero,
le voy a devolver tres cuartas partes. Así no nos deberemos
nada el uno al otro, sino la amistad.
EL DESCONOCIDO: ¡Amistad! ¿Soy yo su amigo?
EL MENDIGO: Por lo menos yo lo soy suyo. Cuando uno está
solo en el mundo no se puede exigir mucho de la gente.
EL DESCONOCIDO: Permítame decirle como despedida que es usted
un desvergonzado.
EL MENDIGO: Muy bien, muy bien; pero cuando nos volvamos a encontrar
le tendré preparada una palabra parecida de bienvenida. (Se
va.)
EL DESCONOCIDO: (Se sienta y dibuja con el bastón en la tierra.)
¡Ahora es la tarde del domingo! La larga, gris y triste tarde
del domingo; cuando las familias acaban de comer verdura, filetes
de vaca y patatas cocidas; cuando los viejos duermen la siesta,
los jóvenes juegan al ajedrez y fuman; la servidumbre ha
ido a oír vís-peras a la iglesia y las tiendas están
cerradas. ¡Ay qué larga y espantosa tarde! Día
de descanso, cuando el alma cesa de moverse, cuando es tan imposible
encontrar una cara amiga, como entrar en un bar…
(La Señora vuelve llevando una flor en el pecho.)
¡Vaya, hombre! Es raro que no pueda abrir la boca y decir
algo sin ser contradicho inmediatamente.
LA SEÑORA: ¿Todavía sigue usted ahí
sentado?
EL DESCONOCIDO: Sí. El que yo esté aquí sentado
y escriba en la arena o en cualquier otra parte me es indife-rente.
Simplemente escribo en la arena.
LA SEÑORA: ¿Qué es lo que escribe? ¡Déjeme
verlo!
EL DESCONOCIDO: Aquí sólo puse EVA, 1864… No,
no lo pise.
LA SEÑORA: ¿Qué puede suceder por eso?
EL DESCONOCIDO: Una desgracia a usted… y a mí.
LA SEÑORA: ¿Y sabe el porqué?
EL DESCONOCIDO: Sí, y además sé que la rosa
de Navidad que lleva ahí, en el pecho, es una mandrágora.
Sim-boliza la maldad y la calumnia, pero antiguamente, en la medicina,
curaba la locura. ¿Me la quiere dar?
La Señora: (Dudando.) ¿Como medicina dice?
EL DESCONOCIDO: Naturalmente. ¿No ha leído usted mis
escritos?
LA SEÑORA: Bien sabe usted que los he leído y que
le estoy muy agradecida por haberme enseñado lo que es la
libertad, la fe en los derechos y en la dignidad del hombre.
EL DESCONOCIDO: ¿Entonces no ha leído mis últimos
libros?
LA SEÑORA: No, y si no son como los primeros, no quiero saber
nunca nada de ellos.
EL DESCONOCIDO: Está bien. Prométame que nunca más
abrirá un libro escrito por mí.
LA SEÑORA: Déjeme pensarlo antes. Bueno, se lo prometo.
EL DESCONOCIDO: ¡De acuerdo! Pero procure no romper esta promesa.
Acuérdese de la mujer de Barba Azul, que llevada de su curiosidad,
abrió la habitación prohibida…
LA SEÑORA: ¿Se da usted cuenta de cómo sus
demandas parecen ya las de un Barba Azul? Y no se da cuenta ¿o
ha olvidado ya hace tiempo que estoy casada, que mi marido es médico
y que es un gran admirador suyo? De tal modo, que su casa está
abierta para usted siempre que desee ser recibido en ella.
EL DESCONOCIDO: He hecho todo lo posible para olvidarlo, y lo he
borrado de mi memoria hasta tal punto, que ya no tiene realidad
en mí.
LA SEÑORA: Ya que es así, ¿quiere acompañarme
a mi casa esta tarde?
EL DESCONOCIDO: No. Pero ¿quiere usted venir conmigo?
LA SEÑORA: ¿A dónde?
EL DESCONOCIDO: ¡A cualquier parte! No tengo casa, sólo
tengo un baúl. A veces tengo dinero, pero pocas. Esto es
lo único que la vida se obstina en no querer darme; quizá
porque no se lo he pedido con la fuerza sufi-ciente.
LA SEÑORA: ¡Hummm! (Meneando la cabeza.)
EL DESCONOCIDO: ¡Bien! ¿En qué está pensando?
LA SEÑORA: Me admira el no estar irritada por sus bromas.
