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-Al
parecer, en una ciudad industrial del Oeste, más de ochocientos
obreros han sido condena- dos a penas de prisión mayor en
un proceso único.
—Según mis informaciones sólo han sido quinientos.
Otros cien más ni siquiera han sido juzgados, sino asesinados
en secreto por sus convicciones políticas.
—¿Son los sueldos en realidad tan míseramente
bajos?
—De miseria, e incluso, siguen bajando mientras los precios
suben.
—Según dicen, la decoración de la Ópera
para esta ocasión ha costado sesenta mil marcos y otros cuarenta
mil de gastos varios, sin contar las pérdidas que ha sufrido
la hacienda pública en los cinco días que ha estado
cerrado el teatro a causa de los preparativos para el baile.
—Una modesta y simpática fiesta de cumpleaños.
—¡Qué horror, tener que presenciar semejante
espectáculo!
Los dos jóvenes diplomáticos extranjeros se inclinaron
con la mejor de sus sonrisas ante un oficial de alta graduación,
que los miraba con desconfianza a través de su monóculo.
—Todo el generalato está presente.
Continuaron la conversación cuando el oficial ya no podía
oírlos…
—Pero todos son entusiastas de la paz —añadió
el otro con malicia.
—¿Por cuánto tiempo?
—preguntó
sonriendo el primero, a la vez que saludaba a una menuda dama de
la embajada japonesa que, del brazo de un atlético oficial
de marina, avanzaba con menudos y delicados pasos.
—Cabe esperarlo todo.
Un caballero del Ministerio de Asuntos Exteriores se unió
a los jóvenes agregados de la embajada, que inmediatamente
cambiaron la conversación, para pasar a alabar el esplendor
y la belleza de la decoración.
—Sí, al presidente del Gobierno le divierten estas
cosas —dijo algo confundido el funcionario.
—No hay nada de mal gusto —le aseguraron casi al unísono
los jóvenes diplomáticos.
—Por supuesto —contestó forzado el funcionario
de la Wilhelmstrasse.
—Un acto tan suntuoso no se puede presenciar sino en Berlín
—concluyó uno de los extranjeros.
El funcionario de Asuntos Exteriores vaciló un segundo antes
de sonreír cortésmente.
Se produjo entonces un vacío en la conversación. Los
tres caballeros miraban alrededor y escuchaban el festivo bullicio.
—Colosal —dijo finalmente uno de los jóvenes
en voz baja, esta vez no con sarcasmo sino realmente impresionado,
casi asustado, ante el enorme lujo que le rodeaba. El centelleo
del aire cargado de luces y aromas era tan fuerte que casi le cegaba.
Impresionado, pero no sin cierta desconfianza, parpadeaba en medio
del fulgor. «¿Dónde estoy? —se preguntaba
el joven, originario de un país escandinavo—. El lugar
donde me encuentro es, sin duda, generosamente fastuoso, pero tiene
algo de siniestro. Estas criaturas tan bien ataviadas tienen una
viveza que no inspira precisamente confianza. Se mueven como marionetas,
de forma curiosamente convulsiva y torpe. En sus ojos se oculta
algo, no tienen la mirada limpia, hay en ella miedo y crueldad.
En mi país la gente tiene otra mirada, más amistosa,
más libre. La risa es también diferente en el Norte.
Aquí tiene un matiz sarcástico, desesperado, insolente,
provocativo y al tiempo desesperanzado, ostensiblemente triste.
No ríe así la persona satisfecha consigo misma. No
ríen así los hombres y mujeres que llevan una vida
honrada, metódica…»
El gran baile con motivo del cuarenta y tres cumpleaños del
presidente del Gobierno se extendía por todo el Palacio de
la Ópera. Por los amplios salones, por los corredores y los
vestíbulos se movía la engalanada mesa, que también
disparaba corchos de champán en los palcos, ornados con ricos
tapices, y bailaba en el patio de butacas, del que habían
sido retiradas las sillas. La orquesta, que tocaba en el escenario
vacío, era numerosa, como si fuera a interpreter una sinfonía
o una pieza de Richard Strauss. Pero no tocaba más que marchas
militares en viva mezcla con música de jazz que, si estaba
condenada en el Reich por su obscenidad negroide, el alto cargo
no podía pasar sin ella en su fiesta conmemorativa.
Todas las personalidades del país estaban presentes, no faltaba
nadie, el propio dictador, que se hizo disculpar, aquejado de dolor
de garganta y tensión nerviosa, y algunos cargos del Partido
que, por su condición plebeya, no habían sido invitados.
Habían acudido también varios príncipes imperiales
y reales y la casi totalidad de la alta nobleza; allí estaba
el generalato de la Wehrmacht al completo, muchos hombres influyentes
del campo de las finanzas y de la industria pesada, varios representantes
del cuerpo diplomático —casi todos pertenecientes a
embajadas de pequeños o lejanos países—, algunos
ministros, algunos actores famosos —era conocida la benévola
debilidad del homenajeado por el teatro— y también
un escritor, de aspecto muy decorativo y que, por cierto, disfrutaba
de la amistad del dictador. Se habían enviado más
de dos mil invitaciones; de ellas, aproximadamente un millar eran
tarjetas de honor que permitían disfrutar gratuitamente de
la fiesta; los otros mil invitados habían tenido que pagar
entradas de cincuenta marcos: así, una parte de los enormes
gastos volvió a la caja; el resto corrió a cargo de
los contribuyentes, que ni siquiera pertenecían al círculo
del presidente del gobierno y muchísimo menos a la elite
de la nueva sociedad alemana.
—¡Qué maravillosa fiesta! —dijo la voluminosa
esposa de un fabricante de armas renano a la mujer de un diplomático
sudamericano—. Me estoy divirtiendo mucho, y me encantaría
que todo el mundo, en Alemania y en el extranjero, estuviera de
tan buen humor como yo.
—La esposa del diplomático sudamericano, que no entendía
bien el alemán y se estaba aburriendo, sonrió sin
alegría. La divertida esposa del fabricante quedó
decepcionada por aquella falta de entusiasmo y decidió seguir
paseando.
—Perdone, querida —dijo, recogiendo la brillante cola
de su vestido—. Deseo saludar a una vieja amiga de Colonia,
la madre del director de nuestro Teatro Nacional, ya sabe, el gran
Hendrik Höfgen.
La sudamericana abrió por primera vez la boca para preguntar,
con defectuosa pronunciación:
—Who is Henrik Höpfgen?
