Julio-Septiembre 2005, Nueva época No. 91-93 Xalapa • Veracruz • México
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La naturaleza humana une inevitablemente la civilización y la barbarie
El problema del mal es que se
ha convertido en algo natural: Julio Quesada

Edith Escalón

¿Cómo se piensa y se define el mal, cómo se ha construido durante siglos su concepto filosófico, quién decide hoy qué es lo bueno y lo malo, y cómo, abrazando la filosofía de la razón, se ha justificado infinidad de barbaries en el mundo? Responder a estos cuestionamientos es la empresa que el filósofo español Julio Quesada se ha propuesto en su más reciente publicación La filosofía y el mal, a través de un análisis que además de disquisiciones filosóficas, aborda la brutalidad del mundo actual. He aquí un avance del contenido de este libro que fue presentado en la FILU 2005.
 

En el siglo XX, debido a la gran cantidad de enfrentamientos bélicos y de otras muchas dolencias que han azotado a la humanidad y que han ocasionado pérdidas de vidas humanas y perjuicios aún más atroces, ha resurgido en la filosofía la preocupación en torno al problema del mal en el mundo, inquietud que vagaba por la mente de los hombres desde los tiempos de Epicuro, uno de los primeros intelectuales en interesarse en el tema.

Los humanos somos incansables buscadores de significados, como bien dice Hugo Hiriart, y hemos desarrollado muchas maneras de hacer inteligible todo lo que nos sucede: cataclismos, genocidios, guerras, hambrunas… Males que retuercen al mundo han sido explicados de muchas maneras y han quedado, al mismo tiempo, como enigmas insondables, como interrogantes que constituyen desafíos intelectuales para la ciencia, la filosofía y la fe.

Hiriart señala, por ejemplo, que el mal tiende a esconderse de aquel que lo perpetra, como sostuvo Sócrates, para quien nadie hace el mal adrede, sino por error, lo que concuerda con la visión de San Agustín, que concibe al mal como nacido de la ceguera que causan los apetitos y las pasiones desordenadas; y aquí sobran ejemplos, aunque de esas pasiones, la que ha probado ser más peligrosa es la pasión por las ideas. Los grandes crímenes del siglo XX, por ejemplo los genocidios totalitaristas de Adolfo Hitler y José Stalin, que crearon para el mundo nuevas definiciones de la brutalidad humana, fueron obra de políticos obsesivos, particularmente Hitler, cuya utopía lo llevó a creer en la superioridad racial.

Sin embargo, no todos concuerdan con esta visión. Un análisis del concepto del mal revela –según Georges Bataille– que cualquier mal que se perpetra para obtener una ganancia es impuro; el mal, dice, para serlo en pureza debe ser gratuito e inmotivado. Esta percepción ya es de por sí inquietante, pero más turbador que saber cómo es el mal, cuándo se origina y qué lo produce, es pensar en dónde reside.

Julio Quesada, filósofo español y autor de obras como El nihilismo activo y Las cenizas de Heidegger, desarrolla este punto en su obra más reciente La filosofía y el mal, y retoma como hilo conductor de este análisis la intrínseca relación que siempre ha existido entre civilización y barbarie.

Para Gaceta, el filósofo malagueño –académico e investigador adjunto de la Universidad Veracruzana– explica cómo la concepción de progreso occidental ha encarnado también en una nueva percepción de “crueldad necesaria”, y cómo todas las civilizaciones han racionalizado de alguna forma la maldad, encajando su existencia dentro del rompecabezas de la identidad humana, animal, cultural, económica, histórica, social e, incluso, teológica.

¿Siempre ha existido el mal en las civilizaciones: en las prehispánicas, en las europeas, en los imperios romano, cartaginés o griego, y en los “imperios” actuales?
El problema es que el mal forma parte de la propia civilización a nivel de religión, de ciencia, de filosofía y de historia. Siempre, y fundamentalmente en el Occidente, se ha pretendido ver el problema del mal como ausencia de bien, como algo irreal. Por ejemplo, se concibe el problema de las guerras o el de la destrucción como si se pudieran ir resolviendo con más educación, más cultura, más ética, más religión o ciencia. El siglo XX ha demostrado que todo eso es imposible, aunque parece fácil.

