Julio-Septiembre 2006, Nueva época Núm.99
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Pórtico

Martin Gregor

En 30 años, una de cada tres personas en el mundo habitará en asentamientos clandestinos sin servicios, a menos de que los gobiernos implementen políticas
 

¿Qué pudo inducir a Klaus Mann, en el segundo o tercer año de su exilio, a escribir una novela sobre la vida de Tchaikovsky? ¿Por qué no escribió la biografía novelada de un mártir, de un luchador político? La pregunta no carece por completo de fundamento, pues él jugó también con esa idea. En 1934 intentó reflejar directamente su propio destino, la suerte de un joven fugitivo, en la novela Huida al norte; pero quizá fuera prematura. Faltaba la distancia interior. El relato de una carrera artística dentro del Tercer Reich, Mefisto, aparece sólo en 1936 y la novela de emigrantes El volcán, en 1939. ¿Por qué, entonces, justamente Tchaikovsky?

El propio Klaus Mann nos brinda una de las respuestas posibles en Wendepunkt: “Era un emigrante, un exiliado; no por razones políticas sino porque no se sentía arraigado en ningún lugar. Sufría en todas partes.” Lo que atrajo, en primera instancia, a Klaus Mann fue el tema del desarraigo. La música de Tchaikovsky —en la novela se hace constar— era considerada en Rusia como “occidental”, no auténtica, no suficientemente autóctona; en Alemania se le echaba en cara su “salvajismo asiático” y sus excesivas gotas de perfume francés; en Francia, en cambio, se lo consideraba demasiado “germánico”, un imitador de Beethoven. Era cosmopolita, desarraigado, un marginado.

Pero también era un outsider por otras razones; “¿Cómo podía no haberme enterado de su vida?”, dice en Wendepunkt. “La forma especial de amor que él tuvo por destino me era conocida, sus inspiraciones y humillaciones, las prolongadas torturas y los fugaces instantes de dicha que trae consigo ese Eros, me resultaban harto familiares. No se puede rendir culto a ese Eros sin convertirse en un extraño en nuestra sociedad, tal cual ésta está constituida; nadie se suscribe a ese amor sin recibir una herida mortal.” Cualquiera sea la visión que tengan los biógrafos acerca de la tendencia de Tchaikovsky a la homosexualidad (¿y quién trasmite datos de absoluta precisión?), la debilidad psíquica, la complejidad del carácter del músico que Klaus Mann intuye, cala más hondo y fascina más que el simple relato del destino del artista. “Su neurótica inquietud, sus complejos y sus éxtasis, sus miedos y sus entusiasmos, la casi insoportable soledad en la cual debía vivir, el dolor, que exigía ser transformado, una y otra vez, en melodía; en belleza; nada de eso me era ajeno.” La tragedia de la vida de Tchaikovsky lo conmovió. No necesitó de muchas interpretaciones para traducir en palabras la confesión de ese genio que se ponía a sí mismo en tela de juicio. Y así siguió, sobre todo, la lucha de Tchaikovsky contra el dolor de la soledad y de la resignación, que nunca lo abandonó, ni siquiera en la gloria; que sólo es una “melancólica compensación por tanta vida mal vivida o no vivida”, como se dice en la novela. Lo describe con “reverencia y compasión”, con una simpatía personal que ve mucho más allá del puro interés del biógrafo.

Y existió otra razón para exhibir ante sus contemporáneos, ante los alemanes, ese tipo de artista. En un manuscrito del año 1935, un texto solicitado —seguramente, para fines publicitarios— por la editorial Querido de Amsterdam, dice: “Yo lo amaba con todas sus fallas, con todas sus debilidades y equivocaciones. Mi ambición era presentarlo en forma integral”. Y con esto nos acercamos, sin duda, a la respuesta decisiva en nuestra búsqueda del por qué Klaus Mann, justamente en ese momento, a los treinta años y frente al comienzo de una nueva etapa de su vida, no pudo dejar de escribir esta biografía novelada de Tchaikovsky.

