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Capítulo
V
Piotr
Ilitch no sabía nada acerca de las masas. Si alguien intentaba
hacerlo intervenir en una conversación sobre problemas políticos
y sociales, permanecía al margen y casi sorprendido. Era
dueño de un corazón compasivo y sensible, que se conmovía
con facilidad y hasta lo más íntimo ante los padecimientos
y necesidades de otros… ante los padecimientos y necesidades
de individuos aislados, cuando los contemplaba con sus propios ojos.
No podía pasar junto a un mendigo sin llevar la mano al bolsillo
y era capaz de entregar hasta el último centavo a un amigo,
a un conocido en la necesidad. Pero nada sabía del destino
de las clases ni de los pueblos. Era totalmente apolítico
y creía que esa completa falta de interés por lo político
guardaba una lógica e inmutable relación con su actividad
artística. A su juicio, los artistas estaban tan aislados
de la sociedad como los delincuentes… sólo que su aislamiento
se manifestaba de otra manera. Por otra parte, la sociedad les otorgaba
a ambos —tanto al genio como al gran criminal— la celebridad
a modo de confirmación de su peligrosa y anormal existencia.
La celebridad era, para él, el signo del paria.
Tchaikovsky vivía los acontecimientos colectivos como fenómenos
estéticos: eran sublimes o perturbadores; pero, en cualquier
caso, conmovían al aislado hombre-artista sólo como
estímulo y esplendor o como ruido y fealdad. No tenían
para él el mismo significado que para la mesa, para la colectividad.
La estada de Piotr Ilitch en Praga, que siguió a su actuación
en Berlín, fue una fiesta pública de marcado acento
político. El solitario se sintió feliz ante las ovaciones
que se le tributaron y advirtió, sin duda, que no estaban
dedicadas sólo a él sino también a la “Madrecita
Rusia”; porque era modesto y no podía creer que él
solo provocara tan violento entusiasmo. Sin embargo, permaneció
bastante insensible a la patética tensión política
que se manifestaba en el frenético aplauso a un compositor
ruso. Se sintió conmovido hasta la perplejidad, hasta las
lágrimas, por la gritería de homenaje de los estudiantes
checos, por la tempestad de aplausos con la cual lo recibió
el público checo en la Ópera. Disfrutó aquellos
diez radiantes días de su triunfo en Praga, sobre todo porque
tuvo ocasión de vivirlos en compañía de su
bello y distante amigo Alexander Siloti. Se deslumbró ante
la belleza de la “ciudad dorada”, de sus puentes, plazas
y misteriosas callejas; la amó por haber sido la “primera
ciudad que conoció Mozart”. ¿Sabía algo
más acerca de ella? Lo hizo muy feliz establecer una cordial
relación con el nuevo genio musical del pueblo checo, Dvorák,
y sintió una mezcla de miedo y dicha cuando le aseguraron
que nunca se había tributado un homenaje igual a un artista
extranjero. ¿No sabía por qué la vanguardia
checa, su prensa y sus instancias oficiales subrayaban con tanta
intención y entusiasmo aquellos homenajes?
¿No advirtió o no comprendió la lucha que comenzaba,
y que él, el músico recién llegado, su figura
y su fama eran utilizados como un arma en favor de esa lucha? ¿No
sospechaba que esa gran batalla se libraba entre dos razas, entre
dos épocas? ¿No veía que un pueblo joven y
fuerte quería romper sus cadenas, esas cadenas impuestas
por la fatigada y casi resignada monarquía austríaca,
cruel aún pese a su cansancio? Era un pueblo joven y fuerte,
decidido a imponer en la historia su propia cultura y su propia
forma de vida política, que se embriagaba con el sonido eslavo
de la música de Piotr Ilitch Tchaikovsky. Este sonido no
sólo significaba allí el dulce y bienamado terruño;
también significaba poder. Porque significaba el enfrentamiento
de Rusia contra la monarquía de los Habsburgo y de los Hohenzollern.
Los homenajes al apolítico compositor fueron una demostración
política.
A
continuación de Praga, en el programa de la gira figuraba
París.
En Alemania, el compositor había sido recibido por un burgués
y respetable movimiento artístico, que le había demostrado
su respeto y su moderada comprensión; en Praga, un pueblo
eslavo sometido por una potencia extranjera le había deparado
un triunfo abrumador. Pero en París, la sociedad mundana
se apoderó de él. Allí, la vida musical estaba
estrechamente ligada a la vida elegante. El extranjero que quisiera
llegar a algo en el terreno artístico, no podía apartarse
de la actividad social; ya se lo habían dicho y repetido
los amigos rusos que conocían la vida parisiense. Piotr Ilitch
dio crédito a sus relatos y decidió aceptar como una
carga aquel ajetreo musical elegante, como una obligación
impuesta por su oficio y por su misión. Un hombre de mundo
hipersensible se movía con bastante timidez —un poco
incómodo en su frac y con la alta frente congestionada—
por los salones más distinguidos, en los cuales se organizaban
recepciones en su homenaje. No sólo era necesario sufrir
por la música en sí; también era preciso martirizarse
para que esa música llegara a la gente y se hiciera famosa.
“Y pensar que yo le decía a mi ambicioso Siloti que
la fama no me importa”, pensó Piotr Ilitch. “Pero
él me respondió: Todos necesitamos de ella…
Todos necesitamos de ella. Tomemos por ejemplo estas honrosas invitaciones,
reuniones en las cuales sudaré de embarazo y de tedio. Sí:
me bañaré, literalmente, en sudor. Todo encuentro
con ese mundo impertinente y tan poco digno de confianza es tan
penoso, tan humillante y tan fatigante como un encuentro con el
agente Siegfried Neugebauer, quien reúne en sí de
modo siniestro y curioso, todas sus malas cualidades.”
