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“¡E
s el Rey!”, dijeron interiormente sobresaltados los servidores.
Algunos se apiñaban en la galería del primer piso
junto a las ventanas; otros corrieron escaleras abajo hacia el vestíbulo
o hacia el patio de grava frente al castillo.
Cada uno estaba al corriente de lo que había pasado, y no
había entre ellos ninguno que no hubiese esperado este momento
con una íntima tensión mezclada de espanto.
Su Rey y señor, Luis II de Baviera, hacía su entrada
en su hermosa posesión del castillo de Berg, junto al lago
Starnberg. Pero, ¡ay!, no había llegado como corresponde
a un soberano libre. Su séquito eran médicos y guardianes.
Los señores de la corte de Munich iban siguiendo por detrás
al melancólico, macabro carruaje vigilado por miembros de
la policía montada.
Todos los servidores sabían que su príncipe había
sido prendido en el castillo de Hohenschwangau en calidad de demente,
poco menos que como a un malhechor. De conformidad con la familia
Wittelsbach y con los ministros, los médicos de Munich habían
formulado un diagnóstico terrible: el Rey estaba enfermo
—así decía el dictamen médico—,
con las facultades mentales alteradas, probablemente de manera incurable,
lo mismo que su hermano, el príncipe Otto, que apartado del
mundo desde hacía años llevaba en un lugar cualquiera
una vida casi animal. La dolencia a la que los sabios y los altos
dignatarios condenaban a Su Majestad, del mismo modo que se condena
a un malhechor a severo castigo, tenía un nombre: paranoia.
Ninguno de los servidores comprendía esa penosa palabra extranjera,
pero todos se estremecían ante su odioso sonido.
¿Era posible acaso que un rey que lo es por la gracia de
Dios, y que es propiamente un intocable, contrajese paranoia del
mismo modo que un mendigo contrae la lepra o un niño la tos
convulsa? Luis II ya no podría seguir reinando porque había
sido golpeado por la paranoia como por una peste. “Tiene que
ser una cosa de familia”, comentaban los más viejos
y avisados entre los lacayos, aludiendo sombríamente al desdichado
príncipe Otto. Pero también se mostraban un poco escépticos
tocante a lo que tuviese que ver en este terrible asunto la conducta
de la familia Wittelsbach, la de los médicos y la de los
ministros. Los servidores del castillo presumían en su totalidad
que su rey y señor había sido despojado de sus derechos,
destronado y declarado demente como consecuencia de viles maquinaciones.
El príncipe Luitpold, tío del monarca, aspiraba a
convertirse en regente de la Baviera, y todo marchaba en tal sentido.
De manera que ese soberano por la gracia de Dios debía desaparecer
dentro de una habitación que ya de suyo era poco menos que
una cárcel. Puesto que el príncipe Luitpold codiciaba
la corona —tal era el comentario malicioso de los lacayos—,
la ciencia representada por el Consejero mayor de sanidad, Dr. von
Gudden, y por algunos de sus colegas, había lucubrado la
diabólica palabra “paranoia” para endosársela
al Rey. Sobre este punto estaban sustancialmente de acuerdo todos
los servidores del castillo de Berg, honrada gente de la comarca.
Pero no se animaron a seguir manifestando con franqueza ni sus opiniones
ni sus sospechas. El poder y el Estado habíanse pronunciado
en favor del príncipe Luitpold y del Dr. von Guduen…
contra el Rey. Éste había sido entregado, abandonado,
sacrificado: ¿quién osaría decir si aún
cabía designarlo con el nombre de Rey, una vez que el poder
lo había derribado de manera tan estruendosa? Toda oposición
era inútil; así lo entendían muy bien los lacayos,
acostumbrados a respirar en la atmósfera del poder y porque
sabían además que una protesta en su contra casi nunca
era tomada prácticamente en cuenta. En secreto simpatizaban
con las gentes de Hohenschwangau, los montañeses y la valiente
gendarmería, que habían organizado una justa aunque
pequeña revolución en momentos en que los señores
de Munich —los médicos, los ministros y oficiales de
la corte— hiciéronse presentes para apoderarse de la
persona del Rey y confinarlo. ¡Qué esforzado había
sido todo ello por parte de la gente de Hohenschwangau! Así
lo sentían todos los servidores sin excepción. Pero
por otro lado, ¿de qué había servido, qué
consecuencias tuvo la audaz y reducida acción de los pastores,
de los siervos y los campesinos? Es cierto que por lo pronto se
había logrado meterle miedo a la gente de Munich y rechazarla
por medio de hoces, escopetas y otros medios intimidatorios; pero
habían regresado y se habían legitimado como el Poder
—toda la grandeza del Poder erigíase invisible detrás
de ellos— y habían obligado al Rey por la gracia de
Dios, ante quien hasta la víspera se inclinaban tocando el
suelo, a trepar al coche y viajar del castillo de Hohenschwangau
al castillo de Berg, en el lago Starnberg, cerca de Munich, en donde
debía permanecer bajo custodia y encerrado como una bestia
feroz.
Los señores de Munich —el príncipe Luitpold,
el Dr. von Gudden y los ministros —habían adoptado
en el castillo de Berg un sinnúmero de medidas precautorias
con el fin de que el Rey depuesto permaneciese allí a buen
recaudo y no le fuese posible ni escapar ni inferirse daño
alguno. A los servidores habíaseles recomendado, por ejemplo,
encarecidamente no dejar a Luis solo con un servicio de cubiertos
ni en sus habitaciones con un cuchillo a la vista. Llegaron asimismo
operarios para colocar rejas en las ventanas del dormitorio de Su
Majestad: en cada ventana colocaron cinco o seis gruesos barrotes
de hierro, cerca lo bastante el uno del otro. Ello significaba y
ponía de resalto que efectivamente había llegado de
repente a su fin toda la magnificencia de Luis II, que con tanta
largueza y liberalidad había morado en tanto hermoso castillo.
Medidas de precaución tan humillantes eran la prueba irrefutable
de que el Poder desconocía de manera despótica su
legitimidad real. El monarca destronado habría de pasar el
resto de sus días detrás de aquellas ventanas enrejadas,
ni más ni menos que como un peligroso asesino…
Todas estas inhumanas demostraciones, así de la ciencia como
del Estado, en contra del hermoso y desdichado monarca impresionaron
dolorosamente a los lacayos, como era natural. A pesar de todo les
costaba creer que el Rey Luis fuese un demente y que su cabeza hubiera
sido golpeada por ese terrible mal llamado paranoia. Teníanlo
por algo imposible precisamente los que habían servido personalmente
al monarca y, por lo tanto, estaban al tanto de sus contundentes
excentricidades, sus locas extravagancias y estados de ánimo.
La manera de ser del monarca, tan proclive a los excesos espectaculares
e imprevisibles, y que tanto disgusto provocaba en los ministerios
imponía respeto a los humildes hijos de campesinos. Casi
todos los que conocían en este sentido al Rey, lo amaban.
