Julio-Septiembre 2006, Nueva época Núm.99
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Sinfonía patética
Vida de Tchaikovsky


Klaus Mann

Capítulo V
 

Capítulo V

Piotr Ilitch no sabía nada acerca de las masas. Si alguien intentaba hacerlo intervenir en una conversación sobre problemas políticos y sociales, permanecía al margen y casi sorprendido. Era dueño de un corazón compasivo y sensible, que se conmovía con facilidad y hasta lo más íntimo ante los padecimientos y necesidades de otros… ante los padecimientos y necesidades de individuos aislados, cuando los contemplaba con sus propios ojos. No podía pasar junto a un mendigo sin llevar la mano al bolsillo y era capaz de entregar hasta el último centavo a un amigo, a un conocido en la necesidad. Pero nada sabía del destino de las clases ni de los pueblos. Era totalmente apolítico y creía que esa completa falta de interés por lo político guardaba una lógica e inmutable relación con su actividad artística. A su juicio, los artistas estaban tan aislados de la sociedad como los delincuentes… sólo que su aislamiento se manifestaba de otra manera. Por otra parte, la sociedad les otorgaba a ambos —tanto al genio como al gran criminal— la celebridad a modo de confirmación de su peligrosa y anormal existencia. La celebridad era, para él, el signo del paria.

Tchaikovsky vivía los acontecimientos colectivos como fenómenos estéticos: eran sublimes o perturbadores; pero, en cualquier caso, conmovían al aislado hombre-artista sólo como estímulo y esplendor o como ruido y fealdad. No tenían para él el mismo significado que para la mesa, para la colectividad.

La estada de Piotr Ilitch en Praga, que siguió a su actuación en Berlín, fue una fiesta pública de marcado acento político. El solitario se sintió feliz ante las ovaciones que se le tributaron y advirtió, sin duda, que no estaban dedicadas sólo a él sino también a la “Madrecita Rusia”; porque era modesto y no podía creer que él solo provocara tan violento entusiasmo. Sin embargo, permaneció bastante insensible a la patética tensión política que se manifestaba en el frenético aplauso a un compositor ruso. Se sintió conmovido hasta la perplejidad, hasta las lágrimas, por la gritería de homenaje de los estudiantes checos, por la tempestad de aplausos con la cual lo recibió el público checo en la Ópera. Disfrutó aquellos diez radiantes días de su triunfo en Praga, sobre todo porque tuvo ocasión de vivirlos en compañía de su bello y distante amigo Alexander Siloti. Se deslumbró ante la belleza de la “ciudad dorada”, de sus puentes, plazas y misteriosas callejas; la amó por haber sido la “primera ciudad que conoció Mozart”. ¿Sabía algo más acerca de ella? Lo hizo muy feliz establecer una cordial relación con el nuevo genio musical del pueblo checo, Dvorák, y sintió una mezcla de miedo y dicha cuando le aseguraron que nunca se había tributado un homenaje igual a un artista extranjero. ¿No sabía por qué la vanguardia checa, su prensa y sus instancias oficiales subrayaban con tanta intención y entusiasmo aquellos homenajes?

¿No advirtió o no comprendió la lucha que comenzaba, y que él, el músico recién llegado, su figura y su fama eran utilizados como un arma en favor de esa lucha? ¿No sospechaba que esa gran batalla se libraba entre dos razas, entre dos épocas? ¿No veía que un pueblo joven y fuerte quería romper sus cadenas, esas cadenas impuestas por la fatigada y casi resignada monarquía austríaca, cruel aún pese a su cansancio? Era un pueblo joven y fuerte, decidido a imponer en la historia su propia cultura y su propia forma de vida política, que se embriagaba con el sonido eslavo de la música de Piotr Ilitch Tchaikovsky. Este sonido no sólo significaba allí el dulce y bienamado terruño; también significaba poder. Porque significaba el enfrentamiento de Rusia contra la monarquía de los Habsburgo y de los Hohenzollern. Los homenajes al apolítico compositor fueron una demostración política.

A continuación de Praga, en el programa de la gira figuraba París.
En Alemania, el compositor había sido recibido por un burgués y respetable movimiento artístico, que le había demostrado su respeto y su moderada comprensión; en Praga, un pueblo eslavo sometido por una potencia extranjera le había deparado un triunfo abrumador. Pero en París, la sociedad mundana se apoderó de él. Allí, la vida musical estaba estrechamente ligada a la vida elegante. El extranjero que quisiera llegar a algo en el terreno artístico, no podía apartarse de la actividad social; ya se lo habían dicho y repetido los amigos rusos que conocían la vida parisiense. Piotr Ilitch dio crédito a sus relatos y decidió aceptar como una carga aquel ajetreo musical elegante, como una obligación impuesta por su oficio y por su misión. Un hombre de mundo hipersensible se movía con bastante timidez —un poco incómodo en su frac y con la alta frente congestionada— por los salones más distinguidos, en los cuales se organizaban recepciones en su homenaje. No sólo era necesario sufrir por la música en sí; también era preciso martirizarse para que esa música llegara a la gente y se hiciera famosa. “Y pensar que yo le decía a mi ambicioso Siloti que la fama no me importa”, pensó Piotr Ilitch. “Pero él me respondió: Todos necesitamos de ella… Todos necesitamos de ella. Tomemos por ejemplo estas honrosas invitaciones, reuniones en las cuales sudaré de embarazo y de tedio. Sí: me bañaré, literalmente, en sudor. Todo encuentro con ese mundo impertinente y tan poco digno de confianza es tan penoso, tan humillante y tan fatigante como un encuentro con el agente Siegfried Neugebauer, quien reúne en sí de modo siniestro y curioso, todas sus malas cualidades.”

