Julio-Septiembre 2006, Nueva época Núm.99 Xalapa • Veracruz • México
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Pensar la universidad pública

José Luis Suárez Domínguez 1

Es inevitable. Las universidades públicas en América Latina enfrentan hoy quizá el más desafiante de los retos impuestos por el contexto de la época contemporánea: responder a las transformaciones de una sociedad caracterizada por la revolución científica y tecnológica, por el ascenso del conocimiento como un elemento crucial para abrirse paso en la sociedad de la información y, desde luego, por las vicisitudes propias del esquema económico de la globalización.

Como apunta Brunner2, la universidad enfrenta una incapacidad radical en el sentido de que no expresa, ni lejanamente, una síntesis reflexiva de la época y sus cambios. No se trata de una crisis del funcionamiento de la universidad (organización, gobierno, etcétera), sino que es la propia «idea de universidad» –su espíritu, por decirlo así– la que está desalineada, en desequilibrio, respecto del entorno.

Pensar la universidad pública es una tarea compartida; sin embargo, el peso específico recae en ella misma. Sólo enfocándola como una institución destinada a la producción de conocimiento es posible precisar el rol que deberá jugar actualmente y en los próximos años. Reflexionar acerca de ella nos obliga a ubicarla como una institución que requiere, con cierta urgencia, acelerar sus respuestas a los cambios del entorno. Y es que las redes sociales se encuentran en un proceso constante de reorganización, siguiendo patrones comunes con las redes tecnológicas que abren paso a un mundo de información y comunicación anteriormente impensable.

La nueva dinámica social de estructuras en red impone serias encrucijadas a la institución universitaria. Según Castells3, las redes constituyen la nueva morfología social de las sociedades y la difusión de la lógica en redes, que modifica sustancialmente la operación y resultados de los procesos de producción, experiencia, poder y cultura. Ante las infinitas posibilidades que se abren con la sociedad de la información, la cultura (con todas sus implicaciones simbólicas, de conocimiento y educación) cuenta ahora como uno de los capitales más sólidos en el desarrollo de cualquier país; se transforma en factor decisivo para la riqueza de las naciones.

Para Brunner, las expresiones de educación –encarnadas en signos, ideas, imágenes e información– empiezan a circular a través de una vasta red de medios y canales e interactúan de las más diversas maneras entre sí. La educación pasa, entonces, a ser considerada como la principal industria encargada de incorporar conocimiento en las personas y desarrollar la capacidad de absorción social del conocimiento.

En el mundo de la información, uno de los principales retos de las universidades no es sólo la formación y capacitación disciplinaria, sino también el desarrollo de habilidades para el manejo, uso, interpretación y desciframiento de la información misma; es decir, la posibilidad de convertir en conocimiento la vasta información disponible, aprender a seleccionarla, procesarla y aplicarla. El saber y el saber hacer tienen ahora una génesis multivariada, donde la información y el conocimiento escapan, trascienden, el esquema tradicional de la institución universitaria.
Entre lo público y lo privado, el modelo universitario
El contexto de la revolución tecnológica y la sociedad de la información reflejan un contraste de grandes dimensiones con la misión institucional conferida a la universidad. Cada vez son más frecuentes los cuestionamientos en torno a cuál es el modelo de organización social al que responde la universidad, pues el devenir histórico de estas instituciones muestra que el modelo prevaleciente es el que se gestó desde hace más de un siglo. Sin embargo, es arriesgado hablar de un solo modelo de universidad, dada la heterogeneidad que existe entre ellas, la forma en cómo se organizan, su sociogénesis y, desde luego, su historia.

Se piensa que las instituciones de educación superior públicas deben estar, por un lado, a la vanguardia de las revoluciones tecnológicas y, por otro, continuar con esa labor social que siempre las ha distinguido. En este contexto dicotómico, hay agencias externas que paulatinamente han ido tomando la iniciativa respecto del rumbo que deben tomar dichas instituciones. Por ejemplo, bajo la inercia del efecto globalizado, desde hace algunos años, el Banco Mundial –que invierte un financiamiento de orden considerable– pretende orientar los esfuerzos de investigación, ciencia y tecnología al servicio de intereses privados, empresariales.