Esto dio pie a la señora del fabricante para exclamar en
voz baja:
—¿Cómo? ¿No conoce a nuestro Höfgen?
Höfgen, querida, no Höpfgen, y Hendrik, no Henrik; él
concede mucha importancia a esa pequeña «d».
Mientras lo explicaba se dirigió presta hacia la distinguida
matrona que caminaba llena de dignidad por la sala, del brazo del
escritor y amigo del Führer.
—¡Queridísima señora Bella! ¡Hace
una eternidad que no nos vemos! ¿Cómo está
usted, querida? ¿Recuerda alguna vez con nostalgia nuestra
Colonia? Pero ¡usted disfruta aquí de una posición
muy buena! ¿Cómo está la señorita Josy,
la querida niña? Y, sobre todo, ¿qué hace Hendrik,
su gran hijo? ¡Dios mío, qué magnífica
carrera! ¡Si es casi tan importante como un ministro! Sí,
sí, querida señora Bella, nosotros, allá en
Colonia, sentimos nostalgia de usted y de sus maravillosos hijos.
En realidad, la millonaria no se había preocupado nunca por
Bella Höfgen cuando ésta vivía en Colonia, antes
de que su hijo hiciera tan fabulosa carrera. Las dos damas se habían
conocido superficialmente y la señora Bella jamás
había recibido una invitación para visitar la villa
del fabricante. Sin embargo, ahora la divertida, animada y potentada
señora no soltaba la mano de aquella mujer, cuyo hijo pertenecía
al círculo de los amigos próximos al presidente del
Gobierno.
La señora Bella sonreía benevolente. Era de modales
sencillos e iba vestida con cierta honesta coquetería; sobre
su vestido de seda negra, liso, lucía una orquídea
blanca. El cabello, gris, peinado con sencillez, contrastaba con
su rostro, bien conservado y arreglado. Sus ojos azulverdosos miraban
con amabilidad reservada, pensativa, a la comunicativa señora,
que debía el maravilloso collar, los largos pendientes, el
tocado parisino, todo, en fin, a los animados preparativos de guerra
alemanes.
—No tengo motivos de queja, nos va a todos muy bien —dijo
la señora Höfgen con modesto orgullo—. Josy se
ha prometido al joven conde Donnersberg. Hendrik está un
poco agobiado por exceso de trabajo.
—Lo imagino —la industrial la miraba con expresión
de respeto.
—¿Me permite presentarle a nuestro amigo Cäsar
von Muck? —preguntó la señora Bella.
El escritor se inclinó sobre la enjoyada mano de la dama,
que prosiguió inmediatamente.
—Estoy encantada, lo he reconocido enseguida por las fotografías.
Vi su drama Tannenberg en Colonia; una representación estupenda.
Faltaba, naturalmente, la calidad a que estamos acostumbrados en
Berlín, pero fue una buena representación, sin duda
muy digna. Y usted, señoría, ha hecho mientras tanto
un maravilloso viaje. Todo el mundo habla de su libro, también
yo quiero conseguir un ejemplar.
—He visto muchas cosas bellas y muchas cosas feas —dijo
el escritor—. Pero no sólo atravesé fronteras
para ver y gozar, sino también en misión divulgadora.
Creo haber podido captar nuevos amigos para nuestra nueva Alemania.
Sus ojos azul acero, cuya pureza penetrante y ardiente era alabada
por todas las revistas del corazón, tasaban las colosales
joyas de la renana. La próxima vez que tenga una conferencia
o un estreno en Colonia podría vivir en su villa, pensó,
y prosiguió:
—Para nuestro recto sentido, resulta incomprensible la cantidad
de mentiras malévolas, de conceptos equivocados que circulan
sobre nuestro Reich en el resto del mundo.
Su rostro estaba configurado de tal manera que cualquier reportero
lo habría calificado de «tallado en madera»:
frente rugosa, ojos acerados bajo las rubias cejas y boca con un
rictus amargo. La fabricante de armas estaba impresionada tanto
por su aspecto como por sus nobles palabras.
—¡Ah! —lo miraba arrobada—. ¡Cuando
vaya a Colonia tiene que visitarnos!
Su señoría Cäsar von Muck, presidente de la Academia
de las Letras y autor del drama Tannenberg, representado en todos
los teatros, se inclinó caballerosamente.
—Me sentiré realmente halagado, estimada señora
—y se llevó la mano al corazón.
La industrial lo encontró maravilloso:
—¡Será delicioso oírlo hablar toda la
velada, excelencia! —exclamó—. ¡Lo que
habrá vivido! ¿No ha sido usted también director
del Teatro Nacional?
Tanto la señora Bella como el autor del drama Tannenberg
encontraron de una gran falta de tacto esta pregunta. Él
contestó secamente:
—Así es.
La dama de Colonia no se dio cuenta. Y continuó hablando
con una picardía fuera de lugar:
—¿No está usted algo celoso de nuestro Hendrik,
su sucesor? —y le señaló con el dedo.
La señora Bella no sabía hacia dónde mirar.
Cäsar von Muck demostró una excepcional comprensión
y fortaleza de ánimo. Por su rostro tallado en madera cruzó
una sonrisa, que al principio pareció amarga para convertirse
luego en suave, bondadosa y, al fin, sabia:
—He traspasado esta difícil tarea con gusto, sí,
de todo corazón, a mi amigo Höfgen, precisamente la
persona indicada para desempeñarla —su voz temblaba;
él mismo quedó conmovido por su generosidad y por
la belleza de sus sentimientos.
La señora Bella, madre del director, parecía impresionada;
pero la esposa del rey de los cañones se sintió conmovida
por la postura noble y majestuosa del famoso dramaturgo y a punto
estuvo de llorar. Valerosa, se superó a sí misma,
contuvo las lágrimas, se enjugó ligeramente los ojos
con un pañuelito de seda y rechazó el éxtasis
fervoroso con un movimiento visible. Ganó la vivacidad típica
del Rin; su mirada recuperó el brillo, y comentó:
—¿No es una fiesta maravillosa?
No cabía duda, era una fiesta maravillosa. ¡Qué
brillo! ¡Qué perfume! ¡Qué entusiasmo!