Pero Piotr Ilitch procuraba convencerse de que, en realidad, sólo
soportaba todas aquellas molestias mundanas en beneficio del gran
concierto ruso: su ambición seguía siendo presentar
la música de su país ante aquel público, el
público más refinado del mundo. “Porque no saben
nada de nosotros”, pensaba a diario, cuando le hablaban de
Rusia. También en París estaba de moda Rusia, pero
muy poco era lo que se sabía acerca de los logros rusos y
de la vida rusa. También en París, la moda aquella
tenía un marcado trasfondo político. Como en el caso
de la auténtica y eufórica simpatía en Praga,
apuntaba contra la ominosa Alemania. Se hablaba de la hermandad
franco-rusa, se usaban corbatas franco-russe, en los salones y en
los periódicos se mencionaban con frecuencia los nombres
de Tolstoi y Dostoievsky, en el circo, se ovacionaba al payaso ruso
Durov. Pero eso era todo. El interés por la música
rusa seria era tan escaso, que Piotr llitch tendría que haber
sido un hombre de gran fortuna para arriesgarse a organizar el concierto
por sus propios medios. Aun sin tales extravagancias gastaba mucho
en aquella gira, que costaba mucho más de lo que producía.
Ya sabía que no le quedaría otro remedio que renunciar
al gran concierto ruso. Siegfried Neugebauer había tenido
razón con su ofensivo escepticismo y eso era justamente lo
que Piotr Ilitch no quería confesarse. Por eso seguía
hablando de su hermoso concierto, intentaba interesar a determinados
círculos influyentes y mundanos, y procuraba ganarlos para
su causa; pero siempre chocaba con la misma cortés y fría
actitud, con el aparente interés que no se ponía de
manifiesto en una ayuda concreta.
Entretanto, se dejaba llevar de aquí para allá: podía
ser beneficioso para su fama y la fama es necesaria, aun cuando
sólo sea el signo del paria y una melancólica compensación.
La ronda de solemnes festejos se inició con una recepción
de gala en el palacio de Monsieur Bernardacky, rico mecenas, cuyos
salones figuraban entre los más prestigiosos de París.
Se habían reunido más de trescientas personas y Piotr
Ilitch se enteró de que aquello era el tout Paris. El gran
director Colonne había hecho ensayar a su orquesta la Serenata
para cuerdas de Tchaikovsky. En aquella velada de gala, la dirigió
el propio compositor. Después de Piotr Ilitch —quien
también se hizo cargo de la parte de piano del “Andante
Cantabile” de su Cuarteto N° 1— actuaron algunos
de los virtuosos más célebres, por ejemplo, el pianista
Diemer y los hermanos Reszke, dos cantantes cuyas voces eran muy
admiradas en el ambiente musical parisiense. También cantó
Madame Benardacky —cuyo apellido de soltera era Leibrock—
y su hermana, quien era cantante de ópera. Fue una velada
brillante; el editor Maquart, que había organizado todo,
podía darse por satisfecho. Depués del concierto,
fueron muchas las celebridades mundiales que felicitaron al visitante
ruso. Éste, un poco incómodo en su frac y con la frente
muy congestionada, se inclinaba en una tímida y amable reverencia
ante cada una de ellas. También se acercaron a felicitarlo
Colonne y Lamoureux, sus dos grandes rivales, Gounod, Massenet,
Saint-Saëns, la anciana Pauline Viardot y Paderevsky. El huésped
ruso escuchaba cortés a cualquiera que se le aproximara a
charlar. Una anciana que llevaba una fortuna en joyas en el cuello,
la bata, los brazos y los dedos, le preguntó si sabía
cuán célebre era en Francia. Su canción Nada
más que un desolado corazón desempeñaba un
papel bastante importante en la novela Le Froc, de un tal Émile
Goudau. Tal era su fama. Cualquiera que figurara en una novela francesa
pertenecía al tout Paris.
La ronda de solemnes celebraciones no tenía solución
de continuidad. M. Colonne ofreció una recepción.
Más importante aún fue la ofrecida por la baronesa
Tresdern, adinerada melómana que había podido darse
el lujo de organizar, en su salón de Place Vendôme,
una función privada del Anillo de Wagner. Ahora reunía
en honor al huésped ruso de moda. Las recepciones se sucedían:
la embajada rusa, Madame Pauline Viardot y la redacción de
Le Figaro. En las salas cuajadas de flores del importante periódico
se representó el acto tercero de El poder de las tinieblas;
todo ello en honor del visitante ruso. El pianista Diemer organizó
una función de gala en la cual sus discípulos sólo
interpretaron composiciones de Tchaikovsky. Aquello fue una eficaz
propaganda, tanto para el virtuoso y pedagogo, como para el compositor
y, quizá, para los alumnos. La prensa grande y pequeña
participaba con gran animación de todos esos acontecimientos
sociales y musicales. Claro está que, por lo general, se
interesaban más por “la délicieuse toilette
en satin et tulle blanc” de alguna Polignac o Noailles, que
por la música de Tchaikovsky. Se elogiaba “la grâce
de grande dame” de Madame Bernardacky née Leibrock,
y los arreglos florales en el gran hall de Le Figaro. Tampoco olvidaban
de mencionar, en este caso, el nombre del florista ¿por qué
no habría de disfrutar él de aquella generosa propaganda
generalizada?
