Julio-Septiembre 2006, Nueva época Núm.99
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Mefisto

Klaus Mann

Disculpo al actor todos los defectos del hombre,
al hombre no le disculpo
ninguno de los defectos del acto.

Wilhelm Meister, Goethe
Prólogo
 

-Al parecer, en una ciudad industrial del Oeste, más de ochocientos obreros han sido condena- dos a penas de prisión mayor en un proceso único.

—Según mis informaciones sólo han sido quinientos. Otros cien más ni siquiera han sido juzgados, sino asesinados en secreto por sus convicciones políticas.
—¿Son los sueldos en realidad tan míseramente bajos?

—De miseria, e incluso, siguen bajando mientras los precios suben.

—Según dicen, la decoración de la Ópera para esta ocasión ha costado sesenta mil marcos y otros cuarenta mil de gastos varios, sin contar las pérdidas que ha sufrido la hacienda pública en los cinco días que ha estado cerrado el teatro a causa de los preparativos para el baile.

—Una modesta y simpática fiesta de cumpleaños.

—¡Qué horror, tener que presenciar semejante espectáculo!

Los dos jóvenes diplomáticos extranjeros se inclinaron con la mejor de sus sonrisas ante un oficial de alta graduación, que los miraba con desconfianza a través de su monóculo.

—Todo el generalato está presente.

Continuaron la conversación cuando el oficial ya no podía oírlos…

—Pero todos son entusiastas de la paz —añadió el otro con malicia.

—¿Por cuánto tiempo?

—preguntó sonriendo el primero, a la vez que saludaba a una menuda dama de la embajada japonesa que, del brazo de un atlético oficial de marina, avanzaba con menudos y delicados pasos.

—Cabe esperarlo todo.

Un caballero del Ministerio de Asuntos Exteriores se unió a los jóvenes agregados de la embajada, que inmediatamente cambiaron la conversación, para pasar a alabar el esplendor y la belleza de la decoración.

—Sí, al presidente del Gobierno le divierten estas cosas —dijo algo confundido el funcionario.

—No hay nada de mal gusto —le aseguraron casi al unísono los jóvenes diplomáticos.

—Por supuesto —contestó forzado el funcionario de la Wilhelmstrasse.

—Un acto tan suntuoso no se puede presenciar sino en Berlín —concluyó uno de los extranjeros.

El funcionario de Asuntos Exteriores vaciló un segundo antes de sonreír cortésmente.

Se produjo entonces un vacío en la conversación. Los tres caballeros miraban alrededor y escuchaban el festivo bullicio.

—Colosal —dijo finalmente uno de los jóvenes en voz baja, esta vez no con sarcasmo sino realmente impresionado, casi asustado, ante el enorme lujo que le rodeaba. El centelleo del aire cargado de luces y aromas era tan fuerte que casi le cegaba. Impresionado, pero no sin cierta desconfianza, parpadeaba en medio del fulgor. «¿Dónde estoy? —se preguntaba el joven, originario de un país escandinavo—. El lugar donde me encuentro es, sin duda, generosamente fastuoso, pero tiene algo de siniestro. Estas criaturas tan bien ataviadas tienen una viveza que no inspira precisamente confianza. Se mueven como marionetas, de forma curiosamente convulsiva y torpe. En sus ojos se oculta algo, no tienen la mirada limpia, hay en ella miedo y crueldad. En mi país la gente tiene otra mirada, más amistosa, más libre. La risa es también diferente en el Norte. Aquí tiene un matiz sarcástico, desesperado, insolente, provocativo y al tiempo desesperanzado, ostensiblemente triste. No ríe así la persona satisfecha consigo misma. No ríen así los hombres y mujeres que llevan una vida honrada, metódica…»

El gran baile con motivo del cuarenta y tres cumpleaños del presidente del Gobierno se extendía por todo el Palacio de la Ópera. Por los amplios salones, por los corredores y los vestíbulos se movía la engalanada mesa, que también disparaba corchos de champán en los palcos, ornados con ricos tapices, y bailaba en el patio de butacas, del que habían sido retiradas las sillas. La orquesta, que tocaba en el escenario vacío, era numerosa, como si fuera a interpreter una sinfonía o una pieza de Richard Strauss. Pero no tocaba más que marchas militares en viva mezcla con música de jazz que, si estaba condenada en el Reich por su obscenidad negroide, el alto cargo no podía pasar sin ella en su fiesta conmemorativa.

Todas las personalidades del país estaban presentes, no faltaba nadie, el propio dictador, que se hizo disculpar, aquejado de dolor de garganta y tensión nerviosa, y algunos cargos del Partido que, por su condición plebeya, no habían sido invitados.

Habían acudido también varios príncipes imperiales y reales y la casi totalidad de la alta nobleza; allí estaba el generalato de la Wehrmacht al completo, muchos hombres influyentes del campo de las finanzas y de la industria pesada, varios representantes del cuerpo diplomático —casi todos pertenecientes a embajadas de pequeños o lejanos países—, algunos ministros, algunos actores famosos —era conocida la benévola debilidad del homenajeado por el teatro— y también un escritor, de aspecto muy decorativo y que, por cierto, disfrutaba de la amistad del dictador. Se habían enviado más de dos mil invitaciones; de ellas, aproximadamente un millar eran tarjetas de honor que permitían disfrutar gratuitamente de la fiesta; los otros mil invitados habían tenido que pagar entradas de cincuenta marcos: así, una parte de los enormes gastos volvió a la caja; el resto corrió a cargo de los contribuyentes, que ni siquiera pertenecían al círculo del presidente del gobierno y muchísimo menos a la elite de la nueva sociedad alemana.

—¡Qué maravillosa fiesta! —dijo la voluminosa esposa de un fabricante de armas renano a la mujer de un diplomático sudamericano—. Me estoy divirtiendo mucho, y me encantaría que todo el mundo, en Alemania y en el extranjero, estuviera de tan buen humor como yo.

—La esposa del diplomático sudamericano, que no entendía bien el alemán y se estaba aburriendo, sonrió sin alegría. La divertida esposa del fabricante quedó decepcionada por aquella falta de entusiasmo y decidió seguir paseando.

—Perdone, querida —dijo, recogiendo la brillante cola de su vestido—. Deseo saludar a una vieja amiga de Colonia, la madre del director de nuestro Teatro Nacional, ya sabe, el gran Hendrik Höfgen.