EL DESCONOCIDO: Alegre o serio es lo mismo para mí…
¡Escúcheme! Ahora empiezo a tocar el órgano,
pronto abrirán el bar.
LA SEÑORA: ¿Es verdad que usted bebe?
EL DESCONOCIDO: Mucho. El vino hace que mi alma abandone su prisión
y vuele por el espacio, viendo lo que nadie puede pensar y oyendo
lo que nadie puede oír…
LA SEÑORA: ¿Y al día siguiente?
EL DESCONOCIDO: Entonces tengo los más deliciosos escrúpulos
de conciencia; experimento el sentimiento purificador de culpa y
arrepentimiento; disfruto con el sufrimiento del cuerpo mientras
el alma flota como humo alrededor de la frente. Es como estar entre
la vida y la muerte, cuando el espíritu siente que ha le-vantado
las alas y puede volar si quisiera.
LA SEÑORA: Acompáñeme a la iglesia sólo
un momento; no va a escuchar ningún sermón, sólo
la música suave de las vísperas.
EL DESCONOCIDO: No. No quiero entrar en la iglesia. Me hace sentirme
tan mal el darme cuenta de que no pertenezco a ella…, que
soy un alma condenada, y que nunca más podré entrar
allí, como tampoco podré ser un niño de nuevo.
LA SEÑORA: ¿Y ya experimenta usted todo esto?
EL DESCONOCIDO: Sí. Tan lejos he llegado; y me parece como
si estuviera machacado en pequeños trocitos y me estuvieran
cociendo lentamente en la olla de Medea. Ya me envían a la
caldera de jabón o me levanto reju-venecido de mi propia
sustancia. Todo depende de la habilidad de Medea.
LA SEÑORA: Esto suena como un oráculo. Veamos si no
puede ahora hacerse niño de nuevo.
EL DESCONOCIDO: Entonces tendría que empezar ahora junto
a la cuna, y esta vez con el niño verdadero.
LA SEÑORA: ¡Eso es! Pero espéreme aquí
mientras entro en la capilla de Santa Isabel. Si el café
estuviera abierto le pediría amablemente que no bebiera.
Pero, por fortuna, está cerrado.
(La Señora sale, el Desconocido se vuelve a sentar y dibuja
en la arena. Entran seis asistentes del funeral, vestidos de marrón
oscuro, con algunos invitados. Uno de ellos lleva una bandera con
la insignia de los car-pinteros y un velo de luto marrón;
otro, un hacha grande adornada con ramas de abeto, un tercero lleva
un cojín con un martillo de orador. Se detienen fuera del
café y esperan.)
EL DESCONOCIDO: Perdónenme, pero ¿quién era
el muerto?
INVITADO 1°: Era un carpintero. (Imita el sonido de un reloj.)
EL DESCONOCIDO: ¿Un verdadero carpintero o uno de esos bichos
que están en las paredes de madera haciendo tic-tac?
INVITADO 2°: Las dos cosas, pero más bien el bicho que
está en las paredes haciendo tic-tac. ¿Cómo
se le llama ahora a ese insecto?
EL DESCONOCIDO: (Hablando para sí.) ¡Bribón!
Ahora trata de engañarme para que diga que el bicho ese se
llama reloj de la muerte, pero le voy a contestar otra cosa para
fastidiarle. ¿Usted se refiere al joyero?
INVITADO 2°: No. No me refiero a eso.
(El tic-tac del reloj se oye de nuevo.)
EL DESCONOCIDO: ¿Está usted intentando asustarme?
¿O es que el muerto hace milagros? En tal caso, quisiera
informarle que ni tengo miedo ni creo en milagros. De todos modos,
encuentro un poco raro el que los invi-tados lleven luto de color
marrón. ¿Por qué no de color negro, que es
más barato y práctico?
INVITADO 3°: Para nosotros, en nuestra simplicidad, es como
si fuera negro; pero si su majestad lo ordena, será marrón
para él.
EL DESCONOCIDO: No puedo negar que la compañía de
esta gente es muy rara, y siento una inquietud que más bien
quisiera atribuir a la borrachera de ayer. Pero si digo que hay
ramas de abeto alrededor del hacha, probablemente me vais a decir
que son… ¿Eso es, qué son?
INVITADO l°: Es una cepa.
EL DESCONOCIDO: Ya me imaginaba yo que no podían ser ramas
de abeto. ¡Hombre! ¡Por fin abren el bar!
(El café se abre, el Desconocido se sienta en una mesa y
le sirven vino; los invitados se sientan en las otras mesas.)