Pero Piotr Ilitch procuraba convencerse de que, en realidad, sólo soportaba todas aquellas molestias mundanas en beneficio del gran concierto ruso: su ambición seguía siendo presentar la música de su país ante aquel público, el público más refinado del mundo. “Porque no saben nada de nosotros”, pensaba a diario, cuando le hablaban de Rusia. También en París estaba de moda Rusia, pero muy poco era lo que se sabía acerca de los logros rusos y de la vida rusa. También en París, la moda aquella tenía un marcado trasfondo político. Como en el caso de la auténtica y eufórica simpatía en Praga, apuntaba contra la ominosa Alemania. Se hablaba de la hermandad franco-rusa, se usaban corbatas franco-russe, en los salones y en los periódicos se mencionaban con frecuencia los nombres de Tolstoi y Dostoievsky, en el circo, se ovacionaba al payaso ruso Durov. Pero eso era todo. El interés por la música rusa seria era tan escaso, que Piotr llitch tendría que haber sido un hombre de gran fortuna para arriesgarse a organizar el concierto por sus propios medios. Aun sin tales extravagancias gastaba mucho en aquella gira, que costaba mucho más de lo que producía. Ya sabía que no le quedaría otro remedio que renunciar al gran concierto ruso. Siegfried Neugebauer había tenido razón con su ofensivo escepticismo y eso era justamente lo que Piotr Ilitch no quería confesarse. Por eso seguía hablando de su hermoso concierto, intentaba interesar a determinados círculos influyentes y mundanos, y procuraba ganarlos para su causa; pero siempre chocaba con la misma cortés y fría actitud, con el aparente interés que no se ponía de manifiesto en una ayuda concreta.

Entretanto, se dejaba llevar de aquí para allá: podía ser beneficioso para su fama y la fama es necesaria, aun cuando sólo sea el signo del paria y una melancólica compensación. La ronda de solemnes festejos se inició con una recepción de gala en el palacio de Monsieur Bernardacky, rico mecenas, cuyos salones figuraban entre los más prestigiosos de París. Se habían reunido más de trescientas personas y Piotr Ilitch se enteró de que aquello era el tout Paris. El gran director Colonne había hecho ensayar a su orquesta la Serenata para cuerdas de Tchaikovsky. En aquella velada de gala, la dirigió el propio compositor. Después de Piotr Ilitch —quien también se hizo cargo de la parte de piano del “Andante Cantabile” de su Cuarteto N° 1— actuaron algunos de los virtuosos más célebres, por ejemplo, el pianista Diemer y los hermanos Reszke, dos cantantes cuyas voces eran muy admiradas en el ambiente musical parisiense. También cantó Madame Benardacky —cuyo apellido de soltera era Leibrock— y su hermana, quien era cantante de ópera. Fue una velada brillante; el editor Maquart, que había organizado todo, podía darse por satisfecho. Depués del concierto, fueron muchas las celebridades mundiales que felicitaron al visitante ruso. Éste, un poco incómodo en su frac y con la frente muy congestionada, se inclinaba en una tímida y amable reverencia ante cada una de ellas. También se acercaron a felicitarlo Colonne y Lamoureux, sus dos grandes rivales, Gounod, Massenet, Saint-Saëns, la anciana Pauline Viardot y Paderevsky. El huésped ruso escuchaba cortés a cualquiera que se le aproximara a charlar. Una anciana que llevaba una fortuna en joyas en el cuello, la bata, los brazos y los dedos, le preguntó si sabía cuán célebre era en Francia. Su canción Nada más que un desolado corazón desempeñaba un papel bastante importante en la novela Le Froc, de un tal Émile Goudau. Tal era su fama. Cualquiera que figurara en una novela francesa pertenecía al tout Paris.

La ronda de solemnes celebraciones no tenía solución de continuidad. M. Colonne ofreció una recepción. Más importante aún fue la ofrecida por la baronesa Tresdern, adinerada melómana que había podido darse el lujo de organizar, en su salón de Place Vendôme, una función privada del Anillo de Wagner. Ahora reunía en honor al huésped ruso de moda. Las recepciones se sucedían: la embajada rusa, Madame Pauline Viardot y la redacción de Le Figaro. En las salas cuajadas de flores del importante periódico se representó el acto tercero de El poder de las tinieblas; todo ello en honor del visitante ruso. El pianista Diemer organizó una función de gala en la cual sus discípulos sólo interpretaron composiciones de Tchaikovsky. Aquello fue una eficaz propaganda, tanto para el virtuoso y pedagogo, como para el compositor y, quizá, para los alumnos. La prensa grande y pequeña participaba con gran animación de todos esos acontecimientos sociales y musicales. Claro está que, por lo general, se interesaban más por “la délicieuse toilette en satin et tulle blanc” de alguna Polignac o Noailles, que por la música de Tchaikovsky. Se elogiaba “la grâce de grande dame” de Madame Bernardacky née Leibrock, y los arreglos florales en el gran hall de Le Figaro. Tampoco olvidaban de mencionar, en este caso, el nombre del florista ¿por qué no habría de disfrutar él de aquella generosa propaganda generalizada?

