El
24 de octubre de 1998, el novelista Paco Ignacio Taibo II publicó
en el periódico La Jornada el artículo “2
de octubre: 30 años”, en el cual dio a conocer algunas
notas resultantes de las indagaciones realizadas por la Comisión
de la Verdad que el escritor encabezó en 1993. De acuerdo
con Taibo II, aquella tristemente célebre tarde fueron
disparados 15 000 proyectiles y hubo 300 muertos, además
de 700 heridos y 5 000 estudiantes detenidos.
Uno de los más lúcidos dirigentes del Consejo Nacional
de Huelga (CNH) en 1968 fue Gilberto Guevara Niebla, a la sazón
estudiante de Biología en la UNAM y hoy uno de los principales
especialistas en educación del país. Autor de títulos
como La democracia en la calle (México: Siglo XXI, 1988)
y Democracia y educación (México: Instituto Federal
Electoral, 1998), Guevara Niebla también lo es de álgidas
frases respecto del 2 de octubre de 1968, de las que presentamos
apenas una discreta selección: “Preveíamos
los cocolazos, las detenciones masivas; estábamos preparados
para la cárcel, bueno, más o menos, pero no previmos
la muerte”. “Las unidades del ejército se desplegaron
en torno a la multitud como pinzas y en pocos minutos todas las
salidas estuvieron cerradas. La multitud frenó de golpe
al encontrarse frente a las bayonetas y retrocedió de inmediato:
parecía una ola avanzando hacia el extremo opuesto de la
plaza, pero también allí estaba el ejército;
desde arriba vimos cómo la ola humana empujaba hacia otro
costado. Aún sin entender por qué corría
y de golpe retrocedía aquella multitud incontrolable, los
últimos que quedábamos junto al micrófono,
al volver el rostro, encontramos los cañones de las ametralladoras”.
Sin embargo, el de Guevara Niebla no es un anecdotario precisamente
lacrimoso. Recién el año pasado publicó en
Cal y Arena La libertad nunca se olvida, título bajo el
que el profesor, como en la siguiente entrevista, se refiere al
movimiento de 1968 como un mito: “Hubo un encadenamiento
de hechos que hicieron posible que una masa despolitizada, enorme,
se incorporara a la protesta contra el gobierno, contra los abusos
de la policía. Tan rudimentario como eso. Es mentira que
en 1968 hubiera una colectividad consciente, informada. Me torturaron
en el Campo Militar número uno y me rompieron el alma,
me destrozaron y tuve que rehacerme para seguir viviendo, pero
ahora ya hay una cierta distancia”, explicó el propio
Guevara Niebla en noviembre de 2004 durante la presentación
de su libro realizada en el Distrito Federal, al referirse a la
ventaja racional que representan el tiempo y la distancia para
analizar los sucesos de 1968 bajo una mirada crítica y
rigurosa.
Esta mirada, pues, es también con la que Guevara Niebla
se introdujo a la agenda de la educación nacional. A partir
de la premisa de que “la escuela no significa necesariamente
educación”, ha realizado destacados aportes a la
reflexión sobre la naturaleza y los accidentes de la labor
educativa. “Tenemos muchísimas escuelas, gran número
de maestros (1 500 000), un gran esfuerzo social invertido en
escuelas, un porcentaje del PIB muy alto que se invierte en educación,
pero los resultados son muy lamentables”, ha advertido en
numerosas ocasiones y variados foros.
De los criterios oficiales vigentes para evaluar avances y retrocesos
en la educación, Guevara ha señalado: “Me
dice muy poco, realmente, saber el promedio de escolaridad en
México; me dice muy poco la eficiencia terminal de la escuela,
me dice muy poco la esperanza de sobrevivencia en el sistema escolar
que tiene un alumno, por ejemplo. Todos los indicadores escolares
nos dicen muy poco porque hay una especie de desfasamiento entre
la escuela y la educación. Ir a la escuela no significa
que los niños aprendan a leer, ni que aprendan cálculo,
aunque transcurran seis años en la escuela. La Pedagogía
es libresca, algo que a don Enrique Rébsamen o a Torres
Quintero o a cualquiera de nuestros grandes pedagogos les hubiera
parado los pelos de punta. Necesitamos quitarle peso pedagógico
al libro”.
