Julio-Septiembre 2006, Nueva época Núm.99 Xalapa • Veracruz • México
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Garantizar calidad educativa, compromiso esencial de las universidades públicas

Edith Escalón

En torno a las universidades públicas giran opiniones positivas, pero también críticas que afectan a estas instituciones que tienen como objetivo no sólo formar capital humano para la economía, sino también ciudadanos autónomos con valores, con criterio, con educación. Se dice, por ejemplo, que son fábricas de desempleados, que permiten la saturación de alumnos en carreras tradicionales, que cada año rechazan a miles de jóvenes que aspiran a ingresar a ellas, que están politizadas… pero la realidad es que estas instituciones no son responsables de lo que sucede en el campo laboral, sino los gobiernos que no han sido capaces de generar los empleos que hacen falta; que en México no es posible determinar cuántos profesionistas se necesitan para cada área; que las universidades no rechazan, sino que deben elegir a los mejores aspirantes, dado que no tienen cupo para todos; que han trabajado para defender y consolidar su autonomía, y que se esfuerzan por retribuirle a la sociedad lo que ésta les ha dado.

También se opina que las instituciones de educación superior pública se han fortalecido en los últimos años, que están tratando de diversificar su oferta académica para formar profesionistas en diversos campos, que están realizando un enorme esfuerzo por mejorar la calidad de sus programas académicos, que están ofreciendo transparencia en el manejo de los recursos que reciben y que casi la totalidad de la investigación científica del país se realiza en ellas. Esto aclara el panorama de lo que es verdaderamente la universidad pública y del papel que desempeña dentro de la sociedad.

Si bien dichos avances son reales y visibles para muchos, en este sector educativo existen diferentes retos que es necesario atender, como el de adaptarse y transformarse con la rapidez que exige el mundo actual; el de actualizar el proceso de enseñanza aprendizaje (lo que implica que los docentes adopten nuevas técnicas pedagógicas y se capaciten); el de impulsar un sistema para que los profesores asuman la investigación como parte de su labor y que los investigadores acojan la docencia; de mejorar la infraestructura, y el de garantizar la calidad educativa.

Por otra parte, para poder avanzar y cumplir con sus objetivos, las universidades públicas tienen que sortear una serie de obstáculos: el principal, el bajo presupuesto que el Gobierno Federal destina a las mismas, al que hay que sumar la distribución desigual de los recursos económicos que se les asignan. Y es que en el país existe una ceguera que impide ver que el invertir en el sistema educativo y de investigación es la llave para llegar al desarrollo económico y social que México requiere, además de que son errados los criterios que se siguen para repartir el subsidio a las instituciones.

Sobre esos temas y otros –como la propuesta de crear el Sistema Único de Educación Superior, la proliferación de universidades privadas de muy baja calidad y los valores que debe promover la universidad pública– habla el rector de la Universidad de Guadalajara, José Trinidad Padilla López, quien fue entrevistado durante la XXXVII Asamblea General de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), celebrada en junio de 2006 en Boca del Río, Veracruz.

En los últimos años, los alarmantes índices de desempleo profesional en México y el hermetismo del mercado laboral han llevado a algunos sectores a calificar a las universidades públicas como “fábricas de desempleados”. ¿Qué opina de esta crítica recurrente?

Pienso que es una crítica mal dirigida. En todo caso, la crítica sería válida para los gobiernos que no han sido capaces de concebir estímulos para generar los empleos calificados que hacen falta en el país. Las universidades no tienen mayor responsabilidad en el asunto del mercado laboral, pues sólo generan profesionistas, es decir, recursos humanos calificados que –se supone– deberían poder encontrar un empleo. La única parte de la crítica que se le podría hacer a las universidades es la que se refiere a la matrícula, la cual se podría antojar excesiva en algunas carreras de corte tradicional, cuyo mercado laboral, supuestamente, está ya saturado, carreras como Derecho, Administración o Contaduría. Sin embargo, también esa parte de la crítica la encuentro inexacta, porque México no se rige por la planificación centralizada del Estado al estilo del antiguo modelo soviético, en donde es posible determinar exactamente cuántos profesionistas se necesitan para tal o cual rama, y sólo producir esos recursos humanos y no otros.