Cuando, por fin, llegaron los dos grandes conciertos públicos
de Tchaikovsky en el Châtelet, el visitante ruso ya era bien
conocido por las duquesas más importantes y en los salones
de recepción de las principales redacciones. Había
visitado a todo el mundo: un tímido hombre de mundo, introducido
y conducido por su diligente editor M. Maquart. Ahora, por fin,
lo conocería también el gran público francés
y la prensa musical seria se ocuparía de él.
En el Châtelet se lo recibió con calurosos aplausos,
que una vez más —como se lo susurraba su quisquilloso
sentido de autocrítica— estaba destinado más
a la “Madrecita Rusia” y a la hermandad franco-rusa,
que al compositor, del cual ese público poco sabía.
De cualquier manera, se aplaudió con entusiasmo cada pieza
y hubo una verdadera ovación final.
La prensa se mostró reservada. Era evidente: los críticos
musicales habían leído La musique en Russie de César
Cui y de esa obra extraían toda su sabiduría. “M.
Tchaikovsky n’est pas un compositeur aussi russe qu’on
voudrait le croire”, señalaba con severidad la prensa
especializada de París. Le faltaba la audacia y la tremenda
originalidad que constituían el principal encanto de los
grandes eslavos como Borodin, Cui, Rimsky-Korsakov, Liadov, etc.
M. Tchaikovsky era, lamentablemente, demasiado europeo, “l’allemand
dans son æuvre domine le slave, et l’absorbe”.
“Por lo visto, en el Châtelet se espera des impressions
exotiques”, pensó Piotr Ilitch, con amargura. “En
Leipzig me echan en cara mi afrancesamiento; en Hamburgo me consideran
asiático; en París molesta la influencia alemana en
mi música, y en Rusia me tildan de ser una mescolanza carente
de originalidad.”
“Ay, esos orgullosos y brutales miembros de la nueva escuela
rusa, esos cinco geniales ‘innovadores’, tan estrechamente
unidos, esa hermandad juramentada de los nacionalistas musicales:
¡cuánto mal me han causado! A ellos y sólo a
ellos les debo mi fama de músico insustancial, carente de
fuerza y ‘occidentalizado’. Los estudiantes de Praga,
que me celebraron como el legítimo mensajero y cantor de
la gran Rusia, no opinaban así. Tampoco opinaba así
Avé-Lallemant, el inteligente anciano que me encontró
asiático y me aconsejó aprender de los maestros alemanes.
Pero César Cui, sí. Con Rimsky-Korsakov se puede hablar,
es el único del grupo que conoce su oficio, su Capricho español
tiene una instrumentación muy interesante. Sin él,
esa banda estaría perdida. Él arregla sus ocurrencias
geniales, a él acuden en busca de consejo; porque él
ha hecho algo que, en mí, se considera una ignominia: he
aprendido algo. ¡Los demás son todos diletantes! Alexander
Borodin —que Dios lo tenga en su gloria— puede haber
sido un excelente profesor de química; quizá César
Cui sea un meritorio profesor de fortificación, me han dicho
que sus conferencias en las escuelas militares de San Petersburgo
son brillantes. Mussorgsky fue, sin duda, un personaje trágico,
un perdido, un tremendo bebedor, pero un espléndido ser humano;
pero todo el grupo se ha ocupado demasiado poco de la música,
la música es para ellos algo secundario en la vida. Desde
el comienzo, los compositores rusos tuvieron la desgracia de querer
hacer música como cosa secundaria. Todo comenzó con
Glinka, nuestra gran fuente. Quería componer tendido en un
sofá y sólo cuando estaba enamorado; pero, por lo
general, bebía en lugar de trabajar. Como, de cualquier manera,
era un genio, produjo La vida por el Zar, nuestra primera ópera,
sin la cual no existiría ninguno de nosotros. «El pueblo
compone; nosotros nos limitamos a arreglar», decía
Glinka, la gran fuente. Ellos lo han tenido muy presente y también
lo han imitado en su debilidad por el alcohol. Abusar todo lo posible
de la canción popular: ésa es su manera de ser auténticos,
de estar ligados al pueblo. ¡Como si uno no supiera nada de
música popular! Pero como uno no se ha quedado con la música
popular, como la ha depurado y elevado, la ha combinado con otros
elementos que —en un primer momento— le son ajenos,
uno es sustancial y convencional. ¡Nada de aprender otras
cosas! ¡Nada de ampliar horizontes! En musique on doit être
cosmopolite. Esa frase sabia pertenece a Alexander Serov, a quien
los señores renovadores han tenido la gentileza de reconocer
como uno de los iniciadores de la música rusa. Pero esa frase
ya no tiene vigencia. Sólo lo bárbaro es auténtico;
sólo lo tosco, lo burdo, lo feo. El más auténtico
es Mussorgsky, quien no habría podido presentar su música
en público sin la amable ayuda de Rimsky-Korsakov, tan mal
escrita estaba. Nadie la puede ejecutar; pero Boris Godanov es la
ópera del pueblo ruso, su protagonista no es un individuo
cualquiera, es el pueblo mismo. Lo que en mí se consideraría
como efectismo, en él es algo grandioso y bello. En él
es la verdad. Si alguna vez hago tañer campanas en una partitura,
por una razón especial, todo el mundo sonríe: ¡qué
hábil arreglo! Pero sus campanas son las de las antiguas
iglesias rusas. Desfile de coronación y taberna, monjes mendicantes,
vagabundos y baile de aldea. En él todo es legítimo
¡todo! Asesinato, protesta, delirio de grandeza, fantasmas
—el niño asesinado agita sus puñitos ensangrentados
contra el falso zar—, ¡quién pudiera darse el
lujo de echar mano a todo ese aparato! Yo no puedo, yo soy el «tradicionalista»,
como los hermanos Rubinstein. Sólo un anciano caballero de
Hamburgo me considera asiático. Aquí, en París,
están mejor informados: César Cui los ha adoctrinado.