Pero el desarrollo de la humanidad, el avance de la ciencia, la educación o la cultura ¿no acaban con el mal?
No sólo no acaban con el mal, sino que el mal se transforma en parte del progreso. Pongamos un ejemplo: la consolidación de los Estados Unidos se construyó, entre otras cosas, con base en la erradicación casi total de las tribus indias que había en el territorio que colonizaron los europeos; esa barbarie forma parte del progreso y, según Occidente, era absolutamente necesaria. La filosofía marxista que llevan a cabo Lenin y Stalin, misma que tiene a la lucha de clases como el motor de la historia, es una teoría que racionaliza el progreso al mismo nivel que la violencia; digamos que ésta forma parte de una necesidad coyuntural histórica que tiene ver con la dictadura del proletariado.

Entonces, cuando vemos en retrospectiva todas esas cuestiones y acciones, como nosotros estamos aquí “vivitos y coleando” y tenemos una sociedad de relativo bienestar, nos parece que –como dice un proverbio antiquísimo– “no hay mal que por bien no venga”, que no es más que la justificación del mal. Eso en Occidente es un axioma metafísico, lógico, teleológico que está en Leibniz: nihil est sine ratione, “no hay nada sin razón”. Esto se puede aplicar a nivel cósmico. Por ejemplo, según las teorías científicas, la desaparición de los dinosaurios por la caída de un meteoro cambia completamente el clima, provoca una era de glaciación terrible que mata a miles de especies. ¿Qué pasa con ellas? Si lo vemos desde el punto de vista homínido, desde el punto de vista de la meta nihil est sine ratione, pues sólo eso dio lugar a la preeminencia humana.

Otro ejemplo, tanto la filosofía de la historia marxista como la de la historia liberalista-capitalista tienen como motor de funcionamiento el progreso e insisten en que “no hay mal que por bien no venga”.

¿No es cierto, como decía Rousseau, que el “estado natural” del ser humano es bueno, pero se corrompe por la sociedad? ¿Es el mal consustancial al hombre?
Yo creo que es parte de nuestra naturaleza animal pero, a diferencia de los otros animales, nosotros, los racionales, somos capaces de engañarnos y de mentir a los demás con teorías de la violencia, con filosofías, religiones y políticas relacionadas con el mal. Entonces ¿qué ocurre? Ocurre que el mal se difumina y este problema deja de ser un problema. Llega un momento en que las invasiones, los genocidios, las guerras, los holocaustos, tantos hechos de tipo socio-histórico, político, religioso, económico e, incluso, natural como las catástrofes, se nos vuelven de lo más normal.

Hablemos primero del aspecto teológico. David Hume ponía sobre la mesa uno de los argumentos más antiguos del problema lógico del mal diciendo: “¿Está Dios dispuesto,a impedir el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede hacerlo pero no está dispuesto? Entonces es maligno”. Si lo vemos así, es imposible compaginar la bondad de un Dios todopoderoso, con la creciente realidad del mal y del sufrimiento en el mundo. ¿Cómo se resuelve este conflicto?
La propia religión cristiana, que es nuestro contexto cuando menos cultural, ha superado esto desde el punto de vista religioso transformando en ideología un argumento respaldado por la política y la teología: el de la providencia de Dios. Primero porque la propia Biblia establece que sus caminos benevolentes son enigmáticos e insondables y están más allá del entendimiento humano; por tanto, nunca podremos llegar a comprenderlos. Además, no nos es dado el cuestionar. El ejemplo clásico que trastoca la lógica es el de Judas, porque si Dios sabía que Judas se iba a condenar, ¿por qué lo creó? Éste es sólo un eslabón de una cadena de conflictos en los que, desde luego, no tenemos tiempo de pensar.

