Julio-Septiembre 2005, Nueva época No. 91-93 Xalapa • Veracruz • México
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Entrevista a Manuel Valenzuela Arce
Las fronteras se atrincheran contra
el hombre, mientras se esfuman
para la cultura y el capital

Edith Escalón

En nuestro país es urgente un debate amplio en torno a la definición de los rasgos del proyecto de nación que queremos construir, un proyecto que integre a todos los mexicanos, que garantice condiciones de vida digna para la gente y que evite, entre otros problemas, el desplazamiento hacia territorios extranjeros, opina Manuel Valenzuela Arce, investigador de El Colegio de la Frontera Norte, quien desarrolla en la siguiente conversación algunos temas como procesos fronterizos, flujos migratorios, aculturación y construcción de identidades.
 

Los últimos 500 años nos han demostrado que los territorios, como las fronteras que los limitan, han sido la manzana de la discordia entre los hombres, los pueblos y sus gobiernos. Estos límites no son desde luego trazos naturales, sino instrumentos sociales y políticos, desplegados además con arbitrariedad por derecho de conquista, por tradición, presencia cultural o por conveniencia política. Como tales, las fronteras han sido siempre móviles, dinámicas e inestables, igual que el resto de las manifestaciones humanas y sociales.

Las naciones, sin embargo, han hecho parecer todo lo contrario: han querido sacralizar los límites territoriales en defensa del Estado nacional; un idioma, una cultura y un territorio fundidos por la homogeneidad son la fórmula con la cual operaron durante siglos. En realidad, las fronteras están donde la voluntad política o cultural las quiere poner, a pesar de la obligatoriedad del pasaporte y del peso de la nacionalidad.

Desde que Marshall McLuhan, profeta de las transformaciones culturales y comunicativas del siglo XX, puso en el imaginario colectivo la “aldea global”, donde los territorios son espejismos cartográficos y predomina el espacio simbólico creado por los medios de comunicación, la integridad de los estados nacionales ha sido trastocada por una nueva realidad, delineada por los permanentes desplazamientos de capitales, trabajadores, mercancías, ideas o prácticas culturales que violan con ironía el principio de la territorialidad.

Mientras la aldea global se manifiesta, no precisamente como un espacio democrático, igualitario, abierto o fraternal, sino como la aldea de promoción y realización del gran capital, las fronteras se atrincheran, las murallas se refuerzan y los estados buscan afanosamente asirse de los dogmas ancestrales para conservar su poder. Inmersos como estamos en la globalización, nos encontramos ante un mundo mucho más complejo e intrincado de lo que fue.

Manuel Valenzuela Arce, especialista en estudios culturales e investigador de El Colegio de la Frontera Norte, ubica los contrasentidos de las fronteras, enfatizando los nuevos cánones que surgen en estos espacios de poder, campos minados para el hombre, apenas perceptibles para el capital trasnacional e intangibles para la cultura que trastoca los límites territoriales recreando formas de ser y de hacer lo que sólo el hombre, en colectivo, es capaz de provocar.

¿Cómo debemos entender ahora el concepto de frontera en la tan pretendida aldea global?, ¿cómo ha cambiado su significado?
Si pensamos en la perspectiva decimonónica, las fronteras estaban fuertemente delimitadas por espacios que se consideraban como autoconstreñidos y el concepto de soberanía se expresaba en esa condición, que definía el ámbito nacional por los asuntos de interés de esa comunidad. Desde hace varias décadas, lo que observamos no es la desaparición –como mucha gente afirma– de las fronteras nacionales en el mundo global, sino nuevas formas de visibilidad e identificación de esas mismas fronteras. Socialmente, podemos explicar estos cambios en tres variantes.