Los rusos auténticos son: Borodin, Cui, Balakirev, Rimsky-Korsakov
y Mussorgsky… los grandes amigos que juntos lanzaron el ‘Manifiesto’
de la nueva música rusa y que, desde entonces, se mantienen
férreamente unidos. Quizá sean todos geniales. Quizá
Mussorgsky sea el mayor genio de todos ellos. Que Dios tenga su
alma en la gloria. Sufrió mucho ese desinhibido colega. Quizá
haya estado realmente muy cerca del alma de nuestro pueblo. Yo no
formo parte de nada. Todos me hacen sentir que no formo parte de
nada.”
Le quedaba mucho tiempo libre para meditar sobre todo aquello, pues
—malhumorado por las críticas de los periódicos,
enervado y asqueado por la permanente actividad social, había
cancelado todas las citas para esa noche. Quería estar solo.
Después de la cena había abandonado su hotel, que
estaba en las cercanías de la Madeleine. Recorrió
los grandes bulevares sin destino fijo. Por fin, hizo señas
a un coche de plaza y se hizo conducir a Montmartre. Al pasar junto
al Cirque Médrano sintió la tentación de entrar.
La función había comenzado. “Qué bien
huele esto”, pensó, mientras una joven le abría
la puerta del palco. Siempre había amado el olor acre, y
peligroso del circo, ese olor que despertaba curiosidad y provocaba
tensión.
Una opulenta dama, que llevaba un rígido y breve tutu rosado
y una alta galera plateada sobre su rubia cabellera ensortijada,
danzaba sobre el lomo de un caballo blanco. Éste, a su vez,
recorría la pista con paso danzarín. La dama arrojaba
besitos con la punta de los dedos y lanzaba exclamaciones en inglés,
que en parte sonaban a manifestaciones de alegría y en parte
a grititos de miedo. Junto al caballo corría un obeso clown,
con una enorme nariz violeta en su ancho rostro blanco: No se sabía
bien si huía del caballo danzante o si lo atraía para
que avanzara. De cualquier modo, simulaba una cómica torpeza,
se caía a cada paso y parecía en constante peligro
de perder los pantalones. Esto último era motivo de permanentes
carcajadas y, desde la galería, le gritaban chistes indecentes.
El clown —con su desmesurada boca roja abierta en una sonrisa
entre desvergonzada y vergonzosa—, se enredaba en los tirantes,
tropezaba, estaba a punto de quedar desnudo —para gran regocijo
de las galerías— y se sujetaba la resbaladiza prenda
a último momento.
Depués de la écuyère aparecieron unos osos
amaestrados, luego tres equilibristas en mallas blancas, a continuación
un domador de leones —vestido como un soldado escocés,
con una breve falda a cuadros—, que disparaba con frecuencia
un gran revólver y lanzaba unos gritos mucho más atemorizantes
que el sordo gruñido de sus sometidas bestias. Siguió
un gran número de caballos, siempre con la aparición
de payasos, entre número y número. Piotr Ilitch se
divirtió mucho. Reía con los payasos, se estremecía
con los pasos más audaces de los equilibristas y admiraba
de corazón la pesada habilidad de los osos bailarines. Pero
lo que más alegría le proporcionaba era el público,
su entusiasmo y la gracia de sus comentarios. “Esto es encantador”,
pensó. “Por fin me alegro de estar en París.”
Olvidó a las duquesas, olvidó las críticas
fatales y a los cinco “innovadores”. En el entreacto
bebió varios coñacs en el buffet. El ruido y el movimiento
en torno de él no lo molestaban; lo tranquilizaban. Observó
los padres de familia que llevaban consigo un pequeño regimiento
de niñas y niños, siempre preocupados de que el grupo
no se dispersara o cometiera alguna travesura a sus espaldas. Estudió
a las cocottes, que espiaban ávidas por debajo del ala de
sus sombreros de vistosos colores. Siguió con la mirada a
los dandies de los bulevares más retirados, con sus relucientes
bigotes negros, sus cuellos duros, exageradamente altos, sus estrechas
caderas y sus zapatos puntiagudos. Lo deleitaba escuchar a su alrededor
el argot parisiense, los diálogos ágiles e intencionados,
las sonoras carcajadas. Era feliz de estar allí.
Le llamó la atención una joven muy bella; sólo
después miró al muchacho con el cual ella hablaba.
La joven tenía un rostro pálido, fatigado, pero extremadamente
bien modelado. Sus ojos eran rasgados, oscuros, apasionados. Vestía
un sencillo vestido de seda negra muy ajustado al cuerpo. Bajo la
lisa tela resaltaban con toda claridad sus jóvenes pechos;
el trasero quedaba exagerado por el corte del vestido, según
la moda del momento. El muchacho, con el cual ella reía y
charlaba, estaba de espaldas a Piotr Ilitch. Su pelo era sedoso,
de un rubio oscuro y lo llevaba muy corto sobre la nuca. No usaba
abrigo y su traje de tela inglesa, a grandes cuadros y muy ajustado
a la cintura, parecía bastante gastado pero no dejaba de
tener una cierta elegancia. La risa argentina de la joven resonaba
en todo el foyer. Echaba la cabeza atrás con cada risa y
su rostro pálido —con la boca pintada de rojo oscuro
y los rasgados ojos— quedaba expuesto a la cruda luz de las
lámparas de gas, desnudo, despojado, delicadísimo
y enternecedoramente fatigado a pesar de su buen humor. El muchacho
le respondía con otra carcajada, que sonaba áspera,
tierna y un poco despectiva. ¿A qué le recordaba esa
risa? pensó Piotr Ilitch. Cerró un instante los ojos
para tratar de oír dentro de sí y descubrir qué
le recordaba esa risa. Cuando los volvió a abrir, el muchacho
había tomado a la bella joven del brazo: muy juntos, siempre
charlando y riendo, se abrieron camino entre el gentío en
dirección a la salida.