¿Y en la política? Parece indudable que sigue vigente la filosofía de Maquiavelo.
En la política es muy análogo, igual que en la historia. Aquí opera la compensación de la parte por el todo. El problema del mal, del sufrimiento, del dolor, de la muerte, de nuestra propia finitud, etcétera, se traspasa desde una individualidad concreta. A la idea de generación sigue la idea de especie; a la idea de especie, la de evolución o desarrollo. Desde ese punto de vista siempre miraremos lo que nos pasa no desde nuestro propio presente, sino desde una especie de futuro pluscuamperfecto en el que nos ubicamos de forma ideológica.

Gracias a eso somos capaces de enterrar a nuestros muertos, de planear una serie de cuestiones donde todas las asperezas que pueda suscitar el problema de mal, el problema de la no-coincidencia entre la parte y el todo, entre las distintas esferas de la sociedad civil y el Estado, se liman y todo nos cuadra porque la propia historia, la sociología, la filosofía se encargan de meter nuestras vidas en gran metarrelato que, volviendo a los dinosaurios, nos dice que en el principio eran las células más absolutamente elementales y después de miles y millones de siglos he aquí el hombre y el progreso.

En esa perspectiva, siempre leemos la historia de izquierda a derecha, le estamos presuponiendo un sentido y una meta, por lo tanto “no hay mal que por bien no venga”, no importa lo que pasa ahora con nuestra vidas, porque creemos en un futuro que nos hará justicia. Entonces, el problema no es que tengamos una parte animal clara, una parte de violencia documentada a nivel antropológico, psicológico, científico, sociológico, sino que teorizamos sobre la maldad.

Si tenemos una tendencia natural a vivir en sociedad, ¿por qué nuestra inclinación hacia la barbarie? ¿Es que, efectivamente, “el hombre es el lobo del hombre”, como reza la máxima de Thomas Hobbes?
Es que la civilización y la cultura tienen que ver fundamentalmente con el poder, y el poder tiene que ver con la sociedad y los estados. Hasta ahora todos los imperios, todos los estados nos han educado en la uniformidad del pensamiento, en la homogeneización de los seres. En esa educación hay ya de por sí una violencia contra nuestros instintos animales, que tratamos de reservar tanto en la escuela como en la sociedad civil, al ser ciudadanos medianamente buenos. Sin embargo, en el ámbito estatal, podemos ver que el Estado no deja de ser una maquinaria de poder y de imposición de poder. En ese sentido, de la misma forma que el Estado es el garante de la justicia, vemos que éste también es el que puede invadir, el que puede “legítimamente” declarar la guerra.

Por regla general, los científicos de la naturaleza, los biólogos y evolucionistas nos vienen enseñando que un animal mata para comer –salvo casos excepcionales como el camaleón, que para sobrevivir es capaz de escamotear, de mentir con su color–, pero lo que añadimos nosotros como animales racionales es la capacidad de matar por ideas. Es evidente que somos capaces de matar por el color de la piel, por no tener la misma religión, por no creer en los mismos dioses, etcétera; esta es, desde el punto de vista de la violencia, la gran “innovación”, terrible, brutal, que tiene que ver con la especie humana en tanto animal racional.

Entonces, si vemos toda la evolución del género humano a nivel histórico, social y político, no tenemos más remedio –y esa es la clave de mi libro más reciente, es una puerta abierta– que preguntarnos en qué consiste la racionalidad de la cultura, porque en aras de la civilización y del progreso en América se asesinó a millones de personas, como se ve en el magnífico trabajo de la Breve destrucción sobre las Indias; en aras del progreso de la raza aria los nazis mataron a seis millones de judíos; en aras del proletariado, la justicia y la ciudad ideal, los bolcheviques, fundamentalmente Stalin, llevaron a cabo la masacre más grande, cuantitativamente, que ha hecho la especie humana hasta ahora.

¿Hay una relación directa entre esta justificación de la maldad y el poder?
Ahí esta la clave. Quien tiene el poder de contar la historia, tiene el poder de racionalizar los asesinatos que comete en aras de la justicia, de la libertad y del progreso. Esta es la columna vertebral de mi libro: no se trata de instintos o de punciones, como asegura Freud, sino de cómo el hombre maneja la violencia, la crueldad, el asesinato en masa, las depuraciones étnicas, las religiosas; de cómo lo hace el historiador, el sociólogo, el filósofo de la historia, el científico; de cómo ha estado el hombre al servicio del poder. Así, somos capaces de decir “no hay mal que por bien no venga” porque, por alguna razón, no creemos en la realidad del mal.