La sudamericana abrió por primera vez la boca para preguntar, con defectuosa pronunciación:

—Who is Henrik Höpfgen?

Esto dio pie a la señora del fabricante para exclamar en voz baja:

—¿Cómo? ¿No conoce a nuestro Höfgen? Höfgen, querida, no Höpfgen, y Hendrik, no Henrik; él concede mucha importancia a esa pequeña «d».

Mientras lo explicaba se dirigió presta hacia la distinguida matrona que caminaba llena de dignidad por la sala, del brazo del escritor y amigo del Führer.

—¡Queridísima señora Bella! ¡Hace una eternidad que no nos vemos! ¿Cómo está usted, querida? ¿Recuerda alguna vez con nostalgia nuestra Colonia? Pero ¡usted disfruta aquí de una posición muy buena! ¿Cómo está la señorita Josy, la querida niña? Y, sobre todo, ¿qué hace Hendrik, su gran hijo? ¡Dios mío, qué magnífica carrera! ¡Si es casi tan importante como un ministro! Sí, sí, querida señora Bella, nosotros, allá en Colonia, sentimos nostalgia de usted y de sus maravillosos hijos.

En realidad, la millonaria no se había preocupado nunca por Bella Höfgen cuando ésta vivía en Colonia, antes de que su hijo hiciera tan fabulosa carrera. Las dos damas se habían conocido superficialmente y la señora Bella jamás había recibido una invitación para visitar la villa del fabricante. Sin embargo, ahora la divertida, animada y potentada señora no soltaba la mano de aquella mujer, cuyo hijo pertenecía al círculo de los amigos próximos al presidente del Gobierno.

La señora Bella sonreía benevolente. Era de modales sencillos e iba vestida con cierta honesta coquetería; sobre su vestido de seda negra, liso, lucía una orquídea blanca. El cabello, gris, peinado con sencillez, contrastaba con su rostro, bien conservado y arreglado. Sus ojos azulverdosos miraban con amabilidad reservada, pensativa, a la comunicativa señora, que debía el maravilloso collar, los largos pendientes, el tocado parisino, todo, en fin, a los animados preparativos de guerra alemanes.

—No tengo motivos de queja, nos va a todos muy bien —dijo la señora Höfgen con modesto orgullo—. Josy se ha prometido al joven conde Donnersberg. Hendrik está un poco agobiado por exceso de trabajo.

—Lo imagino —la industrial la miraba con expresión de respeto.

—¿Me permite presentarle a nuestro amigo Cäsar von Muck? —preguntó la señora Bella.

El escritor se inclinó sobre la enjoyada mano de la dama, que prosiguió inmediatamente.

—Estoy encantada, lo he reconocido enseguida por las fotografías. Vi su drama Tannenberg en Colonia; una representación estupenda. Faltaba, naturalmente, la calidad a que estamos acostumbrados en Berlín, pero fue una buena representación, sin duda muy digna. Y usted, señoría, ha hecho mientras tanto un maravilloso viaje. Todo el mundo habla de su libro, también yo quiero conseguir un ejemplar.

—He visto muchas cosas bellas y muchas cosas feas —dijo el escritor—. Pero no sólo atravesé fronteras para ver y gozar, sino también en misión divulgadora. Creo haber podido captar nuevos amigos para nuestra nueva Alemania.

Sus ojos azul acero, cuya pureza penetrante y ardiente era alabada por todas las revistas del corazón, tasaban las colosales joyas de la renana. La próxima vez que tenga una conferencia o un estreno en Colonia podría vivir en su villa, pensó, y prosiguió:

—Para nuestro recto sentido, resulta incomprensible la cantidad de mentiras malévolas, de conceptos equivocados que circulan sobre nuestro Reich en el resto del mundo.

Su rostro estaba configurado de tal manera que cualquier reportero lo habría calificado de «tallado en madera»: frente rugosa, ojos acerados bajo las rubias cejas y boca con un rictus amargo. La fabricante de armas estaba impresionada tanto por su aspecto como por sus nobles palabras.

—¡Ah! —lo miraba arrobada—. ¡Cuando vaya a Colonia tiene que visitarnos!

Su señoría Cäsar von Muck, presidente de la Academia de las Letras y autor del drama Tannenberg, representado en todos los teatros, se inclinó caballerosamente.

—Me sentiré realmente halagado, estimada señora —y se llevó la mano al corazón.
La industrial lo encontró maravilloso:

—¡Será delicioso oírlo hablar toda la velada, excelencia! —exclamó—. ¡Lo que habrá vivido! ¿No ha sido usted también director del Teatro Nacional?

Tanto la señora Bella como el autor del drama Tannenberg encontraron de una gran falta de tacto esta pregunta. Él contestó secamente:

—Así es.

La dama de Colonia no se dio cuenta. Y continuó hablando con una picardía fuera de lugar:

—¿No está usted algo celoso de nuestro Hendrik, su sucesor? —y le señaló con el dedo.

La señora Bella no sabía hacia dónde mirar.

Cäsar von Muck demostró una excepcional comprensión y fortaleza de ánimo. Por su rostro tallado en madera cruzó una sonrisa, que al principio pareció amarga para convertirse luego en suave, bondadosa y, al fin, sabia:

—He traspasado esta difícil tarea con gusto, sí, de todo corazón, a mi amigo Höfgen, precisamente la persona indicada para desempeñarla —su voz temblaba; él mismo quedó conmovido por su generosidad y por la belleza de sus sentimientos.

La señora Bella, madre del director, parecía impresionada; pero la esposa del rey de los cañones se sintió conmovida por la postura noble y majestuosa del famoso dramaturgo y a punto estuvo de llorar. Valerosa, se superó a sí misma, contuvo las lágrimas, se enjugó ligeramente los ojos con un pañuelito de seda y rechazó el éxtasis fervoroso con un movimiento visible. Ganó la vivacidad típica del Rin; su mirada recuperó el brillo, y comentó:

—¿No es una fiesta maravillosa?