EL DESCONOCIDO: Por lo que puedo ver, debe haber sido una alegría
quitarse el muerto de encima, cuando los invitados empiezan a beber
nada más terminar el funeral.
INVITADO l°: Sí, era una persona inútil, no podía
tomar la vida en serio.
EL DESCONOCIDO: ¿Y posiblemente también bebía
demasiado, no?
INVITADO 2°: Sí, eso era lo que hacía.
INVITADO 3°: Y también dejó a otros alimentar
a su mujer y a sus hijos.
EL DESCONOCIDO: Eso estuvo muy mal hecho, pero ¿será
por eso por lo que sus amigos le han dedicado esta oración
fúnebre tan bonita? Por favor, no den golpes en mi mesa cuando
estoy bebiendo.
INVITADO l°: Cuando yo estoy bebiendo no me importa.
EL DESCONOCIDO: Pero a mí sí me importa; evidentemente,
existe una gran diferencia entre nosotros.
(Los invitados hablan entre ellos, entra el Mendigo.)
¡Hombre! Ya tenemos otra vez aquí al mendigo.
EL MENDIGO: (Se sienta en una mesa y pide vino.) ¡Vino! ¡Que
sea tinto!
EL TABERNERO: (Sale del mostrador consultando una lista de la policía.)
¡Haga el favor de marcharse! Aquí nadie le va a servir
porque usted no ha pagado sus impuestos. Aquí tengo la decisión
judicial, su nombre, su edad y su carácter.
EL MENDIGO: ¡Omnia serviliter pro dominatione! Soy un hombre
libre con educación universitaria; y he dejado de pagar los
impuestos porque no quiero ser diputado. ¡A ver ese tinto!
EL TABERNERO: Y tendrá el viaje gratis al asilo para pobres
del ayuntamiento si no se marcha inmediatamen-te.
EL DESCONOCIDO: ¿No podrían los señores solucionar
ese asunto en otro sitio? Están ustedes molestando a los
clientes.
EL TABERNERO: ¡Está bien! Pero ustedes son testigos
de que tengo razón.
EL DESCONOCIDO: No. Yo encuentro todo esto demasiado desagradable,
y, además, aunque uno no pague sus impuestos tiene derecho
a disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
EL TABERNERO: ¿Con que usted es uno de esos hombres que van
absolviendo a los vagabundos de sus obliga-ciones?
EL DESCONOCIDO: ¡Eso es ir ya demasiado lejos! ¿No
sabe usted que soy un hombre famoso?
(El Tabernero y los Invitados se echan a reír.)
EL TABERNERO: ¡Más bien de mala fama, diría
yo! Voy a mirar la lista de la policía a ver si coincide
la descrip-ción: treinta y ocho años, pelo oscuro,
bigote, ojos azules, sin empleo fijo, ingresos desconocidos, casado
pero habiendo abandonado a su mujer y a sus hijos. Conocido por
sus opiniones subversivas en cuestiones socia-les; da la impresión
de no estar en plena posesión de sus facultades mentales…
¡Coincide!
EL DESCONOCIDO: (Levantándose pálido y abatido.) ¿Qué
es eso?
EL TABERNERO: Creo que coincide completamente.
EL MENDIGO: Quizá es él el que está en la lista
y no yo.
EL TABERNERO: ¡Así parece! En cualquier caso, opino
que lo mejor que pueden hacer los señores es largarse.
EL MENDIGO: (Al Desconocido.) ¡Ale, vámonos!
EL DESCONOCIDO: ¿Nosotros? ¡Esto empieza a parecer
una conspiración!
(Se oyen las campanas de la iglesia, el sol entra e ilumina el ventanal
de color rosa que hay sobre la puerta de entrada, que ahora está
abierta y deja ver el interior de la iglesia. Se oye música
de órgano y al coro can-tando Ave María Stella.)
LA SEÑORA: (Saliendo de la iglesia.) ¿Dónde
está usted? ¿Qué está haciendo? ¿Por
qué me ha vuelto a llamar? ¿Tiene usted que andar
siempre cogido de las faldas de una señora como un niño?
EL DESCONOCIDO: Sí. Ahora tengo miedo; aquí pasan
unas cosas que no tienen explicación lógica.
LA SEÑORA: Pero usted no tenía miedo de nada, ni siquiera
de la muerte.
EL DESCONOCIDO: No. De la muerte no tengo miedo, pero sí
de lo otro…, de lo desconocido.