¿Cuáles
serían las diferencias fundamentales entre un estudiante
universitario de hoy y uno de 1968?
Creo que no es muy fácil comparar, pero al mismo tiempo
puedo decir que hace 36 años el entorno social, cultural,
político era radicalmente distinto al de hoy. Si juzgamos
desde el punto de vista político, tanto en 68 como en la
actualidad había y hay, por ejemplo, una gran distancia
de la juventud respecto de la política. Yendo más
allá del mito, muchos jóvenes –casi la mayoría–
no estaban involucrados en política y estaban muy atareados
en su vida privada. Pero lo que sí existía hace
36 años era una juventud que se podía relacionar
con clases medias nuevas, emergentes en las zonas urbanas, y que
estaban viviendo un brutal conflicto cultural y de adaptación.
Ese conflicto resulta muy claro si se lee (la novela del antropólogo
norteamericano Oscar Lewis) Los hijos de Sánchez y se ve
la diferencia entre los hijos y el padre: hay un abismo de valores
entre los adquiridos por el padre en el medio rural y los adquiridos
por los hijos en el medio urbano. Entonces, en la víspera
de 1968 existía una clase media emergente y un conflicto
cultural muy notable entre padres e hijos.
Asimismo, había un sistema político autoritario,
presidencialista, de partido oficial, donde el fraude electoral
era algo sistemático, con una opinión pública
nula, en el sentido de que los medios de comunicación estaban
absolutamente copados por el Ejecutivo y por los poderes estatales.
Sin embargo, dadas estas circunstancias, teníamos una especie
de vulnerabilidad del sistema político: el sistema político
mexicano, creado durante el periodo de la Revolución Mexicana,
había llegado a un punto en el cual no podía admitir
la presencia de fuerzas políticas que actuaran con libertad
o independencia respecto del partido oficial. Esto, más
que una fuerza, era una vulnerabilidad, y eso fue lo que ocurrió
en 1968: de repente, un incidente menor creó la química
que permitió combinar todos estos factores y producir una
explosión de malestar y descontento entre los estudiantes
y de exigencia de respeto a las libertades políticas, que
fue lo que esencialmente pedían los estudiantes. Una serie
de elementos se combinaron para dar lugar a la protesta estudiantil,
sin embargo, el tratamiento que recibió la propuesta es
otra historia.
En la actualidad, tenemos una sociedad mucho más libre,
mucho más abierta, y jóvenes que han crecido en
un ambiente mucho más libertario que en el que crecimos
nosotros. Un joven de hoy está igualmente alejado de la
política que los de 68, pero este distanciamiento está
asociado, además, a un poderoso vínculo entre los
jóvenes y los elementos de la vida privada como la televisión,
el consumo, la Internet, etc. La vida privada ofrece satisfactores
y gratificaciones que en aquella época no eran tan poderosos.
El desinterés, por decirlo de alguna manera, de los jóvenes
por la política está más estructurado que
el de los jóvenes de hace 36 años.
Por otro lado, la paradoja que las nuevas generaciones están
viendo es que tienen posibilidades de participar, pero, en este
breve lapso de democracia en México, la política
no ha logrado atraerlas, las ha ahuyentado y ha habido mucha decepción
en una buena parte de este sector: la política, los políticos
y los partidos políticos se han desprestigiado, lo cual
se revela claramente en las encuestas de cultura política
que se han hecho. Me asombro mucho de la inteligencia de los jóvenes
de hoy, de su libertad, y tal vez lo que me preocupa es el individualismo
excesivo, el narcisismo, la dificultad que tienen algunos jóvenes
para ver al otro. Este distanciamiento frente a la vida pública
es el que debe preocuparnos a todos, porque ahora hay espacios
de participación, margen de intervención y hay que
usarlos. Sin embargo, los jóvenes de hoy son más
inteligentes, despiertos, flexibles y dejan resbalar más
las cosas que nosotros; nosotros nos azotábamos, pertenecíamos
a una generación muy aprensiva.
