Julio-Septiembre 2006, Nueva época Núm.99
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Un fragmento de La muerte del cisne
La muerte del Rey Luis II de Baviera


Klaus Mann

A Thomas Quinn Curtiss
Sils Baselgia, verano de 1937

Vous fûtes un poète, un soldat, le seul Roi
De ce siècle où les rois se font si peu de choses…

Verlaine, à Louis II de Bavière

 

“¡E s el Rey!”, dijeron interiormente sobresaltados los servidores. Algunos se apiñaban en la galería del primer piso junto a las ventanas; otros corrieron escaleras abajo hacia el vestíbulo o hacia el patio de grava frente al castillo.

Cada uno estaba al corriente de lo que había pasado, y no había entre ellos ninguno que no hubiese esperado este momento con una íntima tensión mezclada de espanto.

Su Rey y señor, Luis II de Baviera, hacía su entrada en su hermosa posesión del castillo de Berg, junto al lago Starnberg. Pero, ¡ay!, no había llegado como corresponde a un soberano libre. Su séquito eran médicos y guardianes. Los señores de la corte de Munich iban siguiendo por detrás al melancólico, macabro carruaje vigilado por miembros de la policía montada.

Todos los servidores sabían que su príncipe había sido prendido en el castillo de Hohenschwangau en calidad de demente, poco menos que como a un malhechor. De conformidad con la familia Wittelsbach y con los ministros, los médicos de Munich habían formulado un diagnóstico terrible: el Rey estaba enfermo —así decía el dictamen médico—, con las facultades mentales alteradas, probablemente de manera incurable, lo mismo que su hermano, el príncipe Otto, que apartado del mundo desde hacía años llevaba en un lugar cualquiera una vida casi animal. La dolencia a la que los sabios y los altos dignatarios condenaban a Su Majestad, del mismo modo que se condena a un malhechor a severo castigo, tenía un nombre: paranoia. Ninguno de los servidores comprendía esa penosa palabra extranjera, pero todos se estremecían ante su odioso sonido.

¿Era posible acaso que un rey que lo es por la gracia de Dios, y que es propiamente un intocable, contrajese paranoia del mismo modo que un mendigo contrae la lepra o un niño la tos convulsa? Luis II ya no podría seguir reinando porque había sido golpeado por la paranoia como por una peste. “Tiene que ser una cosa de familia”, comentaban los más viejos y avisados entre los lacayos, aludiendo sombríamente al desdichado príncipe Otto. Pero también se mostraban un poco escépticos tocante a lo que tuviese que ver en este terrible asunto la conducta de la familia Wittelsbach, la de los médicos y la de los ministros. Los servidores del castillo presumían en su totalidad que su rey y señor había sido despojado de sus derechos, destronado y declarado demente como consecuencia de viles maquinaciones. El príncipe Luitpold, tío del monarca, aspiraba a convertirse en regente de la Baviera, y todo marchaba en tal sentido. De manera que ese soberano por la gracia de Dios debía desaparecer dentro de una habitación que ya de suyo era poco menos que una cárcel. Puesto que el príncipe Luitpold codiciaba la corona —tal era el comentario malicioso de los lacayos—, la ciencia representada por el Consejero mayor de sanidad, Dr. von Gudden, y por algunos de sus colegas, había lucubrado la diabólica palabra “paranoia” para endosársela al Rey. Sobre este punto estaban sustancialmente de acuerdo todos los servidores del castillo de Berg, honrada gente de la comarca. Pero no se animaron a seguir manifestando con franqueza ni sus opiniones ni sus sospechas. El poder y el Estado habíanse pronunciado en favor del príncipe Luitpold y del Dr. von Guduen… contra el Rey. Éste había sido entregado, abandonado, sacrificado: ¿quién osaría decir si aún cabía designarlo con el nombre de Rey, una vez que el poder lo había derribado de manera tan estruendosa? Toda oposición era inútil; así lo entendían muy bien los lacayos, acostumbrados a respirar en la atmósfera del poder y porque sabían además que una protesta en su contra casi nunca era tomada prácticamente en cuenta. En secreto simpatizaban con las gentes de Hohenschwangau, los montañeses y la valiente gendarmería, que habían organizado una justa aunque pequeña revolución en momentos en que los señores de Munich —los médicos, los ministros y oficiales de la corte— hiciéronse presentes para apoderarse de la persona del Rey y confinarlo. ¡Qué esforzado había sido todo ello por parte de la gente de Hohenschwangau! Así lo sentían todos los servidores sin excepción. Pero por otro lado, ¿de qué había servido, qué consecuencias tuvo la audaz y reducida acción de los pastores, de los siervos y los campesinos? Es cierto que por lo pronto se había logrado meterle miedo a la gente de Munich y rechazarla por medio de hoces, escopetas y otros medios intimidatorios; pero habían regresado y se habían legitimado como el Poder —toda la grandeza del Poder erigíase invisible detrás de ellos— y habían obligado al Rey por la gracia de Dios, ante quien hasta la víspera se inclinaban tocando el suelo, a trepar al coche y viajar del castillo de Hohenschwangau al castillo de Berg, en el lago Starnberg, cerca de Munich, en donde debía permanecer bajo custodia y encerrado como una bestia feroz.

Los señores de Munich —el príncipe Luitpold, el Dr. von Gudden y los ministros —habían adoptado en el castillo de Berg un sinnúmero de medidas precautorias con el fin de que el Rey depuesto permaneciese allí a buen recaudo y no le fuese posible ni escapar ni inferirse daño alguno. A los servidores habíaseles recomendado, por ejemplo, encarecidamente no dejar a Luis solo con un servicio de cubiertos ni en sus habitaciones con un cuchillo a la vista. Llegaron asimismo operarios para colocar rejas en las ventanas del dormitorio de Su Majestad: en cada ventana colocaron cinco o seis gruesos barrotes de hierro, cerca lo bastante el uno del otro. Ello significaba y ponía de resalto que efectivamente había llegado de repente a su fin toda la magnificencia de Luis II, que con tanta largueza y liberalidad había morado en tanto hermoso castillo. Medidas de precaución tan humillantes eran la prueba irrefutable de que el Poder desconocía de manera despótica su legitimidad real. El monarca destronado habría de pasar el resto de sus días detrás de aquellas ventanas enrejadas, ni más ni menos que como un peligroso asesino…

Todas estas inhumanas demostraciones, así de la ciencia como del Estado, en contra del hermoso y desdichado monarca impresionaron dolorosamente a los lacayos, como era natural. A pesar de todo les costaba creer que el Rey Luis fuese un demente y que su cabeza hubiera sido golpeada por ese terrible mal llamado paranoia. Teníanlo por algo imposible precisamente los que habían servido personalmente al monarca y, por lo tanto, estaban al tanto de sus contundentes excentricidades, sus locas extravagancias y estados de ánimo. La manera de ser del monarca, tan proclive a los excesos espectaculares e imprevisibles, y que tanto disgusto provocaba en los ministerios imponía respeto a los humildes hijos de campesinos. Casi todos los que conocían en este sentido al Rey, lo amaban. Pero a la sazón guardaban silencio, por un servil respeto ante el Poder, y ni siquiera se atrevían a mosquear cuando los operarios quitaban hasta los picaportes de las cámaras de Su Majestad en el castillo de Berg.