LA SEÑORA: Escúcheme ahora, amigo mío; deme
su mano, que le voy a llevar al médico, creo que usted está
enfermo. ¡Venga conmigo!
EL DESCONOCIDO: Quizá tenga razón. Pero dígame
primero una cosa. ¿Es esto un carnaval o es la realidad?
LA SEÑORA: Es bastante real.
EL DESCONOCIDO: Pero ese mendigo debe ser un ser miserable. ¿Es
verdad que se me parece?
LA SEÑORA: Sí. Y si continúa bebiendo llegará
a ser como él. Pero ahora tenemos que ir a correos a recoger
su carta; después se vendrá conmigo.
EL DESCONOCIDO: No. No quiero entrar en la oficina de correos. Lo
más seguro es que la carta sólo contenga los papeles
del juicio.
LA SEÑORA: ¿Y si no fuera así?
EL DESCONOCIDO: Entonces sólo serán murmuraciones
maliciosas.
LA SEÑORA: Haga como quiera. Nadie puede escapar a su destino.
Y en este momento siento como si fuerzas superiores estuvieran celebrando
una asamblea sobre nosotros y hubieran tomado ya un acuerdo.
EL DESCONOCIDO: ¡Usted siente también lo mismo! ¿Sabe
que ahora mismo acabo de oír caer el martillo del presidente,
correr las sillas de la mesa y salir los bedeles a buscarme? ¡Oh
qué angustia!… No, no quiero acompañarla.
LA SEÑORA: Dígame, ¿qué ha hecho usted
conmigo? Ahí dentro, en la iglesia, no pude tener ninguna
devoción. Una vela se apagó en el altar y una ráfaga
de viento frío me dio en la cara justo en el momento en que
oí que me llamaba.
EL DESCONOCIDO: No la llamé. Sólo la echaba de menos…
LA SEÑORA: Usted no es el niño débil que pretende
ser; sus fuerzas son enormes y yo le temo…
EL DESCONOCIDO: Cuando estoy solo soy tan débil como un paralítico,
pero en cuanto estoy con otra persona me hago fuerte. ¡Ahora
quiero ser muy fuerte y por eso la acompaño!
LA SEÑORA: ¡Hágalo y quizás me pueda
liberar del hombre lobo!
EL DESCONOCIDO: ¿Quién es ese hombre lobo?
LA SEÑORA: ¡Bueno! Yo le llamo así.
EL DESCONOCIDO: Cuente conmigo. ¡Pegarse con duendes, liberar
princesas, matar hombres-lobos: eso es vivir!
LA SEÑORA: ¡Ven, libertador mío!
(Ella se baja el velo por la cara, le da un beso en la boca muy
deprisa y sale apresuradamente. El Descono-cido se queda un momento
sorprendido y atónito. Un coro alto de voces de mujeres se
acerca y se oyen gritos dentro de la iglesia. El ventanal rosa que
estaba iluminado se oscurece de pronto y el árbol que hay
sobre el banco es sacudido por el viento. Los invitados del funeral
se levantan de sus asientos y miran al cielo como si estuvieran
viendo algo extraordinario y horroroso. El Desconocido sale deprisa
detrás de la Señora).
En casa del Médico
Un
patio rodeado por tres de sus lados de casas de madera de un piso,
con tejados de tejas. Ventanas pequeñas en todas las fachadas.
A la derecha, una galería con puertas de cristal; a la izquierda,
un seto de rosales y col-menas fuera de las ventanas. En medio del
patio una pila de leña en forma de cúpula. A su lado
un pozo. Por encima de la fachada de la casa central se puede ver
la copa de un nogal. En la esquina derecha hay una puer-ta que da
al jardín; al lado del pozo una tortuga grande. A la derecha
una entrada baja da acceso a la bodega. Una caja para el hielo y
un cubo de basura. Fuera de la galería una mesa y sillas.
La Hermana del Médico sale por la galería con un telegrama.
LA
HERMANA: ¡Ahora entrará la desgracia en tu casa, hermano!
EL MÉDICO: ¿Y cuándo no, hermana?
LA HERMANA: Pero esta vez… Ingeborg viene a casa y ¡adivina
quién viene con ella!
EL MÉDICO: ¡Espera un momento! Ya lo sé, hace
mucho tiempo que he presentido esto e, incluso, lo he deseado. He
admirado mucho a este autor; también he aprendido con él
y deseaba mucho conocerle. ¡Y ahora me di-ces que viene a
esta casa! ¿Dónde le habrá conocido Ingeborg?