Una tiene que ver con la dimensión político-administrativa, que sigue siendo importante. Sin embargo, esta demarcación no implica ya una condición de soberanía en el sentido elitista, sino que vemos que los ámbitos de poder, de control, de decisión del Estado nacional se encuentran fuertemente permeados por otro tipo de procesos. Uno de los más fuertes, que trastoca incluso esta perspectiva de soberanía, ha sido el propio desarrollo de las formas de producción del capitalismo actual, sobre todo la fuerte presencia del capital financiero y su capacidad para participar, para incidir y para decidir sobre aspectos fundamentales de la política social de los estados nacionales. En un país como el nuestro, y en general en los latinoamericanos, sabemos de manera muy clara que los marcos de la política social han estado fuertemente influidos por las perspectivas de los grandes grupos financieros, el Banco Internacional, el Banco Mundial, y una serie de estrategias de regulación que van en función de los intereses del propio capital financiero.

En segundo lugar, hay una transformación a partir de los campos de regulación internacional que se sobreponen a los que habían sido ámbitos específicos de decisión de los estados nacionales. Pienso, por ejemplo, en las regulaciones sobre derechos humanos, sobre recursos ecológicos, sobre bienes que son considerados patrimonio de la humanidad, es decir, hay una serie de disposiciones internacionales que los países deben acatar, supervisados por instancias internacionales. Por supuesto, hay violaciones frecuentes, sobre todo de parte de los países poderosos (particularmente de Estados Unidos), pero digamos que desde la propia conformación del acuerdo multinacional del cual emerge la ONU vemos que las disposiciones se sobreponen a los ámbitos y cotos decisivos de los estados nacionales.

En tercer lugar, observamos cambios importantes en los procesos sociales que están rebasando a los propios estados nacionales, y que tienen que ver con la conformación de comunidades y redes trasnacionales que definitivamente implican una nueva dimensión de extraterritorialidad. Aquí hay cosas que deben definirse y redefinirse, sobre todo pensando en situaciones como la de los inmigrantes y en casos tan peculiares como el de nuestro país, cuya población (mexicana o de origen mexicano) representa casi una quinta parte de la población actual de Estados Unidos. Esto implica a México en asuntos que podían considerarse del ámbito de la incumbencia nacional de Estados Unidos, pero que tiene en nuestro país una repercusión central.

Si consideramos que las remesas son, después del petróleo, la segunda fuente de divisas del país o “la otra Secretaría de Hacienda”, como diría Monsiváis, estamos hablando sobre todo de implicaciones económicas…
Y culturales, políticas, sociales… pero sí, las más fuertes son de carácter monetario. El año pasado, por ejemplo, los ingresos para México por este rubro representaron cerca de 17 000 millones de dólares, lo cual implica cambios importantes en la perspectiva tradicional de las fronteras. Estas transformaciones se ven claramente en la frontera México-Estados Unidos con la dimensión del “México de afuera”, conformado por los mexicanos que viven en el norte del Río Bravo, donde hemos visto cambios fundamentales en la lógica misma del Estado y del proyecto nacional.

Podría mencionar, por ejemplo, la modificación constitucional a la opción de nacionalidad, es decir, a la posibilidad de tener más de una nacionalidad, aspecto que trastoca el concepto mismo de ciudadanía que yo considero uno de los ejes que requiere mayor atención, pues más allá de la condición migratoria –dado que el desplazamiento es una de las marcas fundamentales de este siglo XXI– se requieren regulaciones que establezcan el respeto a los derechos humanos y a nuevas formas de ciudadanía para los inmigrantes. Creo que esa es una agenda pendiente que discutir.

¿Y el voto en el extranjero?, ¿qué implicaciones tiene en este contexto de ciudadanía trasnacional uno de los ejercicios y derechos fundamentales del ciudadano?
Primero que nada hay que reconocer que cambia de manera importante el significado de frontera nacional, pues deja de restringir los derechos ciudadanos al territorio nacional. La delimitación del ejercicio mismo de ciudadanía mexicana sobrepasa los límites territoriales para actuar en un ámbito de nacionalidad más complejo. De hecho, desde que la posibilidad se planteó, en las elecciones pasadas, ya había una fuerte oposición de algunas organizaciones políticas, no sólo por el desconocimiento de cómo sería el comportamiento político electoral de la población mexicana en los Estados Unidos, sino por el riesgo implicado en la posibilidad de que 2.7 millones de mexicanos en condiciones de votar lo hicieran sin control alguno.