Esto es algo que nos separa de la cultura trágica griega, realmente no creemos en la realidad del mal. Creemos, por ejemplo, que con hacer una carrera, con tener una buena biblioteca, con ser educado o tener buenos modales culturales estamos a salvo; pensamos que la vida está salvaguardada por la civilización del siglo XIX, pero el siglo XX ha demostrado que la civilización está en quiebra, en jaque mate permanente por la propia civilización. Aquí no estamos luchando contra gente que viene de Marte (la ciencia-ficción es la pura realidad), sino que somos nosotros mismos los antagonistas. En la Primera Guerra Mundial o en la Segunda, en el colonialismo europeo en África, en el ejemplo increíble y terrible del Congo Belga –en donde también hubo un holocausto negro y millones de negros masacrados en aras del caucho, de la justicia y de la propiedad privada– nuestra propia cabeza ha sido la que ha maquilado, la que ha hecho del proverbio normal y corriente «no hay mal que por bien no venga» toda una teoría de la historia, de la ciencia, de la sociedad, del poder, de la moral y de la ética.

Pero hay ciertos actos de barbarie que sí se critican, que provocan la indignación mundial, y hay otros que no. ¿Cuál es el límite?
Esa es una muy buena pregunta. Por ejemplo, como tú has escuchado, todo el mundo ha comprendido lo que significó el holocausto judío: en un momento determinado, en la Segunda Guerra Mundial, se sacrificó a seis millones de judíos. Pero, ¿qué pasa con otro tipo de holocaustos, de genocidios que quedan casi en la cuneta, que se orillan y que no vemos? Volviendo al tema del totalitarismo y del socialismo de la Unión Soviética, podemos decir que ahí, para alcanzar la justicia y la igualdad, se asesinó a 30 millones de seres humanos, aproximadamente. La cuestión es ¿qué es lo que nos hace valorar como auténtica realidad del mal el holocausto judío y no los asesinatos llevados a cabo en la URSS y fuera de ella en aras del socialismo real?, ¿qué principio de razón suficiente tenemos a la hora de manifestarnos en contra de la belicosidad de Estados Unidos y de Israel, mientras que cuando Rusia u otros países socialistas invaden algún país, como Afganistán, nos quedamos tranquilamente viendo la televisión? Hay, pues, varios parámetros, numerosas reglas para medir, y esto también forma parte del mal.

¿Pero cómo está justificado, qué es lo que le da sustento?, ¿qué es lo que hace que los norteamericanos, por ejemplo, consideren un acto de agresión los ataques terroristas en Estados Unidos y no un acto de agresión los ataques antiterroristas en Bagdad?
Eso forma parte del problema del mal. Es el Estado el que se encarga de justificar sus actos, o si hace falta, redefinir la propia Constitución. Es el caso de Estados Unidos, cuya Constitución es liberal, en el sentido de que lo que priva es la libertad, y nos estamos dando cuenta todos, en la propia Norteamérica, que ahora lo que impera es la seguridad, y al privar la seguridad mis derechos civiles pueden ser conculcados en cualquier momento en aras de la seguridad estatal.