Los alemanes adoran al titán o al joven elegido de los dioses: a Beethoven o a Mozart. Pero ¿qué ocurre con aquellos que sólo cumplen la dura ley que rige su vida? No aman a los discutidos. En literatura, prefieren a la figura olímpica que eclipse a los demás o al joven genial prematuramente desaparecido. Siempre han demostrado una actitud indiferente y hasta despectiva ante las estrellas de segunda magnitud, ante quienes han escrito alguna vez una novela menos importante. Aquel cuyos lazos con el mundo son demasiado visibles, aquel que ha debido pagar su tributo de mediocridad y de lucha con el medio profesional, y se ve envuelto en la paralizante duda sobre su propia capacidad, en esa duda que casi lo convierte en un gran incapaz. Y, precisamente, esa torturante desconfianza ante su propia obra y su propio talento es lo que ha merecido la atención de Klaus Mann, lo que Klaus Mann ha admirado y comprendido en Tchaikovsky, porque lo vivía en carne propia. Numerosas páginas de esta novela biográfica —pasajes melancólicos, que se asemejan mucho a las melancólicas ocurrencias de Tchaikovsky—, se refieren a esas dudas acerca de sí mismo y a esa amargura. No hay distanciamiento, no hay crítica trasladada al monólogo, cuando se dice en esta novela: “¡Ay, y la metamorfosis quizá no siempre resultaba exitosa! En el curso de ese proceso sagrado y difícil se solían mezclar elementos espurios, se hacían concesiones, se buscaban efectos. Como castigo, queda un resto de amargura, un resto de vida no redimida, no transformada… y ese resto deja un sabor amargo en la boca, como una hierba amarga.”

Pero Klaus Mann no piensa sólo en el Tchaikovsky del Capricho italiano o de la suite Cascanueces. Piensa también en el Tchaikovsky de la dulce y melancólica tristeza, de los emocionados adagios, de las cantilenas de cuerdas y de los “pasajes” casi empapados en lágrimas —en el breve movimiento intermedio del Concierto para Piano en Sol mayor o en el Trío en La menor para piano, violín y violoncelo—, que no sólo pueden interpretarse como anticipación de la música de salón o como apoteosis del kitsch, sino como sollozos hechos música, como momentos de enternecimientos que pueden revivirse porque no se han creado en busca del efecto, sino porque su noble cursilería forma parte de una especie de romanticismo eterno, sea cual fuere el juicio que merezcan por parte de los críticos musicales. Las alusiones a esos estados de ánimo son harto frecuentes en la novela: “Lágrimas de emoción, de orgullo, de nostalgia y de fatiga”, leemos, y: “‘Quisiera estar a solas y llorar’, pensó”. Es simplista considerar estos pasajes como lacrimosos… aunque también lo son. Por encima de todo está la despedida a un siglo, el fin de siècle, añoranza, melancolía; tanto en Tchaikovsky como en Klaus Mann. Las palabras de Klaus Mann, escritas con fines publicitarios, lo dicen abiertamente, hablan de nostalgia de una época cultural como se habla de una tierra perdida: “No hay duda, conocemos los defectos y las fealdades de ese pasado tan próximo y ya perdido. Pero ¿tenemos derecho y, aunque más no sea, ganas de destacarlos demasiado en vista de nuestro presente, tanto más pobre en encantos y tanto más abundante en padecimientos? Sí, lo admito: esta biografía novelada fue para mí una incursión en el territorio del siglo xix, tan pleno de mágicas sorpresas.”

Esta novela está dirigida, también, contra el purismo alemán, que sólo es capaz de imaginar a los artistas como santos, seres sobrehumanos, transparentes, que sudan oro puro en su lucha titánica. No oculta el exhibicionismo de sentimientos de que es capaz la música, en la misma medida que es capaz del pasaje severo y riguroso.

El título Symphonie Pathétique no se escogió al azar. La Sexta de Tchaikovsky está rodeada de un halo de leyenda. ¿Fue su réquiem? En una carta a Bobyk, Bob, su sobrino Vladimir, Tchaikovsky habla de un programa “que será siempre un enigma para todos”. Y lo fue por mucho tiempo, después de su muerte. Sólo la carta de su hermano Modest a Johann Batka, Jefe del Archivo Municipal de Pressburg —una carta descubierta hace muy poco tiempo— ha arrojado un poco de luz sobre las tinieblas. Modest desarrolla en ella una interpretación basada en comentarios del propio compositor: “La primera parte representa su vida, esa mezcla de sufrimientos y de irresistible aspiración a lo grande y noble; por un lado, luchas y miedos mortales, por otro, alegrías divinas y celestial amor a lo bello, a lo verdadero y a lo bueno, en todo lo que nos promete la eterna gracia divina”. El segundo movimiento refleja —siempre según la interpretación de Modest— las fugaces alegrías de su vida, que no admiten comparación con los habituales placeres de otros, de ahí el compás de cinco por cuatro. El tercer movimiento narraría la “historia de su evolución musical. Al comienzo de su vida, no fue más que jugueteo, una manera de pasar el tiempo. Así fue hasta los veinte años. Después toma las cosas cada vez más en serio y acaba cubierto de gloria”. El cuarto movimiento representaría el estado anímico de Tchaikovsky durante sus últimos años de vida: “la amarga decepción y el profundo dolor de comprender que hasta el arte es fugaz y no puede calmar su horror a la eterna nada, a esa nada que amenaza devorar —implacablemente y para siempre— todo lo que él ha amado y ha tenido por eterno y duradero”.