Ese desconocimiento sobre sus opciones, preferencias y disposiciones para votar generó una situación de incertidumbre muy fuerte a la que no estaban acostumbrados los partidos políticos. Abrir el voto en el extranjero significó abrir un escenario de por sí complicado.

En otro nivel, dentro del ámbito de transformación de la condición ciudadana, se encuentra el hecho de poner en la agenda una mirada distinta que refleje lo que pasa con la población mexicana del otro lado de la frontera. En las pasadas elecciones federales, el PRD propuso a un candidato chicano para diputado, una situación inédita, como el caso del Rey del Tomate, un inmigrante que a su regreso a México ganó las elecciones del municipio de Jerez, en Zacatecas, y no se le reconoció el triunfo porque no tenía los años requeridos de residencia en México. A raíz de este acontecimiento, un grupo de inmigrantes hizo un estudio que concluía afirmando: “México acepta nuestro dinero, pero no nos aceptan a nosotros”. Esto, en conjunto, nos muestra escenarios complejos y brutales, donde el propio país frena el proyecto nacional.

Hace varias décadas, Salvador Novo decía que un país que expulsa a su gente debe reconocer que algo está funcionando mal. Si en México 400 000 personas tienen que irse cada año es que algo no está funcionando bien, que mucho no está funcionando bien. La articulación del propio proyecto de nación, el reconocimiento de niveles altos de pobreza, la falta de generación de empleos para 1 400 000 personas que cada año ingresan al mercado de trabajo nos habla de un problema muy grave, donde el desplazamiento se configura como una de las opciones para obtener condiciones dignas de vida, para sectores muy amplios de la población. Todo ese conjunto de elementos nos obliga a reconocer la condición estratégica de la frontera, que ha sufrido una transformación fundamental frente a la visión más tradicional de los límites territoriales, aunque debo decir que las fronteras siempre han sido permeables.

Pero ahora estamos viviendo una situación de mayor control, ¿no es cierto? Las fronteras se han convertido en auténticos campos minados…
Digamos que se han endurecido aún más a partir de la caída del Muro de Berlín y en los años noventa, cuando vivimos un proceso de militarización (de las fronteras) que se acentuó con los atentados del 11 de septiembre.

Ahora es evidente porque se redefine la perspectiva de frontera desde el gobierno de Estados Unidos, no sólo como un asunto vinculado a un mercado internacional de fuerza de trabajo, sino además como un asunto de seguridad nacional, lo que conlleva mayor control sobre los procesos de flujo migratorio. Desafortunadamente, esta transformación ha implicado un incremento de la vulnerabilidad de los emigrantes y, por lo tanto, de
las muertes.

Resulta paradójico que fuera precisamente en esos años, al mismo tiempo que el TLCAN estableció el compromiso de difuminar las fronteras comerciales, cuando se endurecieran aún más las acciones contra los flujos migratorios. Es claro que los capitales han desplazado a las personas como protagonistas de los procesos de globalización.
Bueno, habría que hacer algunas acotaciones. En primer lugar, cuando usualmente se habla de globalización se piensa en procesos un tanto amorfos que tienen que ver con escalas globales, escalas trasnacionales, escalas que tienen una perspectiva planetaria. Yo creo que cuando hablamos de globalización fijamos dos planos del proceso: por un lado, la implantación a escala mundial de una forma productiva y de la definición de los procesos económicos, de los procesos sociales, desde la dimensión del capitalismo tardío y la prevalencia de los intereses de este capital financiero, especulativo, depredador (es innegable el peso que tiene este esquema económico); por otro lado, hablar de globalización es hablar de la conformación de hegemonías políticas que han disminuido el papel protagónico de organismos como las Naciones Unidas, cuyos resultados son actos unilaterales de las potencias (sobre todo de los Estados Unidos), basta pensar que los cinco países que integran el Consejo de Seguridad de la ONU son, al mismo tiempo, los principales productores y distribuidores de armas en el mundo.