Las agencias externas plantean que el conocimiento que producen las universidades públicas, ése que es producto de años de investigación especializada y del trabajo de academia, debe tener un destino distinto al del servicio público, es decir, abandonar la idea del conocimiento como bien público. Esto perfila uno de los debates actuales más serios sobre la educación superior, el cual gira en torno a si debe ser privatizada o continuar con su carácter público: en la sociedad de la información, donde el conocimiento se traduce en poder, se revela una tensión entre lo público y lo privado.

El valor de lo público es central en aquellas sociedades que buscan el desarrollo de la cultura de libertades civiles y políticas individuales para acompañar el desarrollo de un país. El ámbito de lo privado se refiere a los intercambios entre individuos para la obtención de ganancias, así como utilidades reservadas y exclusivas. Lo público abarca lo que es accesible y disponible para los individuos, sin excepción, y se constituye en el respaldo a su garantía; mientras que lo privado presiona las libertades y se erige como el contexto del cálculo costo beneficio.

En nuestro país, prácticamente en toda la década de los noventa, hubo una tendencia a abrir universidades privadas con una aparente regulación por parte del Estado. Esta tendencia, legitimada por la necesidad de cubrir más la demanda de ingreso a la educación superior, ha sido una política arriesgada, porque apunta hacia la privatización del conocimiento; pero, además, en detrimento del mismo, impacta en su calidad.

Además, la producción de conocimiento especializado tiene varios insumos detrás de sí: docentes e investigadores con una formación profesional, debates, investigaciones sobre objetos de conocimiento que son tratados a su vez en foros de mayor alcance académico, producción científica, entre otros. Estos insumos suelen estar presentes en el ámbito universitario, pero quizá no ocupan un lugar prioritario en la estructura de la educación privada, donde el ingreso de académicos no pasa por el filtro de académicos pares que valoren lo sustancial de su propia formación. Lo mismo ocurre con los estudiantes, cuya admisión no depende de la competencia ni del dominio de conocimiento previo para alcanzar los propósitos escolares, sino de la capacidad económica para ser admitido.

Considerando lo anterior, vale cuestionarse lo siguiente: ¿debe el conocimiento dejar de ser público y, por tanto, renunciar a su papel de transformador de las prácticas sociales?, ¿en dónde se sustentaría el desarrollo del país, si su motor es el conocimiento?, ¿es conveniente soslayar el rol de la universidad pública como agente de redistribución social del conocimiento?
Las políticas públicas en la educación superior
Para comprender el rumbo de la educación superior, habría que saber, en principio, cuál es el papel del Estado en la formulación de políticas públicas, hacia dónde se orientan éstas y qué resultados pretenden alcanzar. Y es que la universidad pública tiene un compromiso ineludible con la sociedad, de hecho, forma parte de ella. Sus objetivos de generación y difusión del conocimiento deben estar articulados con las políticas públicas diseñadas por los gobiernos para la atención social en diferentes ámbitos. Y aquí hay que considerar que cada una de las decisiones que un gobierno toma, sean buenas o malas, tienen costos de planeación y operación, y si son equivocadas, hay un impacto en los ámbitos político y financiero, sobre todo en un contexto donde los recursos son escasos.

En México, como en otros países, durante casi tres décadas creció sólo el Estado, es decir, éste incrementó sus poderes y atribuciones, por lo tanto, se hizo cargo de más funciones sociales, pero esto tuvo sus costos. Más tarde, el Estado reajustó sus márgenes de intervención y descentralizó funciones, en un ejercicio de repensar la forma de asignación de recursos a la gestión pública, tal como ha ocurrido con el sector empresarial. Es legítimo pensar, entonces, que analizar las políticas, estudiarlas, darles seguimiento y evaluarlas no son tareas irrelevantes, por el contrario, su estudio permite calcular y anticipar sus costos y beneficios. No existen en un plano abstracto los problemas de salud pública, educación, campo, desempleo o migración, sino diversas situaciones, modalidades, causas, oportunidades, problemas, percepciones.

La universidad, a pesar de todas sus restricciones, es el espacio que otorga la posibilidad de pensar y repensar los viejos y nuevos problemas que emergen en el contexto de las necesidades de desarrollo de un país. En ese sentido, es un espacio académico, pero también un agente socioeconómico. Además, aparte de ofrecer marcos de conocimiento, debe contribuir a la consolidación de valores necesarios para el desarrollo social, como la vida democrática, la justicia, la igualdad, la libertad, tarea impensable desde la perspectiva de una educación privatizada. Por ello, la universidad, además de espacio académico y agente socioeconómico, es agente social y cultural.