¿Este
narcisismo, esta frivolidad, esconde algo en la espalda? ¿Angustia
quizá?
Creo que estamos ante jóvenes angustiados. La ansiedad
y la angustia son algo estructural, por un lado, de la sociedad
moderna –y lo describió muy bien Erich Fromm en El
miedo a la libertad. La gente tiene miedo a tomar decisiones y
enfrentar la vida. Hoy, los jóvenes temen mucho a la vida,
posponen más su ingreso a la adultez, no quieren asumir
sus responsabilidades ciudadanas, por ejemplo. Muchos de ellos,
incluso, no se casan, tienen noviazgos muy largos, pasa el tiempo
y siguen viviendo con sus padres porque no se quieren alejar de
ellos: hay una especie de infantilización de la juventud.
Esto tiene mucho que ver con la seguridad y la protección
que existen en la actual sociedad para los niños y los
jóvenes, cuyos derechos se respetan mucho más hoy
que en nuestra época, hace 40 años.
Ahora tenemos que matizar y decir que hay jóvenes pobres,
para los cuales no hay problemas existenciales. La pobreza es
la fuente principal de ansiedad, las carencias materiales, la
lucha día con día para aportar al hogar, si trabajas,
o tener éxito en la escuela, si estudias. Y generalmente
la distribución del éxito y el fracaso tiene que
ver con el origen social: los niños pobres suelen ser los
más atrasados y los niños ricos, a quienes mejor
les va en la escuela. En consecuencia, la vida escolar también
genera mucha ansiedad, sobre todo entre los muchachos de grupos
más desfavorecidos.
La ansiedad y la angustia están en todas partes. La vida
plantea muchos desafíos que no sólo angustian a
los jóvenes, sino a todos. Un hecho notable, por ejemplo,
es la globalización: por un lado, de repente, el mundo
se integra económicamente como lo ha hecho, a través
de franjas de mercado que atraviesan las naciones, estructuras
de mercado muy amplias; por otro lado, está la interconexión
y la comunicación entre naciones. La globalización
es paradójica porque al mismo tiempo que nos acerca con
lo distinto, permite identificarlo y distanciarnos de ello.
Curiosamente, en el momento en que el mundo se ha integrado –con
la televisión, por ejemplo– han surgido las reacciones
de nacionalismo y etnocentrismo más poderosas que se han
observado en mucho tiempo. Entonces, la globalización también
genera sentimientos de separación y formas de identidad
excluyentes. Y es que somos distintos y nuestras actitudes nos
impiden superar las diferencias y nos llevan a acentuarlas, es
lo que está ocurriendo: nos estamos globalizando y, al
mismo tiempo, separando, fragmentando, distanciándonos
más.
Las
preguntas anteriores vienen a colación porque el movimiento
del 68 ha sugerido a las generaciones siguientes que es posible
hacer frente al poder o morir en el intento.
Acabo de publicar el año pasado La libertad nunca se olvida,
y en este libro tomé conciencia de la ausencia casi total
de claridad en el público sobre lo que ocurrió en
1968 y, sobre todo, de la ausencia total de acumulación
de experiencia en la dimensión racional. El 68 es un gran
mito o muchos mitos, pero no hicimos oportunamente un balance
de lo que ocurrió, y México todavía no lo
hace, en alguna medida.
La publicación de este libro, que es un testimonio detallado
y documentado de lo que ocurrió aquel año, ha tenido
un eco que me ha sorprendido, porque la gente ha reaccionado con
sorpresa al ver un 68 que no pensaron que hubiera sucedido jamás.