Pero a la sazón guardaban silencio, por un servil respeto
ante el Poder, y ni siquiera se atrevían a mosquear cuando
los operarios quitaban hasta los picaportes de las cámaras
de Su Majestad en el castillo de Berg.
“¡Es el Rey!”, dijeron los lacayos en voz muy
baja, pálidos los labios, al observar desde el amplio portal
o desde las ventanas del primer piso, la entrada del carruaje.
Llovía de manera densa y uniforme desde hacía algunos
días. Los lacayos comentaban que un mes de junio tan lluvioso
y frío como este del año 1886 no se había visto
nunca. La lluvia envolvía el paisaje como con una tela gris.
No se veía la orilla opuesta del estrecho lago. La lluvia
resonaba sobre el techo del castillo y en las cimas de los árboles
del parque.
“¡Es el Rey!”
De un segundo carruaje detenido en el parque un poco más
atrás se adelantó un hombre trajeado de civil —probablemente
un médico o uno de los guardianes— y abrió desde
afuera la portezuela del coche donde venía sentado Luis II.
Los lacayos cuchichearon entre sí —medio fastidiados
y medio temblando de respeto frente a la dura prudencia del Estado—
ese nuevo detalle de haber quitado el picaporte de la portezuela
del carruaje, tal como se había hecho con la puerta del dormitorio
del Rey.
Otro caballero acudió en aquel momento para ayudar a salir
del coche a Su Majestad; algunos de los lacayos reconocieron al
Consejero de sanidad Dr. von Gudden. Pero Luis rechazó su
ayuda. Los servidores observaron, no sin satisfacción, de
qué modo su Soberano —inclinado ya medio cuerpo fuera
del coche— dirigía un altivo gesto de rechazo al Consejero
y abandonaba el carruaje, sin tocar el brazo que le ofrecía,
con movimientos elásticos, plenos, casi jubilosos…
tal como si estuviera muy alegre de salir de ese agujero, de verse
libre de esa jaula rodante. Alejóse dos o tres pasos de la
portezuela, pero allí se detuvo, inmóvil, como una
columna, con su figura sobresaliente, casi gigantesca, amplia, trágicamente
oscura, envuelta en los pliegues de su capa profundamente negra,
con la ancha ala del sombrero sobre la frente.
La sombra del ala del sombrero cubría la mitad superior de
su cara a modo de una máscara. La barba algo crecida y la
boca blanda y carnosa quedaban visibles. Los ángulos de la
boca aparecían hacia abajo con una expresión de disgusto
y repugnancia.
El Consejero de sanidad estaba allí en una actitud servil,
pero también de asombro, de expectativa, de prisa, con la
cabeza descubierta, expuesta su elevada y monda frente de sabio
a la incesante lluvia torrencial, junto a Su Majestad. Luis se demoró
algunos segundos más; le pareció un goce perverso
dejar que la calva y los pocos pelos del Dr. se mojasen hasta la
raíz; luego púsose en movimiento; marchaba, sin volver
la cabeza, ni siquiera una sola vez, a paso vivo en dirección
al castillo… Gudden apenas podía seguirlo; junto a
los lacayos que se inclinaban atravesó de prisa el ancho
portal, los salones, y subió la escalera hasta llegar a su
cuarto. A trote rápido iban en su seguimiento los guardianes,
los médicos y aquellos oficiales de la corte que eran propiamente
guardianes y espías: melancólico séquito de
la destronada, depuesta Majestad.
Lo primero que Luis verificó en su habitación superior
fue: “Se ha enrejado las ventanas.” Por todo comentario
encogióse de hombros de un modo infinitamente orgulloso,
y su mirada, sombreada por el ala del sombrero, púsose terriblemente
sombría. El Dr. von Gudden hizo una graciosa reverencia:
“Es una casualidad, Majestad… por razones puramente
decorativas…”, dijo de manera desatinada… y en
esa insensatez de sus palabras había algo ofensivo y deprimente
para el Rey, tal como si éste no se hallase ya en condiciones
de distinguir lo absurdo de lo sensato del discurso.
El Consejero de sanidad hizo la tentativa de sonreírse —empeño
destinado necesariamente a un penoso fracaso, a la vista del repentino
gesto de cólera con que Luis echaba resueltamente hacia atrás
la cabeza. El Rey, luciendo su indumentaria de viajero extrañamente
romántica, su capa voladora y la ancha ala del sombrero,
cerró los ojos y con movimiento convulsivo crispó
los puños. Tremenda fue entonces la expresión de dolor
y repugnancia de su pálido rostro, cuya doliente superficie
levantó con furia hacia el techo del cuarto.
Gudden lo observaba con atención, asustado pero también
como al acecho; interesado como médico, pero también
con visible satisfacción, sí, no sin cierta expresión
de triunfo. “Si su pueblo bávaro y la opinión
pública europea pudieran verlo ahora —pensó
el médico— nadie podría dudar de que mi diagnóstco
es correcto… y de que el Rey es incurable.”
Fue como si Luis adivinase los pensamientos del doctor. De manera
sorprendente cambió su actitud y la expresión de su
fisonomía. Probablemente fue en este momento cuando resolvió
comportarse con la mayor moderación en presencia de Gudden…
no dejarse llevar de sus impulsos delante de Gudden, en lo sucesivo,
nunca más, hasta el final.
“No tiene importancia”, observó con soltura,
con un tono de voz suave, algo seca, pero casi melodiosa. “Rejas
en la ventana”, dijo por segunda vez y volvió a encogerse
de hombros. “Y por qué no… Un cambio… no
del todo desagradable…”
En sus ojos apareció una llama socarrona. Ese maligno, pérfido
resplandor aparecía en sus ojos siempre que miraba a Gudden.
El Consejero por su parte parecía no advertirlo nunca.
Luis ejecutó un par de pasos ágiles y danzarines de
los que apenas se hubiese creído capaz a ese gigantesco cuerpo
obeso, a ese fofo coloso de carne dotado repentinamente de tan grácil
agilidad. “¿Cuánto tiempo durará…
esta cura?”, preguntó mirando por sobre el hombro mientras
iba y venía de prisa por el cuarto. Finalmente arrojó,
con el ademán impulsivo propio de un actor, sombrero y abrigo
sobre cualquier parte. El traje de civil que llevaba, de color oscuro,
no estaba completamente limpio; mostraba ciertas manchas que acaso
provinieran de vino u otra bebida y huellas de ceniza de cigarrillo.
“Eso depende”, contestó el Dr. von Gudden, “de
que Su Majestad se tranquilice, de que siga las prescripciones de
los médicos… Al cabo de un año, por lo menos”,
concluyó con cierta sequedad, “tendremos que observar
el estado de salud de Su Majestad”.