“¡Es el Rey!”, dijeron los lacayos en voz muy baja, pálidos los labios, al observar desde el amplio portal o desde las ventanas del primer piso, la entrada del carruaje.
Llovía de manera densa y uniforme desde hacía algunos días. Los lacayos comentaban que un mes de junio tan lluvioso y frío como este del año 1886 no se había visto nunca. La lluvia envolvía el paisaje como con una tela gris. No se veía la orilla opuesta del estrecho lago. La lluvia resonaba sobre el techo del castillo y en las cimas de los árboles del parque.

“¡Es el Rey!”

De un segundo carruaje detenido en el parque un poco más atrás se adelantó un hombre trajeado de civil —probablemente un médico o uno de los guardianes— y abrió desde afuera la portezuela del coche donde venía sentado Luis II. Los lacayos cuchichearon entre sí —medio fastidiados y medio temblando de respeto frente a la dura prudencia del Estado— ese nuevo detalle de haber quitado el picaporte de la portezuela del carruaje, tal como se había hecho con la puerta del dormitorio del Rey.

Otro caballero acudió en aquel momento para ayudar a salir del coche a Su Majestad; algunos de los lacayos reconocieron al Consejero de sanidad Dr. von Gudden. Pero Luis rechazó su ayuda. Los servidores observaron, no sin satisfacción, de qué modo su Soberano —inclinado ya medio cuerpo fuera del coche— dirigía un altivo gesto de rechazo al Consejero y abandonaba el carruaje, sin tocar el brazo que le ofrecía, con movimientos elásticos, plenos, casi jubilosos… tal como si estuviera muy alegre de salir de ese agujero, de verse libre de esa jaula rodante. Alejóse dos o tres pasos de la portezuela, pero allí se detuvo, inmóvil, como una columna, con su figura sobresaliente, casi gigantesca, amplia, trágicamente oscura, envuelta en los pliegues de su capa profundamente negra, con la ancha ala del sombrero sobre la frente.

La sombra del ala del sombrero cubría la mitad superior de su cara a modo de una máscara. La barba algo crecida y la boca blanda y carnosa quedaban visibles. Los ángulos de la boca aparecían hacia abajo con una expresión de disgusto y repugnancia.

El Consejero de sanidad estaba allí en una actitud servil, pero también de asombro, de expectativa, de prisa, con la cabeza descubierta, expuesta su elevada y monda frente de sabio a la incesante lluvia torrencial, junto a Su Majestad. Luis se demoró algunos segundos más; le pareció un goce perverso dejar que la calva y los pocos pelos del Dr. se mojasen hasta la raíz; luego púsose en movimiento; marchaba, sin volver la cabeza, ni siquiera una sola vez, a paso vivo en dirección al castillo… Gudden apenas podía seguirlo; junto a los lacayos que se inclinaban atravesó de prisa el ancho portal, los salones, y subió la escalera hasta llegar a su cuarto. A trote rápido iban en su seguimiento los guardianes, los médicos y aquellos oficiales de la corte que eran propiamente guardianes y espías: melancólico séquito de la destronada, depuesta Majestad.

Lo primero que Luis verificó en su habitación superior fue: “Se ha enrejado las ventanas.” Por todo comentario encogióse de hombros de un modo infinitamente orgulloso, y su mirada, sombreada por el ala del sombrero, púsose terriblemente sombría. El Dr. von Gudden hizo una graciosa reverencia: “Es una casualidad, Majestad… por razones puramente decorativas…”, dijo de manera desatinada… y en esa insensatez de sus palabras había algo ofensivo y deprimente para el Rey, tal como si éste no se hallase ya en condiciones de distinguir lo absurdo de lo sensato del discurso.

El Consejero de sanidad hizo la tentativa de sonreírse —empeño destinado necesariamente a un penoso fracaso, a la vista del repentino gesto de cólera con que Luis echaba resueltamente hacia atrás la cabeza. El Rey, luciendo su indumentaria de viajero extrañamente romántica, su capa voladora y la ancha ala del sombrero, cerró los ojos y con movimiento convulsivo crispó los puños. Tremenda fue entonces la expresión de dolor y repugnancia de su pálido rostro, cuya doliente superficie levantó con furia hacia el techo del cuarto.

Gudden lo observaba con atención, asustado pero también como al acecho; interesado como médico, pero también con visible satisfacción, sí, no sin cierta expresión de triunfo. “Si su pueblo bávaro y la opinión pública europea pudieran verlo ahora —pensó el médico— nadie podría dudar de que mi diagnóstco es correcto… y de que el Rey es incurable.”

Fue como si Luis adivinase los pensamientos del doctor. De manera sorprendente cambió su actitud y la expresión de su fisonomía. Probablemente fue en este momento cuando resolvió comportarse con la mayor moderación en presencia de Gudden… no dejarse llevar de sus impulsos delante de Gudden, en lo sucesivo, nunca más, hasta el final.

“No tiene importancia”, observó con soltura, con un tono de voz suave, algo seca, pero casi melodiosa. “Rejas en la ventana”, dijo por segunda vez y volvió a encogerse de hombros. “Y por qué no… Un cambio… no del todo desagradable…”
En sus ojos apareció una llama socarrona. Ese maligno, pérfido resplandor aparecía en sus ojos siempre que miraba a Gudden. El Consejero por su parte parecía no advertirlo nunca.

Luis ejecutó un par de pasos ágiles y danzarines de los que apenas se hubiese creído capaz a ese gigantesco cuerpo obeso, a ese fofo coloso de carne dotado repentinamente de tan grácil agilidad. “¿Cuánto tiempo durará… esta cura?”, preguntó mirando por sobre el hombro mientras iba y venía de prisa por el cuarto. Finalmente arrojó, con el ademán impulsivo propio de un actor, sombrero y abrigo sobre cualquier parte. El traje de civil que llevaba, de color oscuro, no estaba completamente limpio; mostraba ciertas manchas que acaso provinieran de vino u otra bebida y huellas de ceniza de cigarrillo.

“Eso depende”, contestó el Dr. von Gudden, “de que Su Majestad se tranquilice, de que siga las prescripciones de los médicos… Al cabo de un año, por lo menos”, concluyó con cierta sequedad, “tendremos que observar el estado de salud de Su Majestad”.

