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¿Qué
pudo inducir a Klaus Mann, en el segundo o tercer año de
su exilio, a escribir una novela sobre la vida de Tchaikovsky? ¿Por
qué no escribió la biografía novelada de un
mártir, de un luchador político? La pregunta no carece
por completo de fundamento, pues él jugó también
con esa idea. En 1934 intentó reflejar directamente su propio
destino, la suerte de un joven fugitivo, en la novela Huida al norte;
pero quizá fuera prematura. Faltaba la distancia interior.
El relato de una carrera artística dentro del Tercer Reich,
Mefisto, aparece sólo en 1936 y la novela de emigrantes El
volcán, en 1939. ¿Por qué, entonces, justamente
Tchaikovsky?
El propio Klaus Mann nos brinda una de las respuestas posibles en
Wendepunkt: “Era un emigrante, un exiliado; no por razones
políticas sino porque no se sentía arraigado en ningún
lugar. Sufría en todas partes.” Lo que atrajo, en primera
instancia, a Klaus Mann fue el tema del desarraigo. La música
de Tchaikovsky —en la novela se hace constar— era considerada
en Rusia como “occidental”, no auténtica, no
suficientemente autóctona; en Alemania se le echaba en cara
su “salvajismo asiático” y sus excesivas gotas
de perfume francés; en Francia, en cambio, se lo consideraba
demasiado “germánico”, un imitador de Beethoven.
Era cosmopolita, desarraigado, un marginado.
Pero también era un outsider por otras razones; “¿Cómo
podía no haberme enterado de su vida?”, dice en Wendepunkt.
“La forma especial de amor que él tuvo por destino
me era conocida, sus inspiraciones y humillaciones, las prolongadas
torturas y los fugaces instantes de dicha que trae consigo ese Eros,
me resultaban harto familiares. No se puede rendir culto a ese Eros
sin convertirse en un extraño en nuestra sociedad, tal cual
ésta está constituida; nadie se suscribe a ese amor
sin recibir una herida mortal.” Cualquiera sea la visión
que tengan los biógrafos acerca de la tendencia de Tchaikovsky
a la homosexualidad (¿y quién trasmite datos de absoluta
precisión?), la debilidad psíquica, la complejidad
del carácter del músico que Klaus Mann intuye, cala
más hondo y fascina más que el simple relato del destino
del artista. “Su neurótica inquietud, sus complejos
y sus éxtasis, sus miedos y sus entusiasmos, la casi insoportable
soledad en la cual debía vivir, el dolor, que exigía
ser transformado, una y otra vez, en melodía; en belleza;
nada de eso me era ajeno.” La tragedia de la vida de Tchaikovsky
lo conmovió. No necesitó de muchas interpretaciones
para traducir en palabras la confesión de ese genio que se
ponía a sí mismo en tela de juicio. Y así siguió,
sobre todo, la lucha de Tchaikovsky contra el dolor de la soledad
y de la resignación, que nunca lo abandonó, ni siquiera
en la gloria; que sólo es una “melancólica compensación
por tanta vida mal vivida o no vivida”, como se dice en la
novela. Lo describe con “reverencia y compasión”,
con una simpatía personal que ve mucho más allá
del puro interés del biógrafo.
Y existió otra razón para exhibir ante sus contemporáneos,
ante los alemanes, ese tipo de artista. En un manuscrito del año
1935, un texto solicitado —seguramente, para fines publicitarios—
por la editorial Querido de Amsterdam, dice: “Yo lo amaba
con todas sus fallas, con todas sus debilidades y equivocaciones.
Mi ambición era presentarlo en forma integral”. Y con
esto nos acercamos, sin duda, a la respuesta decisiva en nuestra
búsqueda del por qué Klaus Mann, justamente en ese
momento, a los treinta años y frente al comienzo de una nueva
etapa de su vida, no pudo dejar de escribir esta biografía
novelada de Tchaikovsky.