Piotr Ilitch sintió necesidad de seguirlos. “Debo seguirlos
por el Boulevard Clichy”, pensó. “Debo observarlos
mientras ríen y se pasean con su paso firme (ambos son muy
jóvenes) entre la multitud. Necesito saber a qué me
recuerda la risa del muchacho.”
Se precipitó al guardarropa, reclamó de prisa su abrigo
de pieles, entregó una propina excesivamente alta y se echó
el abrigo sobre los hombros para no perder tiempo y correr hacia
la salida. “¿Los encontraré aún? ¿No
se habrán perdido ya?”, se preguntó, ávido,
mientras corría.
Había mucha gente en el Boulevard Clichy a esa hora de la
noche. En la acera, crudamente pintarrajeada por los faroles de
gas, se codeaban las prostitutas con opulentas señoras burguesas,
los rufianes, con oficiales, las pequeñas dependientes de
tiendas, con árabes y negros. Delante de los cafés,
abiertos hacia la calle, se estancaba la lenta corriente, sobre
la cual pendían, como una tenaz nube, su propio bullicio
y olor. Niños andrajosos ofrecían periódicos
y cacahuates. Sus gritos —de un tono entre dolorido y rabioso—
se mezclaba con los sones de la música bailable que brotaba
de los cafés. En la esquina del Boulevard Clichy y Place
Pigalle había un anciano con el rostro carcomido por la lepra;
con su boca negruzca y sin labios entonaba en voz muy baja, casi
en un murmullo, una balada cuyo contenido era horripilante si se
le prestaba atención. Piotr Ilitch volvió el rostro
y dejó caer una moneda en la mano descarnada. La compasión
y el asco le anudaron la garganta a la vista de aquel desfigurado
anciano. Por otra parte temía a los mendigos y estaba convencido
de que le traían mala suerte.
Las dos encantadoras criaturas —la bella muchacha y el muchacho
de la risa peligrosa— se habían perdido entre la multitud.
Eso entristeció a Piotr Ilitch. “Desaparecieron”,
pensó y el disgusto tornó su paso lento y pesado.
“Me gustaron mucho y por eso la tierra se los tragó.
No, por supuesto que la tierra no se los tragó. Deben de
haber entrado, muy apretaditos, a una de estas oscuras casas. Ahora
deben de estar amándose en una de estas oscuras casas…”
La noche —artificialmente iluminada y estremecida por el bullicio—
era templada. En el aire húmedo se percibía ya la
primavera. Piotr Ilitch sintió calor mientras caminaba. El
abrigo de piel, que le colgaba de los hombros, comenzaba a incomodarle.
Una negrita lo sobresaltó al interponerse de un salto en
su camino y ofrecerle cerillas con una vocecita quejumbrosa. Tenía
unos ojos muy abiertos, fatigados y temerosos y una rígida
y sombría corona de motas. Mientras Piotr Ilitch se inclinaba
para depositar una moneda en la mano negra de la criatura, con su
palma enternecedoramente clara, como desteñida, se aproximó
con paso vacilante la negra madre. Apareció detrás
de su hijita como una maciza sombra. Dedicó al caballero
que obsequiaba la moneda a su hija una bendición que tenía
el amargo sabor de un insulto. Estaba en avanzado estado de gravidez,
su vientre era una monstruosa protuberancia bajo el policromo delantal
estampado. Su rostro parecía haberse hinchado tanto como
su vientre. No era un rostro humano; era una gran superficie amorfa
en la cual sólo ardían los ojos y, por instantes,
centelleaban los dientes.
Piotr Ilitch retrocedió ante la negra encinta, sin poder
apartar los ojos de ella. “Esta mujer me traerá alguna
horrible desgracia”, pensó y continuó mirando,
como hipnotizado, aquel rostro amorfo. “Todas las mujeres
encintas me traen mala suerte. ¡Y para qué hablar de
ésta! ¡Ay, qué pena siento por esa desdichada
y qué pena siento por mí, que me veo obligado a contemplarla!”
Por fin reunió fuerzas para volverle la espalda. Huyó
dando pesados y torpes saltos, mientras se sujetaba el abrigo de
pieles sobre el pecho con ambas manos. De la puerta entreabierta
de un café surgía una música de vals. Piotr
Ilitch entró.
Se acercó al mostrador y pidió un coñac. Lo
bebió de un trago y pidió otro. La muchacha que se
lo sirvió intentó entablar una breve charla con él
y comentó algo acerca de la primavera que ya no los haría
esperar mucho más. Era una muchacha morena, de formas generosas,
y una sombra de bozo sobre el labio superior. Hablaba con marcado
acento del Mediodía francés. Piotr Ilitch no respondió
y la muchacha se encogió de hombros. En las largas banquetas
tapizadas en cuero, bajo el dorado marco de los espejos, estaban
sentadas otras muchachas, ante una taza de café o un vaso
con líquido verdoso sobre el sucio mármol de la mesa.
“Tiene que ser ajenjo”, pensó Piotr Ilitch. “Yo
también podría beber uno. Pero la tierra se ha tragado
a esas dos encantadoras criaturas que tanto me gustaron.”