No cabía duda, era una fiesta maravillosa. ¡Qué brillo! ¡Qué perfume! ¡Qué entusiasmo! No se podía decir qué era más fulgurante, si las joyas o las medallas militares. La generosa luz de la araña se reflejaba sobre los hombros desnudos y blancos y sobre los maquillados rostros femeninos; sobre los cuellos, sobre las pecheras almidonadas y sobre los engalanados uniformes de los más elegantes caballeros; sobre las sudorosas caras de los lacayos que iban y venían con refrescos. Expandían su aroma de flores, repartidas en bellos centros por toda la casa; expandían su aroma los perfumes parisinos de todas las alemanas; exhalaban su aroma los puros de los industriales y las pomadas de los jovencitos, vestidos con los sobrios uniformes de las SS; expandían su aroma los príncipes y las princesas, los jefes de la policía secreta, los directores de las revistas del corazón, las divas del cine, los profesores de universidad que dictaban una cátedra de etnología o de ciencias bélicas, y los pocos banqueros judíos cuya riqueza y relaciones internacionales eran de tal altura que incluso se les invitaba a tan exclusivas fiestas. Se extendían nubes de aromas artificiales, como queriendo ocultar otro aroma: el olor dulce de la sangre, que tanto gustaba y que llenaba el país, pero que se convertía en motivo de vergüenza en una fiesta tan fina y en presencia de diplomáticos extranjeros.

—Es fantástico —decía un alto cargo militar a otro—. ¡Hay que ver lo que se permite el Gordo!

—Mientras se lo permitamos —contestó el segundo.

Ambos adoptaron expresiones sonrientes, pues los estaban fotografiando.

—Dicen que Lotte lleva un traje de tres mil marcos —contaba una actriz de cine al príncipe de Hohenzollern mientras bailaban. Lotte era la esposa de aquel poderoso con tantos títulos que celebraba su cuarenta y tres cumpleaños como un príncipe de cuento de hadas. Lotte había sido actriz en provincias y se la consideraba una buena mujer, sencilla, una típica alemana.

El príncipe de Hohenzollern apuntó:

—Mi familia nunca ha llevado a cabo un despliegue así. ¿Cuándo hará su entrada la eminente pareja? ¿Acaso quieren que nuestra espera llegue al paroxismo?

—Lotte sabe hacer las cosas —opinó objetivamente la otrora colega de la primera dama.

Una magnífica fiesta: todos los presentes parecían disfrutar de ella, tanto los invitados como aquellos que habían tenido que pagar cincuenta marcos para entrar. Se bailaba, se charlaba, se flirteaba; cada uno se admiraba a sí mismo, admiraba a los demás y, sobre todo, admiraba el poder que se podía permitir tan fastuosos actos. En los salones y pasillos, ante los tentadores buffets las conversaciones eran animadas. Se discutía acerca de los tocados de las damas, del capital de los caballeros y de los premios de la tómbola benéfica: el premio más valioso era una cruz gamada guarnecida de brillantes, un detalle coqueto y caro para usar como broche o como colgante en un collar. Los enterados aseguraban que habría también divertidísimos premios de consolación, como tanques y metralletas de mazapán de Lübeck. Algunas damas afirmaban caprichosas que preferían un instrumento mortífero de tan dulce material antes que la costosa cruz gamada. Reían mucho y con ganas. En voz más baja se discutía sobre el trasfondo político de un acto así. Chocó la ausencia del dictador, y también el que algunas figuras prominentes del Partido no hubieran sido invitadas, y que, por el contrario, estuvieran representados tantos miembros de familias principescas. Esta circunstancia se relacionaba con toda clase de oscuros y significativos rumores, que pasaban, en susurros, de boca en boca. También se rumoreaban noticias preocupantes sobre la salud del dictador; se comentaban en voz baja y apasionadamente tanto en los círculos de periodistas y diplomáticos extranjeros como entre los hombres de armas o de la industria pesada.

—Parece que es cáncer —informó un periodista inglés, con el pañuelo delante de la boca, a un colega francés. Pero no fue muy oportuno.

Pierre Larue, que tenía el aspecto de un enano frágil pero pérfido, era un entusiasta del heroísmo y de los hermosos muchachos uniformados de la nueva Alemania. Por cierto, no era periodista, sino un hombre rico que escribía libros escandalosos sobre la vida social, política y literaria de las capitales europeas, cuya vocación era coleccionar famosos. Este pequeño gnomo, grotesco y de mala reputación, con carilla puntiaguda y voz quejumbrosa de anciana enfermiza, despreciaba la democracia de su propio país y explicaba al que quisiera oírlo que él consideraba a Clemenceau un canalla y un idiota. En cambio, a aquel alto oficial de la Gestapo lo tenía por un semidiós; y a la cumbre del nuevo régimen alemán, por un conjunto de dioses inmaculados.

—¡Qué desatinos dice usted, señor mío! —el hombrecillo lo miró terriblemente enfadado; su voz crujió seca como hojarasca caída—. La salud del Führer no deja nada que desear. Sólo está ligeramente acatarrado.

De aquel pequeño monstruo se podía esperar hasta que presentara una denuncia. El corresponsal inglés se puso nervioso e intentó justificarse:

—Un colega italiano me lo ha dado a entender en confianza…

Pero el enjuto amante de los ceñidos uniformes le cortó secamente la palabra:

—¡Basta, señor mío! No quiero oír nada más. ¡Esto es un cotilleo irresponsable! Excúseme —añadió, más suave—. Tengo que saludar al ex rey de Bulgaria. Lo acompaña la princesa de Hessen a quien conocí en la corte de su padre, en Roma.
Se alejó de allí con sus blancas y puntiagudas manos cruzadas sobre el pecho, en la postura y con la expresión de un cura intrigante. El inglés murmuró a sus espaldas:

—¡Condenado esnob!

Un movimiento atravesó la sala y se oyó un murmullo: había entrado el ministro de Propaganda. No se esperaba su presencia aquella noche. Todos conocían su tirante relación con el gordo festejado, quien, a su vez, todavía no había aparecido para hacer de su llegada el gran colofón.