Eso es una alusión clara a lo que sucedió a raíz del 11 de septiembre, como menciona en el libro, porque creo que es muy evidente el manejo de las razones de la guerra. Desde su punto de vista, ¿cuál es el problema real en la invasión a Irak y cómo se concibe el mismo acto terrorista contra las Torres Gemelas?
La cuestión de las armas químicas o de las armas nucleares fue el pretexto, pero el asunto de fondo es que la gente cree que Estados Unidos atacó a Irak solo, y eso no es cierto. La invasión a Irak tuvo el respaldo de muchos países. Ahí está de por medio la geopolítica, en el sentido de que todos miran por sus propios intereses. Por otro lado, detrás del tema del 11 de septiembre hay razones comparables con cualquier tipo de terrorismo, pero algunas voces se alzaron después del 11/9 para justificar a los responsables del ataque contra las Torres Gemelas, por la política intervencionista, económica y cultural de Estados Unidos. Creo que si justificamos ese terrorismo tendríamos que justificarlos todos. Además, este terrorismo tiene una nota nueva: no se trata tanto de un terrorismo económico o étnico, sino de tipo religioso, y esa va a ser una de las claves fundamentales para entender –que no justificar– lo que se nos viene encima en el siglo XXI, que es la cuestión del nacionalismo religioso.

Hay algo que me intriga, hablando de la construcción ideológica de la guerra: ¿Cómo una sociedad supuestamente informada y de primer nivel como la estadounidense puede justificar la invasión a Irak, a pesar de que, después de calificarla como una amenaza potencial, de derrocar al gobierno de Hussein y de tomar el control del país, Bush aceptó que ahí no había armas nucleares ni pruebas suficientes para invadirlo?
Hay que recordar que también fue reelegido Tony Blair y hay que insistir en lo que no se quiere ver: en que Estados Unidos no estaba solo, en un principio lo acompañaba España, pero también otras naciones como Polonia, Hungría y algunos países latinoamericanos que se quieren poner al margen… A lo que voy es a que, desde el punto de vista de la geopolítica, lo que estaría en juego –de forma muy simplificada– es un mundo que tiene que ver con el capitalismo, con el libre comercio, con la libertad de prensa, con las aspiraciones de la mujer a ser mujer-sujeto, a entrar en la política, en la religión, es decir, todos los componentes tanto positivos como negativos que se derivan del capitalismo, del liberalismo y de la democracia constitucional, cosas buenas y cosas malas; frente a un mundo –al menos como lo dicen los terroristas que tanto en España, como en Francia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos están llevando a cabo estos actos– en el que tendría que imperar la religión, un mundo en el que la política dejaría de ser liberal, democrática, capitalista, y pasaría a ser teocrática, un mundo en el que, como hemos visto en Afganistán y otros países, la sociedad civil se reduce al mínimo, entre otras muchas implicaciones.

¿No le parece que está haciendo de abogado del diablo?
Es que no debemos perder de vista esta cuestión. Es verdad, y ha sucedido siempre, que los estados se han movido por razones económico-religiosas para invadir y apropiarse de otros territorios, para hacerse de esclavos, de recursos. Los españoles son un ejemplo: la colonización tiene una primera pantalla religiosa, pero es una pantalla que tiene que ver con el capital, con el oro, con la mano de obra, con la esclavitud.

Insisto, simplificando mucho las cosas, la situación actual de cara al terrorismo, entendido como «la globalización de la guerra», es que tenemos los derechos constitucionales que funcionan de manera regular, el capitalismo, la democracia parlamentaria, la constitución, el constitucionalismo, los cuales tienen muchos problemas, es cierto, pero lo otro ya hemos sabido lo que era a través del totalitarismo soviético; lo otro es fascismo alemán-italiano, lo otro son las depuraciones étnicas, lo otro es la teocracia de la mano, en este caso, del islamismo, de ese conflicto terrible que hay en Medio Oriente y que está causando la reacción más de ultraderecha y de tipo étnico-religiosa que tiene que ver con que “hay que decapitar al infiel” y el infiel somos nosotros: los que llevamos pantalones vaqueros, los que nos pintamos la boca, los que nos ponemos aretes, los que creemos en la democracia, los que creemos en el derecho a la eutanasia, los que creemos en el derecho a la expresión, a la libertad de opinión, a los derechos sexuales, etc., que son –esto es lo que se olvida– una cuestión cultural relacionada con el capitalismo, con la democracia, con las libertades, con los derechos humanos, que reconozco que no significan ningún tipo de varita mágica, pero son los elemento que tenemos en comparación con la otra cultura. Con esto yo no estoy auspiciando la pelea ni mucho menos, pero sí quiero que sepamos en dónde estamos parados en este conflicto.