No se podía decir qué era más fulgurante, si
las joyas o las medallas militares. La generosa luz de la araña
se reflejaba sobre los hombros desnudos y blancos y sobre los maquillados
rostros femeninos; sobre los cuellos, sobre las pecheras almidonadas
y sobre los engalanados uniformes de los más elegantes caballeros;
sobre las sudorosas caras de los lacayos que iban y venían
con refrescos. Expandían su aroma de flores, repartidas en
bellos centros por toda la casa; expandían su aroma los perfumes
parisinos de todas las alemanas; exhalaban su aroma los puros de
los industriales y las pomadas de los jovencitos, vestidos con los
sobrios uniformes de las SS; expandían su aroma los príncipes
y las princesas, los jefes de la policía secreta, los directores
de las revistas del corazón, las divas del cine, los profesores
de universidad que dictaban una cátedra de etnología
o de ciencias bélicas, y los pocos banqueros judíos
cuya riqueza y relaciones internacionales eran de tal altura que
incluso se les invitaba a tan exclusivas fiestas. Se extendían
nubes de aromas artificiales, como queriendo ocultar otro aroma:
el olor dulce de la sangre, que tanto gustaba y que llenaba el país,
pero que se convertía en motivo de vergüenza en una
fiesta tan fina y en presencia de diplomáticos extranjeros.
—Es fantástico —decía un alto cargo militar
a otro—. ¡Hay que ver lo que se permite el Gordo!
—Mientras se lo permitamos —contestó el segundo.
Ambos adoptaron expresiones sonrientes, pues los estaban fotografiando.
—Dicen que Lotte lleva un traje de tres mil marcos —contaba
una actriz de cine al príncipe de Hohenzollern mientras bailaban.
Lotte era la esposa de aquel poderoso con tantos títulos
que celebraba su cuarenta y tres cumpleaños como un príncipe
de cuento de hadas. Lotte había sido actriz en provincias
y se la consideraba una buena mujer, sencilla, una típica
alemana.
El príncipe de Hohenzollern apuntó:
—Mi familia nunca ha llevado a cabo un despliegue así.
¿Cuándo hará su entrada la eminente pareja?
¿Acaso quieren que nuestra espera llegue al paroxismo?
—Lotte sabe hacer las cosas —opinó objetivamente
la otrora colega de la primera dama.
Una magnífica fiesta: todos los presentes parecían
disfrutar de ella, tanto los invitados como aquellos que habían
tenido que pagar cincuenta marcos para entrar. Se bailaba, se charlaba,
se flirteaba; cada uno se admiraba a sí mismo, admiraba a
los demás y, sobre todo, admiraba el poder que se podía
permitir tan fastuosos actos. En los salones y pasillos, ante los
tentadores buffets las conversaciones eran animadas. Se discutía
acerca de los tocados de las damas, del capital de los caballeros
y de los premios de la tómbola benéfica: el premio
más valioso era una cruz gamada guarnecida de brillantes,
un detalle coqueto y caro para usar como broche o como colgante
en un collar. Los enterados aseguraban que habría también
divertidísimos premios de consolación, como tanques
y metralletas de mazapán de Lübeck. Algunas damas afirmaban
caprichosas que preferían un instrumento mortífero
de tan dulce material antes que la costosa cruz gamada. Reían
mucho y con ganas. En voz más baja se discutía sobre
el trasfondo político de un acto así. Chocó
la ausencia del dictador, y también el que algunas figuras
prominentes del Partido no hubieran sido invitadas, y que, por el
contrario, estuvieran representados tantos miembros de familias
principescas. Esta circunstancia se relacionaba con toda clase de
oscuros y significativos rumores, que pasaban, en susurros, de boca
en boca. También se rumoreaban noticias preocupantes sobre
la salud del dictador; se comentaban en voz baja y apasionadamente
tanto en los círculos de periodistas y diplomáticos
extranjeros como entre los hombres de armas o de la industria pesada.
—Parece que es cáncer —informó un periodista
inglés, con el pañuelo delante de la boca, a un colega
francés. Pero no fue muy oportuno.
Pierre Larue, que tenía el aspecto de un enano frágil
pero pérfido, era un entusiasta del heroísmo y de
los hermosos muchachos uniformados de la nueva Alemania. Por cierto,
no era periodista, sino un hombre rico que escribía libros
escandalosos sobre la vida social, política y literaria de
las capitales europeas, cuya vocación era coleccionar famosos.
Este pequeño gnomo, grotesco y de mala reputación,
con carilla puntiaguda y voz quejumbrosa de anciana enfermiza, despreciaba
la democracia de su propio país y explicaba al que quisiera
oírlo que él consideraba a Clemenceau un canalla y
un idiota. En cambio, a aquel alto oficial de la Gestapo lo tenía
por un semidiós; y a la cumbre del nuevo régimen alemán,
por un conjunto de dioses inmaculados.
—¡Qué desatinos dice usted, señor mío!
—el hombrecillo lo miró terriblemente enfadado; su
voz crujió seca como hojarasca caída—. La salud
del Führer no deja nada que desear. Sólo está
ligeramente acatarrado.
De aquel pequeño monstruo se podía esperar hasta que
presentara una denuncia. El corresponsal inglés se puso nervioso
e intentó justificarse:
—Un colega italiano me lo ha dado a entender en confianza…
Pero el enjuto amante de los ceñidos uniformes le cortó
secamente la palabra:
—¡Basta, señor mío! No quiero oír
nada más. ¡Esto es un cotilleo irresponsable! Excúseme
—añadió, más suave—. Tengo que
saludar al ex rey de Bulgaria. Lo acompaña la princesa de
Hessen a quien conocí en la corte de su padre, en Roma.
Se alejó de allí con sus blancas y puntiagudas manos
cruzadas sobre el pecho, en la postura y con la expresión
de un cura intrigante. El inglés murmuró a sus espaldas:
—¡Condenado esnob!
Un movimiento atravesó la sala y se oyó un murmullo:
había entrado el ministro de Propaganda. No se esperaba su
presencia aquella noche. Todos conocían su tirante relación
con el gordo festejado, quien, a su vez, todavía no había
aparecido para hacer de su llegada el gran colofón.
El ministro de Propaganda —señor de la vida espiritual
de millones de hombres— cojeaba ágilmente por entre
la brillante masa que se inclinaba ante él. Un viento gélido
parecía acompañar su paso. Era como si una divinidad
maligna, peligrosa, solitaria y cruel hubiera descendido al ordinario
barullo de unos mortales viciosos de placer, cobardes y dignos de
compasión. Los invitados quedaron durante unos segundos paralizados
por el sobresalto. Los que bailaban permanecieron inmóviles
en la misma postura, y su mirada cayó humillada y llena de
odio sobre el temido enano. Éste intentaba paliar con una
sonrisa encantadora el efecto que había causado: distendía
hasta las orejas sus labios finos; se esforzaba en encantar, en
reconciliar, en que sus ojos, hundidos e inteligentes, miraran amistosamente.