En tercer lugar estaría la dimensión cultural de la globalización, y ahí estamos hablando de varios aspectos, pero ante todo de una globalización que refiere a una condición de cercanía. Lo que antes parecía que ocurría en un espacio muy lejano, hoy lo percibimos (cuando menos sus efectos) de inmediato, lo conocemos de manera casi instantánea, nos informamos; además, las cosas se nos presentan articuladas, nos afectan, nos implican, nos involucran de una manera mucho más clara, mucho más directa. Esto ha llevado a algunos autores a enfatizar cierta dimensión de “homogenización cultural” relacionada con los procesos de globalización; sin embargo, yo creo que no ocurre de esa manera. Es innegable que hay referentes comunes vinculados a este mundo global, pero también existen múltiples ejemplos de recreación, de apropiación, de resignificación y numerosas formas desde los ámbitos locales, regionales o nacionales que resignifican muchos de estos procesos, al mismo tiempo que hay inercias, prevalencias y emergencias que no necesariamente están ligadas con los rasgos dominantes de la globalización.

Entonces, ¿la cultura es la única que ha logrado trascender las fronteras?
Además del capital, claro está; aunque no cualquier capital, sólo el trasnacional. Si nos detenemos un poco en lo que sucede en nuestros límites con Estados Unidos, veremos una situación paradójica: al mismo tiempo que la frontera se atrinchera brutalmente contra el hombre desde la dimensión geopolítica –visible a través de las mallas ciclónicas que incluso se internan en el mar–, en términos culturales están ocurriendo procesos distintos que denotan la condición porosa de las propias fronteras, procesos de orden cultural que no pueden ser contenidos ni por las mallas ni por los muros. Estos tienen que ver con importantes fenómenos de recreación cultural, de apropiación, de incorporación de elementos externos que son transformados, resignificados, recreados y que implican “préstamos” para la otra cultura. Al mismo tiempo, ocurren procesos importantes de resignificación, de disputa, de resistencia y también de conflicto cultural. Toda esa dimensión compleja define los muros fronterizos, y en el orden cultural efectivamente no hay una correspondencia entre las disposiciones de orden geopolítico y los elementos de relación intercultural que se construyen y que tienen una condición transfronteriza.

Ahora estamos viendo, por ejemplo, el crecimiento de procesos trasnacionales cuya lógica no se puede comprender desde el acotamiento específico de uno de los lados de la frontera, sino que requiere ubicarlos en una perspectiva transfronteriza trasnacional. Uno de los más visibles, sobre todo en el siglo XX, tiene que ver con los movimientos juveniles. El primero, el fenómeno de los pachucos que emerge en 1939 entre El Paso, Texas, y Ciudad Juárez, Chihuahua, y que rápido se expande a lo largo de la frontera en ambos lados, con elementos culturales marcados por un repertorio simbólico, por códigos propios que incorporan elementos articulados con procesos culturales de ambos países. Después vino el cholismo y, actualmente, otro tipo de fenómenos, las Maras, que forman parte de este todo que tiene que ver con la cultura de frontera. También hay otro tipo de productos de tradición estética, artística y cultural en la cultura chicana, y de manera más reciente, las recreaciones simbólicas que están haciendo artistas de la propia frontera, especialmente de Tijuana.