Por otra parte, la universidad pública enfrenta una encrucijada, pues, por un lado, requiere de autonomía, de la posibilidad de pensar sin las presiones que propicia la vigilancia de los recursos financieros con los que produce conocimiento, pero, por otro lado, con toda su autonomía, está sujeta a una rendición de cuentas cada vez más restringida en cuanto a las acciones que debe reportar. Este sector educativo tiene, pues, una doble necesidad: reportar detalladamente que el uso de su presupuesto se corresponde con un modelo preconcebido y atender sus propios problemas, los que devienen de su historia institucional, los que son producto de su ámbito interno. Aquí es donde las agencias externas encuentran las mejores condiciones para financiar la educación superior.

Además, la universidad pública ha incrementado cada vez más su dependencia con el Estado y se encuentra sometida, por lo menos parcialmente, a ritmos, tiempos y restricciones marcados también por el propio Estado. La idea de autonomía institucional ha caído en el abandono, pues las universidades cada vez encuentran mayores dificultades y retos para plantearse y cumplir sus propios objetivos.

Las universidades públicas en los albores del siglo XXI
De acuerdo con los trazos generales que caracterizan a la educación superior de nuestro país y de América Latina, se advierte que los retos que imponen la revolución tecnológica, la sociedad de la información y el efecto de la globalización, entre otros, se perfilan como «buenos pretextos» para completar una tarea inconclusa desde hace varias décadas: la evaluación de los objetivos institucionales para definir cuáles de las prácticas universitarias deben ser reconsideradas y cuáles definitivamente deben permanecer de cara a las demandas del siglo que inicia.

Es lamentable que, en el contexto que enfrentan actualmente, las universidades públicas tiendan más a la burocratización del uso y aplicación de recursos tecnológicos, que a garantizar a todos el acceso a dichos recursos. Como ya hemos visto, las nuevas tecnologías ofrecen a dichas instituciones –y a otras en general– amplias oportunidades para reorganizar tanto sus funciones de conocimiento como sus procesos de gestión interna. De hecho, son innumerables las universidades que empiezan a reestructurarse y adoptan modalidades de coordinación que las alejan del modelo burocrático, jerárquico, centralista o piramidal, al tiempo que las aproximan a modalidades de funcionamiento en red4.

Tampoco conviene que los planes y programas de estudio continúen siendo una tarea pendiente en cuanto a su redefinición, saturados de actividades dentro del espacio escolar y con poca proyección a los mercados laborales. Actualmente, tenemos que un número creciente de puestos de trabajo requiere que las personas descifren información técnica, es decir, saberes especializados en el terreno de la informática. Los cambios en las estructuras del empleo parecen estar lejos de ponerse en la frecuencia del ritmo de producción de capital humano especializado que corresponde a las instituciones de educación superior.

Por otra parte, no se puede soslayar el hecho de que las instancias universitarias operan bajo la base de una reglamentación obsoleta, cuando los vaivenes que impone el ritmo de financiamiento, el cumplimiento de indicadores y las demandas externas exigen una flexibilidad normativa que necesariamente debe acoplarse a la frecuencia con la que se replantea el hecho educativo.

La tarea de evaluación puede extenderse, asimismo, a las políticas públicas, para convertir en prioridad la construcción de estrategias que renueven y atiendan los rezagos que las universidades tienen desde varias décadas, entre ellos, las organizaciones verticales que todavía caracterizan a muchas instituciones, el poder concentrado sólo en unos cuantos que deciden las políticas dentro de la institución, los mecanismos de atención a las cuestiones de gobernabilidad basados en prebendas y otro tipo de prácticas que terminan por hacer un gran daño a los principios que se plantearon originalmente las universidades.

Desde la implementación de una bolsa de recursos provenientes de la propia federación (FOMES, PIFI, etcétera), se ha propiciado que las universidades estén a la expectativa de un financiamiento etiquetado, predeterminado en una lista de acciones que, según los expertos en políticas, pueden definir el rumbo de la educación superior. Un ejemplo de ello está representado en la idea de innovación, la cual ha sido considerada como una de las acciones más relevantes en el ámbito de la educación superior en las últimas dos décadas; de hecho, las universidades han sostenido, por lo menos parcialmente, un ritmo de innovación que demanda que nuevas acciones y procesos sean incorporados en las agendas institucionales.