Cuando, por fin, llegaron los dos grandes conciertos públicos de Tchaikovsky en el Châtelet, el visitante ruso ya era bien conocido por las duquesas más importantes y en los salones de recepción de las principales redacciones. Había visitado a todo el mundo: un tímido hombre de mundo, introducido y conducido por su diligente editor M. Maquart. Ahora, por fin, lo conocería también el gran público francés y la prensa musical seria se ocuparía de él.

En el Châtelet se lo recibió con calurosos aplausos, que una vez más —como se lo susurraba su quisquilloso sentido de autocrítica— estaba destinado más a la “Madrecita Rusia” y a la hermandad franco-rusa, que al compositor, del cual ese público poco sabía. De cualquier manera, se aplaudió con entusiasmo cada pieza y hubo una verdadera ovación final.

La prensa se mostró reservada. Era evidente: los críticos musicales habían leído La musique en Russie de César Cui y de esa obra extraían toda su sabiduría. “M. Tchaikovsky n’est pas un compositeur aussi russe qu’on voudrait le croire”, señalaba con severidad la prensa especializada de París. Le faltaba la audacia y la tremenda originalidad que constituían el principal encanto de los grandes eslavos como Borodin, Cui, Rimsky-Korsakov, Liadov, etc. M. Tchaikovsky era, lamentablemente, demasiado europeo, “l’allemand dans son æuvre domine le slave, et l’absorbe”.

“Por lo visto, en el Châtelet se espera des impressions exotiques”, pensó Piotr Ilitch, con amargura. “En Leipzig me echan en cara mi afrancesamiento; en Hamburgo me consideran asiático; en París molesta la influencia alemana en mi música, y en Rusia me tildan de ser una mescolanza carente de originalidad.”

“Ay, esos orgullosos y brutales miembros de la nueva escuela rusa, esos cinco geniales ‘innovadores’, tan estrechamente unidos, esa hermandad juramentada de los nacionalistas musicales: ¡cuánto mal me han causado! A ellos y sólo a ellos les debo mi fama de músico insustancial, carente de fuerza y ‘occidentalizado’. Los estudiantes de Praga, que me celebraron como el legítimo mensajero y cantor de la gran Rusia, no opinaban así. Tampoco opinaba así Avé-Lallemant, el inteligente anciano que me encontró asiático y me aconsejó aprender de los maestros alemanes. Pero César Cui, sí. Con Rimsky-Korsakov se puede hablar, es el único del grupo que conoce su oficio, su Capricho español tiene una instrumentación muy interesante. Sin él, esa banda estaría perdida. Él arregla sus ocurrencias geniales, a él acuden en busca de consejo; porque él ha hecho algo que, en mí, se considera una ignominia: he aprendido algo. ¡Los demás son todos diletantes! Alexander Borodin —que Dios lo tenga en su gloria— puede haber sido un excelente profesor de química; quizá César Cui sea un meritorio profesor de fortificación, me han dicho que sus conferencias en las escuelas militares de San Petersburgo son brillantes. Mussorgsky fue, sin duda, un personaje trágico, un perdido, un tremendo bebedor, pero un espléndido ser humano; pero todo el grupo se ha ocupado demasiado poco de la música, la música es para ellos algo secundario en la vida. Desde el comienzo, los compositores rusos tuvieron la desgracia de querer hacer música como cosa secundaria. Todo comenzó con Glinka, nuestra gran fuente. Quería componer tendido en un sofá y sólo cuando estaba enamorado; pero, por lo general, bebía en lugar de trabajar. Como, de cualquier manera, era un genio, produjo La vida por el Zar, nuestra primera ópera, sin la cual no existiría ninguno de nosotros. «El pueblo compone; nosotros nos limitamos a arreglar», decía Glinka, la gran fuente. Ellos lo han tenido muy presente y también lo han imitado en su debilidad por el alcohol. Abusar todo lo posible de la canción popular: ésa es su manera de ser auténticos, de estar ligados al pueblo. ¡Como si uno no supiera nada de música popular! Pero como uno no se ha quedado con la música popular, como la ha depurado y elevado, la ha combinado con otros elementos que —en un primer momento— le son ajenos, uno es sustancial y convencional. ¡Nada de aprender otras cosas! ¡Nada de ampliar horizontes! En musique on doit être cosmopolite. Esa frase sabia pertenece a Alexander Serov, a quien los señores renovadores han tenido la gentileza de reconocer como uno de los iniciadores de la música rusa. Pero esa frase ya no tiene vigencia. Sólo lo bárbaro es auténtico; sólo lo tosco, lo burdo, lo feo. El más auténtico es Mussorgsky, quien no habría podido presentar su música en público sin la amable ayuda de Rimsky-Korsakov, tan mal escrita estaba. Nadie la puede ejecutar; pero Boris Godanov es la ópera del pueblo ruso, su protagonista no es un individuo cualquiera, es el pueblo mismo. Lo que en mí se consideraría como efectismo, en él es algo grandioso y bello. En él es la verdad. Si alguna vez hago tañer campanas en una partitura, por una razón especial, todo el mundo sonríe: ¡qué hábil arreglo! Pero sus campanas son las de las antiguas iglesias rusas. Desfile de coronación y taberna, monjes mendicantes, vagabundos y baile de aldea. En él todo es legítimo ¡todo! Asesinato, protesta, delirio de grandeza, fantasmas —el niño asesinado agita sus puñitos ensangrentados contra el falso zar—, ¡quién pudiera darse el lujo de echar mano a todo ese aparato! Yo no puedo, yo soy el «tradicionalista», como los hermanos Rubinstein. Sólo un anciano caballero de Hamburgo me considera asiático. Aquí, en París, están mejor informados: César Cui los ha adoctrinado. Los rusos auténticos son: Borodin, Cui, Balakirev, Rimsky-Korsakov y Mussorgsky… los grandes amigos que juntos lanzaron el ‘Manifiesto’ de la nueva música rusa y que, desde entonces, se mantienen férreamente unidos. Quizá sean todos geniales. Quizá Mussorgsky sea el mayor genio de todos ellos. Que Dios tenga su alma en la gloria. Sufrió mucho ese desinhibido colega. Quizá haya estado realmente muy cerca del alma de nuestro pueblo. Yo no formo parte de nada. Todos me hacen sentir que no formo parte de nada.”