En la presentación de su libro, Alberto Olvera habló de inequidad en los planteamientos del texto, pues según su óptica no se critica al mundo occidental en la misma medida que se señala al islámico…
Es que la relación que hay entre nihilismo y terror es justamente una de las paradojas del pensamiento occidental. El nihilismo es una historia, una teoría propiamente occidental que tiene que ver con los avances de la ciencia, de la técnica, con nuestro propio pensamiento deconstructivo de todas las tradiciones, pues el pensamiento, la Ilustración y la filosofía crítica tienen que ver fundamentalmente con Occidente, y éste se está golpeando a sí mismo. Es una civilización que se ahoga a sí misma porque es la conciencia de la propia crítica necesaria a Occidente. Por decirlo de alguna manera, frente al mundo occidental, en el que existe pluralidad de pensamientos, de teorías, de perspectivas, de hipótesis de trabajo en las que no nos ponemos de acuerdo, el otro bloque puede llegar a ser un grupo unificado y actuar como un martillo.

Entonces, ¿estamos en desventaja frente a ese otro mundo?
Estamos en desventaja desde el punto de vista de la libertad, de la misma forma que Europa perdió la libertad en la Primera y Segunda Guerra Mundial porque no supo amar bien la libertad que tenía. Esto no quiere decir que el capitalismo o la democracia parlamentaria sean la panacea, porque la democracia es un punto de partida y no un punto de llegada, pero creo que eso es mejor que lo otro.

Si estamos en ese punto, enfrentándonos contra nosotros mismos, ¿hay realmente alguna alternativa de convivencia social que no nos lleve al mal ni a los abusos de poder?
No hay alternativa. Todas las utopías que a partir de tiempos antiquísimos hasta el siglo XX se han creado, la de la ciudad ideal, justa, santa, igualitaria, fraternal, por ejemplo, han costado como 40 millones de asesinatos y no se han logrado ni se van a lograr. En la condición humana hay algo que tiene que ver con la pluralidad, porque si bien es cierto que somos iguales, nacemos, crecemos y morimos más o menos de la misma forma, también es cierto que somos diferentes, pues no pensamos igual con respecto a determinadas cosas que son fundamentales para nosotros. Mientras unos le dan prioridad a la libertad, otros se la dan a la seguridad, a la igualdad o a la privacidad. Todas las alternativas que se han buscado al respecto, enmiendas a la totalidad, tienen que ver con el fascismo, con el totalitarismo, con el comunismo, con las sectas… De lo que se trata, desde mi punto de vista, es de vivir los más pacíficamente que podamos en medio de la diferencia; pero erradicar la violencia, el problema del mal, sería como eliminar parte de la naturaleza humana, como quitarnos un lóbulo, hacernos la lobotomía o algo por el estilo.

¿Esta desesperanza no está alcanzando al fatalismo demasiado pronto?
No, yo no hablo de “tirar la toalla”, sino de tener los ojos abiertos frente a nuestras propias utopías. Considero que lo más importante es la acción individual, porque es la colectividad la que pierde la cabeza. En los crímenes se dice: “es que yo recibía órdenes”, pero esto sucede porque falta la ética de la primera persona del singular, falta que yo sea capaz de decir “no” y de romper la cadena de mando. Y esto es, al mismo tiempo, lo grandioso de la individualidad: que uno también puede decidir. Esto no es cuestión de elite, sino de ayudar a que salga ese individuo que tenemos dentro, de decidir, de elegir, de optar por el ser humano y no por el animal. Es cierto que el mal es intrínseco a la persona, pero también lo es el bien, y ahí está la obra de Kant recordándonos que hay que rescatarnos.