El ministro de Propaganda —señor de la vida espiritual de millones de hombres— cojeaba ágilmente por entre la brillante masa que se inclinaba ante él. Un viento gélido parecía acompañar su paso. Era como si una divinidad maligna, peligrosa, solitaria y cruel hubiera descendido al ordinario barullo de unos mortales viciosos de placer, cobardes y dignos de compasión. Los invitados quedaron durante unos segundos paralizados por el sobresalto. Los que bailaban permanecieron inmóviles en la misma postura, y su mirada cayó humillada y llena de odio sobre el temido enano. Éste intentaba paliar con una sonrisa encantadora el efecto que había causado: distendía hasta las orejas sus labios finos; se esforzaba en encantar, en reconciliar, en que sus ojos, hundidos e inteligentes, miraran amistosamente. Arrastrando con gracia su pie contrahecho, avanzó ligero por la sala, mostrando a aquellos dos mil esclavos, simpatizantes, estafadores, estafados y bufones su perfil significante, falso, de ave de rapiña. Pasaba rápidamente por delante de los grupos de millonarios, embajadores, comandantes de regimiento, artistas de cine, y sonreía con malicia. Fue ante el director Hendrik Höfgen, consejero de Estado y senador, donde se detuvo.

¡Una sorpresa más! El director Höfgen figuraba claramente entre los favoritos del presidente y general de aviación, que había conseguido el nombramiento de aquél frente a la opinión del ministro de Propaganda. Éste se vio obligado, tras larga y difícil controversia, a sacrificar a su propio protegido, el escritor Cäsar van Muck, y a enviarlo de viaje. Ahora alababa sin disimulos la criatura de su enemigo. Lo saludó y habló con él. ¿Acaso el inteligente maestro de la propaganda quería demostrar, ante aquella reunión de la elite internacional, que en la cumbre del gobierno alemán no había fricción ni desacuerdo? ¿Que los celos entre él y el general de aviación pertenecían a la esfera de los rumores infundados? ¿O es que Hendrik Höfgen —la figura más debatida de la capital— era tan listo que sus relaciones con el ministro de Propaganda habían llegado a ser tan íntimas como las que mantenía con el general del Aire? ¿Se dejaba proteger por ambos y los enfrentaba entre sí? Algo así se podría esperar de su ya legendaria habilidad…

¡Aquello era muy interesante! Pierre Larue dejó plantado al ex rey de Bulgaria y atravesó la sala —su propia curiosidad lo movía como una hoja flota en el viento—, para ver de cerca tan sensacional encuentro. Los ojos acerados de Cäsar van Muck parpadearon incrédulos y la millonaria de Colonia suspiraba de pura animación, mientras la señora Bella Höfgen, la madre del gran hombre, sonreía a los que se encontraban alrededor, como queriendo decir: «Mi Hendrik es grande, y yo soy su distinguida madre. A pesar de ello, no hace falta que os hinquéis de rodillas. Él y yo estamos hechos también de carne y hueso, aunque destaquemos entre las demás personas.»

—¿Cómo está, mi querido Höfgen? —preguntó el ministro de Propaganda y sonrió con amabilidad.

También el director sonreía, pero no abiertamente, sino con una distinción que parecía casi dolorosa.

—Bien, gracias, señor ministro —hablaba bajo, con tono ligeramente musical y acentuado. El ministro no había soltado aún su mano—. ¿Puedo preguntarle por la salud de su esposa? —inquirió el director. Su interlocutor se puso serio:

—Esta noche no se encuentra bien

—soltó la mano del consejero de Estado y senador, quien dijo compungido:

—¡Cuánto lo lamento!

Él sabía —todos en la sala lo sabían— que la esposa del ministro de Propaganda estaba interiormente destrozada por los celos que sentía de la esposa del presidente del Gobierno. Puesto que el dictador permanecía soltero, había sido ella, como esposa del ministro de Propaganda, la primera dama del país, y había realizado su función con gracia y dignidad. Ni su peor enemigo lo podía negar. Pero apareció una tal Lotte Lindenthal, una actriz de mediana categoría —ni siquiera era ya joven— y se casó con el gordo amante del lujo. La esposa del ministro de Propaganda sufrió lo indecible. ¡Se le disputaba el rango de primera dama! ¡Otra se le anteponía! ¡Se rendía culto a la cómica como si la propia reina Luise hubiera resucitado! Cada vez que había un acto en honor de Lotte, la mujer del ministro de Propaganda se disgustaba a tal punto que le daban jaquecas. También aquella noche se había quedado en cama.

—Seguro que su esposa se habría divertido mucho —Höfgen tenía aún gesto festivo. En sus palabras no había rastro de ironía—. Es una lástima que el Führer no haya podido venir. Tampoco han podido hacerlo los embajadores de Francia e Inglaterra.

Con estas observaciones hechas en tono suave traicionó a su amigo y mecenas —a quien debía todo su esplendor— ante el celoso ministro de Propaganda: a éste había que mantenerlo en reserva para lo que fuera.

El ágil contrahecho preguntó en confianza y no sin desdén:

—¿Y qué tal ambiente hay?

El director del Teatro Nacional contestó con reserva:

—Parece que los invitados se divierten.

Los dos dignatarios conversaban en voz baja; alrededor de ellos se apiñaban los curiosos y varios fotógrafos. La fabricante de cañones susurraba a Pierre Larue, que se frotaba encantado las pálidas, pequeñas y huesudas manos:

—Nuestro director y el ministro forman una pareja impresionante, ¿no es así? ¡Son ambos tan atractivos!

Y acercaba su generoso cuerpo enjoyado al frágl cuerpecito del pequeñajo. El débil admirador galo del heroísmo germano, de los jovencitos vigorosos, del pensamiento del Führer y de los nombres con blasón, temía la proximidad de tanta carne femenina. Intentó retirarse un poco mientras exclamaba:

—¡Exquisito! ¡Encantador! ¡Inigualable!

La renana añadió:

—Nuestro Höfgen es todo un hombre, ¡se lo aseguro! ¡Un genio; ni en París ni en Hollywood se puede encontrar algo así! ¡Y tan alemán, tan recto, sencillo y cordial! Yo lo conocí cuando era así de pequeño —y señaló con la mano la estatura que alcanzaba Hendrik en la época en que ella, la millonaria, había desairado a la madre de él a un segundo plano en un acto benéfico, allá en Colonia—. ¡Un chico maravilloso! —y acabó con una mirada tan voluptuosa, que Larue huyó de ella, presa del pánico.