Así, los procesos culturales rebasan los marcos fronterizos de varios elementos: el primero relacionado con los mundos electrónicos y la articulación que se construye más allá de las trincheras físicas; el segundo tiene que ver con la propuesta que se desarrolla desde los propios medios masivos de comunicación; el tercero, con la dimensión de la migración, no sólo como referente sociodemográfico, sino como forma de vida y de significación de la vida, como experiencia que acompaña al inmigrante, quien participa dentro de esos márgenes de aculturación; en cuarto lugar estaría la presencia de la propia frontera y la intensidad de sus interacciones que genera este tipo de encuentros, de préstamos, de recreaciones, de disputas. Las fronteras expresan una suerte de interculturalidad mucho más compleja que lo que presentan las posturas políticas.

Pero es precisamente la cercanía de los mexicanos de la frontera con la cultura estadounidense la que ha marcado históricamente cierto desdén hacia el mundo chicano, ¿no es cierto?
Pues sí, pero lo que ocurrió y está ocurriendo en la frontera es diferente a lo que se piensa en el resto del país, en muchos sentidos. Los lazos familiares con esos millones de mexicanos que se quedaron del otro lado de la frontera después del Tratado Bilateral no se rompieron (muchas de las relaciones familiares aún continúan); claro, lugares como Baja California sólo tenían relaciones comerciales con Estados Unidos porque no había ni siquiera carretera que los comunicara con México. Junto a ellos, estaban las continuas amenazas de los estadounidenses que querían apropiarse de más territorio, lo que incrementaba más el temor, la incertidumbre, el recelo; sin embargo, algunos de los eventos que marcaron la historia nacional indican que en la frontera ocurre algo que no es entendido cabalmente.

La Intervención Francesa, por ejemplo, sigue siendo la principal fiesta de la población chicana en los Estados Unidos, pues a fin de cuentas era conveniente para todos: para México, desde luego, por lo que significaba la derrota del ejército más poderoso en aquella época; para Estados Unidos, porque la defensa era perfectamente acorde con una perspectiva que integraría más adelante en la doctrina Monroe («América para los americanos»), y para la propia población mexicana que se sentía colonizada en Estados Unidos, porque la derrota de los franceses por el general Zaragoza les daba cierta esperanza de derrotar al ejército colonizador. En la Revolución, por poner otro ejemplo, la población mexicana que quedó del otro lado apoyó a sus paisanos con armas o dinero.

Sin embargo, las preocupaciones de muchos de los intelectuales de finales del siglo XIX y principios del XX se enfocaban a esa transformación cultural de lo mexicano que se consideraba una suerte de “corrupción cultural”, de traición a la cultura nacional, sobre todo vinculada a la degradación del lenguaje por las transformaciones lingüísticas que estaban ocurriendo. La mayoría de ellos
–Vasconcelos, Amado Nervo, Guillermo Prieto, José María Iglesias, Martín Luis Guzmán y otros– ni siquiera pensaba que esta población, que creció en el contexto de una enorme discriminación racial y lingüística, mantenía el idioma a pesar de todo. Esta dimensión del cambio cultural y sus posibles implicaciones para la cultura nacional seguiría de manera importante hasta muy entrado el siglo XX, todavía con autores como Agustín Yáñez y Octavio Paz. Desde la perspectiva del centro, se construyó el concepto despectivo de pochos, a la que se identificó con la pérdida de la identidad, el agringamiento y, de manera más general, con la deslealtad a la nación.