“¡Un año por lo menos!” repitió
el Rey con una risa disimulada y casi inaudible. De inmediato comenzó
a restregarse las manos de una manera muy animada como si estuviera
escuchando sabrosas anécdotas, sin cesar en sus rápidos
paseos a lo largo de la habitación. La expresión de
su rostro pálido, liso, arruinado, convirtióse de
pronto en expresión de picardía al aproximarse a Gudden
y decirle, con un acento en la voz particularmente áspero
y ahogado: “Ciertos señores de Munich seguramente preferirían
que de ese solo año se originen muchos añitos…
muy muchos añitos, innumerables añitos… En el
caso de mi hermano Otto se tuvo a bien disponerlo de ese modo…
A mi tío Luitpold” agregó bromeando y restregándose
las manos casi con júbilo, “sin duda le agradaría
que al Rey hereditario, al Soberano por la gracia de Dios, se lo
hiciese desaparecer de por vida dentro de una habitación
con las ventanas enrejadas…” Riéndose con irónica
complacencia dejó al descuberto unas encías
de color entre rosado y grisáceo. En su boca ya no quedaban
dientes, sólo se veían amarillentos raigones.
El médico guardó silencio y dirigió, por entre
sus pobladas cejas, una mirada reprochante, algo enfermiza, hacia
su paciente que se mostraba de tan excelente humor, pero que todavía
no había llegado al término de sus mordaces travesuras.
“Oh… ¿quién puede saberlo?”, dijo
con disimulada risa, como llegando al punto insuperable y principal
de sus ingeniosas combinaciones… “¿quién
lo sabe? ¿No se piensa tal vez en dejarme con vida por mucho
tiempo en un cuarto con ventanas enrejadas? ¿Soy tal vez
incluso aquí demasiado peligroso para los señores
de Munich? Existen desde luego ciertos brebajes con los que se abrevian
un poco las enfermedades como la mía y que producen un final
rápido e inesperado. Ciertos brebajes y mixturas… oh,
sí, he oído hablar mucho de ellos; desempeñan
su papel en la historia; Catalina de Médicis, por ejemplo,
se destacó notablemente en su preparado y empleo. Seguramente
que mis queridos ministros y los señores de la corte de Munich
conocen también esos preparados secretos. ¿No se le
ha encomendado a usted, mi querido Dr. von Gudden, echar lo antes
posible un brebaje de esa especie en mi sopa?”, preguntó
Luis a su médico, pero sin gravedad intimidatoria, sino más
bien con despejada curiosidad. A lo cual el Consejero superior de
sanidad viose en la obligación de contestar algo. Con suma
dignidad habló así: “Majestad, mi honor me impide
abordar una pregunta semejante.” Acto seguido llevó
la mano derecha al corazón y apretó el mentón
de poblada y redonda barba contra el alto, duro cuello de la camisa,
de blancura deslumbrante.
El Rey ejecutó un breve movimiento de mano que acaso pretendía
significar: ¿De qué vale seguir hablando de esto?
Luego volvió a preguntar, repentinamente un poco fatigado,
dejándose caer en un sofá: “¿Y en qué
consisten las prescripciones, quiero decir, naturalmente, los consejos
de mis médicos?”
“Ante todo recomendamos a Su Majestad… ¡reposo!”,
contestó Gudden con el índice en alto. “¡Reposo,
reposo, y nuevamente reposo! ¡Ninguna clase de agitaciones!
¡Movimiento corporal! ¡Dividir el día ordenadamente!
¡Quiera Su Majestad tenernos confianza!”, suplicó
el Consejero con una voz repentinamente cálida, interiormente
vibrante. “La tarea y el noble celo de la ciencia consisten
en ayudar, no en destruir”, aseguró casi implorando.
Luis, descansando extenuado en el sofá, hizo un breve movimiento
de aprobación con la cabeza, completamente aburrido. Su mirada
pasó por sobre Gudden fijándose en la pared. Luego
de una pausa, dijo: ¿Tendría usted, mi muy estimado
señor Consejero, la amabilidad de dejarme un poco solo? Estoy
fatigado.” A continuación bostezó, sin cubrirse
la boca. No pareció avergonzarse de los feos raigones que
quedaron a la vista.
Gudden titubeó un par de segundos, después inclinó
con reverencia medio cuerpo hacia adelante y comenzó a moverse
—caminando hacia atrás conforme al hábito cortesano—
en dirección de la puerta. “Quedo a disposición
de Su Majestad y me permitiré durante un tiempo informarme
de su estado de salud”, agregó. Cautelosamente abrió
la puerta y la dejó cerrarse por sí misma.
El Rey, con las cejas levantadas, lo siguió con la mirada.
“¡La ciencia!”, dijo con voz sonora, torciendo
la boca de pura aversión y asco. Luego, una vez más,
con una risa irónica y amarga… como si pronunciase
el nombre de un antiguo enemigo maligno, pero también ridículo
y peligroso, repitió: “¡La ciencia!”
Incorporóse fatigosamente respirando con dificultad. Su andar
era pesado y lento; al llegar a la ventana sintió vahídos.
Como alguien en inminente peligro de despeñarse trata de
asirse a un sostén, a un apoyo, así alcanzó
la reja de la ventana. Sus grandes manos blancas crispáronse
en torno a los barrotes de hierro. Dejó caer la frente contra
la reja y se estremeció al contacto con la fría humedad
del metal. Llovía sin cesar. Las gotas de la lluvia mojaban
los hierros así como las lágrimas bañan un
rostro.
El parque envuelto en la neblina resonaba bajo la lluvia.
En la Alta Baviera el mal tiempo es frecuente. Luis ya conocía
estos largos días de lluvia, esta monotonía de las
semanas lluviosas. En Hohenschwangau, en Herrenchiemsee, junto al
lago Starnberg: en todos estos lugares le pareció que había
llovido casi siempre. Pero jamás había sido para él
tan torturante el ruido del agua que cae del cielo, tan inquietante
como allí y en ese momento. El intenso resonar de la lluvia,
su chapotear y deslizarse en las cimas de los árboles, en
el amplio patio de grava, en los charcos formados por los caminos
del parque, en las goteras, todo eso entonces lo sintió como
una tortura apenas soportable.
“¡Si por lo menos dejara de llover!”, se quejó
con dolor, y su pálido y demacrado rostro, con la barba en
desorden y los ojos dolorosamente protuberantes movióse detrás
de los barrotes como el de un animal se mueve detrás de los
barrotes de su jaula. “Ah, cette pluie! Cette pluie, toujours…
C’est atroce, c’est horrible…”
La expresión de un inmenso dolor habíase abatido sobre
su rostro, como la renegrida sombra de una nube que pasa, desfigurando
sus facciones. Lo que había tenido que sufrir en los últimos
días y horas era demasiado y demasiado atroz. Ahora que se
lo había dejado solo… solo en esa habitación
con ventanas enrejadas, hallóse como el presidiario a quien
se ha castigado y torturado sin piedad y que regresa a la soledad
de su celda, solo con su cuerpo que sufre por doquier: ya ni siquiera
sabe dónde están sus miembros porque todos sus miembros
son como una sola herida que quema; no sabe si ha de permanecer
tendido, si ha de estar de pie o sentado… si debe gritar,
proferir imprecaciones o rezar.
Luis abrió ligeramente los labios flojos y azulados. Primeramente
aspiró el aire con ruido suave y sibilante, el aire húmedo
y frío del día lluvioso; el hondo silbido transformóse
en un estertor, luego en un profundo, vibrante gemido.