Los alemanes adoran al titán o al joven elegido de los dioses:
a Beethoven o a Mozart. Pero ¿qué ocurre con aquellos
que sólo cumplen la dura ley que rige su vida? No aman a
los discutidos. En literatura, prefieren a la figura olímpica
que eclipse a los demás o al joven genial prematuramente
desaparecido. Siempre han demostrado una actitud indiferente y hasta
despectiva ante las estrellas de segunda magnitud, ante quienes
han escrito alguna vez una novela menos importante. Aquel cuyos
lazos con el mundo son demasiado visibles, aquel que ha debido pagar
su tributo de mediocridad y de lucha con el medio profesional, y
se ve envuelto en la paralizante duda sobre su propia capacidad,
en esa duda que casi lo convierte en un gran incapaz. Y, precisamente,
esa torturante desconfianza ante su propia obra y su propio talento
es lo que ha merecido la atención de Klaus Mann, lo que Klaus
Mann ha admirado y comprendido en Tchaikovsky, porque lo vivía
en carne propia. Numerosas páginas de esta novela biográfica
—pasajes melancólicos, que se asemejan mucho a las
melancólicas ocurrencias de Tchaikovsky—, se refieren
a esas dudas acerca de sí mismo y a esa amargura. No hay
distanciamiento, no hay crítica trasladada al monólogo,
cuando se dice en esta novela: “¡Ay, y la metamorfosis
quizá no siempre resultaba exitosa! En el curso de ese proceso
sagrado y difícil se solían mezclar elementos espurios,
se hacían concesiones, se buscaban efectos. Como castigo,
queda un resto de amargura, un resto de vida no redimida, no transformada…
y ese resto deja un sabor amargo en la boca, como una hierba amarga.”
Pero Klaus Mann no piensa sólo en el Tchaikovsky del Capricho
italiano o de la suite Cascanueces. Piensa también en el
Tchaikovsky de la dulce y melancólica tristeza, de los emocionados
adagios, de las cantilenas de cuerdas y de los “pasajes”
casi empapados en lágrimas —en el breve movimiento
intermedio del Concierto para Piano en Sol mayor o en el Trío
en La menor para piano, violín y violoncelo—, que no
sólo pueden interpretarse como anticipación de la
música de salón o como apoteosis del kitsch, sino
como sollozos hechos música, como momentos de enternecimientos
que pueden revivirse porque no se han creado en busca del efecto,
sino porque su noble cursilería forma parte de una especie
de romanticismo eterno, sea cual fuere el juicio que merezcan por
parte de los críticos musicales. Las alusiones a esos estados
de ánimo son harto frecuentes en la novela: “Lágrimas
de emoción, de orgullo, de nostalgia y de fatiga”,
leemos, y: “‘Quisiera estar a solas y llorar’,
pensó”. Es simplista considerar estos pasajes como
lacrimosos… aunque también lo son. Por encima de todo
está la despedida a un siglo, el fin de siècle, añoranza,
melancolía; tanto en Tchaikovsky como en Klaus Mann. Las
palabras de Klaus Mann, escritas con fines publicitarios, lo dicen
abiertamente, hablan de nostalgia de una época cultural como
se habla de una tierra perdida: “No hay duda, conocemos los
defectos y las fealdades de ese pasado tan próximo y ya perdido.
Pero ¿tenemos derecho y, aunque más no sea, ganas
de destacarlos demasiado en vista de nuestro presente, tanto más
pobre en encantos y tanto más abundante en padecimientos?
Sí, lo admito: esta biografía novelada fue para mí
una incursión en el territorio del siglo xix, tan pleno de
mágicas sorpresas.”
Esta novela está dirigida, también, contra el purismo
alemán, que sólo es capaz de imaginar a los artistas
como santos, seres sobrehumanos, transparentes, que sudan oro puro
en su lucha titánica. No oculta el exhibicionismo de sentimientos
de que es capaz la música, en la misma medida que es capaz
del pasaje severo y riguroso.
El título Symphonie Pathétique no se escogió
al azar. La Sexta de Tchaikovsky está rodeada de un halo
de leyenda. ¿Fue su réquiem? En una carta a Bobyk,
Bob, su sobrino Vladimir, Tchaikovsky habla de un programa “que
será siempre un enigma para todos”. Y lo fue por mucho
tiempo, después de su muerte. Sólo la carta de su
hermano Modest a Johann Batka, Jefe del Archivo Municipal de Pressburg
—una carta descubierta hace muy poco tiempo— ha arrojado
un poco de luz sobre las tinieblas. Modest desarrolla en ella una
interpretación basada en comentarios del propio compositor:
“La primera parte representa su vida, esa mezcla de sufrimientos
y de irresistible aspiración a lo grande y noble; por un
lado, luchas y miedos mortales, por otro, alegrías divinas
y celestial amor a lo bello, a lo verdadero y a lo bueno, en todo
lo que nos promete la eterna gracia divina”. El segundo movimiento
refleja —siempre según la interpretación de
Modest— las fugaces alegrías de su vida, que no admiten
comparación con los habituales placeres de otros, de ahí
el compás de cinco por cuatro. El tercer movimiento narraría
la “historia de su evolución musical. Al comienzo de
su vida, no fue más que jugueteo, una manera de pasar el
tiempo. Así fue hasta los veinte años. Después
toma las cosas cada vez más en serio y acaba cubierto de
gloria”. El cuarto movimiento representaría el estado
anímico de Tchaikovsky durante sus últimos años
de vida: “la amarga decepción y el profundo dolor de
comprender que hasta el arte es fugaz y no puede calmar su horror
a la eterna nada, a esa nada que amenaza devorar —implacablemente
y para siempre— todo lo que él ha amado y ha tenido
por eterno y duradero”.