En una sociedad abierta y democrática, obviamente hay que generar oportunidades de estudio muy diversificadas y dar, de una manera razonable, oportunidad para que la gente estudie carreras en las que probablemente se sienta más sólido, en las que el aspirante pueda considerar que va a tener un mejor desempeño. De todos modos, las universidades no pueden abrir ilimitadamente la matrícula en este tipo de carreras porque no alcanzarían los recursos; tenemos que priorizar y hacer una distribución adecuada de la oferta educativa. Sí tenemos escuelas de Derecho, de Contaduría, de Medicina, pero también contamos con carreras que en el futuro serán muy necesarias para el desarrollo del país: todos los matices que se agrupan en las ingenierías, en la Bioquímica, en la Ingeniería Biomédica, en la Genética, en las distintas ramas de la Informática, en Mecatrónica, en Robótica, en toda una serie de áreas donde, es cierto, aún son pocos los aspirantes.
El problema es que en la población todavía existe la percepción de que la única manera (o la más fácil) de generarse una movilidad social es estudiar una carrera que pueda hacerse sin mayores contratiempos, y entre estudiar Robótica, Mecatrónica, Genética o Ingeniería Biomédica a cursar Derecho, muchos prefieren estudiar esta última licenciatura. Lo que sí creo que hay que promover –pero éste es un asunto sobre todo del Estado mexicano– es un mercado laboral, una estructura ocupacional de empleo más amplia.
Uno de los retos más importantes de las universidades públicas es adaptarse y transformarse con la rapidez que los cambios del entorno exigen. Las universidades tienen que aprender a adaptar su currícula para que sea más flexible, para que incorpore nuevos enfoques pedagógicos, nuevos conocimientos. Una estrategia para enfrentarlo consiste en articular la docencia con la investigación.
En el caso de las universidades, nuestra responsabilidad fundamental debe ser la de formar recursos humanos bien capacitados, garantizar la calidad de nuestros programas educativos y, sobre todo, garantizar el mayor número posible de egresados, independientemente de la cantidad de estudiantes que ingresen. Si entran 100 –aun cuando deberían entrar mil– y egresan 10, habrá un desperdicio enorme de recursos para la institución; pero si de cada 100 egresan 99, 98 o 95, creo que estaremos cumpliendo razonablemente con nuestro cometido.

Pero si de esos 95, la mitad no encuentra empleo…
Insisto, eso no depende de las universidades, sino de qué tan constreñido esté el mercado laboral. Podemos generar muy buenos ingenieros civiles, pero eso no determina su contratación. Por ejemplo, hace 10 años, después del desplome de la economía mexicana en el 95, la industria de la construcción se restringió de una manera espantosa; no había recursos, ni créditos, ni nada, así de fácil. El verdadero problema es que las contracciones de los mercados laborales para mano de obra calificada, para recursos humanos calificados, no dependen de las universidades.

Entonces, ¿qué importancia deben darle las universidades al mercado? ¿Cómo y hasta dónde deben responder a sus necesidades, exigencias y demandas?
Creo que en esto el mercado no debe tener primacía. En términos de economía o macroeconomía, yo siempre he sido partidario de la intervención y regulación del Estado frente al mercado; de hecho, no existe en ninguna parte del mundo, ni ha existido nunca en la historia, el mercado totalmente libre y desrregulado, es una ficción.
Un mercado así se comería a sí mismo. Yo creo en las bondades del mercado, en una sociedad moderna, en la posibilidad de elegir, y eso tiene que ver con el tema de libertad, por ejemplo; pero para la formación de recursos humanos, el mercado –entendido como la presión de los aspirantes que quieren entrar a determinadas carreras– no siempre es el criterio que debemos seguir, porque de ser así nos condenaríamos a privilegiar ciertas áreas en detrimento de otras que también son importantes y que, aunque quizá no tengan mucha demanda, son esenciales para el desarrollo de un país.