Le quedaba mucho tiempo libre para meditar sobre todo aquello, pues —malhumorado por las críticas de los periódicos, enervado y asqueado por la permanente actividad social, había cancelado todas las citas para esa noche. Quería estar solo. Después de la cena había abandonado su hotel, que estaba en las cercanías de la Madeleine. Recorrió los grandes bulevares sin destino fijo. Por fin, hizo señas a un coche de plaza y se hizo conducir a Montmartre. Al pasar junto al Cirque Médrano sintió la tentación de entrar. La función había comenzado. “Qué bien huele esto”, pensó, mientras una joven le abría la puerta del palco. Siempre había amado el olor acre, y peligroso del circo, ese olor que despertaba curiosidad y provocaba tensión.

Una opulenta dama, que llevaba un rígido y breve tutu rosado y una alta galera plateada sobre su rubia cabellera ensortijada, danzaba sobre el lomo de un caballo blanco. Éste, a su vez, recorría la pista con paso danzarín. La dama arrojaba besitos con la punta de los dedos y lanzaba exclamaciones en inglés, que en parte sonaban a manifestaciones de alegría y en parte a grititos de miedo. Junto al caballo corría un obeso clown, con una enorme nariz violeta en su ancho rostro blanco: No se sabía bien si huía del caballo danzante o si lo atraía para que avanzara. De cualquier modo, simulaba una cómica torpeza, se caía a cada paso y parecía en constante peligro de perder los pantalones. Esto último era motivo de permanentes carcajadas y, desde la galería, le gritaban chistes indecentes. El clown —con su desmesurada boca roja abierta en una sonrisa entre desvergonzada y vergonzosa—, se enredaba en los tirantes, tropezaba, estaba a punto de quedar desnudo —para gran regocijo de las galerías— y se sujetaba la resbaladiza prenda a último momento.

Depués de la écuyère aparecieron unos osos amaestrados, luego tres equilibristas en mallas blancas, a continuación un domador de leones —vestido como un soldado escocés, con una breve falda a cuadros—, que disparaba con frecuencia un gran revólver y lanzaba unos gritos mucho más atemorizantes que el sordo gruñido de sus sometidas bestias. Siguió un gran número de caballos, siempre con la aparición de payasos, entre número y número. Piotr Ilitch se divirtió mucho. Reía con los payasos, se estremecía con los pasos más audaces de los equilibristas y admiraba de corazón la pesada habilidad de los osos bailarines. Pero lo que más alegría le proporcionaba era el público, su entusiasmo y la gracia de sus comentarios. “Esto es encantador”, pensó. “Por fin me alegro de estar en París.” Olvidó a las duquesas, olvidó las críticas fatales y a los cinco “innovadores”. En el entreacto bebió varios coñacs en el buffet. El ruido y el movimiento en torno de él no lo molestaban; lo tranquilizaban. Observó los padres de familia que llevaban consigo un pequeño regimiento de niñas y niños, siempre preocupados de que el grupo no se dispersara o cometiera alguna travesura a sus espaldas. Estudió a las cocottes, que espiaban ávidas por debajo del ala de sus sombreros de vistosos colores. Siguió con la mirada a los dandies de los bulevares más retirados, con sus relucientes bigotes negros, sus cuellos duros, exageradamente altos, sus estrechas caderas y sus zapatos puntiagudos. Lo deleitaba escuchar a su alrededor el argot parisiense, los diálogos ágiles e intencionados, las sonoras carcajadas. Era feliz de estar allí.

Le llamó la atención una joven muy bella; sólo después miró al muchacho con el cual ella hablaba. La joven tenía un rostro pálido, fatigado, pero extremadamente bien modelado. Sus ojos eran rasgados, oscuros, apasionados. Vestía un sencillo vestido de seda negra muy ajustado al cuerpo. Bajo la lisa tela resaltaban con toda claridad sus jóvenes pechos; el trasero quedaba exagerado por el corte del vestido, según la moda del momento. El muchacho, con el cual ella reía y charlaba, estaba de espaldas a Piotr Ilitch. Su pelo era sedoso, de un rubio oscuro y lo llevaba muy corto sobre la nuca. No usaba abrigo y su traje de tela inglesa, a grandes cuadros y muy ajustado a la cintura, parecía bastante gastado pero no dejaba de tener una cierta elegancia. La risa argentina de la joven resonaba en todo el foyer. Echaba la cabeza atrás con cada risa y su rostro pálido —con la boca pintada de rojo oscuro y los rasgados ojos— quedaba expuesto a la cruda luz de las lámparas de gas, desnudo, despojado, delicadísimo y enternecedoramente fatigado a pesar de su buen humor. El muchacho le respondía con otra carcajada, que sonaba áspera, tierna y un poco despectiva. ¿A qué le recordaba esa risa? pensó Piotr Ilitch. Cerró un instante los ojos para tratar de oír dentro de sí y descubrir qué le recordaba esa risa. Cuando los volvió a abrir, el muchacho había tomado a la bella joven del brazo: muy juntos, siempre charlando y riendo, se abrieron camino entre el gentío en dirección a la salida.