Junto a él, inmóvil, apoyado contra el mostrador en
actitud de total ocio, había un hombre desaliñado,
con chaqueta de pana, cuyos ojos enrojecidos no se apartaban del
vaso con el verdoso líquido. “Debe de ser un pintor”,
pensó, lleno de compasión, Tchaikovsky. “Debe
de ser un talentoso retratista perseguido por la desgracia como
tantos en esta ciudad.” Pero detrás de aquel desaliñado
individuo había alguien más, oculto a los ojos de
Piotr Ilitch. Aquel parroquiano oculto a su vista hablaba con la
muchacha del mostrador. De pronto, Piotr Ilitch oyó su risa
áspera, entre tierna y despectiva. Era una risa conocida,
la había escuchado hacía mucho tiempo y hacía
un rato la había vuelto a oír. Era la risa de Apukhtin.
Piotr Ilitch se sobresaltó.
De modo que estaba allí. Era el muchacho que estaba con la
bella joven en el Cirque Médrano. Estaba allí y tenía
la risa de Apukhtin. Piotr Ilitch rodeó al tipo desaliñado
de la chaqueta de pana y se detuvo junto al muchacho. Se asustó
de su propia falta de inhibiciones cuando le dirigió la palabra.
—De modo que está aquí —le dijo.
El muchacho se volvió y lo miró sorprendido.
—Sí —dijo con bastante poca amabilidad, mientras
su penetrante mirada se clavaba en el caballero con abrigo de pieles—.
¿Y por qué no?
—Lo vi en el Cirque Médrano —dijo Piotr Ilitch
quien sintió cómo enrojecía bajo la dura mirada
del joven—. Estaba con una chica muy bonita.
—¿Le gusta? —preguntó el muchacho con
una sonrisa comprensiva—. Eso podría arreglarse.
Piotr Ilitch no estaba habituado a ese tono. ¿Con quién
se había metido? Era un pequeño rufián que
ofrecía a su compañera. Su primer impulso fue darse
media vuelta y marcharse; pero dijo:
—Los seguí, pero desaparecieron en el Boulevard.
—¿A quién siguió usted? —preguntó
el muchacho mientras sus penetrantes ojos entre verdes y grises
examinaban a aquel curioso viejo—. ¿A mi amiga?
Qúizá la joven estuviera allí, en el café,
bajo un dorado marco de espejo, frente a un vaso con líquido
verdoso. El muchacho estaría, sin duda, vigilándola
hasta que se marchara con un pretendiente; por la mañana
la encontraría otra vez y le quitaría el dinero.
—Los seguí a ambos —dijo Piotr Ilitch—.
A ambos, porque me gustaron.
—¿De modo que yo también? —preguntó
el muchacho, pero sin el menor asomo de coquetería, con tono
objetivo y una expresión de rechazo, casi de enojo. Sin embargo,
se aproximó más al extranjero de abrigo de pieles.
—Sobre todo usted —replicó Piotr Ilitch y se
horrorizó ante sus propias palabras.
—Conque ésas tenemos —comentó el muchacho
con sequedad.
Piotr Ilitch permaneció en silencio. “Podría
preguntarle si me quiere acompañar”, pensó.
“Quizá reaccione con grosería o quizá
me diga, sin que se le mueva un músculo: Eso también
puede arreglarse.”
La exuberante francesa del Mediodía miró despectiva
al caballero de barba canosa y al muchacho.
—Usted es ruso ¿verdad? —dijo el muchacho.
Su expresión continuaba siendo hosca, pero su brazo rozó
el del caballero que lo había seguido.
—¿Cómo lo advirtió? —preguntó
Piotr Ilitch.
—Conozco muchos extranjeros —respondió el muchacho
e hizo una mueca de asco, como si le disgustara pensar en lo que
había vivido junto a los extranjeros. Extendió la
mano hacia el vaso con líquido verdoso que estaba frente
a él. Era una mano delgada, nerviosa, un poco sucia.
—¿Quiere beber algo más? —preguntó
Piotr Ilitch, pues el muchacho acababa de apurar su bebida de un
trago.
—Sí —respondió el otro y se volvió
a la muchacha que atendía el mostrador con una expresión
despectiva, casi agresiva: —Dos ajenjos más, Léonie;
para el caballero y para mí.
Piotr Ilitch contempló la bebida verdosa que acababan de
servirle. Tanto él como su acompañante permanecieron
en silencio. Luego miró al muchacho. El pelo sedoso, rubio
oscuro, estaba cortado casi al rape sobre la nuca y en las sienes.
Piotr Ilitch ya lo había advertido en el circo. Bajo los
rasgados ojos, de un tono gris-verdoso, resaltaban unos pómulos
muy marcados. La frente era amplia y despejada, en contraste con
la línea débil de su breve mentón. El rostro
bastante ancho, muy joven, pero ya gastado y no muy fresco, mostraba
coloraciones pálidas que sobre los párpados y hasta
llegar a las rubias cejas, se convertían en un rosado con
matices azules. Sólo los labios, crispados en un rictus empecinado,
daban una nota de color intenso al conjunto. Su rojo violento contrastaba
con la palidez de la frente, de las mejillas y de la mirada. No
era muy alto —bastante más bajo que Piotr Ilitch—
pero sí esbelto. Bajo el traje entallado se adivinaba un
cuerpo flexible y entrenado en acrobacias. Su actitud era negligente
y tensa, a la vez. Tenía las piernas cruzadas y la cabeza
un poco gacha como un corredor en la largada. Las manos, delgadas
y nerviosas, rodeaban el vaso.