Por ejemplo, si nos guiáramos por el mercado, en la Universidad de Guadalajara tendríamos que abrir cuatro o cinco escuelas de Derecho como la que existe ahora, tres o cuatro más de Administración y, además, cerrar carreras como Letras, Historia, Filosofía, Sociología, Física o Matemáticas, simplemente porque hay muy pocos alumnos y eso hace que el costo por estudiante sea altísimo; sin embargo, hacen falta matemáticos, físicos, técnicos, filósofos, sociólogos, etcétera. De guiarnos sólo por el mercado, estaríamos cancelando posibilidades futuras para el desarrollo del país y limitando la perspectiva universal que debe tener la universidad.
Si se aumentara el presupuesto a las universidades, éstas ofrecen a cambio garantizar programas educativos de calidad, así como la transparencia en el uso de los recursos, esto es, que se sepa claramente cómo se invierte el subsidio, cuáles son los resultados y cuál es el valor social que tienen las instituciones.
Sin embargo, la exigencia social plantea que sea así.
Sí, pero hacerlo sería una ficción, un falso positivo, una salida por la puerta falsa. Si abriéramos cinco escuelas de Derecho, egresarían cinco veces más abogados y luego ¿dónde iban a encontrar trabajo?
Por otro lado, es una ficción porque no es cierto que el mercado le diga a una institución educativa cuál es su demanda. No hay forma. Los empresarios no te dicen: “vamos a necesitar tantos ingenieros durante los próximos cinco años”; te dicen lo que requieren ahora, pero en cinco años, cuando acabes de formarlos, la exigencia será otra, sobre todo porque estamos hablando de ramas cambiantes de la industria o de servicios que evolucionan muy rápido y que están generando otro tipo de necesidades. Mi respuesta concreta es no, no es pertinente regir por el mercado la formación de recursos humanos. Yo lo diría al revés: son las instituciones públicas las que determinan de alguna manera la oferta para el mercado en lo que viene.

Usted dirige una de las universidades más importantes del país que, al igual que el resto de las públicas, enfrenta retos de toda índole todos los días. ¿Cuáles son los principales retos que tienen en común?

Uno de los más importantes es el reto de adaptarse y transformarse con la rapidez que los cambios del entorno exigen. Te voy a poner un ejemplo. Parte del conocimiento adquirido por un estudiante de Informática o de Ingeniería Química en los primeros semestres resulta obsoleto cuando egresa, tres o cuatro años después; está bien tenerlo pero no va a tener aplicaciones concretas o va a ser sustituido por conocimiento nuevo.

Las universidades tienen que aprender a adaptar su currícula para que sea más flexible, para que incorpore nuevos enfoques pedagógicos, nuevos conocimientos.
Una estrategia para enfrentarlo consiste en articular adecuadamente la docencia con la investigación, es decir, la generación de conocimiento nuevo con la transmisión de conocimiento nuevo, y eso sólo se logra con ambientes de aprendizaje acordes que le permitan al estudiante aprender permanentemente, actualizarse constantemente, innovar y, al mismo tiempo, no perder pertinencia.
Esto sí se está haciendo, aunque ahí tenemos problemas prácticos, porque gran parte de este reto tiene que ver con un cambio de paradigma en el elemento humano que echa a andar estos procesos: los profesores.
El paradigma educativo moderno se centra en el aprendizaje y no en la enseñanza. Más claro, mientras el esquema tradicional concibe al profesor como poseedor del conocimiento que transmite a un alumno, el esquema moderno concibe al estudiante como un autodidacta, cada vez más autosuficiente, orientado –eso sí– por un facilitador que le ayuda al estudiante a adquirir conocimiento y a lograr el aprendizaje; parece un cambio de matiz, pero es muy esencial.
Las universidades no son sólo formadoras de capital humano para la economía, sino también de ciudadanos, de personas con criterio, cada vez más autónomas, esto es, un ciudadano auténtico, en términos reales. Éste es un plus intangible, difícil de cuantificar, pero importantísimo porque genera sociedades mejor educadas, más participativas, y una mayor calidad de vida.
Si el paradigma actual es claro, ¿cuál es el problema?
Es que ese cambio viene de los últimos 15 años, incluso menos. A las universidades no les resulta fácil reciclar a un profesor que durante 25 años ha enseñado de la manera tradicional, con gis y pizarrón, con técnicas de memorización y acostumbrado a transmitirles a los alumnos información (conocimientos). No es nada fácil que adopten nuevas técnicas pedagógicas y una concepción distinta en la cual el estudiante es sujeto de su propio aprendizaje y tiene que fomentar ambientes grupales para que ellos aprendan. Hacerlo implica desarrollar en los académicos habilidades en competencias distintas de las que tienen tradicionalmente. El reto, en síntesis, radica en capacitar a los profesores en este nuevo enfoque, porque de esa capacitación depende que este nuevo paradigma se pueda aplicar.