“¡Un año por lo menos!” repitió el Rey con una risa disimulada y casi inaudible. De inmediato comenzó a restregarse las manos de una manera muy animada como si estuviera escuchando sabrosas anécdotas, sin cesar en sus rápidos paseos a lo largo de la habitación. La expresión de su rostro pálido, liso, arruinado, convirtióse de pronto en expresión de picardía al aproximarse a Gudden y decirle, con un acento en la voz particularmente áspero y ahogado: “Ciertos señores de Munich seguramente preferirían que de ese solo año se originen muchos añitos… muy muchos añitos, innumerables añitos… En el caso de mi hermano Otto se tuvo a bien disponerlo de ese modo… A mi tío Luitpold” agregó bromeando y restregándose las manos casi con júbilo, “sin duda le agradaría que al Rey hereditario, al Soberano por la gracia de Dios, se lo hiciese desaparecer de por vida dentro de una habitación con las ventanas enrejadas…” Riéndose con irónica complacencia dejó al descuberto unas encías de color entre rosado y grisáceo. En su boca ya no quedaban dientes, sólo se veían amarillentos raigones.

El médico guardó silencio y dirigió, por entre sus pobladas cejas, una mirada reprochante, algo enfermiza, hacia su paciente que se mostraba de tan excelente humor, pero que todavía no había llegado al término de sus mordaces travesuras. “Oh… ¿quién puede saberlo?”, dijo con disimulada risa, como llegando al punto insuperable y principal de sus ingeniosas combinaciones… “¿quién lo sabe? ¿No se piensa tal vez en dejarme con vida por mucho tiempo en un cuarto con ventanas enrejadas? ¿Soy tal vez incluso aquí demasiado peligroso para los señores de Munich? Existen desde luego ciertos brebajes con los que se abrevian un poco las enfermedades como la mía y que producen un final rápido e inesperado. Ciertos brebajes y mixturas… oh, sí, he oído hablar mucho de ellos; desempeñan su papel en la historia; Catalina de Médicis, por ejemplo, se destacó notablemente en su preparado y empleo. Seguramente que mis queridos ministros y los señores de la corte de Munich conocen también esos preparados secretos. ¿No se le ha encomendado a usted, mi querido Dr. von Gudden, echar lo antes posible un brebaje de esa especie en mi sopa?”, preguntó Luis a su médico, pero sin gravedad intimidatoria, sino más bien con despejada curiosidad. A lo cual el Consejero superior de sanidad viose en la obligación de contestar algo. Con suma dignidad habló así: “Majestad, mi honor me impide abordar una pregunta semejante.” Acto seguido llevó la mano derecha al corazón y apretó el mentón de poblada y redonda barba contra el alto, duro cuello de la camisa, de blancura deslumbrante.

El Rey ejecutó un breve movimiento de mano que acaso pretendía significar: ¿De qué vale seguir hablando de esto? Luego volvió a preguntar, repentinamente un poco fatigado, dejándose caer en un sofá: “¿Y en qué consisten las prescripciones, quiero decir, naturalmente, los consejos de mis médicos?”

“Ante todo recomendamos a Su Majestad… ¡reposo!”, contestó Gudden con el índice en alto. “¡Reposo, reposo, y nuevamente reposo! ¡Ninguna clase de agitaciones! ¡Movimiento corporal! ¡Dividir el día ordenadamente! ¡Quiera Su Majestad tenernos confianza!”, suplicó el Consejero con una voz repentinamente cálida, interiormente vibrante. “La tarea y el noble celo de la ciencia consisten en ayudar, no en destruir”, aseguró casi implorando.

Luis, descansando extenuado en el sofá, hizo un breve movimiento de aprobación con la cabeza, completamente aburrido. Su mirada pasó por sobre Gudden fijándose en la pared. Luego de una pausa, dijo: ¿Tendría usted, mi muy estimado señor Consejero, la amabilidad de dejarme un poco solo? Estoy fatigado.” A continuación bostezó, sin cubrirse la boca. No pareció avergonzarse de los feos raigones que quedaron a la vista.

Gudden titubeó un par de segundos, después inclinó con reverencia medio cuerpo hacia adelante y comenzó a moverse —caminando hacia atrás conforme al hábito cortesano— en dirección de la puerta. “Quedo a disposición de Su Majestad y me permitiré durante un tiempo informarme de su estado de salud”, agregó. Cautelosamente abrió la puerta y la dejó cerrarse por sí misma.

El Rey, con las cejas levantadas, lo siguió con la mirada. “¡La ciencia!”, dijo con voz sonora, torciendo la boca de pura aversión y asco. Luego, una vez más, con una risa irónica y amarga… como si pronunciase el nombre de un antiguo enemigo maligno, pero también ridículo y peligroso, repitió: “¡La ciencia!”

Incorporóse fatigosamente respirando con dificultad. Su andar era pesado y lento; al llegar a la ventana sintió vahídos. Como alguien en inminente peligro de despeñarse trata de asirse a un sostén, a un apoyo, así alcanzó la reja de la ventana. Sus grandes manos blancas crispáronse en torno a los barrotes de hierro. Dejó caer la frente contra la reja y se estremeció al contacto con la fría humedad del metal. Llovía sin cesar. Las gotas de la lluvia mojaban los hierros así como las lágrimas bañan un rostro.

El parque envuelto en la neblina resonaba bajo la lluvia.

En la Alta Baviera el mal tiempo es frecuente. Luis ya conocía estos largos días de lluvia, esta monotonía de las semanas lluviosas. En Hohenschwangau, en Herrenchiemsee, junto al lago Starnberg: en todos estos lugares le pareció que había llovido casi siempre. Pero jamás había sido para él tan torturante el ruido del agua que cae del cielo, tan inquietante como allí y en ese momento. El intenso resonar de la lluvia, su chapotear y deslizarse en las cimas de los árboles, en el amplio patio de grava, en los charcos formados por los caminos del parque, en las goteras, todo eso entonces lo sintió como una tortura apenas soportable.

“¡Si por lo menos dejara de llover!”, se quejó con dolor, y su pálido y demacrado rostro, con la barba en desorden y los ojos dolorosamente protuberantes movióse detrás de los barrotes como el de un animal se mueve detrás de los barrotes de su jaula. “Ah, cette pluie! Cette pluie, toujours… C’est atroce, c’est horrible…”

La expresión de un inmenso dolor habíase abatido sobre su rostro, como la renegrida sombra de una nube que pasa, desfigurando sus facciones. Lo que había tenido que sufrir en los últimos días y horas era demasiado y demasiado atroz. Ahora que se lo había dejado solo… solo en esa habitación con ventanas enrejadas, hallóse como el presidiario a quien se ha castigado y torturado sin piedad y que regresa a la soledad de su celda, solo con su cuerpo que sufre por doquier: ya ni siquiera sabe dónde están sus miembros porque todos sus miembros son como una sola herida que quema; no sabe si ha de permanecer tendido, si ha de estar de pie o sentado… si debe gritar, proferir imprecaciones o rezar.