Habría que replantear, entonces, el concepto mismo de desarrollo, de vida en común, de sociedad…
Siempre y cuando pensemos qué significa vida en común. ¿Quiere decir que todos vamos a vivir iguales?, ¿que yo voy a ser igual al que tiene una buena voz, es competente o tiene una mujer guapa?, ¿de verdad seremos iguales? Creo que pensar así atrae muchos más problemas. Cosa distinta es buscar que todos tengamos las mismas oportunidades, pero aun teniendo esto uno estudia, otro no; uno hace las cosas bien, otros mal, etcétera. Entonces, el postulado no está tan claro, por lo tanto, ese planteamiento decimonónico de “San Marx” hay que replantearlo. Con esto no quiero decir que hay que tirar a Marx por la borda, porque forma parte de nuestra cultura, de nuestro pensamiento; pero lo de igualdad, justicia, libertad, todo eso siempre se va a ir replanteando con el paso
de la historia.

En las utopías que han llevado a cabo Mao Tse Tung, Stalin, Hitler, tantos y tantos sinvergüenzas que la historia ha dado y a los que los creyentes alemanes, rusos, italianos… han seguido de forma incondicional, ahí precisamente es donde hay que buscar la clave, la causa para que la violencia, el asesinato en masa, el holocausto hayan ido de manera tan rápida y la sociedad civil no haya obstaculizado al dictador.

Usted me preguntó acertadamente por qué la sociedad norteamericana no se opuso a Bush, y yo pienso que este cuestionamiento habría que traspasárselo a cualquier sociedad, porque lo mismo pasó con la sociedad alemana o con cualquier otra que a pesar de ver la injusticia de su gobierno le tributó obediencia.

¿La filosofía ha seguido también el juego del poder deliberadamente?
Claro que lo ha seguido, aunque no siempre adrede; y no sólo la filosofía, también los científicos, los religiosos, los sociólogos, los historiadores siempre han seguido ese u otros juegos, si no era el capitalismo era el socialismo, como es el caso de Sartre y otros tantos. Él, por ejemplo, en mayo de 1968, durante la Revolución Estudiantil, flirteaba con el Libro Rojo de Mao Tse Tung y se ponía en las esquinas del Barrio Latino a distribuir octavillas que tenían que ver con la revolución permanente, con cuestiones sobre el estalinismo y la revolución de Mao, y es posible que lo hiciera con la mejor voluntad del mundo, pero el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Casi todos los desastres ocurridos en el siglo XX se relacionan con cuestiones utópicas, negativas, pero al fin y al cabo utópicas, que tienen que ver con la raza perfecta –en el caso del Tercer Reich alemán– o con ideología étnica y religiosa. Hay pensadores como Kant, literatos como Baudelaire, cineastas como Ford Coppola, que han sostenido desde sus trincheras que el problema de la violencia, del mal y de la crueldad está en el fondo del alma humana. Entonces, cuando la crueldad entra en contacto con la filosofía de la historia, con las teorías o con la ideología se vuelve mortal, porque es capaz de aglutinar a toda una nación y hacer, por ejemplo, que todo un grupo pierda el sentido común, que pierda… ¿cómo decirlo? el miedo a la crueldad, el temor a no tener piedad de los semejantes. Eso constituye la catástrofe moral de la especie humana más grande a la que ya se ha llegado, porque, si vemos bien, hemos vivido una tras de otra.

¿Se puede fundar la razón o la existencia del mal en el libre albedrío?
Muchas teorías hablan de eso, pero en cualquier caso eso no explicaría su existencia, sino que se queda siempre como enigma, como incógnita en las últimas raíces de la propia evolución humana.

Uno de los conceptos que usted retoma con más pasión es la finitud como esencia de la convivencia social. ¿Por qué exaltar este concepto?
Porque como seres humanos sabemos que somos finitos, pero vivimos como si no lo supiéramos; porque nuestra filosofía de la historia tiene que ver con la inmortalidad de la especie, con la continuidad, con la permanencia, con esa trascendencia que vivimos incluso en nuestra vida cotidiana. Lo que nos separa de una tragedia de Sófocles, de Eurípides o de Esquilo es que nosotros somos platónicos-cristianos-marxistas-progresistas, creemos en el progreso y, por lo tanto, nuestra finitud queda compensada con el propio progreso colectivo. Platón decía que la belleza, la verdad, el bien, la justicia y la libertad son ideas preestablecidas que los humanistas –mitad animal y mitad celestes– tratamos de llevar a la práctica. El legado platónico-cristiano tiene que ver con la inmortalidad del alma a nivel metafísico (pues creemos que luego de la muerte resucita) o a nivel histórico-secular, donde como sostienen Hegel o Marx la transfiguración de la carne se hace cuerpo histórico, a través del Estado, de la historia del proletariado o el propio progreso liberal.