Piotr Ilitch sintió necesidad de seguirlos. “Debo seguirlos por el Boulevard Clichy”, pensó. “Debo observarlos mientras ríen y se pasean con su paso firme (ambos son muy jóvenes) entre la multitud. Necesito saber a qué me recuerda la risa del muchacho.”

Se precipitó al guardarropa, reclamó de prisa su abrigo de pieles, entregó una propina excesivamente alta y se echó el abrigo sobre los hombros para no perder tiempo y correr hacia la salida. “¿Los encontraré aún? ¿No se habrán perdido ya?”, se preguntó, ávido, mientras corría.

Había mucha gente en el Boulevard Clichy a esa hora de la noche. En la acera, crudamente pintarrajeada por los faroles de gas, se codeaban las prostitutas con opulentas señoras burguesas, los rufianes, con oficiales, las pequeñas dependientes de tiendas, con árabes y negros. Delante de los cafés, abiertos hacia la calle, se estancaba la lenta corriente, sobre la cual pendían, como una tenaz nube, su propio bullicio y olor. Niños andrajosos ofrecían periódicos y cacahuates. Sus gritos —de un tono entre dolorido y rabioso— se mezclaba con los sones de la música bailable que brotaba de los cafés. En la esquina del Boulevard Clichy y Place Pigalle había un anciano con el rostro carcomido por la lepra; con su boca negruzca y sin labios entonaba en voz muy baja, casi en un murmullo, una balada cuyo contenido era horripilante si se le prestaba atención. Piotr Ilitch volvió el rostro y dejó caer una moneda en la mano descarnada. La compasión y el asco le anudaron la garganta a la vista de aquel desfigurado anciano. Por otra parte temía a los mendigos y estaba convencido de que le traían mala suerte.

Las dos encantadoras criaturas —la bella muchacha y el muchacho de la risa peligrosa— se habían perdido entre la multitud. Eso entristeció a Piotr Ilitch. “Desaparecieron”, pensó y el disgusto tornó su paso lento y pesado. “Me gustaron mucho y por eso la tierra se los tragó. No, por supuesto que la tierra no se los tragó. Deben de haber entrado, muy apretaditos, a una de estas oscuras casas. Ahora deben de estar amándose en una de estas oscuras casas…”

La noche —artificialmente iluminada y estremecida por el bullicio— era templada. En el aire húmedo se percibía ya la primavera. Piotr Ilitch sintió calor mientras caminaba. El abrigo de piel, que le colgaba de los hombros, comenzaba a incomodarle. Una negrita lo sobresaltó al interponerse de un salto en su camino y ofrecerle cerillas con una vocecita quejumbrosa. Tenía unos ojos muy abiertos, fatigados y temerosos y una rígida y sombría corona de motas. Mientras Piotr Ilitch se inclinaba para depositar una moneda en la mano negra de la criatura, con su palma enternecedoramente clara, como desteñida, se aproximó con paso vacilante la negra madre. Apareció detrás de su hijita como una maciza sombra. Dedicó al caballero que obsequiaba la moneda a su hija una bendición que tenía el amargo sabor de un insulto. Estaba en avanzado estado de gravidez, su vientre era una monstruosa protuberancia bajo el policromo delantal estampado. Su rostro parecía haberse hinchado tanto como su vientre. No era un rostro humano; era una gran superficie amorfa en la cual sólo ardían los ojos y, por instantes, centelleaban los dientes.

Piotr Ilitch retrocedió ante la negra encinta, sin poder apartar los ojos de ella. “Esta mujer me traerá alguna horrible desgracia”, pensó y continuó mirando, como hipnotizado, aquel rostro amorfo. “Todas las mujeres encintas me traen mala suerte. ¡Y para qué hablar de ésta! ¡Ay, qué pena siento por esa desdichada y qué pena siento por mí, que me veo obligado a contemplarla!” Por fin reunió fuerzas para volverle la espalda. Huyó dando pesados y torpes saltos, mientras se sujetaba el abrigo de pieles sobre el pecho con ambas manos. De la puerta entreabierta de un café surgía una música de vals. Piotr Ilitch entró.

Se acercó al mostrador y pidió un coñac. Lo bebió de un trago y pidió otro. La muchacha que se lo sirvió intentó entablar una breve charla con él y comentó algo acerca de la primavera que ya no los haría esperar mucho más. Era una muchacha morena, de formas generosas, y una sombra de bozo sobre el labio superior. Hablaba con marcado acento del Mediodía francés. Piotr Ilitch no respondió y la muchacha se encogió de hombros. En las largas banquetas tapizadas en cuero, bajo el dorado marco de los espejos, estaban sentadas otras muchachas, ante una taza de café o un vaso con líquido verdoso sobre el sucio mármol de la mesa. “Tiene que ser ajenjo”, pensó Piotr Ilitch. “Yo también podría beber uno. Pero la tierra se ha tragado a esas dos encantadoras criaturas que tanto me gustaron.”