Creo que este proceso empieza por dos elementos. El primero es el humano. Fomentar una capacitación para que los docentes sean cada vez más investigadores, y los investigadores se integren cada vez más a la docencia; no separar esos dos mundos donde el investigador de cubículo no tiene contacto con estudiantes –salvo con pequeñísimos grupos de posgrados– y el docente tiene 40 muchachos frente a grupo, pero no hace investigación. Esa brecha debemos reducirla e incluso eliminarla. Debe haber una plena identidad entre investigación y docencia.
El otro elemento es el de la infraestructura, que implica los recursos, apoyos y servicios complementarios de un ambiente de aprendizaje –por ejemplo: centros de acceso, bibliotecas virtuales, bases de datos para maestros e investigadores–, y esto implica tener grandes bibliotecas –tradicionales y virtuales– que integren ese tipo de servicios. Y para tener todo eso las universidades públicas han insistido en un aumento considerable del presupuesto. Pero dígame, usted que dirige una de las más importantes del país, ¿qué está dispuesta a hacer la universidad pública a cambio de un mayor porcentaje del producto interno bruto (PIB)?
El compromiso esencial es garantizar programas educativos de calidad. Y aquí debo ser muy claro, lo que no queremos es dar gato por liebre. No con el cuento de que vamos a recibir a todo el mundo vamos a dar bazofia educativa a un número mayor de muchachos, eso sería contraproducente.

Decir que se pueden recibir más estudiantes de los que permite la capacidad de infraestructura instalada es demagogia. Yo estoy en contra de recibir tres veces más estudiantes nada más por decir que no estamos rechazando a nadie; si lo hiciéramos, convertiríamos a la universidad no en un conjunto de ambientes de aprendizaje, sino en guarderías de adolescentes. Lo que tiene que quedar claro es que tenemos que garantizar la calidad.

Un segundo elemento que es de interés para la sociedad y el Gobierno es la transparencia y la rendición de cuentas. Todas las universidades públicas están comprometidas con la transparencia en el uso de los recursos, esto es, que se sepa claramente cómo se invierte el subsidio, cuáles son los resultados y cuál es el valor social que tiene esta institución. Por eso, uno de los compromisos es ajustar nuestra administración de recursos financieros y humanos a través de procesos planeados y documentados, con apego a un plan de desarrollo institucional, para que nuestra actuación no se determine por la improvisación o el capricho. Éste es otro de nuestros compromisos: institucionalizar los procesos cada vez más para que el margen de arbitrio sea el razonable. Digo, la improvisación te sirve para resolver problemas prácticos, pero hay que tener un punto de referencia básico, un camino central que permita hacer las cosas por mandato de toda la comunidad, con parámetros con los cuales medir el desempeño, con indicadores para saber si las metas se desvían… En fin, hay que racionalizar la administración de los recursos que la sociedad confía a nosotros.
El modelo de universidad pública no sólo es viable, sino además deseable. Este modelo se ha fortalecido mucho en los últimos años, y digo esto sin demérito del sistema privado. Lo que ocurre ahora es una paradoja, porque por la incapacidad tanto del sector público para absorber gran parte de la demanda, como de la población para pagar el costo de las universidades privadas, se está generando un fenómeno que afecta negativamente tanto a unas como a otras: el fenó-meno de las institu-ciones patito.

¿Está de acuerdo con la manera en que se reparte el dinero en la educación superior?
Éste es uno de los temas que se están debatiendo. Tenemos más de cinco años trabajando con la Secretaría de Educación Pública, a través del CUPIA (Consejo de Universidades Públicas e Instituciones Afines), una fórmula de distribución del subsidio que se base en indicadores de desempeño, que premie el positivo, pero que también considere medidas correctivas o compensatorias para aquellos que tienen un déficit inicial o una desventaja inicial, con el fin de que poco a poco las instituciones públicas de educación superior, de una manera razonable, puedan cumplir con estándares similares en todo el país. No es un asunto sencillo, por supuesto, por eso se tiene que trabajar esto entre el Gobierno y las propias instituciones de educación superior.