LA HERMANA: Por lo visto en la ciudad; probablemente en algún
salón literario.
EL MÉDICO: Muchas veces me he preguntado si este hombre es
el mismo que un compañero que tuve yo en el colegio con el
mismo nombre. Me gustaría que no fuera así, porque
aquel joven tenía algo fatal sobre sí, y en el transcurso
de su vida se deben haber desarrollado enormemente sus malas tendencias.
LA HERMANA: No le dejes entrar en tu casa; vete de viaje o di que
tienes una visita urgente.
EL MÉDICO: No. Porque nadie puede escapar a su destino.
LA HERMANA: Tú, que nunca te has inclinado por nada, te arrastras
ahora ante esta quimera que llamas des-tino.
EL MÉDICO: La vida me ha enseñado que se pierde mucho
tiempo y muchas fuerzas intentando luchar contra lo inevitable.
LA HERMANA: ¿Pero por qué permites que tu mujer viaje
sola por ahí, comprometiéndose y comprometiéndote
a ti?
EL MÉDICO: ¡Tú lo sabes muy bien! Porque cuando
la hice romper con su mundo, la hice concebir falsas ilusio-nes
de una vida libre a diferencia de la esclavitud en que vivía.
Y además, no la podría amar si ella tuviera que obedecerme
o yo le pudiera dar órdenes.
LA HERMANA: Y también eres amigo de tu enemigo.
EL MÉDICO: Hombre…
LA HERMANA: ¿Y quieres dejarla entrar en tu casa con uno
que te va a destrozar? ¡Oh, si tú supieras cómo
odio a ese hombre!
EL MÉDICO: ¡Ya lo sé! Su último libro
es terrible y al mismo tiempo revela cierto desequilibrio mental.
LA HERMANA: Por eso mismo le deberían haber internado en
un manicomio.
EL MÉDICO: Mucha gente ha dicho eso, pero no creo que sea
para tanto.
LA HERMANA: Eso es porque tú eres un excéntrico y
vives en contacto diario con una mujer que está completa-mente
loca.
EL MÉDICO: No puedo negar que las personas maniáticas
siempre han ejercido una fuerte atracción sobre mí,
pues por lo menos la originalidad no es algo corriente. (Se oye
la sirena de un barco de vapor.) ¿Qué fue eso? ¡Era
alguien que gritó!
LA HERMANA: Estás muy nervioso, hermano; sólo era
la sirena de un barco. Ahora te suplico que te vayas.
EL MÉDICO: Me gustaría, pero me siento como clavado…
Sabes que desde aquí puedo ver su retrato en mi es-tudio
de trabajo… y la luz del sol proyecta sobre él una
sombra que transforma toda la figura y le da un as-pecto…
horrible. ¿Sabes a qué me refiero?
LA HERMANA: ¡Se parece al diablo! ¡Huye!
EL MÉDICO: No puedo.
LA HERMANA: Pero, por lo menos, defiéndete.
EL MÉDICO: Siempre he acostumbrado a hacerlo, pero esta vez
es como si se acercase una tormenta. ¡Cuántas veces
he intentado marcharme a otra parte, pero no he podido! Es como
si la tierra fuera de hierro y yo una aguja de imán. Y la
desgracia llega sin haberla yo elegido. Ahora acaban de entrar por
la puerta.
LA HERMANA: No he oído nada.
EL MÉDICO: Pues yo sí les he oído. Y ahora
también les veo. Es él, el compañero de mi
infancia. Hizo una tra-vesura en el colegio y a mí me echaron
la culpa y me castigaron. Pero a él le pusieron el mote de
César, y no sé por qué.
LA HERMANA: Y este hombre…
EL MÉDICO: Sí, así es la vida. ¡César!
(Entra la Señora.)
LA SEÑORA: Buenos días. He traído un invitado
conmigo.
EL MÉDICO: ¡Ya lo sé! Que sea bienvenido.
LA SEÑORA: Le he dejado en la habitación de huéspedes
para que pudiera cambiarse.
EL MÉDICO: ¿Estás satisfecha de tu conquista?
LA SEÑORA: Creo que es la persona más desgraciada
que he conocido en toda mi vida.
EL MÉDICO: Eso es mucho decir.
LA SEÑORA: Sí. Bastante desgracia hay para todos nosotros.
EL MÉDICO: Es cierto. (A su hermana.) ¿Quieres ir
tú y enseñarle el camino? (Sale su hermana.) ¿Has
tenido un viaje interesante?