Se hubiera dicho que Hendrik Höfgen era un hombre de unos cincuenta años, cuando en realidad sólo tenía treinta y nueve, prodigiosa juventud para un cargo tan importante como el suyo. Su faz pálida tras las gafas de concha mostraba la calma pétrea en que se pueden refugiar los hombres nerviosos y altivos cuando se sienten observados por mucha gente. Su cráneo calvo tenía una noble forma. En el rostro poroso y grisáceo se marcaba un rasgo de cansancio, sensible y sufrido, que iba de las rubias cejas a las hundidas sienes; la forma acusada de la fuerte mandíbula se alzaba orgullosa de manera que la elegante, bella línea entre la oreja y la barbilla resaltaba audaz y señorial. Sus anchos y pálidos labios dibujaban una sonrisa gélida, ambigua y al tiempo burlona, que buscaba compasión. Tras los grandes cristales reflectantes de las gafas se escondían sus ojos, que sólo a veces podía uno ver y que causaban efecto: entonces se comprobaba, no sin miedo, que eran fríos en su suavidad, crueles en su melancolía. Ojos grisverdosos, centelleantes, que recordaban esas piedras preciosas que atraen la desgracia, al tiempo que ojos ávidos de un peligroso pez. Todas las damas y casi todos los caballeros consideraban que Hendrik Höfgen era un hombre no sólo importante y muy inteligente, sino también visiblemente atractivo. Su postura contenida, casi rígida por su consciente y calculada elegancia, y su costoso frac, ocultaban su gordura, sobre todo de caderas y parte posterior.

—Por cierto, he de felicitarle por su Hamlet —dijo el ministro de Propaganda—. Una gran creación. La escena alemana puede sentirse orgullosa de usted.

Höfgen inclinó ligeramente la cabeza y bajó la barbilla; sobre el cuello alto y brillante de su camisa aparecieron numerosas arrugas.

—El que fracasa con Hamlet no merece llamarse actor —su voz sonaba cargada de modestia.

El ministro añadió:

—Ha llevado usted la tragedia a su plenitud.

En ese momento se notó una gran agitación en la sala.

El general aviador y su esposa, la actriz Lotte Lindenthal, habían entrado por la puerta central: fueron recibidos con estrepitosos aplausos y vibrantes aclamaciones. La notable pareja avanzó por entre las filas de los jubilosos invitados. Ni un emperador habría hecho una entrada más decorosa. El entusiasmo era tremendo: cada uno de los dos mil invitados expresaba con aplausos y aclamaciones al presidente del Gobierno su ardorosa participación en su cuarenta y tres cumpleaños y su adhesión al Estado Nacional. Se gritaba «¡Viva!», «Heil!» y «¡Felicidades!». Se arrojaban flores, que la señora Lotte recogía con gracia llena de dignidad. Se produjo entonces un toque de atención: el rostro del ministro de Propaganda pareció desencajado por el odio, pero nadie se dio cuenta, excepto quizá Hendrik Höfgen, que no se movía; esperaba a su bienhechor con postura contenida, elegantemente rígida.

De buen grado se habrían cruzado apuestas sobre el uniforme de fantasía que luciría el Gordo de la fiesta. Su ascética coquetería le llevó a desconcertar a los asistentes con una indumentaria sumamente discreta. La guerrera que llevaba parecía casi una sencilla chaqueta de estar por casa, de color verde botella. Sobre su pecho sólo resplandecía una pequeña medalla plateada. Sus piernas —escondidas de ordinario bajo el largo abrigo— parecían enormes enfundadas en unos pantalones grises: eran como dos columnas sobre las que se movía lentamente. La estatura y el volumen colosales de su monstruosa figura despertaban miedo y respeto, fundamentalmente porque no se podía atisbar en él nada de cómico: al más temerario le abandonaban los deseos de reír sólo con sopesar la cantidad de sangre derramada por un solo gesto de aquel gigante de grasa y carne, y qué inconmensurable cantidad de sangre correría aún en su honor. Sobre el corto cuello abotagado reposaba su masiva cabeza como regada por un rojo jugo: la cabeza de un césar a la que se le hubiera quitado la piel. Nada quedaba de humano en aquel rostro: era un tarugo de carne cruda, deforme.

El presidente del Gobierno empujaba su estómago, cuya enorme curvatura llegaba hasta el pecho, majestuoso a través de la brillante reunión. Sonreía ligeramente.

Su esposa Lotte iba regalando sonrisas. Una reina Luise palmo a palmo. También su vestuario, que había sido tema de conversación femenina, era sencillo en su pompa: de un centelleante tejido plateado, caía liso para acabar en una larga cola propia de un manto real; sin embargo, los brillantes de la diadema que sujetaban su cabello trigueño, las perlas y esmeraldas sobre su pecho, superaban en peso y brillo todo lo que se podía admirar en aquella exuberante reunión. El enorme aderezo de la antigua actriz de provincias costaba millones: se lo tenía que agradecer a la galantería de un esposo que criticaba públicamente el boato y la corrupción de algunos súbditos bien situados y favorecidos. La señora Lotte sabía aceptar atenciones de tanto peso con una alegría inocente que le había procurado fama de mujer ingenua, maternal, digna. Se la consideraba desprendida, pura. Se había convertido en figura ideal para las mujeres alemanas. Tenía grandes ojos de vaca, redondos, algo saltones, de un azul húmedo, hermoso cabello rubio y senos blancos como la nieve. También ella se iba poniendo demasiado rellenita: en el palacio presidencial se comía mucho y bien. Decían de ella con admiración que había intercedido ante su marido por algunos judíos de la alta sociedad, unos judíos que, no obstante, habían sido enviados al campo de concentración. La llamaban el ángel bueno del presidente del Gobierno, pero éste no mostraba mayor clemencia por el hecho de que ella lo aconsejara. Uno de los principales papeles que había interpretado había sido el de lady Milford en la obra de Schiller Intriga y amor, aquella favorita de un poderoso que no fue capaz de soportar el brillo de sus joyas ni la presencia de su príncipe desde que supo con qué se pagaban las piedras preciosas. La última vez que había subido a un escenario interpretó Minna von Barnhelm, de Lessing; así, antes de mudarse al palacio del general de aviación, declamó los versos de aquel poeta al que, de haber estado vivo, su marido y los cómplices de éste habrían perseguido y condenado. En su presencia se hablaba de escalofriantes secretos de Estado, pero ella se limitaba a sonreír maternalmente. Por la mañana, si miraba por encima del hombro de su marido, veía ante él, sobre el escritorio renacentista, las condenas a muerte; por la noche mostraba la blancura de sus senos y el artístico peinado de sus cabellos trigueños en los estrenos de ópera o en las mesas engalanadas de los privilegiados, a los que honraban con su trato. Lotte era inconmovible, intocable, porque era ingenua y sentimental. Se creía rodeada del «amor de su pueblo» porque dos mil ambiciosos, sobornables y esnobs, la jaleaban. Paseaba a través del fulgor y regalaba sonrisas —lo único que acostumbraba regalar—. Creía que Dios deseaba su bien, porque le había permitido obtener tanto lujo. Su carencia de fantasía e inteligencia la protegía de la tentación de pensar en un futuro que seguramente guardaría muy poco parecido con el presente. Mientras caminaba, con la cabeza alto, bañada por la luz y rodeada de admiración general, no albergaba en su corazón la menor duda de que el encantamiento sería perdurable. Nunca, pensaba confiada, nunca se desprendería de ella aquel boato, jamás serían vengados los mártires, jamás la envolverían las tinieblas.