¿Cómo se reparte ahora el subsidio?
Con base en la inercia. El principal criterio es el histórico, lo que otorgan el año anterior más la inflación; y si de ahí en adelante las universidades solicitan dinero extra, lo ponen en bolsas de concurso o en fondos para evaluar los programas académicos, como son PIFI o PIFOP, que –hay que decirlo– tienen un aspecto positivo porque obligan a las instituciones a sujetarse a procesos de evaluación, de planeación, de jerarquización de prioridades, etcétera.

El subsidio ordinario se entrega, pues, únicamente con base en el criterio histórico, pero muchas veces ni eso. Últimamente se ha definido conforme a la gestión política que se haga o se deje de hacer en el Congreso. En el periodo pasado, en noviembre, los diputados decidieron arbitrariamente y dieron millones de pesos adicionales a sus chiqueados y a los demás nos dejaron en la lona. La Universidad de Guadalajara, por ejemplo, no tuvo ningún incremento, pero hubo universidades que tuvieron 400 millones adicionales, ¿con base en qué criterio?, en ninguno, sólo porque había un grupo parlamentario que podía negociar eso y ya.

Lo que el CUPIA busca es establecer criterios razonables, racionales, transparentes, esto es, reglas del juego que todo el mundo conozca de antemano y que premien el desempeño, pero que en principio consideren medidas de compensación para las instituciones que están rezagadas en relación con otras, porque de lo contrario se ampliarían la brecha y las asimetrías grandísimas que hay todavía entre las universidades que tienen mucho y las que tienen muy poco.

¿Por qué si países en desarrollo como la India y Brasil han multiplicado la inversión en educación superior y han registrado un crecimiento económico importante, en México ésta no se asume como una alternativa para promover el progreso nacional?

Creo que quienes han estado gobernando no tienen conciencia de lo que implica, no les ha caído el veinte, por decirlo así. Y aclaro que no se trata de un asunto meramente cuantitativo; no se trata de dar un 8 por ciento del PIB a educación y ya. También hay países como Noruega que le invierten el 5 por ciento, pero su PIB es mucho más grande que el nuestro. Yo creo que el elemento cuantitativo debe ir junto con el cualitativo. No sólo se trata de que haya más dinero, sino más dinero mejor administrado, correctamente invertido y que produzca dividendos sociales, porque hay que recordar que la rentabilidad principal de un sistema educativo no es solamente económica.

Es cierto que los expertos hablan en términos monetarios de la “tasa de retorno”, que puede ser medida en pesos y centavos, pero todo sistema educativo tiene además un extra, porque las universidades no son sólo formadoras de capital humano para la economía, sino también de ciudadanos, de personas con criterio, cada vez más autónomas, esto es, un ciudadano auténtico, en términos reales.

Éste es un plus intangible, difícil de cuantificar, pero importantísimo porque genera sociedades mejor educadas, más participativas, y una mayor calidad de vida.
A pesar de que hace 30 años tenían los mismos indicadores y estándares de México, las nuevas economías industrializadas –Corea, Indonesia, China, Singapur y todos los Tigres asiáticos– tuvieron un despegue importantísimo. No digo que sea lo único, pero estoy de acuerdo: creo que el elemento más importante, constante en todos esos casos, fue precisamente una inversión sin precedentes en sus sistemas educativos y de investigación.

Una de las propuestas de la ANUIES es crear un Sistema Único de Educación Superior en el país. ¿Qué beneficios traería en términos de desarrollo académico y social?