¿Cómo podríamos resignificar ahora los Estados nación si la cultura y el idioma ya no están delimitados por el territorio ni protegidos por las fronteras?, ¿será que ese concepto está totalmente superado?
Lo que pasa es que nunca operó. Lo que hubo es un discurso homogeneizante y la construcción de una historia nacional, resultado de una apropiación selectiva de la memoria social por parte de ciertos grupos, mismos que definen un discurso legitimado desde las instancias del Estado nacional. En la mayoría de los casos son estados nacionales que se sobreponen a rivalidades multinacionales, multilingüísticas y multiculturales. En México, la idea de la nación independiente emerge bajo un discurso homogeneizante, pero absolutamente excluyente de lo que realmente ocurría en el país. Basta recordar a José María Luis Mora hablando de que en México ya no existían indios porque el proceso de independencia se había consolidado, hablando de un país en el cual sólo había ciudadanos con igualdad de oportunidades… Aquí hay una negación discursiva que tiene muy poco que ver con lo que está pasando en nuestro país y eso sucede en la mayoría de los países. En realidad, esta idea de la “comunidad nacional” es imaginada desde el discurso legitimado, un discurso que necesita ser altamente excluyente de la enorme heterogeneidad para construirse y que confiere a una comunidad la camaradería horizontal ponderando ciertos rasgos e ignorando otros. No obstante, la posibilidad de seguir manteniendo un discurso de este tipo también se fragmenta, en el caso mexicano, con la insurrección zapatista del sureste en enero de 1994, porque entonces se presenta efectivamente un enorme imago dentro del cual se reflejan las prevalencias de rasgos exageradamente racistas en la sociedad mexicana.

Entonces, esta concepción de la frontera, de la herida abierta, de la imagen del pocho se complementa con la perspectiva de la literatura anglosajona: la frontera es paso de vicios, de prostitución, el pozo del mundo. Ya en los años sesenta, con todos los movimientos contraculturales en los Estados Unidos, hay una reinvención de México, y la frontera se convierte en el sitio exótico, el espacio del reencuentro con realidades mágicas. Hasta hace pocos años, sobre todo a partir de los ochenta, emerge una participación importante de artistas y gente de las comunidades culturales de la propia frontera que están generando nuevos imaginarios, que no intentan negar lo que es evidente: que prevalece la violencia, que hay casos de prostitución, que muchos de los rasgos definitorios de la línea negra están presentes, pero que, al mismo tiempo, se están generando otros discursos y otros procesos desde los campos artísticos y culturales que le han dado nueva visibilidad a las formas de representar y de percibir los mundos fronterizos.

¿Podemos hablar de una identidad propia de los mexicanos de la frontera?
Yo creo que en la frontera hay una enorme heterogeneidad. En primer lugar, hay que reconocer la realidad de los pueblos indios y los mundos no indígenas fronterizos: cuchumies, cucafas, yaquis, mayos, seris, tehuanos, mexicaneros, huicholes, la misma población mascoga de origen africano que emigró, en 1848, de la Florida huyendo de la esclavitud y que configuró lo que hoy es Mostes, Coahuila. Todas esas realidades son formas muy distintas de identidad, con perspectivas diferentes a las que podríamos encontrar en otros mundos.

En la división de los pueblos serranos, por ejemplo, y en las grandes áreas urbanas notamos importantes diferencias culturales, lo mismo que sucede con las culturas juveniles; hay una gran heterogeneidad, pero también es cierto que en el caso específico de la frontera encontramos otras formas de negociar con el otro lado, sobre todo porque la relación con el mundo anglosajón ha sido muy asimétrica. Para la población chicana que quedó allá no ha sido fácil, pues ha tenido que negociar, resistir, luchar de muchas maneras contra las condiciones del racismo. Pienso en esta visión que señalaba hace un momento: la visión centralista que concibe al Norte como un espacio sin cultura, o en las perspectivas que desde las fronteras se construyen acerca del centro, como la imagen del antichilanguismo y el antiguachismo, dos conceptos que han anidado en ciertos sectores sociales de Sonora, Chihuahua, Coahuila y Nuevo León. Es decir, tenemos estos desencuentros de la frontera con el centro, del centro con la frontera, pero también con la población del otro lado; de hecho, en el pasado hubo mucho desdén y desconocimiento sobre lo que ocurría con esta población, pero –como dije al inicio– la presencia tan fuerte del “México de afuera” para la definición de muchos de los procesos que marcaron la vida nacional ha vuelto necesario el acto de repensar la relación con los mexicanos que están del otro lado.