El Rey cautivo estaba a la ventana y gemía. Sus manos resbalaban
a lo largo de los barrotes… hacia arriba y hacia abajo, una
y otra vez, por las mojadas varas de hierro.
Repentinamente sintió miedo. Pensó que era observado.
Volvió con rapidez la cabeza, pero la habitación estaba
vacía. Al abrir bruscamente la puerta para comprobar si alguien
se ocultaba detrás, observó que estaba cerrada con
llave; no había ni siquiera un picaporte para sacudirla.
Tal vez había en la puerta, o a un costado de ella, en la
pared, un agujero secreto por el cual el Dr. Gudden o cualquier
otro médico o un sirviente podía seguir cada movimiento
que hacía el Rey. Luis estaba completamente convencido de
la existencia de tal agujero, asi es que decidió:
“Debo mostrar dignidad. Se me observa. A los mirones de la
puerta no les daré el espectáculo que ellos esperan
de mí. A partir de ahora no más gemidos ni más
apretar la frente contra estos barrotes de hierro. Todo depende
de que yo ponga orden en mis pensamientos. Los mentirosos y los
rebeldes se atreven a sostener y difundir que estoy loco…
yo, el Rey, le Roy lui-même! ¡Qué atrevida monstruosidad!
Pero los refutaré de manera contundente… a pesar de
las atroces e increíbles circunstancias en que me hallo…
si me comporto como un hombre tranquilo y sereno.”
Al hilo de proyectos tan buenos y razonables el Rey dejóse
caer en un sofá próximo a la ventana.
Pero los pensamientos en su cabeza no querían permanecer
en orden; se confundían, eran empujados por imágenes,
por toda clase de ideas, asociaciones que nada tenían que
ver con el asunto y que sólo podían traer perturbaciones.
Por espacio de largos minutos no le fue posible a Luis, por ejemplo,
desembarazarse de frases como la siguiente: “¡Quieren
arrancarme de los hombros la púrpura! ¡A mí,
el Soberano… al siete veces ungido Príncipe de Mitternacht!
¡Pero no han de lograrlo jamás. Yo soy el Caballero
del cisne, y soy el cisne. ¡El negro cisne soy y me elevo
por sobre todos ellos con mis aleteos gigantescos… sobre la
chusma, sobre los intrigantes, sobre la ciencia!… Quieren
arrancarme de los hombros la púrpura, a mí, siete
veces ungido…” Y las mismas frases comenzaban de vuelta
en su pobre cabeza.
El mismo Luis cayó en la cuenta de que así no adelantaba.
¡Si por lo menos esta lluvia cesase un momento de resonar!
Cette pluie! Cette pluie horrible!
“¡Tengo que serenarme! ¡Tengo que estar completamente
sereno! ¡Mis manos no pueden seguir temblando, mis pensamientos
tienen que llegar al orden. ¡Serénate, oh poderoso
señor!”, decíase Luis a sí mismo, con
devoción y empeño.
Mecánicamente extrajo su peine de bolsillo y comenzó
a peinar su cabello. Su pelo era oscuro y bastante espeso: un último
resto de su belleza juvenil, de su celebrado, irresistible encanto.
Claro está que tampoco esta cabellera era ya tan seductora
como en pasados días. Había perdido en esplendor y
sedosidad, y hacia atrás dejaba más descubierta la
frente que antes, cuando era todavía el bienamado y fascinante
soberano, pleno de juventud. De todos modos, era una chevelure que
aún se miraba con agrado y de la que un príncipe no
se podía avergonzar. Luis cuidaba de ella con delicado esmero
y diariamente pasaba horas con Hoppe, su peluquero de cámara
—uno de sus más íntimos amigos y consejero político—,
que lo peinaba, masajeaba, friccionaba de ungüento su cabeza
y la perfumaba.
“¡Tienes que ser sereno y listo!” El Rey hablaba
consigo mismo a medida que dejaba deslizar el diminuto peine por
su cabellera. “Tienes que concentrar tus pensamientos; tienes
que saber dominar por completo tu inclinación a distraerte
en cosas sin importancia, esto es algo que le debes a tu inmensa
posición, a tu enorme fama y fabulosa consideración
en el mundo.” “Je suis le Roy!”, gritó.
“¡Ay, si por fin dejara de llover!”
Quedó espantado del sonido de su propia voz; miró
con temor en su contorno y dijo en voz queda: “¿Por
qué estoy solo? ¿Por qué no hay nadie conmigo?”
“En esta hora —pensó— es cuando tengo la
mayor necesidad de mi gran amigo, cuando verdaderamente necesito
de mi amado maestro. Pero, ¿dónde está él?
¿Dónde puede estar Wagner? ¿En dónde
ha desaparecido Richard?”, preguntóse con dolor, y
acto seguido pensó: “Es cierto, en una hora solemne
ha entregado su espíritu en Venecia. Lancé ayes de
dolor cuando recibí la noticia; me envolví en un negro
vestido de luto, cubrí de ceniza mi cabeza y lloré
durante muchas, muchas noches; también de día derramaba
lágrimas. Esto era de prever —pensó mortificado—,
tenía que llegar: en la hora en que necesito realmente de
mi gran amigo, él no está. Se va, se escapa. Él
ha tenido su muerte triunfal… la muerte del triunfador, la
muerte solemne y sagrada…, y me abandona a este final lento,
ignominioso.” Con ademán violento, casi colérico
peinábase Luis el resto de su belleza juvenil, la sedosa
y ondulada cabellera.
“Mi tan amado amigo siempre fue furiosamente egoísta.
Claro que supo ordenar la cosa de tal modo que ya —frío,
distante, inalcanzable— está entre los inmortales,
mientras que yo, aquí abajo, soy atormentado como una bestia
salvaje por esa chusma de ministros y de charlatanes de la ciencia.
En vez de quedarse cerca de mí, su amigo y Rey, se ocupó
sólo del decorado efectista de su propia muerte. Nadie podrá
discutir: supo dar a su muerte la más bella decoración,
el fondo de mayores efectos. Venecia, Canale Grande; la negra góndola;
las lágrimas de Cósima fluyendo en abundancia. La
viuda del gran hombre —previsora en medio de la desesperación—
envía centenares de telegramas a emperadores y reyes, a directores
de ópera y banqueros, a periodistas, embajadores y tenores:
Richard Wagner ha muerto… La noticia corre por Europa como
un penetrante sonido de dolor. Pero a ningún otro afecta
como a mí. Caigo a tierra golpeado en la cabeza por el terrible
mazazo.
“Si mi amado maestro me viera en esta mi desgraciada situación
—tal vez me está viendo—, ¿lloraría
tan sólo la mitad de lo que yo lloré cuando llegó
el cable de Venecia? Ay, temo que sus ojos habrían estado
casi completamente secos. No disponía de tiempo para entregarse
al enorme, al sagrado sentimiento del dolor… ocupado como
ha estado casi siempre con la preparación de su propia fama.