Principalmente, una optimización de los recursos humanos y financieros en la formación de ciudadanos educados, porque un sistema de este tipo implicaría una acción concertada, un trabajo coordinado, pactado entre las distintas instituciones de educación superior para cubrir todo el espectro de necesidades de formación de recursos humanos calificados, y permitiría disminuir el derroche de recursos en sectores estratégicos derivado de los traslapes y las duplicaciones, por un lado, y de las lagunas, por el otro. Obviamente, lo óptimo sería tener un sistema integral educativo, desde nivel básico hasta posgrado.
¿A qué se debe que las universidades públicas sean observadas, criticadas y juzgadas con mayor frecuencia que las privadas?
Es una preocupación legítima. En la educación superior y, sobre todo, en la universidad pública, se invierte una gran cantidad de recursos, por lo que es obvio que los ciudadanos quieran estar seguros de que se usan en lo que deben utilizarse y no en otras cosas. Yo, personalmente, no veo con malos ojos que haya una lupa permanente sobre nosotros; hay la suspicacia, como la hay en otras áreas de la administración pública, de que los recursos que van para funciones sustantivas de alguna institución en realidad se usan para otras cosas. Tenemos el ejemplo de instituciones públicas que, a través de los sindicatos, están canalizando recursos a actividades que no tienen que ver con funciones esenciales ni de sus agremiados ni de la institución. Por eso creo que es legítima la preocupación y también considero una obligación que las instituciones rindamos buenas cuentas.

En su opinión, ¿este modelo de universidad pública sigue siendo viable?
Pienso que no sólo es viable, sino además deseable. El sistema público de educación superior se ha fortalecido mucho en los últimos años, y digo esto sin demérito del sistema privado. Lo que ocurre ahora es una paradoja, porque por la incapacidad tanto del sector público para absorber gran parte de la demanda, como de la población para pagar el costo de las universidades privadas, se está generando un fenómeno que afecta negativamente tanto a unas como a otras: el fenómeno de las instituciones patito.

¿Qué es? ¿Cómo define a este fenómeno?
Una institución patito es una escuela particular que recibe el Registro de Validez Oficial de Estudios (REVOE) de alguna entidad pública, gobierno estatal, gobierno federal o universidad, pero que no cumple con los estándares mínimos para garantizar la calidad, y que ofrece una educación de segunda o de tercera y, sin embargo, compite con las universidades privadas, con ésas que a pesar de ser muy buenas están fuera del alcance económico de muchas familias. Y es que la educación cuesta y en las universidades privadas –como no tienen subsidios– la tiene que pagar el usuario. Mucha gente dice: “si yo tuviera dinero, estaría en una universidad privada de las buenas, pero como no es así, y tampoco me admitieron en la pública, entonces entro a una escuela patito”. El problema, entonces, es qué tanto va a valer esa educación. Todo eso contribuye a generar el fenómeno de la depreciación de los títulos universitarios.

Por eso, respondiendo a tu pregunta, creo que es esencial que se apoye adecuadamente al sistema público de educación superior, para garantizar así educación de calidad lo más accesible posible para los usuarios, y que el segmento de las universidades privadas sea claramente establecido y ahí se ubiquen las muy buenas que tiene nuestro país. Pienso, por ejemplo, en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey o en la Universidad Iberoamericana, las cuales deben seguir existiendo, cubren una franja importante de usuarios y, sin embargo, a veces se ven afectadas por esta competencia con las que parecen buenas y no lo son.

La mayor fortaleza de las universidades públicas es la investigación científica: el 90 por ciento del conocimiento nuevo que se genera en el país proviene de nuestro trabajo científico, simplemente porque para las universidades privadas es muy costoso y poco rentable en términos inmediatos.
Sin embargo, por costosa que parezca, la investigación científica es esencial, porque de ahí surgen las derivaciones tecnológicas, las aplicaciones tecnológicas del conocimiento básico.
Precisamente por su trascendencia y su impacto en el futuro de la vida nacional se ha considerado a las universidades públicas como patrimonio nacional. ¿Es real esta apreciación?
Claro que sí, y lo son porque implican tanto una inversión de recursos públicos que administra el Estado mexicano a través del Gobierno como una riqueza estratégica fundamental. Así como los bienes del subsuelo, como el petróleo, la energía eléctrica o las riquezas naturales que tiene un país, una riqueza fundamental radica en su inteligencia organizada, en sus entidades generadoras de conocimiento. Lo subrayo porque las universidades no son simples reproductoras o transmisoras del conocimiento, sino que lo generan, por eso son estratégicas. De hecho, el 90 por ciento del conocimiento nuevo que deriva de la investigación científica que se hace en el país surge en instituciones públicas, y no en las privadas, aunque algunas también hacen esfuerzos importantes en este sentido.