A pesar de estos desencuentros, la relación entre los actores de nuestras fronteras no es tan ríspida como la que se da en otras, permeadas por concepciones teológicas e ideológicas.
Claro, y aquí el asunto es que la relación se mantiene así por dos razones: en primer lugar, porque la mexicana es una población que crece cinco veces más rápido que los promedios nacionales en Estados Unidos; por tanto, está en condiciones de negociación cultural con el mundo anglosajón. En segundo lugar, porque la división de orden religioso o de orden fundamentalista fue muy fuerte durante gran parte del siglo XIX y principios del siglo XX, debido al racismo (mismo que todavía mantiene una presencia en muchos niveles) integrado en los ámbitos institucionalizados: en educación, en los espacios públicos y recreativos, en el acceso a los servicios de transporte, en las posibilidades de comprar vivienda en ciertas zonas, en la forma en que se expresaba el control territorial. Esa fue la base sobre la cual se conformaron en los años cincuenta y sesenta los movimientos de derechos civiles y de resistencia social, que dejaron atrás los conflictos ríspidos entre dichas culturas.

Lo interesante es la visibilidad que están teniendo esos procesos culturales en el resto del país y en otras partes fuera del ámbito fronterizo. Ahora han captado la atención sobre cómo, desde la propia frontera, están trabajando, recreando, reinterpretando los procesos fronterizos, y eso les ha dado una fuerte presencia; es el caso de la ciudad de Tijuana, que ante los ojos del mundo es una frontera emblemática del mundo global.

Se identifica a nuestra frontera norte como la frontera de Estados Unidos con Latinoamérica. ¿Es eso lo que le ha dado mayor relevancia a los estudios culturales en nuestro país?
Creo que la propia frontera convocó atención. Hacia finales de la década de los setenta se pensaba que estaban ocurriendo procesos que debían ser interpretados en la relación de la frontera México-Estados Unidos. A inicios de los ochenta se fundó El Colegio de la Frontera Norte y, casi al mismo tiempo, el Departamento de Estudios Culturales, justamente para entender qué estaba pasando con los procesos fronterizos y transfronterizos. Yo recuerdo que desde el principio buscábamos interpretar las características de los procesos sociales y culturales que emergen de la interacción, de la interculturalidad, de la interrelación y de la densidad de procesos que rebasan los límites nacionales, y que eran diferentes o únicos, porque tenían matices que los volvían reconocibles e identificables con lo que estaba ocurriendo en otras partes de México y Estados Unidos. Efectivamente, en algunas de estas marcas fronterizas figuraban rasgos de los escenarios nacionales que hoy vivimos –el asunto de las maquilas, la migración, la represión estatal contra las comunidades indígenas. Así, nuestra frontera empezó a representar procesos mucho más amplios que vinculan la realidad mexicana con otras realidades latinoamericanas.

Eso tiene que ver con el campo de las ciencias sociales, donde hay un debate importante relacionado con el agotamiento de muchos de los elementos que definieron los límites de las disciplinas de los siglos XIX y XX, con acotamientos que son insostenibles. Esta idea de la antropología que dividía pueblos civilizados de pueblos incivilizados, de la historia que ejercía una división tajante entre pasado y presente, marcada por el positivismo, con la posibilidad de interpretar la realidad social a partir de leyes, este conjunto de elementos se ponen en duda sobre todo ahora, cuando observamos una fuerte incapacidad de las propias disciplinas o cierta incomodidad para entender muchos de los procesos que estamos viviendo; es como seguirlos interpretando desde esos compartimentos.

