Julio-Septiembre 2005, Nueva época No. 91-93 Xalapa • Veracruz • México
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Política, democracia y educación
José Woldenberg

Conferencia presentada el 12 de septiembre en el Foro Internacional Educación, Política y Democracia, celebrado en el marco de la Feria Internacional del Libro Universitario 2005.
 

1. Política
Inicio con un episodio digno de recordar. El 27 de abril, luego del desafuero a Andrés Manuel López Obrador que presagiaba su inhabilitación, el Presidente de la República apareció en cadena nacional para dar un breve pero importante mensaje. Enunció una premisa: “Siempre será mejor para nuestro México nuestra disposición al diálogo y no al desafío; nuestro propósito de conciliar y no de dividir”. Y a continuación informó sobre tres asuntos: 1) “He decidido aceptar la renuncia que me ha presentado el Procurador”, 2) “La Procuraduría revisará de manera exhaustiva el expediente de consignación del Jefe de Gobierno del DF”, 3) “He decidido enviar a la consideración del Congreso una iniciativa para resguardar los derechos de los ciudadanos sujetos a juicio, en tanto no se dicte sentencia final y definitiva”. Lo que le permitió extraer una conclusión que por supuesto resultó un compromiso: “Mi gobierno a nadie impedirá participar en la próxima contienda federal”.

Luego de lo cual, lo que parecía una espiral de desencuentros, con saldos abrumadoramente negativos para la consolidación democrática del país, empezó a revertirse. Cuando la eventual inhabilitación de un muy probable candidato a la Presidencia de la República no sólo polarizaba artificialmente a la sociedad, sino que además proyectaba su sombra sobre los comicios del próximo año y restaba credibilidad a nuestra germinal democracia, la política volvió a reorientar el rumbo. El episodio ilustra las potencialidades enormes del quehacer político y permite un elogio de esa actividad tan inercialmente minusvaluada o despreciada.

Con algunas de las herramientas de la política (el discurso, los compromisos públicos) se modificó el sentido de los acontecimientos, con su utilización se despejó un buen número de nubes cargadas de malos presagios, con su invocación se abrió de nuevo un cauce para la coexistencia ordenada de la diversidad. Y ello fue posible porque sólo la política (no la ciencia, no la moral, no el derecho, no la magia) está en condiciones de hacerse cargo de la convivencia contradictoria de la pluralidad que cruza una determinada sociedad.

El uso de la política construyó una solución posible y venturosa a la mitad de un conflicto espectacular, “vistoso, pero altamente desgastante de las premisas fundadoras de nuestro arreglo democrático: la inclusión de todas las corrientes políticas relevantes, su competencia regulada y la decisión última en manos de la comunidad de electores”.

Escribió Bernard Crick: “La política surge de la aceptación de limitaciones. El carácter de esta aceptación puede ser moral, pero más a menudo es simplemente prudente; es el reconocimiento del poder de otros grupos e intereses sociales, la consecuencia de la incapacidad de gobernar en solitario, sin mayor violencia o riesgo del que nuestro estómago es capaz de soportar...” (En defensa de la política. Tusquets, IFE, México, 2001, p. 22). Es decir, la política digna de tal nombre tiene entre sus principales méritos el reconocer la existencia de los otros, y parte de la realidad esencial de que ningún actor se encuentra solo en el escenario, de tal suerte que el primer deber del auténtico estadista es buscar las fórmulas para la convivencia a partir de «la aceptación de limitaciones». Porque buscar la erradicación, el aplastamiento, la marginación extrema del contrario, lo único que puede desatar son mecánicas de desencuentro que en no pocas ocasiones fomentan la violencia. Y desde esa perspectiva, la política es la antítesis de la violencia. Es más, suele suceder que cuando la política fracasa lo que se siembra es la semilla de la pólvora.

Otra vez Crick: “la política puede ser definida como la actividad mediante la cual se concilian intereses divergentes...”, con lo que se suele alcanzar dos bienes altamente valorados: la estabilidad y un “orden razonable”. Y ”cada acto de conciliación cumple su objetivo... si en el momento de su realización hace posible en alguna medida el ejercicio de un gobierno pacífico” (p.23).

En el caso de la intervención del presidente Fox del 27 de abril, se rectificó una línea política (algo que no suele ser fácil, porque en la ruta anterior se tejen compromisos y se ponen en acto fuerzas y dinámicas que no resulta sencillo reorientar), se buscó la armonía y no el fomento del conflicto, se atendió un problema que inexplicablemente se generaba desde el gobierno, se trató de incluir y no de excluir, se vio más allá de la coyuntura, y el Presidente pasó de asumir una posición facciosa a tutelar el conjunto de las relaciones políticas.