En mi escrito presento una realidad muy distinta a lo que la imaginación
o la herencia mítica ofrecieron; entonces, ese optimismo
de que es posible cambiar es una lección sacada muy deprisa
de 1968.
Mi generación, al contrario, lo que vivió al experimentar
sobre todo la matanza de Tlatelolco fue un choque brutal contra
la realidad, que fue como un salto al vacío. Las cosas
no se modifican. Lo que 1968 enseña es que la dimensión
meramente voluntaria no es suficiente para la transformación
y que ésta es algo más lenta de lo que esperas.
Si nos fijamos, el cambio democrático en México
ha sido desesperadamente lento.
Las
generaciones siguientes también han hecho un reclamo de
dimensiones trágicas: ¿En qué clase de país
vivimos que permite que le maten a sus hijos? ¿Es un flagelo
exagerado?
Considero que cuando eres víctima de una matanza, cuando
la sociedad sufre un trato tan cruel como el que las autoridades
dieron a los jóvenes en 1968
–sobre todo el 2 de octubre–, la reacción lógica
es llenarte de indignación, de coraje, de rencor. No puedes
dar respuesta racional a lo irracional. El fascismo no merece
el diálogo, se debe combatir. Lo que ocurrió, sin
embargo, es que este país tenía (y tiene) un potencial
de transformación mucho mayor del que suponíamos:
algunos jóvenes se lanzaron a la lucha armada, desesperados
porque pensaron que jamás habría un cambio. Y mientras
ellos sacrificaban sus vidas y las de otros –entre ellos
muchos civiles inocentes–, el país cambiaba: México
entró a la ruta de la democracia, institucionalmente, desde
1978, pero sobre todo a partir de 1986 y contundentemente con
la autonomía del IFE, en 1996.
Todo eso no lo podía imaginar una víctima de Tlatelolco,
lo que podía imaginar era que tenía frente a sí
un totalitarismo. Se necesita un equilibrio entre lo racional
y lo emocional, pero cuando te disparan un balazo no puedes responder
racionalmente. Y lo que creo es que, en la mirada que sucesivas
generaciones han tenido sobre los hechos de 1968, ha dominado
lo emocional y no lo racional, ha faltado poner en la balanza
lo que pasó, cómo actuaron unos y otros, porque
los estudiantes tampoco están exentos de culpa en lo que
pasó –como lo demuestro en mi libro–, cometieron
suficientes errores para limitar el espacio o el margen de acción
de las propias autoridades.
Las sociedades y las civilizaciones avanzan por ensayo y error.
Vivimos una experiencia, la reflexionamos, sacamos lecciones y
aprendemos. La humanidad reside en el hecho de que el hombre no
se tropiece con la misma piedra dos veces, pero nos tropezamos
si no somos capaces de ponernos por encima de la emotividad, y
lograrlo es muy difícil.
A
las generaciones siguientes también se les reclama que
carecen del espíritu universitario que los estudiantes
mostraron en 1968...
Es un mito. En realidad, si se lee el libro que escribí,
vemos que hubo un encadenamiento de hechos que hicieron posible
que una masa despolitizada, enorme, se incorporara a la protesta
contra el gobierno, contra los abusos de la policía. Tan
rudimentario como eso. Luego se fue convirtiendo en una protesta
de mayor alcance, pero es mentira que en 1968 hubiera una colectividad
consciente, informada: precisamente la desinformación fue
lo que hizo posible que se cometieran tantos errores en el comportamiento
político de los muchachos.
Insultar la figura del presidente Díaz Ordaz gritando “Sal
al balcón, hocicón” es gracioso y es típico
de un adolescente, pero si haces política en serio, no
puedes incurrir en ese lenguaje sin pagar un costo, el cual puede
ser que la gente seria te desprecie. Las personas que creen en
ti y en que estás luchando por el cambio democrático
no admiten, no justifican esas expresiones. Si estás en
política, hay que hacerlo seriamente, y los jóvenes
del 68 estaban a medias en la política, seguían
jugando y tuvo consecuencias muy graves.