Como afirma Acosta5, el discurso de la innovación, de la creatividad y del autoaprendizaje ha opacado el viejo arte de la transmisión de conocimientos y ha dejado de lado la generación del conocimiento y la transmisión del saber como las prácticas nucleares de la universidad. Para ello se ha requerido de insumos como profesores calificados, bibliotecas equipadas para formar lectores, estudiantes y ciudadanos, y centros de autoacceso. Estas prácticas son las que hacen que la escuela represente, como ninguna otra institución social, el tiempo y el lugar para cultivar el interés por la lectura y el conocimiento.

La universidad, un patrimonio educativo
Las universidades públicas son un patrimonio educativo, cultural, social. Son las instancias que históricamente se han encargado de redistribuir el conocimiento, de convertirlo en un bien social, por lo que deberían continuar con estas funciones. Pero, ¿cómo debe enfrentar la educación los grandes retos que impone su propio rol, como contribuir al desarrollo social, económico, cultural?
El cuestionamiento anterior, sin duda, da lugar a una reflexión pendiente: cómo hacer que en la universidad coincidan tanto su rol social asignado desde mucho tiempo atrás, como el nuevo papel que ha de jugar dentro del mundo globalizado.

Sin lugar a dudas, hay mucho trabajo por hacer, y pocas certezas apoyan la redefinición de la educación superior y, sobre todo, del papel que han de desempeñar las universidades en el nuevo contexto. Quizá una de las pocas certezas es que la privatización del conocimiento acecha como una pesada sombra que presiona desde muchos escenarios, ya que, desde que el conocimiento se convirtió en un bien, pasó a formar parte de la dinámica de acumulación, muy asumida en el modelo neoliberal del desarrollo y el funcionamiento económico y social.

Por fortuna, la universidad no sólo es un conjunto de reglas ya escritas, sino que su sentido como institución del conocimiento se construye cada día, en virtud de que sus actores no son entes estáticos que únicamente obedecen las disposiciones establecidas, sino que juegan, crean y recrean sus estrategias permanentemente.
La universidad debe seguir siendo aquella instancia que garantiza los derechos de opinión; de hecho, universidad significa universalidad, el espacio de la crítica, de la construcción de nuevo conocimiento, del seguimiento y análisis académico especializado en cuestiones propias del sector social. Tiene sus retos, claro ha quedado, pero por los objetivos que persigue, tiene compromisos cada vez más serios, uno de ellos –quizá el más serio de todos– es el de permanecer como la instancia que trabaja con conocimiento, es decir, con el recurso más preciado del hombre contemporáneo.

Bibliografía
- Acosta, Adrián. Estado, políticas y universidades en un periodo de transición, FCE-UdeG, Guadalajara, 2000.
—————. “Educación: caminando en círculos”, en Nexos, 2006, núm 338.
- Aguilar, Luis. El estudio de las políticas, FCE, México, 2000.
- Brunner, José Joaquín. Educación e Internet ¿la próxima revolución?, FCE, Chile, 2003.
—————. Universidad y sociedad en América Latina, UAM-ANUIES, México, 1987.
- Castells, Manuel. La era de la información, Alianza, Madrid, 1997.
- Crozier, Michel y Erhard Friedberg. El actor y el sistema. 1ª edición, Alianza Editorial Mexicana, México, 1990.
- Hannan, Andrew et al. La innovación en la enseñanza superior. Enseñanza, aprendizaje y culturas institucionales. 1ª edición, Edit. Narcea, Barcelona, 2005.
- Vries, Wietze de. El exorcismo de diablos y ángeles. Los efectos de las políticas publicas sobre el trabajo académico, Universidad Autónoma de Aguascalientes, Tesis Doctoral, 2001.

NOTAS
1. Académico de la Facultad de Pedagogía de la UV y Coordinador del Sistema Institucional de Tutorías de esta institución.

2. Véase José Joaquín Brunner, Educación e Internet, ¿la próxima revolución?, FCE, Chile, 2003.

3. Véase Manuel Castells, La era de la información, Alianza, Madrid, 1997.

4 José Joaquín Brunner, op. cit.

5 Adrián Acosta, “Educación: caminando en círculos” en Nexos , 2006 , núm 338.