Junto a él, inmóvil, apoyado contra el mostrador en actitud de total ocio, había un hombre desaliñado, con chaqueta de pana, cuyos ojos enrojecidos no se apartaban del vaso con el verdoso líquido. “Debe de ser un pintor”, pensó, lleno de compasión, Tchaikovsky. “Debe de ser un talentoso retratista perseguido por la desgracia como tantos en esta ciudad.” Pero detrás de aquel desaliñado individuo había alguien más, oculto a los ojos de Piotr Ilitch. Aquel parroquiano oculto a su vista hablaba con la muchacha del mostrador. De pronto, Piotr Ilitch oyó su risa áspera, entre tierna y despectiva. Era una risa conocida, la había escuchado hacía mucho tiempo y hacía un rato la había vuelto a oír. Era la risa de Apukhtin. Piotr Ilitch se sobresaltó.

De modo que estaba allí. Era el muchacho que estaba con la bella joven en el Cirque Médrano. Estaba allí y tenía la risa de Apukhtin. Piotr Ilitch rodeó al tipo desaliñado de la chaqueta de pana y se detuvo junto al muchacho. Se asustó de su propia falta de inhibiciones cuando le dirigió la palabra.

—De modo que está aquí —le dijo.

El muchacho se volvió y lo miró sorprendido.

—Sí —dijo con bastante poca amabilidad, mientras su penetrante mirada se clavaba en el caballero con abrigo de pieles—. ¿Y por qué no?

—Lo vi en el Cirque Médrano —dijo Piotr Ilitch quien sintió cómo enrojecía bajo la dura mirada del joven—. Estaba con una chica muy bonita.

—¿Le gusta? —preguntó el muchacho con una sonrisa comprensiva—. Eso podría arreglarse.

Piotr Ilitch no estaba habituado a ese tono. ¿Con quién se había metido? Era un pequeño rufián que ofrecía a su compañera. Su primer impulso fue darse media vuelta y marcharse; pero dijo:

—Los seguí, pero desaparecieron en el Boulevard.

—¿A quién siguió usted? —preguntó el muchacho mientras sus penetrantes ojos entre verdes y grises examinaban a aquel curioso viejo—. ¿A mi amiga?

Qúizá la joven estuviera allí, en el café, bajo un dorado marco de espejo, frente a un vaso con líquido verdoso. El muchacho estaría, sin duda, vigilándola hasta que se marchara con un pretendiente; por la mañana la encontraría otra vez y le quitaría el dinero.

—Los seguí a ambos —dijo Piotr Ilitch—. A ambos, porque me gustaron.

—¿De modo que yo también? —preguntó el muchacho, pero sin el menor asomo de coquetería, con tono objetivo y una expresión de rechazo, casi de enojo. Sin embargo, se aproximó más al extranjero de abrigo de pieles.

—Sobre todo usted —replicó Piotr Ilitch y se horrorizó ante sus propias palabras.
—Conque ésas tenemos —comentó el muchacho con sequedad.

Piotr Ilitch permaneció en silencio. “Podría preguntarle si me quiere acompañar”, pensó. “Quizá reaccione con grosería o quizá me diga, sin que se le mueva un músculo: Eso también puede arreglarse.”

La exuberante francesa del Mediodía miró despectiva al caballero de barba canosa y al muchacho.

—Usted es ruso ¿verdad? —dijo el muchacho.

Su expresión continuaba siendo hosca, pero su brazo rozó el del caballero que lo había seguido.

—¿Cómo lo advirtió? —preguntó Piotr Ilitch.

—Conozco muchos extranjeros —respondió el muchacho e hizo una mueca de asco, como si le disgustara pensar en lo que había vivido junto a los extranjeros. Extendió la mano hacia el vaso con líquido verdoso que estaba frente a él. Era una mano delgada, nerviosa, un poco sucia.

—¿Quiere beber algo más? —preguntó Piotr Ilitch, pues el muchacho acababa de apurar su bebida de un trago.

—Sí —respondió el otro y se volvió a la muchacha que atendía el mostrador con una expresión despectiva, casi agresiva: —Dos ajenjos más, Léonie; para el caballero y para mí.

Piotr Ilitch contempló la bebida verdosa que acababan de servirle. Tanto él como su acompañante permanecieron en silencio. Luego miró al muchacho. El pelo sedoso, rubio oscuro, estaba cortado casi al rape sobre la nuca y en las sienes. Piotr Ilitch ya lo había advertido en el circo. Bajo los rasgados ojos, de un tono gris-verdoso, resaltaban unos pómulos muy marcados. La frente era amplia y despejada, en contraste con la línea débil de su breve mentón. El rostro bastante ancho, muy joven, pero ya gastado y no muy fresco, mostraba coloraciones pálidas que sobre los párpados y hasta llegar a las rubias cejas, se convertían en un rosado con matices azules. Sólo los labios, crispados en un rictus empecinado, daban una nota de color intenso al conjunto. Su rojo violento contrastaba con la palidez de la frente, de las mejillas y de la mirada. No era muy alto —bastante más bajo que Piotr Ilitch— pero sí esbelto. Bajo el traje entallado se adivinaba un cuerpo flexible y entrenado en acrobacias. Su actitud era negligente y tensa, a la vez. Tenía las piernas cruzadas y la cabeza un poco gacha como un corredor en la largada. Las manos, delgadas y nerviosas, rodeaban el vaso.