Esto
nos podría llevar al tema de la educación, en el
que parece que todo mundo está de acuerdo: todos discursan
acerca de que la educación es la apuesta al desarrollo,
pero realmente no se ve que pasen grandes cosas.
Creo que se incurre en un exceso: se confía o se depositan
demasiadas expectativas en la educación. La verdad es que
el alcance del potencial de cambio de la educación es limitado;
sin embargo, es un campo movilizador alrededor del cual se mueven
las conciencias y se puede lograr una deliberación pública
intensa, importante. Además, entre la gente informada hay
una gran satisfacción con su educación.
Ahora, ¿qué es lo que pasa con la educación?
Los mexicanos no podemos afirmar si ésta tiene o no potencial
de cambio, porque simplemente nuestro servicio educativo no alcanza
los estándares mínimos. Estamos alarmados y preocupados
por los bajos alcances que tiene nuestro servicio educativo. La
educación no es adoctrinamiento, no puede ser tampoco ideologización
ni transmisión de una visión del mundo, sino que
más bien es una preparación para pensar críticamente
y enfrentar una realidad que siempre es plural y conflictiva.
La vida te plantea todos los días dilemas morales, políticos,
es contradictoria, problemática, y lo único que
pedimos es que la escuela prepare para eso, para tener ciudadanos
informados y críticos. Dejemos de lado, si se quiere, la
política, pero formemos ciudadanos tolerantes y con pensamiento
crítico. Eso sería suficiente.
¿Y
quién es responsable de que la educación no tenga
estos alcances? ¿La sociedad?
Así es; no es sólo el gobierno. Es bastante molesto
escuchar las quejas reiteradas y las acusaciones de los ciudadanos
contra las autoridades. En realidad, la responsabilidad principal
descansa, o debe descansar, en los ciudadanos. Y si vivimos de
espaldas a las escuelas y a las políticas educativas, no
podemos exigir que haya buenas escuelas o una política
educativa acertada.
Esto es lo que ocurre con los mexicanos: que llevan a sus hijos
a las escuelas y los dejan ahí, como si éstas fueran
una guardería, regresan cinco horas más tarde, los
recogen y se acabó. No saben cómo funcionan las
instituciones educativas, no se preguntan qué aprendió
su hijo ni asumen responsabilidades serias frente al funcionamiento
de las mismas. En consecuencia, las escuelas funcionan mal.
Hay
quien se pregunta si la escuela, como parte de la organización
social vigente, está formando ciudadanos decentes o simplemente
reproductores del statu quo.
No, eso de la teoría de la reproducción es algo
muy complicado. Estas teorías plantean que la función
de la escuela es crear una cultura que es copia de la cultura
precedente, como si fueran fotocopias. Eso no es cierto. La escuela
no reproduce la cultura, es un espacio de interacción y,
por lo tanto, de transformación cultural; además
de que se intercambian significados –se encuentran niños
protestantes con católicos, un chaparro con uno alto, un
indígena con uno mestizo o blanco, aunque aquí,
por fortuna, no hacemos con tanta frecuencia las distinciones
raciales que se hacen en Estados Unidos– y esa ya es una
función de cambio. Un muchacho humilde tiene contacto con
un niño de clase media, y ese contacto, por sí sólo,
está modificando el statu quo precedente.
La escuela es un laboratorio donde está en permanente fermentación
la cultura y, en realidad, es un lugar de cambio cultural constante.
Hay toda una argumentación académica mucho más
complicada sobre este asunto, pero, para efectos de esta conversación,
puedo decir que la escuela no reproduce, sino que por definición
es un espacio de cambio, de encuentro, de diversidad, de interacción,
de construcción de nuevos significados, etcétera.