Luis abrió ligeramente los labios flojos y azulados. Primeramente aspiró el aire con ruido suave y sibilante, el aire húmedo y frío del día lluvioso; el hondo silbido transformóse en un estertor, luego en un profundo, vibrante gemido.

El Rey cautivo estaba a la ventana y gemía. Sus manos resbalaban a lo largo de los barrotes… hacia arriba y hacia abajo, una y otra vez, por las mojadas varas de hierro.

Repentinamente sintió miedo. Pensó que era observado. Volvió con rapidez la cabeza, pero la habitación estaba vacía. Al abrir bruscamente la puerta para comprobar si alguien se ocultaba detrás, observó que estaba cerrada con llave; no había ni siquiera un picaporte para sacudirla. Tal vez había en la puerta, o a un costado de ella, en la pared, un agujero secreto por el cual el Dr. Gudden o cualquier otro médico o un sirviente podía seguir cada movimiento que hacía el Rey. Luis estaba completamente convencido de la existencia de tal agujero, asi es que decidió:

“Debo mostrar dignidad. Se me observa. A los mirones de la puerta no les daré el espectáculo que ellos esperan de mí. A partir de ahora no más gemidos ni más apretar la frente contra estos barrotes de hierro. Todo depende de que yo ponga orden en mis pensamientos. Los mentirosos y los rebeldes se atreven a sostener y difundir que estoy loco… yo, el Rey, le Roy lui-même! ¡Qué atrevida monstruosidad! Pero los refutaré de manera contundente… a pesar de las atroces e increíbles circunstancias en que me hallo… si me comporto como un hombre tranquilo y sereno.”

Al hilo de proyectos tan buenos y razonables el Rey dejóse caer en un sofá próximo a la ventana.

Pero los pensamientos en su cabeza no querían permanecer en orden; se confundían, eran empujados por imágenes, por toda clase de ideas, asociaciones que nada tenían que ver con el asunto y que sólo podían traer perturbaciones. Por espacio de largos minutos no le fue posible a Luis, por ejemplo, desembarazarse de frases como la siguiente: “¡Quieren arrancarme de los hombros la púrpura! ¡A mí, el Soberano… al siete veces ungido Príncipe de Mitternacht! ¡Pero no han de lograrlo jamás. Yo soy el Caballero del cisne, y soy el cisne. ¡El negro cisne soy y me elevo por sobre todos ellos con mis aleteos gigantescos… sobre la chusma, sobre los intrigantes, sobre la ciencia!… Quieren arrancarme de los hombros la púrpura, a mí, siete veces ungido…” Y las mismas frases comenzaban de vuelta en su pobre cabeza.

El mismo Luis cayó en la cuenta de que así no adelantaba.

¡Si por lo menos esta lluvia cesase un momento de resonar! Cette pluie! Cette pluie horrible!

“¡Tengo que serenarme! ¡Tengo que estar completamente sereno! ¡Mis manos no pueden seguir temblando, mis pensamientos tienen que llegar al orden. ¡Serénate, oh poderoso señor!”, decíase Luis a sí mismo, con devoción y empeño.

Mecánicamente extrajo su peine de bolsillo y comenzó a peinar su cabello. Su pelo era oscuro y bastante espeso: un último resto de su belleza juvenil, de su celebrado, irresistible encanto. Claro está que tampoco esta cabellera era ya tan seductora como en pasados días. Había perdido en esplendor y sedosidad, y hacia atrás dejaba más descubierta la frente que antes, cuando era todavía el bienamado y fascinante soberano, pleno de juventud. De todos modos, era una chevelure que aún se miraba con agrado y de la que un príncipe no se podía avergonzar. Luis cuidaba de ella con delicado esmero y diariamente pasaba horas con Hoppe, su peluquero de cámara —uno de sus más íntimos amigos y consejero político—, que lo peinaba, masajeaba, friccionaba de ungüento su cabeza y la perfumaba.

“¡Tienes que ser sereno y listo!” El Rey hablaba consigo mismo a medida que dejaba deslizar el diminuto peine por su cabellera. “Tienes que concentrar tus pensamientos; tienes que saber dominar por completo tu inclinación a distraerte en cosas sin importancia, esto es algo que le debes a tu inmensa posición, a tu enorme fama y fabulosa consideración en el mundo.” “Je suis le Roy!”, gritó. “¡Ay, si por fin dejara de llover!”

Quedó espantado del sonido de su propia voz; miró con temor en su contorno y dijo en voz queda: “¿Por qué estoy solo? ¿Por qué no hay nadie conmigo?”

“En esta hora —pensó— es cuando tengo la mayor necesidad de mi gran amigo, cuando verdaderamente necesito de mi amado maestro. Pero, ¿dónde está él? ¿Dónde puede estar Wagner? ¿En dónde ha desaparecido Richard?”, preguntóse con dolor, y acto seguido pensó: “Es cierto, en una hora solemne ha entregado su espíritu en Venecia. Lancé ayes de dolor cuando recibí la noticia; me envolví en un negro vestido de luto, cubrí de ceniza mi cabeza y lloré durante muchas, muchas noches; también de día derramaba lágrimas. Esto era de prever —pensó mortificado—, tenía que llegar: en la hora en que necesito realmente de mi gran amigo, él no está. Se va, se escapa. Él ha tenido su muerte triunfal… la muerte del triunfador, la muerte solemne y sagrada…, y me abandona a este final lento, ignominioso.” Con ademán violento, casi colérico peinábase Luis el resto de su belleza juvenil, la sedosa y ondulada cabellera.

“Mi tan amado amigo siempre fue furiosamente egoísta. Claro que supo ordenar la cosa de tal modo que ya —frío, distante, inalcanzable— está entre los inmortales, mientras que yo, aquí abajo, soy atormentado como una bestia salvaje por esa chusma de ministros y de charlatanes de la ciencia. En vez de quedarse cerca de mí, su amigo y Rey, se ocupó sólo del decorado efectista de su propia muerte. Nadie podrá discutir: supo dar a su muerte la más bella decoración, el fondo de mayores efectos. Venecia, Canale Grande; la negra góndola; las lágrimas de Cósima fluyendo en abundancia. La viuda del gran hombre —previsora en medio de la desesperación— envía centenares de telegramas a emperadores y reyes, a directores de ópera y banqueros, a periodistas, embajadores y tenores: Richard Wagner ha muerto… La noticia corre por Europa como un penetrante sonido de dolor. Pero a ningún otro afecta como a mí. Caigo a tierra golpeado en la cabeza por el terrible mazazo.