—¿Y usted es francés? —preguntó
Piotr Ilitch.
—Soy parisiense —respondió el muchacho y sus
ojos claros y penetrantes se clavaron en la bebida—. Pero
mi familia no es de aquí. Vinimos de lejos, de por allá,
de los Balcanes —explicó e hizo un gesto con sus bellas
y sucias manos, como para señalar la tenebrosa región
de donde provenía su familia—. Pero ya no me queda
ningún familiar —añadió con un repentino
matiz de dolor en su voz, que sonó muy ficticio.
—¿Tiene trabajo? —quiso saber Piotr Ilitch y
no bien hubo hablado se arrepintió de su torpe e ingenua
pregunta, y procuró rectificarla: —Quiero decir: ¿tiene
algo que hacer?
—Trabajé en el circo —dijo el muchacho, sin dejar
de mirar su vaso; probablemente mentía—. En realidad,
quería ser músico. Toco la flauta.
La sonrisa se hizo tierna, como si recordara la música de
su flauta. No, eso no es mentira.
—Quería ser músico —repitió Piotr
Ilitch y lo miró.
—Pero fue una de esas ideas estúpidas —dijo el
muchacho, que había recuperado su expresión hosca.
Su voz había enronquecido y sonaba malhumorada.
—¿Y qué hace usted? —preguntó—.
¿Es escritor o algo por el estilo?
Una vez más sonó la áspera, tierna y burlona
carcajada de Apukhtin, la risa del ángel malo, que tenía
poderes sobre Piotr Ilitch, el entregado.
“Podría conservarlo junto a mí; tendría
que hacerme cargo de este muchacho. Quizá después
se convierta en algo valioso.”
Visto que el extranjero no respondía y continuaba sumido
en sus meditaciones, el muchacho decidió hablar sin ambages:
—¿Y? ¿Qué me dice? ¿Me piensa
llevar?
Piotr Ilitch se ruborizó intensamente. La muchacha del mostrador,
muda y despectiva testigo de su aventura, debía de haber
oído la pregunta. ¿No se reía? Era una situación
muy penosa.
—Ya es bastante tarde —fue la respuesta, sin sentido,
de Piotr Ilitch.
Extrajo su hermoso reloj, no tanto para ver la hora como para ganar
tiempo y, quizá, para asegurarse de que aún tenía
consigo su objeto más bello, su buen talismán.
Apretó el resorte para abrir la tapa; pero, en ese mismo
momento se sobresaltó al ver la expresión ávida
con que el muchacho observó la joya de oro y platino.
La mano de Piotr Ilitch temblaba cuando volvió a guardar
el reloj en el bolsillo. “Este muchacho me va a robar el reloj
si lo invito a que me acompañe”, comprendió
de pronto y se enjugó el sudor de la frente. “Terminaría
en eso. Nada de amistad para toda la vida, nada de relación
pedagógica que lo salve y lo convierta en un gran maestro…
Nada, nada, nada. Todo es engaño, todo es autoengaño.
Me robaría el reloj y así terminaría la aventura.
Ése sería el agradecimiento por los sentimientos dilapidados.”
“¿Y no podría ser más grave aún?
Esta noche he encontrado una llamativa cantidad de mendigos y una
embarazada horrible: eso significa mala suerte. Estoy seguro de
que esto podría terminar peor. Me asesinaría si yo
vacilara tan sólo un instante en entregarle el reloj; me
estrangularía, pues es pequeño, pero fuerte y hábil,
y muy malo. Siento que me odia ya y que está eligiendo ya
el lugar de mi cuello hacia el cual alargará las manos.”
Piotr Ilitch apuró su vaso de bebida color verde-lechoso.
El sabor a anís le resultó agradable. “Por cierto
que no sería una muerte desagradable si este muchacho me
estrangulara… El ángel malo, fuerte y hábil,
se precipitaría sobre ti y perderías la vista y el
oído; por fin se daría a conocer como lo que realmente
es: el ángel estrangulador que apretará hasta quitarte
el aliento y te extinguirás…”
“Te extinguirás, oh redención… ¿Pero
acaso te extinguirás con el acuerdo de Aquél de quien
proviene la misión? Seguro que no. No puedo esperar eso.
Porque el Remoto-Comitente adoptó una decisión muy
clara, aquella vez en que tú te introdujiste a las heladas
aguas del río. Han trascurrido más de diez años.
Tú lo provocaste y lo único que obtuviste fue castañeteo
de dientes y un enfriamiento. ¿Y ha de ser otra vez la risa
de Apukhtin y su fatal encanto lo que me quite el aliento?”
“¡Los triunfos del demonio ya no son tan fáciles,
mi viejo amigo! ¡Ya no son tan fáciles, Apukhtin, mi
ángel malo!” Piotr Ilitch se sintió colmado
por una obstinación que sólo había experimentado
en una oportunidad: cuando se formó en él —con
sorprendente rapidez y claridad— la imagen de su vida y de
su misión, y cuando encontró fuerzas para liberarse
de la amistad de Apukhtin, el ángel malvado. Y continuó
pensando: “Las cosas ya no son como antes; cuando yo me entregaba
totalmente desvalido. Hoy sé lo que aún me queda por
hacer… Muchas cosas me acarrearán fama, ese melancólico
consuelo… ¡pero tú morirás sin haber conocido
la celebridad a pesar de todos tus encantos, mi pequeño!…
¿Cómo era aquella breve melodía machacona,
incluida en la sonata de mi amigo Grieg? ¿Por qué
me estimuló y apuntaló tanto? Ofreceremos resistencia…”
Puesto que el curioso caballero maduro continuaba con sus vacilaciones,
el muchacho preguntó una vez más:
—¿Y? ¿Qué me dice? ¿Me va a llevar
con usted?