Ahora, quizá el potencial innovador de la escuela se ha
visto disminuido a medida que crece la fuerza de los medios de
comunicación, como lo dijo (el teórico canadiense
Marshall) McLuhan. Éstos le han quitado a aquella el interés
para los niños. Antes de que existieran los medios de comunicación
había menos aburrimiento en la escuela, era más
novedosa para los infantes, quienes ahora quieren estar pegados
a la televisión o a los videojuegos.
¿La
escuela resulta para los niños una experiencia poco intensa,
que carece del vértigo que sí tiene el bombardeo
de información?
Exactamente. Los niños son fantásticos; viven una
vida más intensa. En este momento, los grandes problemas
con ellos son, por un lado, el Deficit Attention Disorder (desorden
de déficit en la atención), es decir, no se concentran,
les cuesta mucho trabajo hacerlo; por el otro, el aburrimiento
y la depresión (antes no se deprimían). Estos fenómenos
de soledad, depresión, déficit de atención
e, incluso, suicido –entre patologías distintas–
antes no ocurrían entre los infantes; tampoco las reacciones
psicopatológicas de niños violentos que se registran
no sólo en Estados Unidos, sino en todas partes.
Todos estos fenómenos nos hacen ver que la escuela está
recibiendo niños sobre estimulados y que los profesores
no están preparados para enfrentar a la nueva infancia.
Por eso es fundamental la incorporación de los medios de
comunicación en los procesos educativos; por ejemplo, proyectos
como Enciclomedia son muy importantes, aunque no estoy muy convencido
de que se estén implementando de la manera más adecuada.
Es necesario que la escuela le entre a los medios de comunicación
y las tecnologías y no que les rehuya como lo ha hecho.
¿El
gremio de los profesores se ha vuelto complaciente, ha entrado
en una especie de parálisis?
El gremio siempre ha sido muy conservador. El Sindicato Nacional
de Trabajadores de la Educación (SNTE) firmó un
convenio en 1946 y es el único documento que ordena las
relaciones laborales en México. No conozco otro contrato
colectivo; puedo decir que no existe. Aunque la autoridad para
regular las relaciones laborales se transfirió a los estados,
muchos de éstos no ejercen completamente esta facultad
y hay una especie de doble negociación: se negocia en el
centro y luego en la periferia. Y creo que la relación
laboral tiene mucho que ver, yéndonos un poco atrás,
con la discusión del presupuesto que hace el poder Legislativo.
El problema con el gremio, en el caso de México, es que
creció mucho y adquirió una estructura rígida
y centralista, mientras que, por otro lado, perdió su discurso
pedagógico. Todavía hasta 1964, antes de cada elección
presidencial, el SNTE convocaba a un congreso pedagógico
nacional y tomaba una serie de acuerdos de carácter pedagógico
que era material para comprometer al candidato que iba a ser presidente
de la República. Era un pacto que se hacía entre
el sindicato y el futuro presidente.
A partir de ese año no hubo más congresos y el sindicato
perdió el discurso pedagógico, porque la educación
cambió, surgió la investigación educativa,
la psicología, la sociología, la teoría pedagógica,
la historia de la educación, que se desarrollaron sobre
todo en las universidades y en alguna Normal o en la UPN, y el
sindicato dejó de tener puntos de vista educativos y se
quedó con el aspecto exclusivamente salarial, laboral,
mientras que, por otro lado, el gigantismo del sistema educativo
reforzó la centralización y la adhesión corporativa
del sindicato al PRI, otro factor muy importante.