“Si mi amado maestro me viera en esta mi desgraciada situación —tal vez me está viendo—, ¿lloraría tan sólo la mitad de lo que yo lloré cuando llegó el cable de Venecia? Ay, temo que sus ojos habrían estado casi completamente secos. No disponía de tiempo para entregarse al enorme, al sagrado sentimiento del dolor… ocupado como ha estado casi siempre con la preparación de su propia fama. Algunas veces he temido que conviniese y perteneciese a esta nuestra mala y decadente época —demasiado tardía—, horriblemente adversa a todos los impulsos grandiosos y sagrados. Supo entenderse muy bien con los embrollos, intrigas y maquinaciones bajas que ella trae consigo y de los que yo me espanto. Cuando llegó a viejo y estuvo al tanto de todas las trampas, logró entenderse con poderes tan infernales como la ciencia, la prensa y la casa Hohenzollern: la malhadada familia de los Hohenzollern prusianos que se atreve a ser más que yo, el Rey ungido, y a incorporar a su falso imperio mi imperio legítimo; y entenderse con la ciencia, esta repugnante peste del siglo, que ahora pretende ahogar el aliento de mi vida. Sí, en beneficio de su fama se entendió con mis opositores; fraternizó con esta tremenda época moderna a la que yo sucumbo…

“Ay, yo debiera haber nacido en otro siglo más hermoso… ¡debiera haber nacido en un Grand Siècle! Pero mi maestro, conforme a su taimado estilo, concertó la paz con el populacho y traicionó nuestra alianza. Cuando lo encontré la última vez en Bayreuth —¿cuánto hace, cuánto hace de todo eso?—, había en torno de él un hormiguero de periodistas y profesores, y se aguardaba la llegada del llamado emperador de Berlín, que había viajado para escuchar el Parsifal —¡mi Parsifal! ¡Ah, qué profanación de mi pieza sagrada en esa feria de diversiones para turistas internacionales! El maestro y yo… apenas nos conocíamos por entonces, durante esos espantosos días de Bayreuth. Estábamos sentados frente a frente y nos mirábamos perplejos. Yo partí sin haber visto el Parsifal. Nunca había estado tan solitario como entonces, o recién vuelvo a estarlo ahora. Una negra oleada de dolor inundó algo dentro de mí y llevóse consigo algo que en mí había sido inmensamente grande e inmensamente dulce. Lo había perdido, ¡ay de mí, lo había perdido! Entonces ya no amé más a mi maestro.”

Ante ese pensamiento —“entonces ya no amé más a mi maestro”— fue tal el espanto que sobrecogió a Luis que ya no pudo mantenerse en el sofá sino que se vio obligado a incorporarse de un salto. Comenzó a caminar aprisa por el cuarto y —olvidándose de que probablemente era observado por un agujero— con ambos puños y con desesperación golpeábase la frente.

“‘Entonces ya no amé más a mi maestro!” dijo gimiendo, mientras los pensamientos seguían trabajando en su atormentada cabeza. “¡Qué horrible es lo que estoy confesándome! Sólo tenía un amor en la vida, pero no fui lo bastante fuerte para mantenerle fidelidad. A Wagner lo desterré de mi corazón, por eso es que hay tanto vacío en él, y este vacío hace sufrir. Pero ¿no ha sido por su culpa que me vi en la obligación de desterrarlo? Como un suplicante vino hasta mí, como un mendigo: yo lo colmé de mi generosidad. Por su causa he tenido que tolerar que en mi propia ciudad mi pueblo se burlase de mí. Entonaban canciones desvergonzadas a nuestra costa. ¿Cómo era que lo llamaban entonces en Munich…? ¿qué apodo le habían aplicado? Lolus… exactamente: Lolus…”

El Rey, en todo su dolor, se rió histéricamente al acordarse de semejante estupidez que había alcanzado mucha popularidad por las calles de Munich en los días en que Richard Wagner se hallaba en el momento culminante de su favor cerca del monarca. Lolus, injurioso y estúpido apodo con el que se procuraba afectar al mismo tiempo al Rey y a su ambicioso favorito, aludía impúdicamente a cierta historia escandalosa de la familia Wittelsbach, es decir, a ciertos célebres amores del rey Luis I con la bailarina Lola Montez. El monarca bávaro había elevado a la bella extranjera al título de “condesa de Landsfeld” y a causa de ella renunciado al trono. Sensacionalismos ya pasados y chismes envejecidos: repentinamente la aventure del abuelo fue remozada por las tertulias y los periodistas, por las mujeres y los muchachos de la calle, cuando el nieto apareció protegiendo de tan extraña manera al excéntrico compositor y deudor empedernido, al tan sospechoso Richard Wagner.

Lolus: ahora, después de tantos años —Wagner ya estaba muerto y Luis II en una habitación de ventanas con rejas— el Rey fue sacudido por una risita maligna y demencial al evocar nuevamente aquella burla alocada y de tan mal gusto.

“Cuántas injurias no he tenido que padecer a causa de Wagner” —tal era su amargo y punzante pensamiento. “Las revistas satíricas se atrevían a ponerme en ridículo; en el teatro se llegó al extremo de sisearme cuando entraba al palco, y ese siseo iba dirigido a él, a mi amistad, a mi lealtad hacia él. Y él, por todo agradecimiento, me traicionó. Me traicionó en Cósima, en Bayreuth, en su fama; me sacrificó a su monstruosa, humillante ambición. Es indecible todo lo que me ha hecho; y yo no sólo era quien más lo amaba, el que más lo amaba de todos, yo lo sé; yo también era su Rey.” “Je suis le Roy!” gritó el cautivo enderezando su cuerpo, pero al punto volvió a abandonarse.