Algunas veces he temido que conviniese y perteneciese a esta nuestra
mala y decadente época —demasiado tardía—,
horriblemente adversa a todos los impulsos grandiosos y sagrados.
Supo entenderse muy bien con los embrollos, intrigas y maquinaciones
bajas que ella trae consigo y de los que yo me espanto. Cuando llegó
a viejo y estuvo al tanto de todas las trampas, logró entenderse
con poderes tan infernales como la ciencia, la prensa y la casa
Hohenzollern: la malhadada familia de los Hohenzollern prusianos
que se atreve a ser más que yo, el Rey ungido, y a incorporar
a su falso imperio mi imperio legítimo; y entenderse con
la ciencia, esta repugnante peste del siglo, que ahora pretende
ahogar el aliento de mi vida. Sí, en beneficio de su fama
se entendió con mis opositores; fraternizó con esta
tremenda época moderna a la que yo sucumbo…
“Ay, yo debiera haber nacido en otro siglo más hermoso…
¡debiera haber nacido en un Grand Siècle! Pero mi maestro,
conforme a su taimado estilo, concertó la paz con el populacho
y traicionó nuestra alianza. Cuando lo encontré la
última vez en Bayreuth —¿cuánto hace,
cuánto hace de todo eso?—, había en torno de
él un hormiguero de periodistas y profesores, y se aguardaba
la llegada del llamado emperador de Berlín, que había
viajado para escuchar el Parsifal —¡mi Parsifal! ¡Ah,
qué profanación de mi pieza sagrada en esa feria de
diversiones para turistas internacionales! El maestro y yo…
apenas nos conocíamos por entonces, durante esos espantosos
días de Bayreuth. Estábamos sentados frente a frente
y nos mirábamos perplejos. Yo partí sin haber visto
el Parsifal. Nunca había estado tan solitario como entonces,
o recién vuelvo a estarlo ahora. Una negra oleada de dolor
inundó algo dentro de mí y llevóse consigo
algo que en mí había sido inmensamente grande e inmensamente
dulce. Lo había perdido, ¡ay de mí, lo había
perdido! Entonces ya no amé más a mi maestro.”
Ante ese pensamiento —“entonces ya no amé más
a mi maestro”— fue tal el espanto que sobrecogió
a Luis que ya no pudo mantenerse en el sofá sino que se vio
obligado a incorporarse de un salto. Comenzó a caminar aprisa
por el cuarto y —olvidándose de que probablemente era
observado por un agujero— con ambos puños y con desesperación
golpeábase la frente.
“‘Entonces ya no amé más a mi maestro!”
dijo gimiendo, mientras los pensamientos seguían trabajando
en su atormentada cabeza. “¡Qué horrible es lo
que estoy confesándome! Sólo tenía un amor
en la vida, pero no fui lo bastante fuerte para mantenerle fidelidad.
A Wagner lo desterré de mi corazón, por eso es que
hay tanto vacío en él, y este vacío hace sufrir.
Pero ¿no ha sido por su culpa que me vi en la obligación
de desterrarlo? Como un suplicante vino hasta mí, como un
mendigo: yo lo colmé de mi generosidad. Por su causa he tenido
que tolerar que en mi propia ciudad mi pueblo se burlase de mí.
Entonaban canciones desvergonzadas a nuestra costa. ¿Cómo
era que lo llamaban entonces en Munich…? ¿qué
apodo le habían aplicado? Lolus… exactamente: Lolus…”
El Rey, en todo su dolor, se rió histéricamente al
acordarse de semejante estupidez que había alcanzado mucha
popularidad por las calles de Munich en los días en que Richard
Wagner se hallaba en el momento culminante de su favor cerca del
monarca. Lolus, injurioso y estúpido apodo con el que se
procuraba afectar al mismo tiempo al Rey y a su ambicioso favorito,
aludía impúdicamente a cierta historia escandalosa
de la familia Wittelsbach, es decir, a ciertos célebres amores
del rey Luis I con la bailarina Lola Montez. El monarca bávaro
había elevado a la bella extranjera al título de “condesa
de Landsfeld” y a causa de ella renunciado al trono. Sensacionalismos
ya pasados y chismes envejecidos: repentinamente la aventure del
abuelo fue remozada por las tertulias y los periodistas, por las
mujeres y los muchachos de la calle, cuando el nieto apareció
protegiendo de tan extraña manera al excéntrico compositor
y deudor empedernido, al tan sospechoso Richard Wagner.
Lolus: ahora, después de tantos años —Wagner
ya estaba muerto y Luis II en una habitación de ventanas
con rejas— el Rey fue sacudido por una risita maligna y demencial
al evocar nuevamente aquella burla alocada y de tan mal gusto.
“Cuántas injurias no he tenido que padecer a causa
de Wagner” —tal era su amargo y punzante pensamiento.
“Las revistas satíricas se atrevían a ponerme
en ridículo; en el teatro se llegó al extremo de sisearme
cuando entraba al palco, y ese siseo iba dirigido a él, a
mi amistad, a mi lealtad hacia él. Y él, por todo
agradecimiento, me traicionó. Me traicionó en Cósima,
en Bayreuth, en su fama; me sacrificó a su monstruosa, humillante
ambición. Es indecible todo lo que me ha hecho; y yo no sólo
era quien más lo amaba, el que más lo amaba de todos,
yo lo sé; yo también era su Rey.” “Je
suis le Roy!” gritó el cautivo enderezando su cuerpo,
pero al punto volvió a abandonarse.
Su rostro de mejillas pálidas y desencajadas, con la boca
fláccida, tornóse rígido de arrogancia a medida
que daba curso a su pensamiento: “Naturalmente yo estaba en
la obligación de apartarme por completo de él y desterrar
su nombre de mi corazón, puesto que me había traicionado
tan horriblemente. ¿Debía por ventura ponerme a correr
detrás de él como un amante desdichado? Je suis le
Roy, el ungido sucesor de los grandes señores de Versailles.
Mucho es el poder que me ha sido confiado por Dios Todopoderoso.
Y aunque la familia Hohenzollern ha intentado despojarme de una
parte de mi grandeza, yo sigo siendo uno de los más poderosos
de la tierra, a notable imagen y semejanza del sublime Louis XIV,
en aspecto, en carácter y en posición. Yo no renuncio
a mi trono hereditario y a mi sede de soberano a causa de una Lola
o de un Lolus… ¡no se espere de mi parte semejante debilidad!