—¿Y usted es francés? —preguntó Piotr Ilitch.

—Soy parisiense —respondió el muchacho y sus ojos claros y penetrantes se clavaron en la bebida—. Pero mi familia no es de aquí. Vinimos de lejos, de por allá, de los Balcanes —explicó e hizo un gesto con sus bellas y sucias manos, como para señalar la tenebrosa región de donde provenía su familia—. Pero ya no me queda ningún familiar —añadió con un repentino matiz de dolor en su voz, que sonó muy ficticio.

—¿Tiene trabajo? —quiso saber Piotr Ilitch y no bien hubo hablado se arrepintió de su torpe e ingenua pregunta, y procuró rectificarla: —Quiero decir: ¿tiene algo que hacer?

—Trabajé en el circo —dijo el muchacho, sin dejar de mirar su vaso; probablemente mentía—. En realidad, quería ser músico. Toco la flauta.
La sonrisa se hizo tierna, como si recordara la música de su flauta. No, eso no es mentira.

—Quería ser músico —repitió Piotr Ilitch y lo miró.

—Pero fue una de esas ideas estúpidas —dijo el muchacho, que había recuperado su expresión hosca. Su voz había enronquecido y sonaba malhumorada.

—¿Y qué hace usted? —preguntó—. ¿Es escritor o algo por el estilo?

Una vez más sonó la áspera, tierna y burlona carcajada de Apukhtin, la risa del ángel malo, que tenía poderes sobre Piotr Ilitch, el entregado.

“Podría conservarlo junto a mí; tendría que hacerme cargo de este muchacho. Quizá después se convierta en algo valioso.”

Visto que el extranjero no respondía y continuaba sumido en sus meditaciones, el muchacho decidió hablar sin ambages:

—¿Y? ¿Qué me dice? ¿Me piensa llevar?

Piotr Ilitch se ruborizó intensamente. La muchacha del mostrador, muda y despectiva testigo de su aventura, debía de haber oído la pregunta. ¿No se reía? Era una situación muy penosa.

—Ya es bastante tarde —fue la respuesta, sin sentido, de Piotr Ilitch.

Extrajo su hermoso reloj, no tanto para ver la hora como para ganar tiempo y, quizá, para asegurarse de que aún tenía consigo su objeto más bello, su buen talismán.

Apretó el resorte para abrir la tapa; pero, en ese mismo momento se sobresaltó al ver la expresión ávida con que el muchacho observó la joya de oro y platino.

La mano de Piotr Ilitch temblaba cuando volvió a guardar el reloj en el bolsillo. “Este muchacho me va a robar el reloj si lo invito a que me acompañe”, comprendió de pronto y se enjugó el sudor de la frente. “Terminaría en eso. Nada de amistad para toda la vida, nada de relación pedagógica que lo salve y lo convierta en un gran maestro… Nada, nada, nada. Todo es engaño, todo es autoengaño. Me robaría el reloj y así terminaría la aventura. Ése sería el agradecimiento por los sentimientos dilapidados.”

“¿Y no podría ser más grave aún? Esta noche he encontrado una llamativa cantidad de mendigos y una embarazada horrible: eso significa mala suerte. Estoy seguro de que esto podría terminar peor. Me asesinaría si yo vacilara tan sólo un instante en entregarle el reloj; me estrangularía, pues es pequeño, pero fuerte y hábil, y muy malo. Siento que me odia ya y que está eligiendo ya el lugar de mi cuello hacia el cual alargará las manos.”

Piotr Ilitch apuró su vaso de bebida color verde-lechoso. El sabor a anís le resultó agradable. “Por cierto que no sería una muerte desagradable si este muchacho me estrangulara… El ángel malo, fuerte y hábil, se precipitaría sobre ti y perderías la vista y el oído; por fin se daría a conocer como lo que realmente es: el ángel estrangulador que apretará hasta quitarte el aliento y te extinguirás…”

“Te extinguirás, oh redención… ¿Pero acaso te extinguirás con el acuerdo de Aquél de quien proviene la misión? Seguro que no. No puedo esperar eso. Porque el Remoto-Comitente adoptó una decisión muy clara, aquella vez en que tú te introdujiste a las heladas aguas del río. Han trascurrido más de diez años. Tú lo provocaste y lo único que obtuviste fue castañeteo de dientes y un enfriamiento. ¿Y ha de ser otra vez la risa de Apukhtin y su fatal encanto lo que me quite el aliento?”

“¡Los triunfos del demonio ya no son tan fáciles, mi viejo amigo! ¡Ya no son tan fáciles, Apukhtin, mi ángel malo!” Piotr Ilitch se sintió colmado por una obstinación que sólo había experimentado en una oportunidad: cuando se formó en él —con sorprendente rapidez y claridad— la imagen de su vida y de su misión, y cuando encontró fuerzas para liberarse de la amistad de Apukhtin, el ángel malvado. Y continuó pensando: “Las cosas ya no son como antes; cuando yo me entregaba totalmente desvalido. Hoy sé lo que aún me queda por hacer… Muchas cosas me acarrearán fama, ese melancólico consuelo… ¡pero tú morirás sin haber conocido la celebridad a pesar de todos tus encantos, mi pequeño!… ¿Cómo era aquella breve melodía machacona, incluida en la sonata de mi amigo Grieg? ¿Por qué me estimuló y apuntaló tanto? Ofreceremos resistencia…”

Puesto que el curioso caballero maduro continuaba con sus vacilaciones, el muchacho preguntó una vez más:

—¿Y? ¿Qué me dice? ¿Me va a llevar con usted?