Su rostro de mejillas pálidas y desencajadas, con la boca fláccida, tornóse rígido de arrogancia a medida que daba curso a su pensamiento: “Naturalmente yo estaba en la obligación de apartarme por completo de él y desterrar su nombre de mi corazón, puesto que me había traicionado tan horriblemente. ¿Debía por ventura ponerme a correr detrás de él como un amante desdichado? Je suis le Roy, el ungido sucesor de los grandes señores de Versailles. Mucho es el poder que me ha sido confiado por Dios Todopoderoso. Y aunque la familia Hohenzollern ha intentado despojarme de una parte de mi grandeza, yo sigo siendo uno de los más poderosos de la tierra, a notable imagen y semejanza del sublime Louis XIV, en aspecto, en carácter y en posición. Yo no renuncio a mi trono hereditario y a mi sede de soberano a causa de una Lola o de un Lolus… ¡no se espere de mi parte semejante debilidad! Tal vez algunas veces, en un tiempo anterior, he llegado a considerar detenidamente algo por ese estilo; pero muy pronto logré sobreponerme a tales tentaciones. Muy otra cosa tenía yo que hacer antes que entristecerme por Wagner y correr tras él, ese gran egoísta y desleal. Sobre mí pesaba la misión de mostrar y probar ante el mundo la magnificencia de mi reino; debía además erigir un monumento perdurable a mi propia grandeza. Debía levantar castillos y construir en el parque escalinatas de mármol y construir grutas por cuyo interior pudiera yo pasear en canoa bajo el crepúsculo rojo y plateado, a la lumbre de las bengalas… recreándome solo en la barca engalanada. Pues naturalmente yo siempre estaba solo, pensó, orgulloso y doliente, el Rey Luis. “Para el príncipe de Mitternacht no hay compañía. Si busca amigos se ve necesitado a descender un momento de su cumbre de hielo… Algunas veces busqué amigos. No siempre el lugar a mi lado estuvo vacío, en la barca o en la dorada carroza o en el lecho, bajo el amplio baldaquín de terciopelo. Algunas veces había algún favorito a mi lado, un joven cualquiera, de hermosos cabellos y lindos ojos. Pero los perdí a todos… aunque tampoco tuve la voluntad de retenerlos… Uno de ellos… sí, entre todos ellos tal vez uno hubiera sido digno de permanecer a mi lado. Me gustaba contemplar sus movimientos cuando actuaba en la escena o cuando se acercaba a mi soledad. Joseph Kainz… a él lo recuerdo todavía con exactitud. Tenía una voz de metal y una mirada inmensamente luminosa. Poseía mucha fuerza y mucho atractivo. Cuando lo vi por vez primera, él era Romeo. Pero una vez que lo hube tocado con mi amor… así como el mago con su vara toca y transforma objetos, entonces convirtióse en Hamlet. Y cuando por el encuentro con mi desbordante sentimiento maduró y fue totalmente él mismo, ya no necesitó más de mí: escapó, como los otros… como todos los otros.

”Los perdí a todos. No quise retener a ninguno. Solo en el teatro y en la Ópera; solo a la mesa y en el dormitorio. El contacto con los hombres ensucia. Los hombres son populacho. El príncipe de Mitternacht prefiere la soledad, pero ¡cuán horriblemente ha sufrido en ella!… Algunas veces visitaba o recibía a mis principescos parientes, a mi verdadera novia —comprometida conmigo, elegida para mí— aunque se dice que es la esposa del emperador de Austria: Elisabeth, la Única, mi igual; mi hermana en la dignidad, mi hermana en el dolor. Pero permaneció a mi lado demasiado poco. La vida de Elisabeth era inquieta y cargada de melancolía, como mi vida. Mi ilustre hermana acostumbraba viajar mucho; en ocasiones me enviaba sus noticias desde un mar del norte —noticias rimadas en muy buenos versos—, y se designaba a sí misma como la gaviota y a mí como el águila que está en su nido. Pero de repente aparecía para una corta visita. Con sus desconsolados labios tocaba mi desconsolada frente. Nos inclinábamos profundamente el uno frente al otro, reverente el uno frente a la dignidad y la tristeza del otro. Luego del beso en la frente y de la recíproca reverencia —nobles rituales de nuestro irrealizable, sagrado amor— poco nos quedaba por hacer. Ella recogió su vestido ricamente bordado, yo recogí mi capa de púrpura, y nos separamos. Con dolor nos seguíamos llamando: ¡dentro de un año, hermana, dentro de un año, hermano, nos volveremos a ver!

”El príncipe de Mitternacht estaba consagrado a la soledad como una monja al servicio del Señor.

”La vista y el olor de los hombres me ofendían. La misma luz del día traía dolor a mis ojos. Prefería la noche. Mi amor pertenecía a la más oscura de las horas, la hora de la medianoche, cuando los hombres callan, cuando las fuentes y los árboles encuentran su lenguaje. Mi maestro, que ha muerto en Venecia, ha cantado a la noche como nadie, pero sólo para traicionarla finalmente con el día, con el estridente día de su camino de la gloria, de su efímera carrera terrenal. Yo no traiciono a la noche. Yo la amo más y más cada vez, de un modo siempre más íntimo, con una permanente y creciente ternura… de suerte que el día ya casi es para mí una molestia insoportable.

”Quien me ha conocido durante el día, nada sabe de mí. Sólo cuando suena la medianoche, la hora que yo amo, me crecen alas. Entonces convertíame en negro cisne, abría mis poderosas alas y elevábame sobre mi tierra. Lágrimas dejaba caer sobre mi pobre tierra —pobre porque la habitan hombres mortales, ignorantes, despreciables—, y entonces dejábame caer sobre el agua de alguno de mis hermosos lagos. El canto de las olas suena harto consolador para el negro cisne del Rey que llora. Amo el agua como amo la noche. Las olas hacen la misma música que la noche: música del Oro del Rin, música del Tristán…”

“¡Pero no esta lluvia!”, gritó el Rey, que con horror tuvo conciencia entonces de que sus pensamientos iban por otros caminos extraviados, y atribuyó de ello la culpa al ruido de esa lluvia monótona, a la vez adormecedora y enervante.

“Y ahí tenemos: no puedo ordenar mis pensamientos”, sintió con desesperación, al tiempo que fijaba la vista en los negros barrotes de la reja que cubría la ventana. “Los médicos tienen mucha razón cuando dicen que hay confusión en mi cabeza. Pero ¿qué mortal puede aguantar lo que yo tuve que soportar en las últimas veinticuatro horas… para no acordarme más que de las últimas veinticuatro horas? ¡Esa espantosa noche pasada en Hohenschwangau, el infernal viaje en el coche…! ¡Y siempre esta lluvia! Cette pluie insupportable!… Además, desde hace un tiempo estoy tomando cosas para poder dormir… Me duelen las sienes y la nuca, pero sobre todo me duele mucho la frente… Mi pobre cabeza está arruinada por los medicamentos, que tal vez obran como veneno… A los médicos —y a los que sobornan a mis médicos— muy bien se les podría haber encomendado despachar paulatinamente al Rey ungido mediante narcóticos preparados al efecto…
”Tengo que ordenar mis pensamientos.

”Como necesariamente tengo que decidir mi futuro, es preciso que esté bien enterado de mi pasado, que entienda clara y distintamente todo lo que ha sucedido.

”¿Pero no es un absurdo pensar en el ‘futuro’? Como si para mí pudiera haber algo todavía que mereciese ese nombre… para mí, que ya estoy al final, al final, al final. C’est la fin, Voilà la fin d’un Roy Voilà la fin.

”Mi futuro… la muerte.

”Mi esperanza… la paz.

”¡Ah, si alguien adivinara cómo la anhela mi corazón! Wagner tal vez lo hubiera comprendido. Elisabeth sin duda lo comprendería; pero ella está siempre de viaje… ¿en dónde estará ahora?