Tal vez algunas veces, en un tiempo anterior, he llegado a considerar
detenidamente algo por ese estilo; pero muy pronto logré
sobreponerme a tales tentaciones. Muy otra cosa tenía yo
que hacer antes que entristecerme por Wagner y correr tras él,
ese gran egoísta y desleal. Sobre mí pesaba la misión
de mostrar y probar ante el mundo la magnificencia de mi reino;
debía además erigir un monumento perdurable a mi propia
grandeza. Debía levantar castillos y construir en el parque
escalinatas de mármol y construir grutas por cuyo interior
pudiera yo pasear en canoa bajo el crepúsculo rojo y plateado,
a la lumbre de las bengalas… recreándome solo en la
barca engalanada. Pues naturalmente yo siempre estaba solo, pensó,
orgulloso y doliente, el Rey Luis. “Para el príncipe
de Mitternacht no hay compañía. Si busca amigos se
ve necesitado a descender un momento de su cumbre de hielo…
Algunas veces busqué amigos. No siempre el lugar a mi lado
estuvo vacío, en la barca o en la dorada carroza o en el
lecho, bajo el amplio baldaquín de terciopelo. Algunas veces
había algún favorito a mi lado, un joven cualquiera,
de hermosos cabellos y lindos ojos. Pero los perdí a todos…
aunque tampoco tuve la voluntad de retenerlos… Uno de ellos…
sí, entre todos ellos tal vez uno hubiera sido digno de permanecer
a mi lado. Me gustaba contemplar sus movimientos cuando actuaba
en la escena o cuando se acercaba a mi soledad. Joseph Kainz…
a él lo recuerdo todavía con exactitud. Tenía
una voz de metal y una mirada inmensamente luminosa. Poseía
mucha fuerza y mucho atractivo. Cuando lo vi por vez primera, él
era Romeo. Pero una vez que lo hube tocado con mi amor… así
como el mago con su vara toca y transforma objetos, entonces convirtióse
en Hamlet. Y cuando por el encuentro con mi desbordante sentimiento
maduró y fue totalmente él mismo, ya no necesitó
más de mí: escapó, como los otros… como
todos los otros.
”Los perdí a todos. No quise retener a ninguno. Solo
en el teatro y en la Ópera; solo a la mesa y en el dormitorio.
El contacto con los hombres ensucia. Los hombres son populacho.
El príncipe de Mitternacht prefiere la soledad, pero ¡cuán
horriblemente ha sufrido en ella!… Algunas veces visitaba
o recibía a mis principescos parientes, a mi verdadera novia
—comprometida conmigo, elegida para mí— aunque
se dice que es la esposa del emperador de Austria: Elisabeth, la
Única, mi igual; mi hermana en la dignidad, mi hermana en
el dolor. Pero permaneció a mi lado demasiado poco. La vida
de Elisabeth era inquieta y cargada de melancolía, como mi
vida. Mi ilustre hermana acostumbraba viajar mucho; en ocasiones
me enviaba sus noticias desde un mar del norte —noticias rimadas
en muy buenos versos—, y se designaba a sí misma como
la gaviota y a mí como el águila que está en
su nido. Pero de repente aparecía para una corta visita.
Con sus desconsolados labios tocaba mi desconsolada frente. Nos
inclinábamos profundamente el uno frente al otro, reverente
el uno frente a la dignidad y la tristeza del otro. Luego del beso
en la frente y de la recíproca reverencia —nobles rituales
de nuestro irrealizable, sagrado amor— poco nos quedaba por
hacer. Ella recogió su vestido ricamente bordado, yo recogí
mi capa de púrpura, y nos separamos. Con dolor nos seguíamos
llamando: ¡dentro de un año, hermana, dentro de un
año, hermano, nos volveremos a ver!
”El príncipe de Mitternacht estaba consagrado a la
soledad como una monja al servicio del Señor.
”La vista y el olor de los hombres me ofendían. La
misma luz del día traía dolor a mis ojos. Prefería
la noche. Mi amor pertenecía a la más oscura de las
horas, la hora de la medianoche, cuando los hombres callan, cuando
las fuentes y los árboles encuentran su lenguaje. Mi maestro,
que ha muerto en Venecia, ha cantado a la noche como nadie, pero
sólo para traicionarla finalmente con el día, con
el estridente día de su camino de la gloria, de su efímera
carrera terrenal. Yo no traiciono a la noche. Yo la amo más
y más cada vez, de un modo siempre más íntimo,
con una permanente y creciente ternura… de suerte que el día
ya casi es para mí una molestia insoportable.
”Quien me ha conocido durante el día, nada sabe de
mí. Sólo cuando suena la medianoche, la hora que yo
amo, me crecen alas. Entonces convertíame en negro cisne,
abría mis poderosas alas y elevábame sobre mi tierra.
Lágrimas dejaba caer sobre mi pobre tierra —pobre porque
la habitan hombres mortales, ignorantes, despreciables—, y
entonces dejábame caer sobre el agua de alguno de mis hermosos
lagos. El canto de las olas suena harto consolador para el negro
cisne del Rey que llora. Amo el agua como amo la noche. Las olas
hacen la misma música que la noche: música del Oro
del Rin, música del Tristán…”
“¡Pero no esta lluvia!”, gritó el Rey,
que con horror tuvo conciencia entonces de que sus pensamientos
iban por otros caminos extraviados, y atribuyó de ello la
culpa al ruido de esa lluvia monótona, a la vez adormecedora
y enervante.
“Y ahí tenemos: no puedo ordenar mis pensamientos”,
sintió con desesperación, al tiempo que fijaba la
vista en los negros barrotes de la reja que cubría la ventana.
“Los médicos tienen mucha razón cuando dicen
que hay confusión en mi cabeza. Pero ¿qué mortal
puede aguantar lo que yo tuve que soportar en las últimas
veinticuatro horas… para no acordarme más que de las
últimas veinticuatro horas? ¡Esa espantosa noche pasada
en Hohenschwangau, el infernal viaje en el coche…! ¡Y
siempre esta lluvia! Cette pluie insupportable!… Además,
desde hace un tiempo estoy tomando cosas para poder dormir…
Me duelen las sienes y la nuca, pero sobre todo me duele mucho la
frente… Mi pobre cabeza está arruinada por los medicamentos,
que tal vez obran como veneno… A los médicos —y
a los que sobornan a mis médicos— muy bien se les podría
haber encomendado despachar paulatinamente al Rey ungido mediante
narcóticos preparados al efecto…
”Tengo que ordenar mis pensamientos.
”Como necesariamente tengo que decidir mi futuro, es preciso
que esté bien enterado de mi pasado, que entienda clara y
distintamente todo lo que ha sucedido.
”¿Pero no es un absurdo pensar en el ‘futuro’?
Como si para mí pudiera haber algo todavía que mereciese
ese nombre… para mí, que ya estoy al final, al final,
al final. C’est la fin, Voilà la fin d’un Roy
Voilà la fin.
”Mi futuro… la muerte.
”Mi esperanza… la paz.
”¡Ah, si alguien adivinara cómo la anhela mi
corazón! Wagner tal vez lo hubiera comprendido. Elisabeth
sin duda lo comprendería; pero ella está siempre de
viaje… ¿en dónde estará ahora?
”¡Entonces compréndeme tú, Dios mío…
ya que he sido abandonado de los hombres! ¡Echa sobre ti el
trabajo de mirar en mi desorientado corazón! ¡Escucha,
mi mayor deseo es ser extinguido! ¡Escúchame, Señor,
yo clamo por la aniquilación!