Aún continuaban los gritos de júbilo. Lotte y su Gordo habían llegado al lugar donde se encontraban el ministro de Propaganda y Höfgen. Los tres caballeros levantaron los brazos sin especial energía, insinuando apenas la ceremonia del saludo. Luego, Hendrik se inclinó con una sonrisa seria y efusiva sobre la mano de la gran dama, a la que tantas veces había abrazado en el escenario. Allí estaban, de pie, centro de la ardiente curiosidad de una sociedad elegida, cuatro poderosos del país, cuatro seres con autoridad, cuatro comediantes: el jefe de publicidad, el especialista en condenas a muerte y bombarderos, la esposa cursi y el lívido intrigante. El público observaba cómo el Gordo daba palmaditas en el hombro del director y preguntaba con una risa que semejaba un gruñido:

—¿Qué tal, Mefisto?

Desde el punto de vista estético, la situación era ventajosa para Höfgen: al lado del ampuloso matrimonio aparecía delgado, y junto al ágil pero contrahecho enano, el de la publicidad, parecía muy alto y presentable. También su rostro, no importaba cuán macilento y trágico, contrastaba agradablemente con los tres que lo rodeaban: las sensibles sienes y el fuerte mentón le hacían parecer un hombre que ha vivido y sufrido; en cambio, el rostro carnoso de su protector era un mascarón tumefacto; el de la sentimental, una careta estúpida; y el del propagandista, una caricatura desfigurada.

La sentimental decía con expresiva mirada al director, por el que sentía en secreto —un secreto muy relativo— una pronunciada admiración:

—No le he dicho aún, Hendrik, qué maravilloso me ha parecido su Hamlet.

Él apretaba su mano en silencio, se acercó un paso e intentó igualar la expresiva mirada, que en ella era tan espontánea. El intento fracasó: sus ojos de pez no eran capaces de emanar tanto calor. Por eso puso cara seria, casi enfadada, oficial, y murmuró:

—He de pronunciar un par de palabras —y alzó la voz. Tenía un tono metálico, bien estudiado y brillante, y se le oyó hasta en el último rincón de la gran sala—: ¡Señor presidente del Gobierno, altezas, excelencias, señoras y señores! Nos sentimos orgullosos (sí, orgullosos y contentos) de poder compartir esta celebración con usted, señor presidente, y con su maravillosa esposa…

Desde estas primeras palabras la viva conversación en aquella reunión de dos mil personas enmudeció. En absoluto silencio, con devota atención, se escuchaba el largo y patético discurso de felicitación que el director, consejero y senador pronunciaba para su presidente del Gobierno. Todas las miradas se dirigían a Hendrik Höfgen. Todos le admiraban. Él pertenecía al poder, era parte de su destello mientras el destello durara. Era el más refinado y diplomático de sus representantes. En el cuarenta y tres cumpleaños de su señor, su voz alcanzaba los más sorprendentes tonos de júbilo. Mantuvo el mentón erguido; sus ojos refulgían. Sus gestos, parcos y resueltos, tenían el más bello movimiento. Evitaba con cuidado decir ninguna palabra auténtica. El césar escalpado, el jefe de publicidad y la mujer de ojos de vaca parecían vigilar que de sus labios no fluyeran más que mentiras, sólo mentiras: así lo exigía un pacto secreto, vigente en aquel salón como en todo el país.

Mientras se acercaba con ritmo brillante y acelerado al final de su discurso, una damita atractiva, de aspecto infantil —la esposa de un conocido realizador de cine—, que ocupaba un modesto lugar al fondo de la sala, susurró a su vecina:
—Cuando termine, quiero ir a saludarle. ¿No es fantástico? Lo conozco hace tiempo, sí, trabajamos juntos en Hamburgo. ¡Qué tiempos divertidos! ¡Brillante carrera ha hecho este hombre!

I. H. K.

En los últimos años de la Primera Guerra Mundial y en los primeros que siguieron a la Revolución de Noviembre, el teatro literario alemán conoció un momento de esplendor. También al director Oskar H. Kroge le fueron bien las cosas, a pesar de la difícil coyuntura económica. Dirigía un teatro de cámara en Frankfurt, un sótano angosto pero con mucho ambiente, donde se reunían los intelectuales de la ciudad y, sobre todo, una juventud inquieta, sacudida por los sucesos, amante de la discusión y entusiasta, particularmente cuando se trataba de una reposición de Wedekind o Strindberg o un estreno de Georg Kaiser, Sternheim, Fritz von Unruh, Hasenclever o Toller. Oskar H. Kroge, que escribía también ensayos y odas, concebía el teatro como una aula moral: desde el escenario había que educar a la juventud en unos ideales de la libertad, la justicia y la paz. Oskar H. Kroge era patético, confiado e ingenuo. Cada domingo por la mañana, antes de la representación de una obra de Tolstoi o de Rabindranath Tagore, hablaba a sus fieles. La palabra «humanidad» se repetía una y otra vez; a los jóvenes, que se apretujaban en los pasillos, les decía con voz emotiva: «Tened el valor de ser vosotros mismos, hermanos», y cosechaba ardorosos aplausos al concluir con las palabras de Schiller: «Recibid un abrazo, millones.»

Oskar H. Kroge era querido y respetado en Frankfurt y en todos los lugares del país donde se seguían los atrevidos experimentos del teatro intelectual. Su cara expresiva, de frente ancha, arrugada, cabello ralo y gris y ojos bondadosos, prudentes tras las gafas de estrecha montura dorada, aparecía frecuentemente en las pequeñas revistas de vanguardia, a veces incluso en las revistas importantes. Oskar H. Kroge era uno de los más activos precursores del expresionismo dramático.