En todos los casos, siempre estamos dependiendo del capital de la cruz, de una especie de redención continua de nuestra propia finitud. Desde el punto de vista del progreso, siempre vemos hacia atrás por encima del hombro, de la misma forma que el joven mira por encima del hombro a sus antecesores. Todo eso, aplicado a una historia universal, significaría que hemos progresado mucho con respecto a los aztecas, a los incas, a los griegos. Toda esta fragmentación la metemos en un cuento, en una historia, y eso es lo que justifica que sigamos pensando que “no hay mal que por bien no venga”, porque si hemos progresado, la Conquista de América (con toda su barbarie) era necesaria, y ésa es nuestra conclusión como especie.

Lo más inteligente que podría hacer el ser humano sería estar consciente de que siempre está a punto de perder el hilo, de hacer pendejadas; lo más racional sería saber que siempre estamos a punto de transformarnos en seres irracionales. Ése sería el auténtico progreso de la humanidad. Ahí vemos el progresismo platónico-cristiano-marxista, en ese sentido, da igual Dios, el Estado o la Revolución, porque todos son el gran faro que ilumina las etapas de la historia.

Pero pensemos un poco: ¿qué ocurre con los pueblos totalmente subyugados que no van a resucitar, los que fueron eliminados completamente?, ¿dónde los metemos en la historia?, ¿dónde empieza y acaba la línea que les da continuidad?, ¿qué ocurre con la idea de finitud, de contingencia, de que nuestro cuerpo es completamente finito? En nuestra historia, pareciera que la especie es eterna, pero así parecían los dinosaurios y cientos de especies animales y vegetales que han desaparecido, aunque ellos no tenían conciencia de su existencia y finitud. Lo peor es que nosotros sí la tenemos, pero ¡nos vale madres! Nuestra finitud debería hacernos pensar en la unicidad de la vida, porque no somos como las ideas de Platón, no somos preestablecidos ni eternos, ni siquiera como especie.

Yo insisto tanto en este concepto porque creo que tener conciencia de nuestra contingencia nos haría menos tendientes al mal, porque pienso que un tipo de educación basada en nuestra condición trágica y en diálogo con la modernidad alcanzada, posiblemente nos haría pensar, al menos un poco más, en nuestra propia vulnerabilidad.

Su libro está plagado de referencias históricas y filosóficas que nos dan una visión más completa de la investigación en torno al tema. ¿Qué le queda después de este texto y qué sigue para Julio Quesada?
Muchas satisfacciones en el sentido de descubrimiento, pues la investigación forma parte de esta columna vertebral que te pone en contacto con los muertos, con lo que han escrito, además del necesario encuentro con contemporáneos.

Ahora estoy con la segunda parte de esta obra, que tiene que ver con un tema central: los crímenes del comunismo. Sabes, siempre se hablado de la historia de los yanquis, pero hasta que cae el muro de Berlín y podemos entrar en los archivos históricos de la antigua URSS empezamos a investigar lo que podríamos llamar la utopía negativa más perfecta que ha habido, que encierra en el comunismo toda una metafísica de la violencia, de la crueldad, del asesinato en serie que incluso supera al de los nazis como tres veces, ¡es increíble! Ya cuesta imaginar seis millones de judíos en la II Guerra Mundial, en la colonización que Europa llevó a cabo en África con millones masacrados, pero en el mismo caso están los crímenes cometidos en nombre de la utopía de la ciudad ideal, montada por el marxismo-leninismo-stalinismo y la filosofía bolchevique. De esta obra tendrán noticias pronto, y espero que, igual que La filosofía y el mal, el nuevo libro nos ayude a reflexionar individualmente.