Pero el factor de todos los factores, el más importante,
fue que a medida que el crecimiento le daba fuerza cuantitativa
al SNTE, repercutía en una pérdida de poder sobre
la materia sustantiva de la educación, sobre la pedagogía,
y lo aceptó acríticamente. Los profesores fueron
desposeídos en el sentido de que fueron perdiendo capacidad
de decisión sobre los métodos de enseñanza,
los materiales, los calendarios, cualquier cosa. Todas las normas
educativas quedaron lejos de su alcance y se empezaron a tomar
de forma burocrática por parte de la SEP; el sindicato
dejó de opinar y el maestro, con la masificación,
se convirtió en una figura muy débil. El profesor
es hoy un operador de disposiciones que se toman en un lugar remoto,
que es la SEP, que es un edificio, un piso, una oficina del tamaño
de este restaurante, donde unos tecnócratas toman decisiones
que son aplicadas a 1 500 000 profesores, o la cifra que sea.
En consecuencia, la representación gremial se reforzó
en sentido cuantitativo y burocrático, pero se debilitó
en el hecho de encarnar los ideales de la profesión magisterial.
En realidad hay un abismo entre los profesores y su representación
gremial.
¿Tienen
razón, entonces, quienes piensan que los sindicatos son
culpables de buena parte del rezago en el sistema educativo?
No, tampoco. Es un exceso. Creo que el sindicato se ha convertido
en una fuerza conservadora porque privilegia los intereses corporativos,
o sea, la defensa de los trabajadores frente a los intereses de
la nación. Si un profesor falta o llega tarde a su trabajo,
es muy difícil que le llamen la atención seriamente
o lo corran porque el sindicato es un defensor de oficio y defiende,
incluso, el no trabajo. Si un maestro es incompetente, nadie lo
evalúa, porque el sindicato se opone a que haya evaluación.
Pero lo más alarmante es que las figuras directivas del
sistema, como el director de escuela o el supervisor, son trabajadores
de base, de acuerdo con el estatuto que se firmó en 1946;
o sea que en realidad la jerarquía que debe haber entre
jefes y operarios, en cualquier empresa, es imposible en la escuela
porque el sindicato la borra, dado que en el gremio el director
es un compañero del profesor en igualdad de condiciones.
El primero, por tanto, se ve incapacitado formalmente para ordenar
al segundo: no hay relación jerárquica posible.
En los hechos tal vez la haya, porque la escuela, de manera espontánea,
busca sobrevivir, pero la normatividad laboral es tan vieja que
no ha podido arreglar este asunto. Entonces, en la defensa de
los trabajadores, incluso se ha dado el caso lamentable de que
profesores abusan de pequeños o cometen delitos y el sindicato
los defiende.
Por otra parte, las plazas son prácticamente vitalicias,
se venden, se heredan de padre a hijo, y todas éstas son
irregularidades que el sindicato ha permitido y que hacen un daño
enorme a la niñez y la educación. Por eso decimos
que el sindicato, con esta política corporativa, privilegia
los intereses de su grupo por encima de los de la nación
y la educación.
¿Dónde
han quedado los Rébsamen, los Carlos A. Carrillo, los Vasconcelos,
los Torres Bodet?
La tradición pedagógica en México se rompió
y estamos en riesgo de perderla por completo si las autoridades
educativas no hacen un esfuerzo por rescatarla. ¿Dónde
está publicada la obra de Rébsamen?, ¿dónde,
la de Carlos A. Carrillo, la de Rafael Ramírez, la de Moisés
Sáinz? Jaime Torres Bodet sí ha sido publicado,
pero a Narciso Bassols nadie lo conoce. Todos los pedagogos mexicanos
que fueron a estudiar a Estados Unidos, en la tradición
de la escuela progresiva de John Dewey, son muy poco conocidos.
Sólo tenemos el trabajo muy heroico de un profesor que
murió recientemente, Ángel J. Hermida, quien hizo
un trabajo colosal, filológico, de recuperación
de materiales para publicar las obras completas de Rafael Ramírez
en los años cincuenta o sesenta, a través del Gobierno
del Estado de Veracruz, además de las obras de Carlos A.
Carrillo y los congresos educativos veracruzanos. Es el único
maestro mexicano que se lanzó a una empresa como ésta.