”¡Entonces compréndeme tú, Dios mío… ya que he sido abandonado de los hombres! ¡Echa sobre ti el trabajo de mirar en mi desorientado corazón! ¡Escucha, mi mayor deseo es ser extinguido! ¡Escúchame, Señor, yo clamo por la aniquilación!
”Trastornado por tantas aventuras, desengañado tantas veces, cansado hasta el derrumbe, he llegado al lugar de donde no se avanza un solo paso más. Sólo espero el golpe de gracia… ¡Señor Dios mío, dígnate no hacerme esperar más tiempo! Considera, todopoderoso Dios, que no soy un cualquiera, que no pertenezco a la canaille… je suis le Roy, y no estoy acostumbrado a mendigar sino a ordenar.

”¡Ay, qué me digo, Señor Dios mío! Tú bien sabes que he tragado demasiados narcóticos, y un largo viaje en coche me ha sobrefatigado: perdona mi desequilibrio. Yo no soy un Rey. Entre todos los desdichados de la tierra nadie hay tan desdichado como yo. Toda mi vida no ha sido más que un solo y único error. Me arrepiento de cada día que he vivido. ¿Me escuchas, Dios mi Señor? De favor, ¡escúchame! ¡Me arrepiento! Mi carne fue débil, y he cometido pecados espantosos. He amado como no está permitido amar: sobre todo de esto me arrepiento. Renovadamente lo he puesto todo de mi parte para mantener a raya los impulsos prohibidos, para dominar las inclinaciones malignas. Incesantemente me he prescrito a mí mismo: ‘Aléjate del amor pecaminoso, del amor contra naturaleza’, aconsejábame diariamente, y hasta he puesto por escrito estas advertencias para darles más peso. Pero de nada sirvió: siempre de nuevo me perdía… yo, el Rey, infringía la ley regia… la ley que es también tu ley, ¡Señor Dios mío! Pero bien sabes tú, poderoso, cuán potente es Satán en nuestra pobre carne… que fue polvo y al polvo volverá.

”Yo me arrepiento, Señor. No quiero tener ni concebir otro pensamiento que no sea éste: que me arrepiento.

”Si hay alguna cosa que yo pueda alegar en mi descargo, es esto: que he sufrido mucho. Tú me has observado siempre, Señor, y nunca me has quitado tu ojo de encima: tú has podido verlo, caí muy a lo hondo en el abismo del dolor.

”Pero ahora tómame contigo, Dios de la Gracia, y libérame del mal. Pues es la vida misma lo que yo reconozco como el mal; el existir, el estar-aquí mismo, el tener que respirar, el tener que pecar. Libérame de tan enorme sufrimiento.

”Mi esperanza… la muerte.

”Tú bien sabes, omnisapiente, que durante la última noche en Hohenschwangau —antes de que esos rufianes de médicos y de ministros me tomaran como su prisionero— quise provocar mi muerte… pero ¿qué se puede forzar en contra de tu voluntad, que está en todas partes? Le rogué a mi peinador Hoppe, tan de confiar en todo lo demás, que tuviera a bien servirme un poco de cianuro, pero mi peinador afirmó que no había en la casa. ¡Bonito castillo de un rey! Lleno de tesoros y suntuosidades hasta el techo, y no hay disponible ni una pequeña dosis de veneno que sería necesaria para proporcionar la paz al soberano ungido… la paz que anhela con ansias.

”Mandé también al honrado Weber, mi servidor, que me trajera las llaves de la torre. Mi propósito era precipitarme desde la alta torre al vacío, ya que hubiera sido una muerte más rápida y relativamente sin dolor. Pero la llave no aparecía. El personal, descuidado y desleal, había perdido la llave.

”Acto seguido exigí asimismo a mi guardia personal —para no dejar nada sin intentar— que disparase sobre mí. El buen soldado adoptó una posición estrictamente marcial y se quedó inmóvil.

”Has hecho fracasar todos mis intentos, ¡oh Dios insondable! Pero ahora me parece bien que no sigas haciéndome sufrir, oh misericordioso. ¡Toma mi alma doliente en tu regazo!”

El Rey había juntado las manos para la plegaria. Estaba a punto de deslizarse del sofá para caer de rodillas e implorar su muerte. Pero antes de que sus rodillas tocaran el suelo, en su atormentada cabeza volvió a triunfar el otro sentimiento: “Tienes que tranquilizarte, tú eres el Rey. Eres el sucesor y legítimo heredero del Rey Sol, del grande y magnífico señor de Versailles. Tus palacios de la Baviera son por lo menos tan suntuosos como los palacios de tu sublime antecesor francés. Un gran príncipe no cae de rodillas para implorar de Dios la muerte… simplemente no le corresponde, y de ninguna manera puede permitírselo. Por lo demás, no es la muerte mi único futuro y esperanza. Antes por el contrario, tengo muy otras posibilidades de futuro y muy otras esperanzas. De inmediato —en un par de minutos—, las analizaré y me ocuparé de ellas con clara inteligencia. Como primera medida tengo que poner un poco de orden en mis pensamientos y recordar con exactitud por qué, de qué modo, bajo qué circunstancias he caído en esta insípida situación, en esta incongruente y —si se quiere— hasta ridícula cautividad.”

La actitud de Luis habíase tornado arrogante; nuevamente había caminado hasta la ventana. “¡Ved ahí, la reja”, pensó con altivez. “¿Y por qué no una reja? No me molesta. Tal vez se la ha colocado allí realmente por razones decorativas… en ocasiones, hasta un consejero de sanidad dice la verdad. Una reja mojada, mojada por la lluvia… desde hace un tiempo llueve bastante fuerte. Y está claro, tiene que llover. Bajo un abrigo de buen paño se puede salir a dar una vuelta, pese a la lluvia. Hasta siento un pronunciado placer paseando bajo un buen abrigo. Junto al lago hay hermosos senderos. El Dr. von Gudden —representante de la ciencia— podría acompañarme… Qué encantadora idea: con mi consejero de sanidad, solo, en el agua…

”La ciencia dice que estoy enfermo y que debo restablecerme mediante una cura. Yo, el Rey, mentalmente enfermo e incapacitado para ejercer mi alta función, tal lo que se atreve a decir la ciencia. Mi inteligente tío Luitpold será príncipe regente. El llamado emperador —según me dicen— ha dado desde Berlín su conformidad para mi inhabilitación: todos son astuta y hábilmente cómplices. ¿También el príncipe von Bismarck está ligado con semejante grupo? No, de ninguna manera. El príncipe me conoce, sabe apreciarme como político… sirvióse de mí, en el año 71, para poder realizar su grandiosa ‘fundación del imperio’; el príncipe, que parece poseer un sentimiento particular acerca de la dignidad monárquica, no se deja envolver tan fácilmente como para creer que yo, el Rey de los bávaros, esté mentalmente enfermo. El consejo que me hizo llegar últimamente tal vez no era tan malo, sólo que, por desgracia, mi estado de salud estaba tan quebrantado por la abundancia de narcóticos que no fue posible seguir ese consejo. El príncipe era del parecer que para aventar todos los infames comentarios sobre mi persona yo debía trasladarme rápidamente a Munich, mostrarme al pueblo y dirigirle la palabra. Mis horribles dolores de cabeza y mi aversión ante la canaille, el mal olor del populacho, me impidieron hacerlo.