Arrastrando con gracia su pie contrahecho, avanzó ligero
por la sala, mostrando a aquellos dos mil esclavos, simpatizantes,
estafadores, estafados y bufones su perfil significante, falso,
de ave de rapiña. Pasaba rápidamente por delante de
los grupos de millonarios, embajadores, comandantes de regimiento,
artistas de cine, y sonreía con malicia. Fue ante el director
Hendrik Höfgen, consejero de Estado y senador, donde se detuvo.
¡Una sorpresa más! El director Höfgen figuraba
claramente entre los favoritos del presidente y general de aviación,
que había conseguido el nombramiento de aquél frente
a la opinión del ministro de Propaganda. Éste se vio
obligado, tras larga y difícil controversia, a sacrificar
a su propio protegido, el escritor Cäsar van Muck, y a enviarlo
de viaje. Ahora alababa sin disimulos la criatura de su enemigo.
Lo saludó y habló con él. ¿Acaso el
inteligente maestro de la propaganda quería demostrar, ante
aquella reunión de la elite internacional, que en la cumbre
del gobierno alemán no había fricción ni desacuerdo?
¿Que los celos entre él y el general de aviación
pertenecían a la esfera de los rumores infundados? ¿O
es que Hendrik Höfgen —la figura más debatida
de la capital— era tan listo que sus relaciones con el ministro
de Propaganda habían llegado a ser tan íntimas como
las que mantenía con el general del Aire? ¿Se dejaba
proteger por ambos y los enfrentaba entre sí? Algo así
se podría esperar de su ya legendaria habilidad…
¡Aquello era muy interesante! Pierre Larue dejó plantado
al ex rey de Bulgaria y atravesó la sala —su propia
curiosidad lo movía como una hoja flota en el viento—,
para ver de cerca tan sensacional encuentro. Los ojos acerados de
Cäsar van Muck parpadearon incrédulos y la millonaria
de Colonia suspiraba de pura animación, mientras la señora
Bella Höfgen, la madre del gran hombre, sonreía a los
que se encontraban alrededor, como queriendo decir: «Mi Hendrik
es grande, y yo soy su distinguida madre. A pesar de ello, no hace
falta que os hinquéis de rodillas. Él y yo estamos
hechos también de carne y hueso, aunque destaquemos entre
las demás personas.»
—¿Cómo está, mi querido Höfgen?
—preguntó el ministro de Propaganda y sonrió
con amabilidad.
También el director sonreía, pero no abiertamente,
sino con una distinción que parecía casi dolorosa.
—Bien, gracias, señor ministro —hablaba bajo,
con tono ligeramente musical y acentuado. El ministro no había
soltado aún su mano—. ¿Puedo preguntarle por
la salud de su esposa? —inquirió el director. Su interlocutor
se puso serio:
—Esta noche no se encuentra bien
—soltó la mano del consejero de Estado y senador, quien
dijo compungido:
—¡Cuánto lo lamento!
Él sabía —todos en la sala lo sabían—
que la esposa del ministro de Propaganda estaba interiormente destrozada
por los celos que sentía de la esposa del presidente del
Gobierno. Puesto que el dictador permanecía soltero, había
sido ella, como esposa del ministro de Propaganda, la primera dama
del país, y había realizado su función con
gracia y dignidad. Ni su peor enemigo lo podía negar. Pero
apareció una tal Lotte Lindenthal, una actriz de mediana
categoría —ni siquiera era ya joven— y se casó
con el gordo amante del lujo. La esposa del ministro de Propaganda
sufrió lo indecible. ¡Se le disputaba el rango de primera
dama! ¡Otra se le anteponía! ¡Se rendía
culto a la cómica como si la propia reina Luise hubiera resucitado!
Cada vez que había un acto en honor de Lotte, la mujer del
ministro de Propaganda se disgustaba a tal punto que le daban jaquecas.
También aquella noche se había quedado en cama.
—Seguro que su esposa se habría divertido mucho —Höfgen
tenía aún gesto festivo. En sus palabras no había
rastro de ironía—. Es una lástima que el Führer
no haya podido venir. Tampoco han podido hacerlo los embajadores
de Francia e Inglaterra.
Con estas observaciones hechas en tono suave traicionó a
su amigo y mecenas —a quien debía todo su esplendor—
ante el celoso ministro de Propaganda: a éste había
que mantenerlo en reserva para lo que fuera.
El ágil contrahecho preguntó en confianza y no sin
desdén:
—¿Y qué tal ambiente hay?
El director del Teatro Nacional contestó con reserva:
—Parece que los invitados se divierten.
Los dos dignatarios conversaban en voz baja; alrededor de ellos
se apiñaban los curiosos y varios fotógrafos. La fabricante
de cañones susurraba a Pierre Larue, que se frotaba encantado
las pálidas, pequeñas y huesudas manos:
—Nuestro director y el ministro forman una pareja impresionante,
¿no es así? ¡Son ambos tan atractivos!
Y acercaba su generoso cuerpo enjoyado al frágl cuerpecito
del pequeñajo. El débil admirador galo del heroísmo
germano, de los jovencitos vigorosos, del pensamiento del Führer
y de los nombres con blasón, temía la proximidad de
tanta carne femenina. Intentó retirarse un poco mientras
exclamaba:
—¡Exquisito! ¡Encantador! ¡Inigualable!
La renana añadió:
—Nuestro Höfgen es todo un hombre, ¡se lo aseguro!
¡Un genio; ni en París ni en Hollywood se puede encontrar
algo así! ¡Y tan alemán, tan recto, sencillo
y cordial! Yo lo conocí cuando era así de pequeño
—y señaló con la mano la estatura que alcanzaba
Hendrik en la época en que ella, la millonaria, había
desairado a la madre de él a un segundo plano en un acto
benéfico, allá en Colonia—. ¡Un chico
maravilloso! —y acabó con una mirada tan voluptuosa,
que Larue huyó de ella, presa del pánico.