LA SEÑORA: Sí. Me he encontrado con mucha gente extraña.
¿Has tenido muchos pacientes?
EL MÉDICO: No. La sala ha estado vacía toda la mañana.
Creo que la práctica va de mal en peor.
LA SEÑORA: (Amable.) Pobrecillo… ¿Oye, no se
debería meter esa pila de madera dentro de la casa? Está
ahí tirada, cogiendo humedad.
EL MÉDICO: (Sin reproche.) Claro que sí se deberían
matar las abejas y recoger la fruta del jardín. Pero no tengo
tiempo para hacerlo.
LA SEÑORA: ¡Estás muy cansado!
EL MÉDICO: Cansado de todo.
LA SEÑORA: (Sin amargura.) Y tienes una mala esposa que no
te sirve de ninguna ayuda.
EL MÉDICO: (Cariñoso.) No debes decir eso, porque
no creo que sea verdad.
LA SEÑORA: (Volviéndose hacia la galería.)
¡Ya está aquí!
(El Desconocido, vestido de una manera más juvenil que en
el primer acto, sale de la galería con un aire alegre muy
forzado. Reconoce al Médico, retrocede pero se recupera.)
EL MÉDICO: ¡Bienvenido a mi casa!
EL DESCONOCIDO: Gracias. Es usted muy amable.
EL MÉDICO: Trae buen tiempo con usted; justo lo que necesitamos,
porque aquí no ha hecho más que llover desde hace
seis semanas.
EL DESCONOCIDO: ¿No son siete? Siempre acostumbra a llover
siete semanas seguidas, si llueve el día de San Silvestre…
Pero, ahora caigo, todavía no ha llegado ese día.
¡Qué tonto soy!
EL MÉDICO: A usted, que está acostumbrado a los atractivos
de la ciudad, le parecerá muy aburrida esta vida tan simple
del campo.
EL DESCONOCIDO: ¡Oh, no! Me siento tan extraño aquí
como allá. Perdóneme que le haga una pregunta por
simple curiosidad: ¿No nos hemos conocido antes, cuando éramos
más jóvenes?
EL MÉDICO: Nunca.
(La Señora está sentada en la mesa, haciendo ganchillo.)
EL DESCONOCIDO: ¿Está usted seguro?
EL MÉDICO: Completamente seguro. He seguido su carrera literaria
desde el principio y me imagino que ya se lo habrá dicho
mi esposa. Así que si nos hubiéramos conocido antes
me hubiera acordado, por lo menos del nombre. Bueno, ya ve usted
cómo vive un médico rural.
EL DESCONOCIDO: Si pudiera usted imaginarse cómo es la vida
de uno al que llaman libertador, no sentiría ninguna envidia.
EL MÉDICO: Me lo puedo imaginar muy bien, porque he visto
cómo los seres humanos aman sus cadenas. Qui-zá sea
así como debe ser.
EL DESCONOCIDO: (Escuchando.) ¡Qué extraño!
¿Quién está tocando en la casa de al lado?
EL MÉDICO: No sé quién pueda ser. ¿Lo
sabes tú, Ingeborg?
LA SEÑORA: No.
EL DESCONOCIDO: Es la marcha fúnebre de Mendelsohn, que me
persigue y nunca sé si la tengo en el oído o no.
EL MÉDICO: ¿Suele tener usted alucinaciones?
EL DESCONOCIDO: No. No precisamente alucinaciones; pero, a veces,
presiento que me persiguen pequeños sucesos reales. ¿No
oye usted también que alguien está tocando?
EL MÉDICO Y LA SEÑORA: Sí. Alguien está
tocando.
LA SEÑORA: Es Mendelsohn.
EL MÉDICO: No es raro porque está de moda.
EL DESCONOCIDO: Sí, ya lo sé. Pero siempre lo tocan
en el momento y en el lugar apropiados. (Se levanta.)
EL MÉDICO: Para su tranquilidad se lo preguntaré a
mi hermana. (Sale por la galería.)
EL DESCONOCIDO: (A la Señora ) Aquí me ahogo, no pienso
dormir ni una noche bajo este techo. Su marido parece un hombre
lobo y usted, en su presencia, se convierte en una estatua de sal.
En esta casa se ha co-metido un asesinato; esto está embrujado
y me voy a escapar en cuanto encuentre una excusa.
(El Médico entra.)
EL MÉDICO: Ya lo sé, es la chica de correos, que toca
el piano.