Puede argumentarse que todo programa extramusical tiene sus aspectos
ridículos. Pero es imposible negar el contenido autobiográfico,
el intento de interpretar la vida en sonidos, y Klaus Mann obedeció
a su instinto para percibir esos contenidos y trasfondos al escoger
el título y subordinar así, inconscientemente, su
novela al programa de esa sinfonía. Para demostrarlo con
mayor claridad aún, Klaus Mann reelaboró la edición
norteamericana —publicada en 1948 por la editorial Allan,
Towne & Heath, inc., New York, y dedicada a Christoph Isherwood—
y la dividió en cuatro Movements. El primer movimiento, “Allegro
non troppo” contiene una versión diferente del Capítulo
iv, en la cual se amplían los datos sobre el affaire matrimonial
de Tchaikovsky. El segundo movimiento, “Allegro con grazia”,
abarca los capítulos i, ii, iii y v. El tercer movimiento,
“Allegro molto vivace”, incluye los capítulos
vi, vii y viii de nuestra edición. El cuarto movimiento,
“Adagio lamentoso”, corresponde exactamente a los capítulos
ix y x.
Es bien sabido que esos intentos de trasladar a la literatura movimientos
y designaciones musicales —aun cuando respondan, como en este
caso, a un programa literario— suelen resultar forzados y
artificiales. Por eso, la última edición se ajusta
a la difundida en 1935 por la editorial holandesa Querido y a la
versión original, reimpresa en 1952. Por otra parte, no se
han podido localizar los apuntes y borradores en alemán —si
es que existieron— correspondientes a los capítulos
especialmente escritos o cambiados para la edición norteamericana.
Si el comentario formulado por Tchaikovsky a su hermano Modest respecto
a la intención “autobiográfica” de su
sinfonía fuera real, podemos afirmar que Klaus Mann ha respetado
estrictamente esa intención; se ha ajustado a los posibles
recuerdos de Tchaikovsky durante sus últimos años
de vida. Esto abarca tanto su relación con los parientes,
como sus encuentros con las grandes personalidades de su época.
“Qué placer significa para un escritor”, escribe
Klaus Mann en la nota publicitaria que precede a la aparición
de su novela, “dar nueva vida, por ejemplo, a los encuentros
entre él y Johannes Brahms o Grieg o Nikish o Gustav Mahler.”
También el papel de Vladimir y de los hermanos —por
ejemplo, la ocurrencia de Modest de dar a la Sinfonía N°
6 el título de Pathétique— responden, en esencia,
a la realidad histórica. Lo mismo ocurre con la muerte del
músico, aunque hasta hoy no se sabe si Tchaikovsky bebió
el agua contaminada por descuido o porque estaba harto de la vida.
Dicho sea de paso, Vladimir Davidov —martirizado por los dolores
de una enfermedad incurable— se quitó la vida a los
treinta y cinco años.
En la novela, la figura de Vladimir se confunde con la de la madre
para convertirse en el mensajero de la muerte, en el ángel
negro, motivo que reaparece con características similares
en toda la obra de Klaus Mann, desde Alexander (1929) hasta Vulkan.
“La belleza de la madre y el encanto del muchacho” aparecen
como la última visión del moribundo, la que anuncia
el sueño eterno, el descanso definitivo, la última
tregua en su vida de lucha. La muerte es algo deseado, familiar,
el “más allá” ha perdido hace mucho tiempo
su carácter aterrador. Y aquí, hacia el final, se
levanta una vez más el velo sabre las enigmáticas
motivaciones a las que Klaus Mann cedió cuando consagró
su atención a este personaje, justamente a este personaje.
Así, por ejemplo, dice, refiriéndose a ese “más
allá”, a la muerte: “Tantos amigos míos
se han reunido allí, que ese lugar desconocido me resulta
ya familiar” y: “Donde están reunidos nuestros
amigos nos sentimos comme tout à fait chez nous…”
Ésos son pensamientos propios, puestos en labios de Tchaikovsky.
Ya en 1932, en un artículo necrológico dedicado a
su amigo Ricki Hallgarten, quien se había quitado la vida,
Klaus Mann escribía: “La muerte se me ha vuelto una
región familiar desde que alguien que ha participado tan
íntimamente de mi existencia terrena se ha (…) internado
en ella. Porque uno no se pierde allí donde vive un amigo...”
Tchaikovsky era uno de los que tornaban familiar esa región
desconocida, a la cual un día ingresaría voluntariamente.
Se le aproximó tanto en vida, porque estaban emparentados
en la muerte. |