Quizá mientras hablara estuviera pensando en el hermoso reloj. Sus ojos rasgados, pálidos y malignos lo observaban alertas y, al mismo tiempo, divertidos. Había en ellos una alegría tentadora, misteriosa, bastante peligrosa. Entre las pestañas y las cejas, los tonos de su pálida piel jugaban entre el gris rosado y el plateado, como en el nácar.

—Ahora estoy cansado —dijo el anciano caballero con una sonrisa beatífica—. Preferiría dormir.

Pero, al ver que el muchacho fruncía los labios con expresión rencorosa y bajaba los ojos ofendido, el extranjero añadió:

—Pero quiero volver a verlo, mi querido. Visíteme mañana par la mañana. Mi nombre es Jurgenson y paro en el Hôtel du Rhin, en Place Vendôme… Bastará con que pregunte al concierge por mí.

—¡De acuerdo! Mañana por la mañana —aceptó el muchacho y se enfrentó repentinamente con el caballero, girando sobre sus talones para añadir: —Adelánteme un poco de dinero… a cuenta.

Luego lanzó su carcajada áspera, tierna, burlona y sorda.

El caballero, muy tranquilo, dijo:

—Con mucho gusto.

Luego extrajo de su cartera un billete y se lo entregó. Era un billete grande, mucho más grande de lo que el muchacho había esperado. Éste sonrió y su mano delgada y sucia rozó apenas la mano grande, blanca y pesada del extranjero. El extranjero contempló al muchacho con su mirada profundamente azul, mansa, pensativa y muy triste. Luego pidió la cuenta a la joven del mostrador y se volvió para marcharse. Cuando ya se había alejado unos pasos, levantó la mano en un saludo de despedida.

—¡Que le vaya bien, mi pequeño! —dijo—. ¡Y que sea feliz!
Salió al Boulevard Clichy. La multitud se había disgregado, de los cafés iluminados ya no brotaba música.

Pero Piotr Ilitch no paraba en el Hôtel du Rhin en Place Vendôme, sino en el Hôtel Richepanse, Rue Richepanse. La Rue Richepanse es perpendicular a la Rue St. Honoré, paralela a la Rue Royale, y su continuación vincula la Rue de Rivoli con la Madeleine.

La última etapa de la gira, la estada en Londres, fue simplemente un deber que era necesario cumplir. Tchaikovsky permaneció el tiempo indispensable en la capital inglesa: cuatro días.

Deseaba regresar lo antes posible a su país. ¡Basta de rostros que cambiaban sin cesar, que entraban en su vida y se alejaban de ella, mientras uno los seguía con la mirada triste y pensativa! ¡Basta de actividad artística burguesa, mundana o popular! Ahora lo único importante era la soledad. Ahora había llegado el momento de consagrarse al trabajo.

Piotr Ilitch hizo anotaciones durante el tormentoso cruce del canal, durante el viaje en ferrocarril, que duró seis días. No eran ideas para la ópera que tenía planeada —La dama de piqué—; aún no disponía de suficiente material. La ópera, como género musical, no le parecía lo bastante seria ni lo bastante pura como para ser expresión de aquel momento de su vida; para ser resultado de todo lo vivido y sufrido. Debía ser una sinfonía. Debía ser la sinfonía del noble empecinamiento. Debía ser la sinfonía de la Gran Resistencia. Debía ser la música para la cual se sintió preparado y maduro al escuchar aquel breve tema machacón de su menudo amigo Edvard Grieg, ese tema que le había llegado como algo consolador y refrescante.

Sería la sinfonía de la Gran Resistencia, en la cual un entusiasmo casi iracundo triunfa sobre el lamento. Sería la sinfonía de la rebelión, cuya viril decisión es más poderosa que la tristeza. Porque él no estaba acabado aún. Todavía le quedaba mucho por terminar y por disponer; esta vez el final no sonaría a hueco. Resonaría como un auténtico triunfo.

Y en la primavera de ese año de 1888 escribió la Sinfonía N° 5 en Mi menor, Opus 64. La escribió en momentos de éxtasis y de martirio, en la soledad de su pequeña casa de campo, en Frolovskoe, a seis verstas de Klin, en una zona boscosa. Porque Piotr Ilitch había abandonado Maidanovo, había renunciado a esa casa a la cual por breve tiempo consideró su hogar.

La Quinta Sinfonía fue escrita para calmar ese terrible miedo que susurraba a su oído, al aproximarse la vejez: estás agotado, reseco, no producirás nada más. Y he ahí que la sinfonía creció y resultó buena. Había en ella tristeza y brillo, entremedio, una fugaz levedad y, al final, la orgullosa y violenta explosión, el entusiasmo exultante de quien ha sabido defenderse con coraje.

Al dar por concluida la enorme partitura, Tchaikovsky debió pensar en la dedicatoria, en ese título honorífico. No dedicó la sinfonía a uno de sus amigos —como si el sociable solitario quisiera señalar que no los tenía—; se la dedicó a Herr Avé-Lallemant, Primer Presidente de la Philarmonische Gesellschaft de Hamburgo. Era un desconocido. Pero era quien había dicho a Tchaikovsky: Usted puede llegar a ser uno de los grandes. Y usted es joven aún.

Traducción de Nélida M. de Machain