Puede argumentarse que todo programa extramusical tiene sus aspectos ridículos. Pero es imposible negar el contenido autobiográfico, el intento de interpretar la vida en sonidos, y Klaus Mann obedeció a su instinto para percibir esos contenidos y trasfondos al escoger el título y subordinar así, inconscientemente, su novela al programa de esa sinfonía. Para demostrarlo con mayor claridad aún, Klaus Mann reelaboró la edición norteamericana —publicada en 1948 por la editorial Allan, Towne & Heath, inc., New York, y dedicada a Christoph Isherwood— y la dividió en cuatro Movements. El primer movimiento, “Allegro non troppo” contiene una versión diferente del Capítulo iv, en la cual se amplían los datos sobre el affaire matrimonial de Tchaikovsky. El segundo movimiento, “Allegro con grazia”, abarca los capítulos i, ii, iii y v. El tercer movimiento, “Allegro molto vivace”, incluye los capítulos vi, vii y viii de nuestra edición. El cuarto movimiento, “Adagio lamentoso”, corresponde exactamente a los capítulos ix y x.

Es bien sabido que esos intentos de trasladar a la literatura movimientos y designaciones musicales —aun cuando respondan, como en este caso, a un programa literario— suelen resultar forzados y artificiales. Por eso, la última edición se ajusta a la difundida en 1935 por la editorial holandesa Querido y a la versión original, reimpresa en 1952. Por otra parte, no se han podido localizar los apuntes y borradores en alemán —si es que existieron— correspondientes a los capítulos especialmente escritos o cambiados para la edición norteamericana.

Si el comentario formulado por Tchaikovsky a su hermano Modest respecto a la intención “autobiográfica” de su sinfonía fuera real, podemos afirmar que Klaus Mann ha respetado estrictamente esa intención; se ha ajustado a los posibles recuerdos de Tchaikovsky durante sus últimos años de vida. Esto abarca tanto su relación con los parientes, como sus encuentros con las grandes personalidades de su época. “Qué placer significa para un escritor”, escribe Klaus Mann en la nota publicitaria que precede a la aparición de su novela, “dar nueva vida, por ejemplo, a los encuentros entre él y Johannes Brahms o Grieg o Nikish o Gustav Mahler.” También el papel de Vladimir y de los hermanos —por ejemplo, la ocurrencia de Modest de dar a la Sinfonía N° 6 el título de Pathétique— responden, en esencia, a la realidad histórica. Lo mismo ocurre con la muerte del músico, aunque hasta hoy no se sabe si Tchaikovsky bebió el agua contaminada por descuido o porque estaba harto de la vida.

Dicho sea de paso, Vladimir Davidov —martirizado por los dolores de una enfermedad incurable— se quitó la vida a los treinta y cinco años.

En la novela, la figura de Vladimir se confunde con la de la madre para convertirse en el mensajero de la muerte, en el ángel negro, motivo que reaparece con características similares en toda la obra de Klaus Mann, desde Alexander (1929) hasta Vulkan. “La belleza de la madre y el encanto del muchacho” aparecen como la última visión del moribundo, la que anuncia el sueño eterno, el descanso definitivo, la última tregua en su vida de lucha. La muerte es algo deseado, familiar, el “más allá” ha perdido hace mucho tiempo su carácter aterrador. Y aquí, hacia el final, se levanta una vez más el velo sabre las enigmáticas motivaciones a las que Klaus Mann cedió cuando consagró su atención a este personaje, justamente a este personaje. Así, por ejemplo, dice, refiriéndose a ese “más allá”, a la muerte: “Tantos amigos míos se han reunido allí, que ese lugar desconocido me resulta ya familiar” y: “Donde están reunidos nuestros amigos nos sentimos comme tout à fait chez nous…” Ésos son pensamientos propios, puestos en labios de Tchaikovsky. Ya en 1932, en un artículo necrológico dedicado a su amigo Ricki Hallgarten, quien se había quitado la vida, Klaus Mann escribía: “La muerte se me ha vuelto una región familiar desde que alguien que ha participado tan íntimamente de mi existencia terrena se ha (…) internado en ella. Porque uno no se pierde allí donde vive un amigo...” Tchaikovsky era uno de los que tornaban familiar esa región desconocida, a la cual un día ingresaría voluntariamente. Se le aproximó tanto en vida, porque estaban emparentados en la muerte.

Traducción de Nélida M. de Machain