EL DESCONOCIDO: (Nervioso.) Bueno. Todo está en orden. Tiene
usted una casa muy original, doctor; todo es tan raro aquí;
por ejemplo, esa pila de madera.
EL MÉDICO: Sí. Dos veces le han caído rayos.
EL DESCONOCIDO: Sería terrible. ¿Y todavía
tiene todo eso ahí?
EL MÉDICO: Sí, precisamente por eso, y además,
este año la he elevado medio metro más; también
para que me dé sombra durante el verano; es mi cucurbitácea
—aquella que daba sombra al profeta Jonás—, pero
cuan-do llega el otoño la tengo que meter en la leñera.
EL DESCONOCIDO: (Mirando a su alrededor.) Aquí tiene usted
también rosas de Navidad ¿Dónde las ha conse-guido?
Estas rosas no florecen en verano. Aquí todo es al revés.
EL MÉDICO: ¡Ah, sí! ¡Esas de ahí!
Me las ha regalado un paciente que vive con nosotros y que está
un poco loco.
EL DESCONOCIDO: ¿Aquí, en esta casa?
EL MÉDICO: Sí, pero es muy tranquilo; lo único
que hace es pensar en la inutilidad de la naturaleza, y como piensa
que este tipo de plantas no tienen por qué pasar frío
cubiertas de nieve, en el invierno las guarda en el sótano
y en la primavera las planta en el jardín.
EL DESCONOCIDO: ¿Tienen ustedes un loco en la casa? ¡Qué
desagradable debe ser!
EL MÉDICO: Es posible, pero es tan pacífico…
EL DESCONOCIDO: Y entonces, ¿cómo es que se ha vuelto
loco?
EL MÉDICO: Nadie puede saberlo. Es una enfermedad de la mente
y no del cuerpo.
EL DESCONOCIDO: Dígame una cosa. ¿Está él
por aquí cerca?
EL MÉDICO: ¿Quién? ¿El loco? Sí,
anda suelto por el jardín, reorganizando la creación;
pero si su presencia le inquieta, le encerraremos en el sótano.
EL DESCONOCIDO: ¿Por qué no se elimina a estos pobres
desgraciados?
EL MÉDICO: Nunca se puede saber si están maduros.
EL DESCONOCIDO: ¿Para qué?
EL MÉDICO: Para el más allá.
EL DESCONOCIDO: Esas cosas no existen.
(Pausa.)
EL MÉDICO: ¿Quién lo sabe?
EL DESCONOCIDO: No sé, pero me siento desasosegado; esta
casa es terrible. No me extrañaría nada que tuvie-ran
un cadáver.
EL MÉDICO: Sí, aquí en la caja de hielo tengo
algunos trozos que voy a enviar a las autoridades. (Saca una pierna
y un brazo.) Mire esto.
EL DESCONOCIDO: No. No, esto es como la casa de Barba Azul.
EL MÉDICO: (Con ironía.) ¿A qué se refiere?
(Mirando fijamente a su esposa.) ¿A lo mejor cree que asesino
a mis mujeres?
EL DESCONOCIDO: ¡Oh, no! Ya se nota que no lo hace, pero también
habrá en esta casa fantasmas, ¿no?
EL MÉDICO: Muchos, pregunte a mi señora.
(Desaparece detrás de la pila de leña, ocultándose
a la vista de la Señora y del Desconocido.)
LA SEÑORA: (Al Desconocido.) Ahora puede hablar más
alto, pues mi marido es un poco sordo, aunque puede ver por los
movimientos de la boca lo que uno dice.
EL DESCONOCIDO: Entonces voy a aprovechar la ocasión para
decirle que nunca en mi vida he pasado una me-dia hora más
penosa. Aquí estamos hablando de tonterías solamente
porque ninguno de nosotros tiene el valor de decir lo que piensa.
Me ha hecho sufrir tanto, que tuve la tentación de sacar
un cuchillo y abrirme las venas para liberarme, pero ahora me gustaría
decirle la verdad y hacerle volar por los aires. ¿Seremos
capaces de decirle a la cara que tenemos la intención de
escaparnos juntos y que usted no aguanta más sus tonterías?
LA SEÑORA: Si se le ocurre decir eso, voy a empezar a odiarle.
Hay que saber comportarse con decoro en cual-quier circunstancia.
EL DESCONOCIDO: ¡Qué bien educada está usted!
(El Médico aparece de nuevo, pero los otros dos continúan
su conversación.)
¿Quiere escaparse conmigo antes de que se haga de noche?
LA SEÑORA: Por favor…
EL DESCONOCIDO: Dígame, ¿por qué me besó
ayer?