Quizá mientras hablara estuviera pensando en el hermoso reloj.
Sus ojos rasgados, pálidos y malignos lo observaban alertas
y, al mismo tiempo, divertidos. Había en ellos una alegría
tentadora, misteriosa, bastante peligrosa. Entre las pestañas
y las cejas, los tonos de su pálida piel jugaban entre el
gris rosado y el plateado, como en el nácar.
—Ahora estoy cansado —dijo el anciano caballero con
una sonrisa beatífica—. Preferiría dormir.
Pero, al ver que el muchacho fruncía los labios con expresión
rencorosa y bajaba los ojos ofendido, el extranjero añadió:
—Pero quiero volver a verlo, mi querido. Visíteme mañana
par la mañana. Mi nombre es Jurgenson y paro en el Hôtel
du Rhin, en Place Vendôme… Bastará con que pregunte
al concierge por mí.
—¡De acuerdo! Mañana por la mañana —aceptó
el muchacho y se enfrentó repentinamente con el caballero,
girando sobre sus talones para añadir: —Adelánteme
un poco de dinero… a cuenta.
Luego lanzó su carcajada áspera, tierna, burlona y
sorda.
El caballero, muy tranquilo, dijo:
—Con mucho gusto.
Luego extrajo de su cartera un billete y se lo entregó. Era
un billete grande, mucho más grande de lo que el muchacho
había esperado. Éste sonrió y su mano delgada
y sucia rozó apenas la mano grande, blanca y pesada del extranjero.
El extranjero contempló al muchacho con su mirada profundamente
azul, mansa, pensativa y muy triste. Luego pidió la cuenta
a la joven del mostrador y se volvió para marcharse. Cuando
ya se había alejado unos pasos, levantó la mano en
un saludo de despedida.
—¡Que le vaya bien, mi pequeño! —dijo—.
¡Y que sea feliz!
Salió al Boulevard Clichy. La multitud se había disgregado,
de los cafés iluminados ya no brotaba música.
Pero Piotr Ilitch no paraba en el Hôtel du Rhin en Place Vendôme,
sino en el Hôtel Richepanse, Rue Richepanse. La Rue Richepanse
es perpendicular a la Rue St. Honoré, paralela a la Rue Royale,
y su continuación vincula la Rue de Rivoli con la Madeleine.
La
última etapa de la gira, la estada en Londres, fue simplemente
un deber que era necesario cumplir. Tchaikovsky permaneció
el tiempo indispensable en la capital inglesa: cuatro días.
Deseaba regresar lo antes posible a su país. ¡Basta
de rostros que cambiaban sin cesar, que entraban en su vida y se
alejaban de ella, mientras uno los seguía con la mirada triste
y pensativa! ¡Basta de actividad artística burguesa,
mundana o popular! Ahora lo único importante era la soledad.
Ahora había llegado el momento de consagrarse al trabajo.
Piotr Ilitch hizo anotaciones durante el tormentoso cruce del canal,
durante el viaje en ferrocarril, que duró seis días.
No eran ideas para la ópera que tenía planeada —La
dama de piqué—; aún no disponía de suficiente
material. La ópera, como género musical, no le parecía
lo bastante seria ni lo bastante pura como para ser expresión
de aquel momento de su vida; para ser resultado de todo lo vivido
y sufrido. Debía ser una sinfonía. Debía ser
la sinfonía del noble empecinamiento. Debía ser la
sinfonía de la Gran Resistencia. Debía ser la música
para la cual se sintió preparado y maduro al escuchar aquel
breve tema machacón de su menudo amigo Edvard Grieg, ese
tema que le había llegado como algo consolador y refrescante.
Sería la sinfonía de la Gran Resistencia, en la cual
un entusiasmo casi iracundo triunfa sobre el lamento. Sería
la sinfonía de la rebelión, cuya viril decisión
es más poderosa que la tristeza. Porque él no estaba
acabado aún. Todavía le quedaba mucho por terminar
y por disponer; esta vez el final no sonaría a hueco. Resonaría
como un auténtico triunfo.
Y en la primavera de ese año de 1888 escribió la Sinfonía
N° 5 en Mi menor, Opus 64. La escribió en momentos de
éxtasis y de martirio, en la soledad de su pequeña
casa de campo, en Frolovskoe, a seis verstas de Klin, en una zona
boscosa. Porque Piotr Ilitch había abandonado Maidanovo,
había renunciado a esa casa a la cual por breve tiempo consideró
su hogar.
La Quinta Sinfonía fue escrita para calmar ese terrible miedo
que susurraba a su oído, al aproximarse la vejez: estás
agotado, reseco, no producirás nada más. Y he ahí
que la sinfonía creció y resultó buena. Había
en ella tristeza y brillo, entremedio, una fugaz levedad y, al final,
la orgullosa y violenta explosión, el entusiasmo exultante
de quien ha sabido defenderse con coraje.
Al dar por concluida la enorme partitura, Tchaikovsky debió
pensar en la dedicatoria, en ese título honorífico.
No dedicó la sinfonía a uno de sus amigos —como
si el sociable solitario quisiera señalar que no los tenía—;
se la dedicó a Herr Avé-Lallemant, Primer Presidente
de la Philarmonische Gesellschaft de Hamburgo. Era un desconocido.
Pero era quien había dicho a Tchaikovsky: Usted puede llegar
a ser uno de los grandes. Y usted es joven aún. |