Se hubiera dicho que Hendrik Höfgen era un hombre de unos cincuenta
años, cuando en realidad sólo tenía treinta
y nueve, prodigiosa juventud para un cargo tan importante como el
suyo. Su faz pálida tras las gafas de concha mostraba la
calma pétrea en que se pueden refugiar los hombres nerviosos
y altivos cuando se sienten observados por mucha gente. Su cráneo
calvo tenía una noble forma. En el rostro poroso y grisáceo
se marcaba un rasgo de cansancio, sensible y sufrido, que iba de
las rubias cejas a las hundidas sienes; la forma acusada de la fuerte
mandíbula se alzaba orgullosa de manera que la elegante,
bella línea entre la oreja y la barbilla resaltaba audaz
y señorial. Sus anchos y pálidos labios dibujaban
una sonrisa gélida, ambigua y al tiempo burlona, que buscaba
compasión. Tras los grandes cristales reflectantes de las
gafas se escondían sus ojos, que sólo a veces podía
uno ver y que causaban efecto: entonces se comprobaba, no sin miedo,
que eran fríos en su suavidad, crueles en su melancolía.
Ojos grisverdosos, centelleantes, que recordaban esas piedras preciosas
que atraen la desgracia, al tiempo que ojos ávidos de un
peligroso pez. Todas las damas y casi todos los caballeros consideraban
que Hendrik Höfgen era un hombre no sólo importante
y muy inteligente, sino también visiblemente atractivo. Su
postura contenida, casi rígida por su consciente y calculada
elegancia, y su costoso frac, ocultaban su gordura, sobre todo de
caderas y parte posterior.
—Por cierto, he de felicitarle por su Hamlet —dijo el
ministro de Propaganda—. Una gran creación. La escena
alemana puede sentirse orgullosa de usted.
Höfgen inclinó ligeramente la cabeza y bajó la
barbilla; sobre el cuello alto y brillante de su camisa aparecieron
numerosas arrugas.
—El que fracasa con Hamlet no merece llamarse actor —su
voz sonaba cargada de modestia.
El ministro añadió:
—Ha llevado usted la tragedia a su plenitud.
En ese momento se notó una gran agitación en la sala.
El general aviador y su esposa, la actriz Lotte Lindenthal, habían
entrado por la puerta central: fueron recibidos con estrepitosos
aplausos y vibrantes aclamaciones. La notable pareja avanzó
por entre las filas de los jubilosos invitados. Ni un emperador
habría hecho una entrada más decorosa. El entusiasmo
era tremendo: cada uno de los dos mil invitados expresaba con aplausos
y aclamaciones al presidente del Gobierno su ardorosa participación
en su cuarenta y tres cumpleaños y su adhesión al
Estado Nacional. Se gritaba «¡Viva!», «Heil!»
y «¡Felicidades!». Se arrojaban flores, que la
señora Lotte recogía con gracia llena de dignidad.
Se produjo entonces un toque de atención: el rostro del ministro
de Propaganda pareció desencajado por el odio, pero nadie
se dio cuenta, excepto quizá Hendrik Höfgen, que no
se movía; esperaba a su bienhechor con postura contenida,
elegantemente rígida.
De buen grado se habrían cruzado apuestas sobre el uniforme
de fantasía que luciría el Gordo de la fiesta. Su
ascética coquetería le llevó a desconcertar
a los asistentes con una indumentaria sumamente discreta. La guerrera
que llevaba parecía casi una sencilla chaqueta de estar por
casa, de color verde botella. Sobre su pecho sólo resplandecía
una pequeña medalla plateada. Sus piernas —escondidas
de ordinario bajo el largo abrigo— parecían enormes
enfundadas en unos pantalones grises: eran como dos columnas sobre
las que se movía lentamente. La estatura y el volumen colosales
de su monstruosa figura despertaban miedo y respeto, fundamentalmente
porque no se podía atisbar en él nada de cómico:
al más temerario le abandonaban los deseos de reír
sólo con sopesar la cantidad de sangre derramada por un solo
gesto de aquel gigante de grasa y carne, y qué inconmensurable
cantidad de sangre correría aún en su honor. Sobre
el corto cuello abotagado reposaba su masiva cabeza como regada
por un rojo jugo: la cabeza de un césar a la que se le hubiera
quitado la piel. Nada quedaba de humano en aquel rostro: era un
tarugo de carne cruda, deforme.
El presidente del Gobierno empujaba su estómago, cuya enorme
curvatura llegaba hasta el pecho, majestuoso a través de
la brillante reunión. Sonreía ligeramente.
Su esposa Lotte iba regalando sonrisas. Una reina Luise palmo a
palmo. También su vestuario, que había sido tema de
conversación femenina, era sencillo en su pompa: de un centelleante
tejido plateado, caía liso para acabar en una larga cola
propia de un manto real; sin embargo, los brillantes de la diadema
que sujetaban su cabello trigueño, las perlas y esmeraldas
sobre su pecho, superaban en peso y brillo todo lo que se podía
admirar en aquella exuberante reunión. El enorme aderezo
de la antigua actriz de provincias costaba millones: se lo tenía
que agradecer a la galantería de un esposo que criticaba
públicamente el boato y la corrupción de algunos súbditos
bien situados y favorecidos. La señora Lotte sabía
aceptar atenciones de tanto peso con una alegría inocente
que le había procurado fama de mujer ingenua, maternal, digna.
Se la consideraba desprendida, pura. Se había convertido
en figura ideal para las mujeres alemanas. Tenía grandes
ojos de vaca, redondos, algo saltones, de un azul húmedo,
hermoso cabello rubio y senos blancos como la nieve. También
ella se iba poniendo demasiado rellenita: en el palacio presidencial
se comía mucho y bien. Decían de ella con admiración
que había intercedido ante su marido por algunos judíos
de la alta sociedad, unos judíos que, no obstante, habían
sido enviados al campo de concentración. La llamaban el ángel
bueno del presidente del Gobierno, pero éste no mostraba
mayor clemencia por el hecho de que ella lo aconsejara. Uno de los
principales papeles que había interpretado había sido
el de lady Milford en la obra de Schiller Intriga y amor, aquella
favorita de un poderoso que no fue capaz de soportar el brillo de
sus joyas ni la presencia de su príncipe desde que supo con
qué se pagaban las piedras preciosas. La última vez
que había subido a un escenario interpretó Minna von
Barnhelm, de Lessing; así, antes de mudarse al palacio del
general de aviación, declamó los versos de aquel poeta
al que, de haber estado vivo, su marido y los cómplices de
éste habrían perseguido y condenado. En su presencia
se hablaba de escalofriantes secretos de Estado, pero ella se limitaba
a sonreír maternalmente. Por la mañana, si miraba
por encima del hombro de su marido, veía ante él,
sobre el escritorio renacentista, las condenas a muerte; por la
noche mostraba la blancura de sus senos y el artístico peinado
de sus cabellos trigueños en los estrenos de ópera
o en las mesas engalanadas de los privilegiados, a los que honraban
con su trato. Lotte era inconmovible, intocable, porque era ingenua
y sentimental. Se creía rodeada del «amor de su pueblo»
porque dos mil ambiciosos, sobornables y esnobs, la jaleaban. Paseaba
a través del fulgor y regalaba sonrisas —lo único
que acostumbraba regalar—. Creía que Dios deseaba su
bien, porque le había permitido obtener tanto lujo. Su carencia
de fantasía e inteligencia la protegía de la tentación
de pensar en un futuro que seguramente guardaría muy poco
parecido con el presente. Mientras caminaba, con la cabeza alto,
bañada por la luz y rodeada de admiración general,
no albergaba en su corazón la menor duda de que el encantamiento
sería perdurable. Nunca, pensaba confiada, nunca se desprendería
de ella aquel boato, jamás serían vengados los mártires,
jamás la envolverían las tinieblas.