Sin duda fue una equivocación —de la que muy pronto se dio cuenta— dejar su pequeño teatro de Frankfurt, con su estupendo ambiente, pero en 1923 le ofrecieron la dirección del Teatro de los Artistas, en Hamburgo, que era mayor, y por esto último aceptó. Al público de Hamburgo no se llegaba con el apasionado y ambicioso experimento con tanta facilidad como a aquel círculo que, con rutina y entusiasmo al mismo tiempo, había sido fiel a las obras de cámara en Frankfurt. En Hamburgo tenía que escenificar una y otra vez El rapto de las sabinas y Pensión Schöller, junto a las obras que a él le parecían importantes. Y esto le hacía sufrir. Todos los viernes, cuando se elaboraba el plan para la semana siguiente, libraba una pequeña batalla con el señor Schmitz, el gerente de la casa. Schmitz quería incluir farsas y comedietas porque eran obras que hacían taquilla; Kroge se empeñaba en el repertorio literario. Casi siempre cedía Schmitz, que en verdad sentía una cordial amistad y admiración por Kroge. El Teatro de los Artistas continuaba siendo literario, con el consiguiente perjuicio para los ingresos.

Kroge se quejaba en particular de la indiferencia de la juventud hamburguesa, y del materialismo de una sociedad que en general se había apartado de todo lo que tuviera altura.

—¡Cuán rápida ha sido la evolución! En 1919 se acudía a ver a Wedekind y a Strindberg, y hoy no se desea más que ver operetas —decía con amargura.

Oskar H. Kroge era exigente y no poseía un espíritu profético. ¿Se hubiera quejado del año 1926 si hubiera podido imaginar lo que iba a ser 1936?

—Nada bueno interesa ya —protestaba—. Hasta con Los tejedores estaba la sala vacía.

—A pesar de todo, mantenemos el equilibrio.

El gerente Schmitz intentaba consolar a su amigo, al que se le marcaban las arrugas de consternación en el rostro, aunque a él tampoco le faltaban motivos para disgustarse y en su cara rosada también había arrugas.

—¡Pero cómo! —Kroge no se dejaba consolar—. ¿Cómo nos vamos a equilibrar? Tenemos que invitar a conocidos artistas de Berlín, igual que hoy, para que los hamburgueses acudan al teatro.

Hedda von Herzfeld, antigua colaboradora y amiga de Kroge, que ya había estado con él en Frankfurt como actriz y consejera literaria, observó:

—¡Otra vez lo ves todo negro, Oskar H.! No es una vergüenza invitar a Dora Martin. Es maravillosa, y adémas nuestros hamburgueses vienen también a ver a Höfgen.
Al nombrar a Höfgen, la señora Von Herzfold sonrió con cariño. Su rostro empolvado, de nariz carnosa, y sus dorados ojos se encendieron súbitamente.
—A Höfgen se le paga demasiado —dijo Kroge, gruñón.

—A la Martin también —repuso Schmitz—. Sin menoscabo de su atractivo y reconociendo que arrastra al público, mil marcos por velada me parece excesivo.
—Son las exigencias de las estrellas berlinesas —dijo Hedda, burlona.

Nunca había trabajado en Berlín y afirmaba menospreciar el movimiento teatral de la capital.

—Mil marcos al mes para Höfgen es también exagerado —afirmó Kroge, irritado de pronto—. ¿Desde cuándo cobra mil marcos? Antes cobraba ochocientos, lo que ya me parecía suficiente.

—¿Qué otra cosa podía hacer sino aumentarle? —se disculpó Schmitz—. Entró en mi oficina como un rayo y se me sentó en las rodillas. —La señora Herzfeld observó divertida que Schmitz enrojecía al contarlo—. Me hacía cosquillas en la barbilla y decía: «¡Tienen que ser mil marcos! ¡Mil, directorcito! ¡Es una suma tan redonda y bonita!» ¿Qué remedio me quedaba? ¡Dígame!

Era costumbre de Höfgen entrar como un nervioso viento de tormenta en el despacho de Schmitz cuando necesitaba un adelanto o un aumento de sueldo. En estas ocasiones hacía el papel de jovencito maniático y caprichoso, porque sabía que el bobalicón de Schmitz cedería si le alborotaba el cabello o le oprimía insolentemente el estómago con el índice. Como esa vez se trataba de un sueldo de mil marcos, hasta se le había sentado en las rodillas.

—¡Eso son tonterías! —Kroge movía con disgusto la cabeza—. Höfgen es un necio integral. Todo en él es falso, desde sus aficiones literarias hasta su pretendido comunismo. No es un artista sino un comediante.

—¿Qué tienes contra nuestro Hendrik? —la señora Von Herzfeld se esforzaba por hablar con ironía, pero en realidad no la sentía al referirse a Höfgen, a cuyos estudiados encantos no era del todo insensible—. Es lo mejor que tenemos, y podemos estar contentos de que no se nos vaya a Berlín.

—Pues yo no estoy especialmente orgulloso de él —replicó Kroge—. No es más que un actor de provincia, con cierta experiencia. Eso lo sabe hasta él.

—Por cierto, ¿dónde anda metido? —preguntó Schmitz.

—Está en su camerino, escondido detrás de un biombo. Me lo ha contado el pequeño Böck. Siempre que vienen invitados de Berlín se pone nervioso y celoso. Dice que no va a llegar tan lejos como ellos, y se esconde, histérico perdido, detrás del biombo. La Martin le saca especialmente de sus casillas pues siente por ella una especie de odio-amor. Dicen que esta tarde ha tenido un ataque producido por el alcohol —dijo, sonriente, la Herzfeld.

—¡Ahí veis su complejo de inferioridad! —apuntó triunfante Kroge—. Más aún: en cierto modo se valora exactamente a sí mismo.

Los tres estaban sentados en la cantina del teatro, a la que llamaban H. K., por las iniciales del Hamburger Künstler-theater (Teatro de los Artistas de Hamburgo). Detrás de las mesas, cuyos manteles estaban llenos de manchas, colgaba de la pared una galería de retratos polvorientos: los de todos aquellos que, a lo largo de los decenios, se habían promocionado desde allí. La señora Von Herzfeld sonreía a veces a las ingenuas damas jóvenes, al cómico, al actor de carácter, a los juveniles amantes, a los intrigantes y a las damas de sociedad, que pasaban inadvertidos a Schmitz y Kroge.