Es cierto que las ciencias sociales han variado, que ha habido transformaciones, adecuaciones, pero en esa variación vemos cada vez más una conformación de perspectivas disciplinarias que incorporan elementos, categorías, conceptos, referentes teóricos, autores, acercamientos metodológicos que corresponden a otras disciplinas. Lo que estamos viendo es que, en muchos de los casos, lo que generan es muy heterogéneo. Otras visiones aseguran que hay que crear una nueva plataforma heurística, nuevas formas a partir de las cuales podamos construir los elementos para entender, para interpretar la realidad social, política, cultural que estamos viviendo. Creo que los estudios culturales han sido importantes en las últimas décadas porque, efectivamente, empezaron a atender asuntos que rebasaban o que se colocaban en los intersticios, en los traslapes, en las solapas de las disciplinas, y eso es muy importante y va a continuar. No sé si se construya como una nueva disciplina, lo que sí sé es que muchos de los casos requieren nuevos tipos de acercamientos, nuevas miradas, la intensificación del diálogo mismo de las disciplinas.

¿Cuál es el escenario que usted vislumbra para las fronteras en el futuro? Se habla de estadísticas alarmantes acerca de la migración, impulsada por el crecimiento equivalente de la pobreza.
Pienso que urge un debate amplio en torno a la definición de los rasgos del proyecto de nación que queremos construir, un proyecto de nación abierto que integre a todos los mexicanos, que garantice condiciones de vida digna para la gente de este país; mientras esto no ocurra, mientras siga habiendo esta abismal desigualdad, mientras crezca esa inmoral concentración de la riqueza como en México durante el gobierno salinista, el país tendrá como recurso disponible el desplazamiento. Se articulan, pues, dos elementos importantes: uno es este desplazamiento vinculado a las necesidades mismas de la fuerza de trabajo de las economías más fuertes; otro, los factores de expulsión vinculados a la pobreza, a la ausencia de esas oportunidades, de generación de empleos. Esto implica no sólo tratar de entender y dar soluciones al asunto migratorio, ya que la situación es mucho más compleja. El gran asunto es una redefinición de fondo del rostro del proyecto nacional que estamos construyendo y de cómo conformar los grandes ejes que deshebran los procesos de inclusión de la población en todos estos proyectos.

¿Tenemos razones para resistirnos a la expansión de esas culturas híbridas?, ¿en este mar de identidades corremos el riesgo de perder la nuestra?
El temor se está dando en ambos lados. Samuel Huntington, un analista estadounidense, considera que la principal amenaza para la estabilidad de los Estados Unidos es la presencia latina, por la prevalencia de su lengua y su cultura; del lado mexicano, la «americanización» se presentaba como una gran amenaza, pero ya no se concibe así, al contrario. Creo que hay que sacudirse lo más rápido posible de esa impronta nacionalista e integrarse. Considero que nuestro mayor problema no tiene que ver con pautas culturales, sino con el gran descuido de la definición de un proyecto que proteja los intereses de todos y no sólo de unos cuantos.

¿Es asequible conservar nuestros rasgos culturales asumiendo las nuevas edificaciones de la cultura?
Por supuesto, hay muchas formas tradicionales que prevalecen, se dignifican, se reinventan. Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede desde hace 17 años en Los Ángeles, donde la comunidad oaxaqueña realiza la Guelaguetza. Esto es muy interesante porque ha generado un debate entre la población de origen oaxaqueño que vive en Estados Unidos y la que vive en México sobre cuál es más legítima; el argumento de los de Los Ángeles es que la suya es más legítima porque es organizada por la comunidad y la de acá la hace el gobierno. Como ese caso podemos mencionar la tradición del Día de Muertos en Tijuana, entre muchas otras que todavía van a tener larga vida. Por todo ello, no es posible pensar en una uniformidad ni en la pérdida de las tradiciones. También hay un movimiento de jóvenes tijuanenses que hacen música electrónica y que hacían lo mismo desde hace 15 años, pero a pesar de que eran muy buenos nadie los reconocía, hasta que un día se les ocurrió mezclar esos sonidos con la tradición de tambora sinaloense y el conjunto norteño; eso los volvió importantes en la escena global, en la medida en que ellos regresaron a sus anclajes culturales, locales y regionales. Ese es un camino que podemos repensar, articulando los procesos de relación compleja entre lo local y lo global.