Aún continuaban los gritos de júbilo. Lotte y su Gordo
habían llegado al lugar donde se encontraban el ministro
de Propaganda y Höfgen. Los tres caballeros levantaron los
brazos sin especial energía, insinuando apenas la ceremonia
del saludo. Luego, Hendrik se inclinó con una sonrisa seria
y efusiva sobre la mano de la gran dama, a la que tantas veces había
abrazado en el escenario. Allí estaban, de pie, centro de
la ardiente curiosidad de una sociedad elegida, cuatro poderosos
del país, cuatro seres con autoridad, cuatro comediantes:
el jefe de publicidad, el especialista en condenas a muerte y bombarderos,
la esposa cursi y el lívido intrigante. El público
observaba cómo el Gordo daba palmaditas en el hombro del
director y preguntaba con una risa que semejaba un gruñido:
—¿Qué tal, Mefisto?
Desde el punto de vista estético, la situación era
ventajosa para Höfgen: al lado del ampuloso matrimonio aparecía
delgado, y junto al ágil pero contrahecho enano, el de la
publicidad, parecía muy alto y presentable. También
su rostro, no importaba cuán macilento y trágico,
contrastaba agradablemente con los tres que lo rodeaban: las sensibles
sienes y el fuerte mentón le hacían parecer un hombre
que ha vivido y sufrido; en cambio, el rostro carnoso de su protector
era un mascarón tumefacto; el de la sentimental, una careta
estúpida; y el del propagandista, una caricatura desfigurada.
La sentimental decía con expresiva mirada al director, por
el que sentía en secreto —un secreto muy relativo—
una pronunciada admiración:
—No le he dicho aún, Hendrik, qué maravilloso
me ha parecido su Hamlet.
Él apretaba su mano en silencio, se acercó un paso
e intentó igualar la expresiva mirada, que en ella era tan
espontánea. El intento fracasó: sus ojos de pez no
eran capaces de emanar tanto calor. Por eso puso cara seria, casi
enfadada, oficial, y murmuró:
—He de pronunciar un par de palabras —y alzó
la voz. Tenía un tono metálico, bien estudiado y brillante,
y se le oyó hasta en el último rincón de la
gran sala—: ¡Señor presidente del Gobierno, altezas,
excelencias, señoras y señores! Nos sentimos orgullosos
(sí, orgullosos y contentos) de poder compartir esta celebración
con usted, señor presidente, y con su maravillosa esposa…
Desde estas primeras palabras la viva conversación en aquella
reunión de dos mil personas enmudeció. En absoluto
silencio, con devota atención, se escuchaba el largo y patético
discurso de felicitación que el director, consejero y senador
pronunciaba para su presidente del Gobierno. Todas las miradas se
dirigían a Hendrik Höfgen. Todos le admiraban. Él
pertenecía al poder, era parte de su destello mientras el
destello durara. Era el más refinado y diplomático
de sus representantes. En el cuarenta y tres cumpleaños de
su señor, su voz alcanzaba los más sorprendentes tonos
de júbilo. Mantuvo el mentón erguido; sus ojos refulgían.
Sus gestos, parcos y resueltos, tenían el más bello
movimiento. Evitaba con cuidado decir ninguna palabra auténtica.
El césar escalpado, el jefe de publicidad y la mujer de ojos
de vaca parecían vigilar que de sus labios no fluyeran más
que mentiras, sólo mentiras: así lo exigía
un pacto secreto, vigente en aquel salón como en todo el
país.
Mientras se acercaba con ritmo brillante y acelerado al final de
su discurso, una damita atractiva, de aspecto infantil —la
esposa de un conocido realizador de cine—, que ocupaba un
modesto lugar al fondo de la sala, susurró a su vecina:
—Cuando termine, quiero ir a saludarle. ¿No es fantástico?
Lo conozco hace tiempo, sí, trabajamos juntos en Hamburgo.
¡Qué tiempos divertidos! ¡Brillante carrera ha
hecho este hombre!
I.
H. K.
En
los últimos años de la Primera Guerra Mundial y en
los primeros que siguieron a la Revolución de Noviembre,
el teatro literario alemán conoció un momento de esplendor.
También al director Oskar H. Kroge le fueron bien las cosas,
a pesar de la difícil coyuntura económica. Dirigía
un teatro de cámara en Frankfurt, un sótano angosto
pero con mucho ambiente, donde se reunían los intelectuales
de la ciudad y, sobre todo, una juventud inquieta, sacudida por
los sucesos, amante de la discusión y entusiasta, particularmente
cuando se trataba de una reposición de Wedekind o Strindberg
o un estreno de Georg Kaiser, Sternheim, Fritz von Unruh, Hasenclever
o Toller. Oskar H. Kroge, que escribía también ensayos
y odas, concebía el teatro como una aula moral: desde el
escenario había que educar a la juventud en unos ideales
de la libertad, la justicia y la paz. Oskar H. Kroge era patético,
confiado e ingenuo. Cada domingo por la mañana, antes de
la representación de una obra de Tolstoi o de Rabindranath
Tagore, hablaba a sus fieles. La palabra «humanidad»
se repetía una y otra vez; a los jóvenes, que se apretujaban
en los pasillos, les decía con voz emotiva: «Tened
el valor de ser vosotros mismos, hermanos», y cosechaba ardorosos
aplausos al concluir con las palabras de Schiller: «Recibid
un abrazo, millones.»
Oskar H. Kroge era querido y respetado en Frankfurt y en todos los
lugares del país donde se seguían los atrevidos experimentos
del teatro intelectual. Su cara expresiva, de frente ancha, arrugada,
cabello ralo y gris y ojos bondadosos, prudentes tras las gafas
de estrecha montura dorada, aparecía frecuentemente en las
pequeñas revistas de vanguardia, a veces incluso en las revistas
importantes. Oskar H. Kroge era uno de los más activos precursores
del expresionismo dramático.