Abajo, en el teatro, actuaba Dora Martin, quien con su ronca voz, la atrayente delgadez de su cuerpo de efebo y sus grandes ojos trágicos, infantiles, insondables, embrujaba al público de las grandes ciudades alemanas. La gran actuación tocaba a su fin. Los dos directores y la señora Von Herzfeld habían abandonado su palco después del segundo acto. Los demás miembros de la compañía permanecían en la sala para ver a su colega de Berlín, a la que admiraban y odiaban por partes iguales.

—La compañía que ha traído no resiste la menor crítica —opinó Kroge, despectivo.

—¿Qué quiere usted? ¿Cómo ganaría mil marcos por velada si llevara actores caros?

—replicó Schmitz.

—Ella, en cambio, está cada vez mejor —dijo la espabilada Herzfeld—. Se puede permitir cualquier amaneramiento. Podría hablar como un bebé subnormal, y arrollaría.

—No está mal lo de bebé subnormal —reía Kroge—.

Parece que abajo han terminado —añadió, mirando por la ventana. La gente subía por el camino adoquinado que pasaba por delante de la cantina y llevaba al portal que daba a la calle.

Poco a poco la cantina se llenó. Los actores saludaban con respetuosa cordialidad hacia la mesa de los directores y bromeaban con el encargado del bar, un anciano de barba blanca y nariz amoratada. Papaíto Hansemann, el dueño de la cantina, era para la compañía casi tan importante como Schmitz, el gerente. De Schmitz se podía sacar un adelanto cuando se encontraba de talante generoso, pero Hansemann les fiaba si el día 15 se les había acabado el sueldo y no habían conseguido el adelanto. Todos le debían algo. Se decía que Höfgen le debía más de cien marcos. A Hansemann no le hacía falta responder a las bromas de sus clientes; con gesto impávido y solemne seriedad marcada en la frente servía coñac, cerveza y bocadillos que nadie pagaba.

Todos hablaban sobre Dora Martin; cada uno tenía su opinión sobre su categoría y capacidad. Sólo en un punto estaban de acuerdo: ganaba demasiado. La Motz explicaba:

—El teatro se hunde con esta economía de estrellas. —A lo que su amigo Petersen asentía.

Petersen era un actor de carácter con pretensiones de héroe; le gustaban los papeles de reyes y nobles espadachines maduros en obras históricas. Por desgracia, era demasiado bajo y gordo para estos papeles, cosa que intentaba paliar con una postura firme y luchadora. En su rostro, que expresaba falsa sinceridad, hubiera cuadrado una barba de marinero, pero como no la tenía, su cara parecía como calva, con el labio superior afeitado y unos ojillos azules y expresivos. La Motz lo quería más de lo que él la quería a ella, eso lo sabían todos. Como él había asentido, ella se dirigió directamente a él con tono íntimo:

—¿No es cierto, Petersen, que sobre esta triste economía ya hemos hablado en otras ocasiones?

—Sí, mujer —confirmó él mansamente, e hizo un guiño a Rahel Mohrenwitz, que iba de muchachita perversa y fatal: flequillo negro hasta las cejas afeitadas y un gran monóculo con montura negra; su cara parecía infantil, mofletuda y deformada.

—Es posible que en Berlín atraigan las monerías de la Martin, pero a nosotros no puede engañarnos —sentenció la Motz—; nosotros somos profesionales de toda la vida.

Miró en derredor como si esperara los aplausos. Era la actriz de carácter; algunas veces le permitían hacer papeles de dama de sociedad. Le gustaba reír mucho y fuerte, por lo que se le señalaban arrugas alrededor de la boca, en cuyo interior brillaba el oro. En ese momento tenía una expresión digna, seria, casi furibunda.

Rahel Mohrenwitz comentaba, jugando con la punta de su largo cigarrillo:

—Es innegable que la Martin posee una enorme personalidad. Haga lo que haga sobre el escenario, lo hace siempre con la mayor intensidad, ya me entendéis...

Todos la habían entendido, la Motz indicó con la cabeza su desacuerdo, mientras la pequeña Angelika Siebert apuntó con su tímida vocecita:

—Yo admiro a la Martin. Transmite una fuerza maravillosa, me parece...

Se ruborizó por haber osado pronunciar una frase tan larga y atrevida. Todos la miraron con cierta emoción. La pequeña Siebert era encantadora. Su cabecita, pelo corto y rubio con raya a la izquierda, parecía la de un muchacho de trece años. Sus ojos claros e inocentes no eran menos atractivos por ser cortos de vista; al contrario, algunos pensaban que su forma de guiñar los ojos al mirar era precisamente su mayor encanto.

—Nuestra pequeña quedó otra vez prendada —dijo el atractivo Rolf Bonetti, riendo demasiado fuerte.

Él era el miembro de la compañía que recibía mayor número de cartas de amor del público. De ahí su expresión orgullosa, hastiada, casi repugnante por su indolencia. Le gustaba la pequeña Angelika, a la que cortejaba desde hacía tiempo. En el escenario tenía a menudo la posibilidad de abrazarla, se lo permitían sus papeles de galán. Pero fuera del escenario era esquiva. Con increíble cabezonería depositaba su cariño allí donde menos posibilidad tenía de ser correspondida, allí donde quizá ni era deseada. Conmovedora y deseable como era, parecía haber nacido para ser amada y mimada. Pero la especial constancia de su corazón le hacía permanecer fría y burlona ante las tormentosas protestas de Rolf Bonetti y llorar, en cambio, amargamente ante la poca atención que le dedicaba Hendrik Höfgen.

Rolf Bonetti decía con aire de entendido:

—Como mujer, esa Martin no vale gran cosa. Es un increíble producto híbrido. Por sus venas debe de correr sangre de horchata.

—Yo la encuentro bella —dijo Angelika en voz baja pero decidida—. Para mí es la más bella. —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Angelika lloraba a menudo, aunque no tuviera un motivo especial—. Es curioso, noto cierta semejanza enigmática entre Dora Martin y Hendrik…

Esta afirmación maravilló a todo el mundo.

Traducción de Araceli Castro Martínez