Si tuviera que hacer una comparación, ¿cuál diría que es la mayor fortaleza de las universidades públicas frente a las privadas?
La investigación científica, sin duda. Aunque las buenas instituciones privadas también hacen esfuerzos importantes, su trabajo no se equipara con el de las públicas. Como dije antes, el 90 por ciento del conocimiento nuevo que se genera en el país proviene de nuestro trabajo científico, simplemente porque para las universidades privadas es muy costoso y poco rentable en términos inmediatos, porque la tasa de retorno de la que hablamos no es a corto plazo. Sin embargo, por costosa que parezca, la investigación científica es esencial, porque de ahí surgen las derivaciones tecnológicas, las aplicaciones tecnológicas del conocimiento básico. Y como en términos de rentabilidad inmediata no es algo que se puedan proponer las empresas privadas educativas, éstas se centran en ofrecer posgrados profesionalizantes o carreras que les reditúen de manera inmediata porque lo necesitan para su estabilidad económica.

Nuestra ventaja es, pues, toda la infraestructura de investigación y generación de nuevo conocimiento que tenemos. Nuestra desventaja muchas veces es la lentitud con la que nosotros podemos modernizar algunos ámbitos y, a veces, los conflictos internos, intersindicales o gremiales que suelen ponernos en jaque.

El compromiso social también es una de las grandes fortalezas de las universidades públicas, ¿qué es lo que, desde su perspectiva, podemos aportar a la sociedad?
Yo lo sintetizaría en una frase que te dije hace rato: generar ciudadanos bien educados, y en estos dos conceptos lo englobaría todo. Ciudadanos con todo lo que implica el concepto de ciudadanos: individuos autónomo, que razonan, que son libres para tomar sus decisiones y responsabilizarse por ellas, que se interesan por los asuntos que afectan a su entorno, que participan de la vida comunitaria, pero que hacen todo esto teniendo los elementos, las herramientas conceptuales, los conocimientos, las habilidades para hacerlo de manera óptima… en fin, ciudadanos educados. Y educación implica también una concepción de su relación con los demás y una dimensión ética que tiene que ver con esa idea de sociedad, de conjunto, de equipo. Y la educación genera dinámicas muy positivas, en términos sociales. Ése es el compromiso que –creo– sería válido hacer por parte de las universidades, tanto públicas como privadas.

Es complicado llegar a la conciencia social, a la conciencia ecológica, a la conciencia ética, por supuesto, porque implica muchos factores y muchos procesos que confluyen. No es sólo tener conocimiento, sino tener eso que llaman currículum oculto, eso que va más allá de la parte escolarizada, del conocimiento sistematizado en una unidad de conocimiento, eso que tiene que ver con la sociabilidad, con la forma de concebir el aprendizaje en común con otros, eso te va conformando una conciencia más solidaria y más de grupo, más de preocupación por lo que pase con los demás y no solamente contigo. Un esquema educativo con estas características es lo que debemos promover en las instituciones.

¿Qué tanto se relaciona esta perspectiva con la educación de valores que, se supone, deben promover las universidades?
Considero que los valores se aprenden o se introyectan en la vida comunitaria, en la vida social, en la familia –me refiero a los valores morales–. El valor que debe promover una universidad pública es, sobre todo, el respeto a la ley. Yo creo en las bondades del Estado laico y de la educación laica, y creo que el principal valor que debemos cultivar, el valor de valores, es justamente el respeto a las ideas y a las creencias de los demás. Eso se da en un ambiente de educación laica, en un ambiente en el que las creencias ideológicas, políticas o religiosas de las personas sean respetadas, sean las que sean; lo importante es que aprendamos a vivir en convivencia aceptando nuestras diferencias. Claro, en una institución educativa se pueden ir fortaleciendo valores positivos, pero no como algunos consideran, como si enseñar valores fuera enseñar una ética o una religión determinada. Insisto, el valor de valores que debemos promover es el respeto a las diferencias y, sobre todo, la tolerancia.