Sin duda fue una equivocación —de la que muy pronto
se dio cuenta— dejar su pequeño teatro de Frankfurt,
con su estupendo ambiente, pero en 1923 le ofrecieron la dirección
del Teatro de los Artistas, en Hamburgo, que era mayor, y por esto
último aceptó. Al público de Hamburgo no se
llegaba con el apasionado y ambicioso experimento con tanta facilidad
como a aquel círculo que, con rutina y entusiasmo al mismo
tiempo, había sido fiel a las obras de cámara en Frankfurt.
En Hamburgo tenía que escenificar una y otra vez El rapto
de las sabinas y Pensión Schöller, junto a las obras
que a él le parecían importantes. Y esto le hacía
sufrir. Todos los viernes, cuando se elaboraba el plan para la semana
siguiente, libraba una pequeña batalla con el señor
Schmitz, el gerente de la casa. Schmitz quería incluir farsas
y comedietas porque eran obras que hacían taquilla; Kroge
se empeñaba en el repertorio literario. Casi siempre cedía
Schmitz, que en verdad sentía una cordial amistad y admiración
por Kroge. El Teatro de los Artistas continuaba siendo literario,
con el consiguiente perjuicio para los ingresos.
Kroge se quejaba en particular de la indiferencia de la juventud
hamburguesa, y del materialismo de una sociedad que en general se
había apartado de todo lo que tuviera altura.
—¡Cuán rápida ha sido la evolución!
En 1919 se acudía a ver a Wedekind y a Strindberg, y hoy
no se desea más que ver operetas —decía con
amargura.
Oskar H. Kroge era exigente y no poseía un espíritu
profético. ¿Se hubiera quejado del año 1926
si hubiera podido imaginar lo que iba a ser 1936?
—Nada bueno interesa ya —protestaba—. Hasta con
Los tejedores estaba la sala vacía.
—A pesar de todo, mantenemos el equilibrio.
El gerente Schmitz intentaba consolar a su amigo, al que se le marcaban
las arrugas de consternación en el rostro, aunque a él
tampoco le faltaban motivos para disgustarse y en su cara rosada
también había arrugas.
—¡Pero cómo! —Kroge no se dejaba consolar—.
¿Cómo nos vamos a equilibrar? Tenemos que invitar
a conocidos artistas de Berlín, igual que hoy, para que los
hamburgueses acudan al teatro.
Hedda von Herzfeld, antigua colaboradora y amiga de Kroge, que ya
había estado con él en Frankfurt como actriz y consejera
literaria, observó:
—¡Otra vez lo ves todo negro, Oskar H.! No es una vergüenza
invitar a Dora Martin. Es maravillosa, y adémas nuestros
hamburgueses vienen también a ver a Höfgen.
Al nombrar a Höfgen, la señora Von Herzfold sonrió
con cariño. Su rostro empolvado, de nariz carnosa, y sus
dorados ojos se encendieron súbitamente.
—A Höfgen se le paga demasiado —dijo Kroge, gruñón.
—A la Martin también —repuso Schmitz—.
Sin menoscabo de su atractivo y reconociendo que arrastra al público,
mil marcos por velada me parece excesivo.
—Son las exigencias de las estrellas berlinesas —dijo
Hedda, burlona.
Nunca había trabajado en Berlín y afirmaba menospreciar
el movimiento teatral de la capital.
—Mil marcos al mes para Höfgen es también exagerado
—afirmó Kroge, irritado de pronto—. ¿Desde
cuándo cobra mil marcos? Antes cobraba ochocientos, lo que
ya me parecía suficiente.
—¿Qué otra cosa podía hacer sino aumentarle?
—se disculpó Schmitz—. Entró en mi oficina
como un rayo y se me sentó en las rodillas. —La señora
Herzfeld observó divertida que Schmitz enrojecía al
contarlo—. Me hacía cosquillas en la barbilla y decía:
«¡Tienen que ser mil marcos! ¡Mil, directorcito!
¡Es una suma tan redonda y bonita!» ¿Qué
remedio me quedaba? ¡Dígame!
Era costumbre de Höfgen entrar como un nervioso viento de tormenta
en el despacho de Schmitz cuando necesitaba un adelanto o un aumento
de sueldo. En estas ocasiones hacía el papel de jovencito
maniático y caprichoso, porque sabía que el bobalicón
de Schmitz cedería si le alborotaba el cabello o le oprimía
insolentemente el estómago con el índice. Como esa
vez se trataba de un sueldo de mil marcos, hasta se le había
sentado en las rodillas.
—¡Eso son tonterías! —Kroge movía
con disgusto la cabeza—. Höfgen es un necio integral.
Todo en él es falso, desde sus aficiones literarias hasta
su pretendido comunismo. No es un artista sino un comediante.
—¿Qué tienes contra nuestro Hendrik? —la
señora Von Herzfeld se esforzaba por hablar con ironía,
pero en realidad no la sentía al referirse a Höfgen,
a cuyos estudiados encantos no era del todo insensible—. Es
lo mejor que tenemos, y podemos estar contentos de que no se nos
vaya a Berlín.
—Pues yo no estoy especialmente orgulloso de él —replicó
Kroge—. No es más que un actor de provincia, con cierta
experiencia. Eso lo sabe hasta él.
—Por cierto, ¿dónde anda metido? —preguntó
Schmitz.
—Está en su camerino, escondido detrás de un
biombo. Me lo ha contado el pequeño Böck. Siempre que
vienen invitados de Berlín se pone nervioso y celoso. Dice
que no va a llegar tan lejos como ellos, y se esconde, histérico
perdido, detrás del biombo. La Martin le saca especialmente
de sus casillas pues siente por ella una especie de odio-amor. Dicen
que esta tarde ha tenido un ataque producido por el alcohol —dijo,
sonriente, la Herzfeld.
—¡Ahí veis su complejo de inferioridad! —apuntó
triunfante Kroge—. Más aún: en cierto modo se
valora exactamente a sí mismo.
Los tres estaban sentados en la cantina del teatro, a la que llamaban
H. K., por las iniciales del Hamburger Künstler-theater (Teatro
de los Artistas de Hamburgo). Detrás de las mesas, cuyos
manteles estaban llenos de manchas, colgaba de la pared una galería
de retratos polvorientos: los de todos aquellos que, a lo largo
de los decenios, se habían promocionado desde allí.