LA SEÑORA: Por favor…
EL DESCONOCIDO: ¿Cree que puede entender lo que estamos diciendo?
No me fío nada.
EL MÉDICO: ¿Con qué vamos a entretener a nuestro
invitado?
LA SEÑORA: Nuestro invitado no tiene muchas exigencias para
divertirse; su vida no ha sido muy alegre.
EL MÉDICO: (Sopla en un silbato. El loco entra en el jardín;
lleva una corona de laurel en la cabeza y su ropa es muy extraña.)
¡César! ¡Ven aquí!
EL DESCONOCIDO: (Molesto.) ¿Se llama César?
EL MÉDICO: No, es un mote que le he puesto en recuerdo de
un compañero de colegio.
EL DESCONOCIDO: (Inquieto.) ¿Y por qué?
EL MÉDICO: Estuvo metido en un caso un poco extraño
y a mí me echaron la culpa.
LA SEÑORA: (Al Desconocido.) ¿Y cómo puede
un niño ser tan perverso?
(El Desconocido parece angustiado. El Loco se aproxima.)
EL MÉDICO: Acércate a saludar a nuestro famoso escritor.
EL LOCO: ¿Es éste el gran hombre?
LA SEÑORA: (Al Médico.) ¿Por qué se
te ha ocurrido traer aquí al loco, que puede molestar a nuestro
invitado?
EL MÉDICO: César, compórtate bien o tendré
que azotarte.
EL LOCO: Sí, él es César, pero no el grande,
pues ni siquiera sabe quién fue primero, si la gallina o
el huevo. En cambio, yo sí lo sé.
EL DESCONOCIDO: (A la Señora.) Me marcho. Me ha traído
a una emboscada. ¿Qué quiere que piense? Segura-mente
dentro de un momento se le ocurrirá soltar las abejas para
divertirme.
LA SEÑORA: Tenga confianza en mí…, pase lo que
pase; y no hable tan alto.
EL DESCONOCIDO: Este horrible hombre lobo nunca nos deja solos.
EL MÉDICO: (Consultando su reloj.) Excúsenme, pero
tengo que hacer una visita, y lo más probable es que tar-de
una hora en volver. Confío que no se les haga la espera demasiado
larga.
EL DESCONOCIDO: Estoy acostumbrado a esperar algo que nunca llega…
EL MÉDICO: (Al Loco.) Vamos, César. Tengo que encerrarte
en el sótano. (Sale con el Loco.)
EL DESCONOCIDO: (A la Señora.) ¿Qué significa
esto? ¿Quién me persigue? Usted me aseguró
que su marido estaba bien dispuesto conmigo. Yo le creí,
pero es incapaz de abrir la boca sin herirme. Cada palabra suya
me hiere como un clavo… Y ahora otra vez esa dichosa marcha
fúnebre…, que realmente la están tocando. Y
aquí otra vez rosas de Navidad. ¿Por qué todo
se repite continuamente? Cadáveres, mendigos, locos, des-tinos
humanos y recuerdos de la infancia. Salgamos; déjeme sacarla
de este infierno.
LA SEÑORA: Todo esto es por haberle traído aquí,
y también para que nadie pueda decir nunca que robó
la mujer de otro. Pero tengo que hacerle una pregunta: ¿Puedo
confiar en usted?
EL DESCONOCIDO: ¿Se refiere usted a mis sentimientos?
LA SEÑORA: No. No me refiero a ellos. Los doy por supuestos.
¡Que duren lo que tengan que durar!
EL DESCONOCIDO: Entonces se refiere a mi posición. Tengo
mucho dinero que me deben; sólo necesito escribir una carta
o mandar un telegrama…
LA SEÑORA: Entonces confiaré en usted. (Mete su labor
en el bolso y lo cierra.) Salga ahora por aquella puerta, siga después
los setos de lilas hasta que encuentre una puerta; nos reuniremos
en el próximo pueblo.
EL DESCONOCIDO: (Dudando.) No me gusta salir por la puerta trasera.
Preferiría haberme pegado con su ma-rido aquí mismo.
LA SEÑORA: (Con un gesto.) ¡Rápido!
EL DESCONOCIDO: ¿No quiere venir conmigo?
LA SEÑORA: Sí. Es lo que voy a hacer. Pero entonces
tengo que salir yo primero. (Se vuelve y echa un beso hacia la galería.)
Mi pobre hombre lobo.
Traducción
del sueco: Félix Gómez Argüello |