Lo que es injustificable es que las autoridades educativas no
lo hagan.
¿A
las autoridades no les interesa realizarlo o no existe gente calificada
para hacerlo?
Creo que mucho del problema de la educación es que los
puestos educativos los ocupan personas que no saben de educación
o que no están interesadas o que no tienen experiencia
de dirección educativa, sino que se trata de políticos
convencionales, compadres o amigos de los gobernadores o de los
presidentes, o son resultado de ecuaciones entre partidos políticos,
el sindicato y los gobernadores. Y el problema está también
en muchos otros niveles. Pero sí falta una conciencia de
recuperar el pensamiento educativo mexicano. ¿Quién
ha leído a Vasconcelos?, ¿quién sabe qué
dice en De Robinson a Odisea?, ¿cuáles son las tesis
que defiende?, ¿qué tanta actualidad tiene?
Teniendo
en mente que el problema es de una arboladura gigantesca, ¿la
gran revolución educativa mexicana, que está pendiente,
es posible?
Desde 1968 no creo en revoluciones y mucho menos armadas, sobre
todo por la experiencia que tuvimos con los guerrilleros en los
años setenta, que fue espantosa, en donde murió
mucha gente inocente, civiles sobre todo –aunque también
policías y militares inocentes, habría que decir–
y guerrilleros que fueron asesinados sin respetar sus derechos
humanos. Fue un conflicto absurdo, a partir del cual los mexicanos
aprendimos que la lucha armada no es el camino, sino que necesitamos
buscar cambios pacíficos.
Ahora, “revolución educativa”, en términos
de metáfora, tampoco es admisible. Don Jesús Reyes
Heroles la usó, pero la palabra revolución supone
cambio súbito y no creo que esto sea posible. Considero
que los cambios súbitos, de un día para otro, pueden
darse con facilidad en una sociedad autoritaria, pero en una sociedad
democrática, cualquier cambio debe pasar por el tamiz de
la deliberación pública y ése es el problema
de las democracias: tienes que debatir e involucrar a todo mundo
en la discusión. Necesitamos, pues, una deliberación
muy rica en materia educativa para impulsar el cambio en
este ámbito.
La
empresa asegura que la educación privada es la que tiene
la respuesta, la educación pública tiene sus defensores.
¿Qué opina de la polémica entre educación
pública y privada?
Me parece que hay posiciones extremas. Hay figuras del sector
público que explican los defectos o los problemas de la
educación culpando al sector privado, y en éste
también hay ciertas posiciones extremas que culpan a la
escuela pública, pero me parece que éstas son minorías.
Un juicio más equilibrado entiende que en una sociedad
democrática siempre habrá educación privada
y debe haberla. Es muy importante que exista y no sólo
por el efecto de emulación que genera la separación
de lo privado y lo público, sino también por el
hecho de que aunque tengamos un Estado educador no significa que
el Estado sea el único agente responsable de la educación.
La sociedad civil y el sector privado también tienen algo
qué decir respecto a la educación, y lo que el Estado
educador debe hacer, en todo caso, es regular la intervención
de la sociedad civil y la iniciativa privada. Creo que no hay
que confundir educación pública y privada con otras
situaciones asociadas a esta división.
Lo más dramático en México es que las clases
medias y altas envían a sus hijos a las escuelas privadas,
y los pobres, a las públicas. Entonces, esta división
lamentablemente está asociada a otra que es muy grave:
la división social de los mexicanos entre ricos y pobres.
Es esto lo que da pie a una polarización entre ambos sectores.
Lo que necesitamos, desde luego, es mejorar una y otra, pero sobre
todo la educación pública que atiende a las mayorías.
Debemos garantizar que la educación pública ofrezca
una escuela de tanta calidad en aspectos instrumentales como la
privada y que ésta, que casi siempre favorece aspectos
instrumentales, ofrezca una formación ciudadana más
integral. Requerimos corregir de los dos lados.