La señora Von Herzfeld sonreía a veces a las ingenuas
damas jóvenes, al cómico, al actor de carácter,
a los juveniles amantes, a los intrigantes y a las damas de sociedad,
que pasaban inadvertidos a Schmitz y Kroge.
Abajo, en el teatro, actuaba Dora Martin, quien con su ronca voz,
la atrayente delgadez de su cuerpo de efebo y sus grandes ojos trágicos,
infantiles, insondables, embrujaba al público de las grandes
ciudades alemanas. La gran actuación tocaba a su fin. Los
dos directores y la señora Von Herzfeld habían abandonado
su palco después del segundo acto. Los demás miembros
de la compañía permanecían en la sala para
ver a su colega de Berlín, a la que admiraban y odiaban por
partes iguales.
—La compañía que ha traído no resiste
la menor crítica —opinó Kroge, despectivo.
—¿Qué quiere usted? ¿Cómo ganaría
mil marcos por velada si llevara actores caros?
—replicó Schmitz.
—Ella, en cambio, está cada vez mejor —dijo la
espabilada Herzfeld—. Se puede permitir cualquier amaneramiento.
Podría hablar como un bebé subnormal, y arrollaría.
—No está mal lo de bebé subnormal —reía
Kroge—.
Parece que abajo han terminado —añadió, mirando
por la ventana. La gente subía por el camino adoquinado que
pasaba por delante de la cantina y llevaba al portal que daba a
la calle.
Poco a poco la cantina se llenó. Los actores saludaban con
respetuosa cordialidad hacia la mesa de los directores y bromeaban
con el encargado del bar, un anciano de barba blanca y nariz amoratada.
Papaíto Hansemann, el dueño de la cantina, era para
la compañía casi tan importante como Schmitz, el gerente.
De Schmitz se podía sacar un adelanto cuando se encontraba
de talante generoso, pero Hansemann les fiaba si el día 15
se les había acabado el sueldo y no habían conseguido
el adelanto. Todos le debían algo. Se decía que Höfgen
le debía más de cien marcos. A Hansemann no le hacía
falta responder a las bromas de sus clientes; con gesto impávido
y solemne seriedad marcada en la frente servía coñac,
cerveza y bocadillos que nadie pagaba.
Todos hablaban sobre Dora Martin; cada uno tenía su opinión
sobre su categoría y capacidad. Sólo en un punto estaban
de acuerdo: ganaba demasiado. La Motz explicaba:
—El teatro se hunde con esta economía de estrellas.
—A lo que su amigo Petersen asentía.
Petersen era un actor de carácter con pretensiones de héroe;
le gustaban los papeles de reyes y nobles espadachines maduros en
obras históricas. Por desgracia, era demasiado bajo y gordo
para estos papeles, cosa que intentaba paliar con una postura firme
y luchadora. En su rostro, que expresaba falsa sinceridad, hubiera
cuadrado una barba de marinero, pero como no la tenía, su
cara parecía como calva, con el labio superior afeitado y
unos ojillos azules y expresivos. La Motz lo quería más
de lo que él la quería a ella, eso lo sabían
todos. Como él había asentido, ella se dirigió
directamente a él con tono íntimo:
—¿No es cierto, Petersen, que sobre esta triste economía
ya hemos hablado en otras ocasiones?
—Sí, mujer —confirmó él mansamente,
e hizo un guiño a Rahel Mohrenwitz, que iba de muchachita
perversa y fatal: flequillo negro hasta las cejas afeitadas y un
gran monóculo con montura negra; su cara parecía infantil,
mofletuda y deformada.
—Es posible que en Berlín atraigan las monerías
de la Martin, pero a nosotros no puede engañarnos —sentenció
la Motz—; nosotros somos profesionales de toda la vida.
Miró en derredor como si esperara los aplausos. Era la actriz
de carácter; algunas veces le permitían hacer papeles
de dama de sociedad. Le gustaba reír mucho y fuerte, por
lo que se le señalaban arrugas alrededor de la boca, en cuyo
interior brillaba el oro. En ese momento tenía una expresión
digna, seria, casi furibunda.
Rahel Mohrenwitz comentaba, jugando con la punta de su largo cigarrillo:
—Es innegable que la Martin posee una enorme personalidad.
Haga lo que haga sobre el escenario, lo hace siempre con la mayor
intensidad, ya me entendéis...
Todos la habían entendido, la Motz indicó con la cabeza
su desacuerdo, mientras la pequeña Angelika Siebert apuntó
con su tímida vocecita:
—Yo admiro a la Martin. Transmite una fuerza maravillosa,
me parece...
Se ruborizó por haber osado pronunciar una frase tan larga
y atrevida. Todos la miraron con cierta emoción. La pequeña
Siebert era encantadora. Su cabecita, pelo corto y rubio con raya
a la izquierda, parecía la de un muchacho de trece años.
Sus ojos claros e inocentes no eran menos atractivos por ser cortos
de vista; al contrario, algunos pensaban que su forma de guiñar
los ojos al mirar era precisamente su mayor encanto.
—Nuestra pequeña quedó otra vez prendada —dijo
el atractivo Rolf Bonetti, riendo demasiado fuerte.
Él era el miembro de la compañía que recibía
mayor número de cartas de amor del público. De ahí
su expresión orgullosa, hastiada, casi repugnante por su
indolencia. Le gustaba la pequeña Angelika, a la que cortejaba
desde hacía tiempo. En el escenario tenía a menudo
la posibilidad de abrazarla, se lo permitían sus papeles
de galán. Pero fuera del escenario era esquiva. Con increíble
cabezonería depositaba su cariño allí donde
menos posibilidad tenía de ser correspondida, allí
donde quizá ni era deseada. Conmovedora y deseable como era,
parecía haber nacido para ser amada y mimada. Pero la especial
constancia de su corazón le hacía permanecer fría
y burlona ante las tormentosas protestas de Rolf Bonetti y llorar,
en cambio, amargamente ante la poca atención que le dedicaba
Hendrik Höfgen.
Rolf Bonetti decía con aire de entendido:
—Como mujer, esa Martin no vale gran cosa. Es un increíble
producto híbrido. Por sus venas debe de correr sangre de
horchata.
—Yo la encuentro bella —dijo Angelika en voz baja pero
decidida—. Para mí es la más bella. —Se
le llenaron los ojos de lágrimas. Angelika lloraba a menudo,
aunque no tuviera un motivo especial—. Es curioso, noto cierta
semejanza enigmática entre Dora Martin y Hendrik…
Esta afirmación maravilló a todo el mundo. |