”Trastornado por tantas aventuras, desengañado tantas
veces, cansado hasta el derrumbe, he llegado al lugar de donde no
se avanza un solo paso más. Sólo espero el golpe de
gracia… ¡Señor Dios mío, dígnate
no hacerme esperar más tiempo! Considera, todopoderoso Dios,
que no soy un cualquiera, que no pertenezco a la canaille…
je suis le Roy, y no estoy acostumbrado a mendigar sino a ordenar.
”¡Ay, qué me digo, Señor Dios mío!
Tú bien sabes que he tragado demasiados narcóticos,
y un largo viaje en coche me ha sobrefatigado: perdona mi desequilibrio.
Yo no soy un Rey. Entre todos los desdichados de la tierra nadie
hay tan desdichado como yo. Toda mi vida no ha sido más que
un solo y único error. Me arrepiento de cada día que
he vivido. ¿Me escuchas, Dios mi Señor? De favor,
¡escúchame! ¡Me arrepiento! Mi carne fue débil,
y he cometido pecados espantosos. He amado como no está permitido
amar: sobre todo de esto me arrepiento. Renovadamente lo he puesto
todo de mi parte para mantener a raya los impulsos prohibidos, para
dominar las inclinaciones malignas. Incesantemente me he prescrito
a mí mismo: ‘Aléjate del amor pecaminoso, del
amor contra naturaleza’, aconsejábame diariamente,
y hasta he puesto por escrito estas advertencias para darles más
peso. Pero de nada sirvió: siempre de nuevo me perdía…
yo, el Rey, infringía la ley regia… la ley que es también
tu ley, ¡Señor Dios mío! Pero bien sabes tú,
poderoso, cuán potente es Satán en nuestra pobre carne…
que fue polvo y al polvo volverá.
”Yo me arrepiento, Señor. No quiero tener ni concebir
otro pensamiento que no sea éste: que me arrepiento.
”Si hay alguna cosa que yo pueda alegar en mi descargo, es
esto: que he sufrido mucho. Tú me has observado siempre,
Señor, y nunca me has quitado tu ojo de encima: tú
has podido verlo, caí muy a lo hondo en el abismo del dolor.
”Pero ahora tómame contigo, Dios de la Gracia, y libérame
del mal. Pues es la vida misma lo que yo reconozco como el mal;
el existir, el estar-aquí mismo, el tener que respirar, el
tener que pecar. Libérame de tan enorme sufrimiento.
”Mi esperanza… la muerte.
”Tú bien sabes, omnisapiente, que durante la última
noche en Hohenschwangau —antes de que esos rufianes de médicos
y de ministros me tomaran como su prisionero— quise provocar
mi muerte… pero ¿qué se puede forzar en contra
de tu voluntad, que está en todas partes? Le rogué
a mi peinador Hoppe, tan de confiar en todo lo demás, que
tuviera a bien servirme un poco de cianuro, pero mi peinador afirmó
que no había en la casa. ¡Bonito castillo de un rey!
Lleno de tesoros y suntuosidades hasta el techo, y no hay disponible
ni una pequeña dosis de veneno que sería necesaria
para proporcionar la paz al soberano ungido… la paz que anhela
con ansias.
”Mandé también al honrado Weber, mi servidor,
que me trajera las llaves de la torre. Mi propósito era precipitarme
desde la alta torre al vacío, ya que hubiera sido una muerte
más rápida y relativamente sin dolor. Pero la llave
no aparecía. El personal, descuidado y desleal, había
perdido la llave.
”Acto seguido exigí asimismo a mi guardia personal
—para no dejar nada sin intentar— que disparase sobre
mí. El buen soldado adoptó una posición estrictamente
marcial y se quedó inmóvil.
”Has hecho fracasar todos mis intentos, ¡oh Dios insondable!
Pero ahora me parece bien que no sigas haciéndome sufrir,
oh misericordioso. ¡Toma mi alma doliente en tu regazo!”
El Rey había juntado las manos para la plegaria. Estaba a
punto de deslizarse del sofá para caer de rodillas e implorar
su muerte. Pero antes de que sus rodillas tocaran el suelo, en su
atormentada cabeza volvió a triunfar el otro sentimiento:
“Tienes que tranquilizarte, tú eres el Rey. Eres el
sucesor y legítimo heredero del Rey Sol, del grande y magnífico
señor de Versailles. Tus palacios de la Baviera son por lo
menos tan suntuosos como los palacios de tu sublime antecesor francés.
Un gran príncipe no cae de rodillas para implorar de Dios
la muerte… simplemente no le corresponde, y de ninguna manera
puede permitírselo. Por lo demás, no es la muerte
mi único futuro y esperanza. Antes por el contrario, tengo
muy otras posibilidades de futuro y muy otras esperanzas. De inmediato
—en un par de minutos—, las analizaré y me ocuparé
de ellas con clara inteligencia. Como primera medida tengo que poner
un poco de orden en mis pensamientos y recordar con exactitud por
qué, de qué modo, bajo qué circunstancias he
caído en esta insípida situación, en esta incongruente
y —si se quiere— hasta ridícula cautividad.”
La actitud de Luis habíase tornado arrogante; nuevamente
había caminado hasta la ventana. “¡Ved ahí,
la reja”, pensó con altivez. “¿Y por qué
no una reja? No me molesta. Tal vez se la ha colocado allí
realmente por razones decorativas… en ocasiones, hasta un
consejero de sanidad dice la verdad. Una reja mojada, mojada por
la lluvia… desde hace un tiempo llueve bastante fuerte. Y
está claro, tiene que llover. Bajo un abrigo de buen paño
se puede salir a dar una vuelta, pese a la lluvia. Hasta siento
un pronunciado placer paseando bajo un buen abrigo. Junto al lago
hay hermosos senderos. El Dr. von Gudden —representante de
la ciencia— podría acompañarme… Qué
encantadora idea: con mi consejero de sanidad, solo, en el agua…
”La ciencia dice que estoy enfermo y que debo restablecerme
mediante una cura. Yo, el Rey, mentalmente enfermo e incapacitado
para ejercer mi alta función, tal lo que se atreve a decir
la ciencia. Mi inteligente tío Luitpold será príncipe
regente. El llamado emperador —según me dicen—
ha dado desde Berlín su conformidad para mi inhabilitación:
todos son astuta y hábilmente cómplices. ¿También
el príncipe von Bismarck está ligado con semejante
grupo? No, de ninguna manera. El príncipe me conoce, sabe
apreciarme como político… sirvióse de mí,
en el año 71, para poder realizar su grandiosa ‘fundación
del imperio’; el príncipe, que parece poseer un sentimiento
particular acerca de la dignidad monárquica, no se deja envolver
tan fácilmente como para creer que yo, el Rey de los bávaros,
esté mentalmente enfermo. El consejo que me hizo llegar últimamente
tal vez no era tan malo, sólo que, por desgracia, mi estado
de salud estaba tan quebrantado por la abundancia de narcóticos
que no fue posible seguir ese consejo. El príncipe era del
parecer que para aventar todos los infames comentarios sobre mi
persona yo debía trasladarme rápidamente a Munich,
mostrarme al pueblo y dirigirle la palabra. Mis horribles dolores
de cabeza y mi aversión ante la canaille, el mal olor del
populacho, me impidieron hacerlo.