”Pero mis pensamientos vuelven a desviarse un poco. (¡Ay, esta lluvia!, Cette pluie morne!) No se trata del señor von Bismarck ni de sus más o menos excelentes consejos, sino de alcanzar qué pretextos ha utilizado esta sacrílega, descreída, condenada ciencia para infligirme a mí, el Soberano, tanta injusticia y humillación. Hasta se llegó a ahorrar la molestia de examinarme. Existían demasiados indicios en mi contra —así se dijo—; ¡indicios, como contra un malhechor! ¿Debo temer que la ciencia esté informada de mis verdaderos pecados, de las perversas debilidades de mi carne? Pero, ¿quién pudo haberme traicionado? Todos aquellos… con quienes me entregué al vicio, me prometieron reserva, y todos sin excepción son gente joven y honorable que me es adicta. ¿O es que acaso sabe leer la ciencia en mis pensamientos, en mi corazón? ¿Conoce tal vez en mi dolorosa mirada el terrible arrepentimiento por la debilidad de mi carne? ¡Qué absurdo! Esta maldita ciencia no ha llegado tan lejos… ¡jamás llegará tan lejos! Con mis enormes, abominables pecados estoy completamente solo, o sólo tengo a Dios por testigo, y desde luego a quienes han sido mis compañeros en tan perverso juego… Por lo demás, prométome con toda seriedad que a partir de ahora he de oponer resistencia a las inclinaciones diabólicas. Séame permitido solamente el amor espiritual; el físico sea rigurosamente prohibido. El acto de besar ha de cesar por completo: yo, el Rey, ordénome a mí mismo como soberano ungido. Nada de mirar más a ningún mozo de caballeriza, a ningún lancero: el mirar codicioso es absolutamente indigno de un hombre que ocupa posición tan encumbrada como la mía. Adoration à Dieu et à la Sainte religion! Obéissance absolue au Roy et à sa volonté sacrée! ¡Yo soy el Rey!
”… Si la ciencia me enrostrase estos delitos —son delitos graves, ¡perdóname, Dios mi Señor!— tendría que enmudecer de vergüenza. Lo que ella en cambio me reprocha son cosas francamente risibles.

”Todo lo que yo exigía de mis servidores era que al aparecer delante de mí lo hiciesen con una máscara negra cubriéndoles el rostro: esto siempre fue algo sobreentendido. ¿Cómo hubiera podido soportar yo la vista de sus caras vulgares? O me repugnaban o despertaban en mí los deseos malignos: ambas cosas no corresponden… ¿Y no era por ventura cosa muy natural que yo estableciera ciertas sanciones para los siervos que se mostraban penitentes y olvidadizos, y demasiado débiles para velar conmigo de noche un par de horas? Sí, he mandado azotarlos y torturarlos, y era mi derecho porque yo soy el Rey. Algunas veces me pareció demasiado grave dar semejantes órdenes: entre los que tuve que aplicar disciplina tal vez hubo uno cuyo aspecto no me resultaba del todo desagradable o que me resultaba demasiado agradable. No me sería odioso enterarme ahora de que algunas de mis más severas órdenes contra ciertas personas no se han ejecutado…

”La ciencia ahora se atreve a interpreter como signo de extravío mental el rigor legítimo que he aplicado contra mi propia servidumbre. También se atreve a reprocharme que en el último tiempo yo me había retraído un poco de los aburridores asuntos oficiales, las ‘bagatelas del Estado’. Pero, ¿por qué había de recibir a ministros de aspecto odioso y de los que sé que intrigan secretamente en mi contra, y que además vienen a mí con exposiciones incomprensibles, aburridas y por lo general mentirosas? ¿Por qué tenía que trasladarme a Munich donde el populacho se apretuja por las estrechas y pestilentes callejuelas? Yo tenía otra cosa que hacer. Yo soy el soberano de los castillos. Mandé erigir para mí monumentos imperecederos y viví en mis numerosos palacios como corresponde a la dignidad de un monarca, del gran amigo de las bellas artes: recitando los versos de los grandes poetas, entonando las melodías de los maestros —las melodías inmortales de mi maestro… ¿Qué tenía que hacer yo en la ciudad? Ni siquiera el teatro ya me producía placer. Desde que hube perdido a Wagner, y cuando no pude ver ya a Joseph Kainz como Romeo o Mortimer, nada me atrajo más en el teatro. Kainz —ambicioso casi como Wagner y tan egoísta como éste— ha abandonado mi capital para ir a representar comedias a otras ciudades más grandes ante público extraño… No, para mí en Munich ya no hay nada… Me siento a gusto sólo en la hermosa soledad de mis castillos… Si se me otorga un poco de tiempo me propongo construir un par de ellos todavía, eso es algo hasta muy importante y necesario… Por ejemplo, es preciso renovar las hermosas ruinas del burgo de Falkenstein y transformarlas en un magnífico palacio… Claro está que sé también que la insolente y atea ciencia sostiene que precisamente la alegría que experimento en la construcción de castillos tiene carácter morboso. ¡Qué abominable disparate! ¡Como si la ocupación natural de todos los monarcas, aprobada por Dios y ejercida por los demás desde hace siglos, no fuera la de levantar castillos como monumentos de su gloria! Si soy un loco porque amo los castillos, entonces también hubiera sido un loco mi grandioso antecesor e inmortal pariente, el divino Borbón, el Rey Sol de Francia, Luis XIV. ¿Permitió acaso este hombre sublime que mezquinas consideraciones de orden financiero le impidiesen ejecutar sus hermosos planes?

”¡Siempre parloteándome de dinero! Cómo odio esta palabra… cómo la detesto: dinero. Casi me es tan odiosa como la palabra ‘ciencia’: ambas cosas, el dinero y la ciencia, imperan absolutamente, según se me asegura, sobre este desgraciado siglo desasistido de Dios.

”Cuando todavía era muchacho, me torturaba y humillaba mi difunto padre, accediendo a darnos, a mi pobre hermano Otto y a mí, un par de míseras monedas por semana para el bolsillo. Nunca podíamos comprarnos nada, lo cual nos divertía; éramos tan pobres como los niños que mendigan… ¡nosotros, los príncipes! Todavía me acuerdo de la vez que mi hermano Otto corrió a casa de un dentista que compraba dientes hermosos y en buen estado. Mi pobre hermano quería que le arrancasen las dos filas de blancos dientes a cambio de un poco de dinero, tal era el extremo a que nos había precipitado, siendo príncipes, aquel terrible padre: Su Majestad el rey Maximiliano de Baviera, maldita sea su memoria.
(…)

Traducción de Norberto Silvetti Paz