”Pero mis pensamientos vuelven a desviarse un poco. (¡Ay,
esta lluvia!, Cette pluie morne!) No se trata del señor von
Bismarck ni de sus más o menos excelentes consejos, sino
de alcanzar qué pretextos ha utilizado esta sacrílega,
descreída, condenada ciencia para infligirme a mí,
el Soberano, tanta injusticia y humillación. Hasta se llegó
a ahorrar la molestia de examinarme. Existían demasiados
indicios en mi contra —así se dijo—; ¡indicios,
como contra un malhechor! ¿Debo temer que la ciencia esté
informada de mis verdaderos pecados, de las perversas debilidades
de mi carne? Pero, ¿quién pudo haberme traicionado?
Todos aquellos… con quienes me entregué al vicio, me
prometieron reserva, y todos sin excepción son gente joven
y honorable que me es adicta. ¿O es que acaso sabe leer la
ciencia en mis pensamientos, en mi corazón? ¿Conoce
tal vez en mi dolorosa mirada el terrible arrepentimiento por la
debilidad de mi carne? ¡Qué absurdo! Esta maldita ciencia
no ha llegado tan lejos… ¡jamás llegará
tan lejos! Con mis enormes, abominables pecados estoy completamente
solo, o sólo tengo a Dios por testigo, y desde luego a quienes
han sido mis compañeros en tan perverso juego… Por
lo demás, prométome con toda seriedad que a partir
de ahora he de oponer resistencia a las inclinaciones diabólicas.
Séame permitido solamente el amor espiritual; el físico
sea rigurosamente prohibido. El acto de besar ha de cesar por completo:
yo, el Rey, ordénome a mí mismo como soberano ungido.
Nada de mirar más a ningún mozo de caballeriza, a
ningún lancero: el mirar codicioso es absolutamente indigno
de un hombre que ocupa posición tan encumbrada como la mía.
Adoration à Dieu et à la Sainte religion! Obéissance
absolue au Roy et à sa volonté sacrée! ¡Yo
soy el Rey!
”… Si la ciencia me enrostrase estos delitos —son
delitos graves, ¡perdóname, Dios mi Señor!—
tendría que enmudecer de vergüenza. Lo que ella en cambio
me reprocha son cosas francamente risibles.
”Todo lo que yo exigía de mis servidores era que al
aparecer delante de mí lo hiciesen con una máscara
negra cubriéndoles el rostro: esto siempre fue algo sobreentendido.
¿Cómo hubiera podido soportar yo la vista de sus caras
vulgares? O me repugnaban o despertaban en mí los deseos
malignos: ambas cosas no corresponden… ¿Y no era por
ventura cosa muy natural que yo estableciera ciertas sanciones para
los siervos que se mostraban penitentes y olvidadizos, y demasiado
débiles para velar conmigo de noche un par de horas? Sí,
he mandado azotarlos y torturarlos, y era mi derecho porque yo soy
el Rey. Algunas veces me pareció demasiado grave dar semejantes
órdenes: entre los que tuve que aplicar disciplina tal vez
hubo uno cuyo aspecto no me resultaba del todo desagradable o que
me resultaba demasiado agradable. No me sería odioso enterarme
ahora de que algunas de mis más severas órdenes contra
ciertas personas no se han ejecutado…
”La ciencia ahora se atreve a interpreter como signo de extravío
mental el rigor legítimo que he aplicado contra mi propia
servidumbre. También se atreve a reprocharme que en el último
tiempo yo me había retraído un poco de los aburridores
asuntos oficiales, las ‘bagatelas del Estado’. Pero,
¿por qué había de recibir a ministros de aspecto
odioso y de los que sé que intrigan secretamente en mi contra,
y que además vienen a mí con exposiciones incomprensibles,
aburridas y por lo general mentirosas? ¿Por qué tenía
que trasladarme a Munich donde el populacho se apretuja por las
estrechas y pestilentes callejuelas? Yo tenía otra cosa que
hacer. Yo soy el soberano de los castillos. Mandé erigir
para mí monumentos imperecederos y viví en mis numerosos
palacios como corresponde a la dignidad de un monarca, del gran
amigo de las bellas artes: recitando los versos de los grandes poetas,
entonando las melodías de los maestros —las melodías
inmortales de mi maestro… ¿Qué tenía
que hacer yo en la ciudad? Ni siquiera el teatro ya me producía
placer. Desde que hube perdido a Wagner, y cuando no pude ver ya
a Joseph Kainz como Romeo o Mortimer, nada me atrajo más
en el teatro. Kainz —ambicioso casi como Wagner y tan egoísta
como éste— ha abandonado mi capital para ir a representar
comedias a otras ciudades más grandes ante público
extraño… No, para mí en Munich ya no hay nada…
Me siento a gusto sólo en la hermosa soledad de mis castillos…
Si se me otorga un poco de tiempo me propongo construir un par de
ellos todavía, eso es algo hasta muy importante y necesario…
Por ejemplo, es preciso renovar las hermosas ruinas del burgo de
Falkenstein y transformarlas en un magnífico palacio…
Claro está que sé también que la insolente
y atea ciencia sostiene que precisamente la alegría que experimento
en la construcción de castillos tiene carácter morboso.
¡Qué abominable disparate! ¡Como si la ocupación
natural de todos los monarcas, aprobada por Dios y ejercida por
los demás desde hace siglos, no fuera la de levantar castillos
como monumentos de su gloria! Si soy un loco porque amo los castillos,
entonces también hubiera sido un loco mi grandioso antecesor
e inmortal pariente, el divino Borbón, el Rey Sol de Francia,
Luis XIV. ¿Permitió acaso este hombre sublime que
mezquinas consideraciones de orden financiero le impidiesen ejecutar
sus hermosos planes?
”¡Siempre parloteándome de dinero! Cómo
odio esta palabra… cómo la detesto: dinero. Casi me
es tan odiosa como la palabra ‘ciencia’: ambas cosas,
el dinero y la ciencia, imperan absolutamente, según se me
asegura, sobre este desgraciado siglo desasistido de Dios.
”Cuando todavía era muchacho, me torturaba y humillaba
mi difunto padre, accediendo a darnos, a mi pobre hermano Otto y
a mí, un par de míseras monedas por semana para el
bolsillo. Nunca podíamos comprarnos nada, lo cual nos divertía;
éramos tan pobres como los niños que mendigan…
¡nosotros, los príncipes! Todavía me acuerdo
de la vez que mi hermano Otto corrió a casa de un dentista
que compraba dientes hermosos y en buen estado. Mi pobre hermano
quería que le arrancasen las dos filas de blancos dientes
a cambio de un poco de dinero, tal era el extremo a que nos había
precipitado, siendo príncipes, aquel terrible padre: Su Majestad
el rey Maximiliano de Baviera, maldita sea su memoria.
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