En ese sentido, la política fue por un momento la “ciencia de las ciencias” a la que se refería Aristóteles, “no porque incluya o explique todas las demás ciencias, sino porque establece unas prioridades y un orden en las demandas antagónicas sobre los recursos siempre escasos de la comunidad” (Crick). Es decir, la política limpió un cauce que se estaba azolvando, difuminó un enfrentamiento que presagiaba el desgaste del propio expediente de la política, que permite la vida en común. Claro que quedó una estela de damnificados; y no podía ser de otra manera, dado que ninguna acción política es anodina. Esos actores afectados reclamaron y portaron sus heridas con mayor o menor estridencia. Pero lo cierto es que al final, fruto del contexto que la línea de exclusión había generado, el Presidente optó por lo más y no por lo menos, por el conjunto y no por una parte, y se asumió que el fundamento de nuestra coexistencia pacífica (política) es el reconocimiento de la legitimidad de todas y cada una de las fuerzas políticas.

El paso atrás, la rectificación, el cambio de rumbo, que nunca son fáciles, eran obligados si no se quería erosionar lo que tantos esfuerzos ha costado edificar: un marco normativo e institucional para la expresión, recreación, convivencia y competencia de la diversidad política que existe en el país.

La política democrática es una actividad intrincada, puesto que se realiza inmersa en una red de intereses, actores, instituciones, normas, que impiden que una sola voluntad pueda imponerse. Ahí radica la complejidad y la importancia de la política democrática: hacer avanzar una plataforma, un programa, asumiendo que los otros existen, que tienen derechos y que esa diversidad –que representa un enorme capital social– merece ser preservada.

Por supuesto que un momento y un acto político no resuelven –ni podrían hacerlo– la enorme agenda rezagada de la vida social; sin embargo, ilustran las potencialidades de esa actividad vilipendiada, pero inescapable si queremos seguir intentando conjugar las tensiones que de manera natural generan las aspiraciones de paz y pluralidad, estabilidad y cambio.

2. Democracia
En los últimos 25 años, nuestro país vivió un cambio radical en la fórmula de procesamiento de la vida política. Transitamos de una fórmula autoritaria a otra de carácter democrática de manera institucional, gradual, a través de reformas sucesivas. A lo largo de un poco más de 20 años, el país se vio involucrado en una espiral constructiva en el terreno político. Sus principales fuerzas y las corrientes más profundas si bien desataron conflictos y desencuentros sin fin, fueron capaces de concurrir en un esfuerzo mayúsculo: el de edificar un escenario legal e institucional para que la diversidad política pudiese expresarse y competir y convivir de manera pacífica.

Fue una etapa cargada de tensiones que se convirtieron en el acicate para abrir el espacio institucional a la pluralidad, de innovaciones constitucionales y legales recurrentes con el fin de aclimatar el debate y la contienda entre contrarios, de creaciones institucionales para ofrecer garantías a la diversidad, de fenómenos inéditos que modificaron radicalmente el mundo de la representación política. En una palabra, se trató de un tránsito democratizador que se convirtió, primero, en el horizonte de las principales fuerzas políticas y, luego, en una realidad explotada y vivida por todos.

El reclamo democratizador de 1968, además de la respuesta represiva con la que se pretendió aplastarlo, fue seguido de una conflictividad creciente en muy diversos campos (universidades, sindicatos, organizaciones agrarias y populares y la irrupción de una guerrilla urbana y otra campesina), lo que demandaba reformas capaces de ofrecerle un cauce institucional a esa diversidad de expresiones que no se reconocían ni deseaban hacerlo en un sistema político vertical y prácticamente monocolor.

La reforma de 1977 reconoció esa realidad y, mediante la apertura del sistema hacia las corrientes políticas a las que se mantenía artificialmente marginadas e inyectándole pluralidad a la Cámara de Diputados, abrió las puertas al cambio. Construyó así un cauce para empezar a transformar el autoritarismo en democracia. Durante los primeros años, la diversidad ideológica empezó a tomar cartas de naturalización, la convivencia entre adversarios se extendió, aparecieron y se fortalecieron los brotes de auténtica competencia. En fin, no sin agudos conflictos, el horizonte parecía claro: o espacio para todos o desgaste interminable.

La fase más intensa de ese proceso transformador se vivió entre 1988 –unas elecciones realmente competidas bajo un marco legal e institucional que no permitió el juego limpio– y la reforma de 1996. En esos años que se vivieron al borde del precipicio, gobiernos y oposiciones fueron capaces de construir instituciones y procedimientos que garantizaran la imparcialidad, condiciones de la competencia medianamente equitativas, conductos para dirimir los diferendos con altos grados de certeza, fórmulas para integrar los cuerpos legislativos, puertas de entrada y salida para nuevas ofertas políticas, y un diseño democrático para el gobierno del Distrito Federal.

Vista de manera panorámica, se trató de una espiral constructiva (por supuesto, no exenta de episodios ominosos) que logró sintonizar el mundo de las instituciones políticas a la pluralidad que recorría y recorre a la nación. Ello fue posible porque los principales actores comprendieron que sólo el formato democrático ofrecía las condiciones para su convivencia pacífica y su competencia política, y porque fueron capaces de impulsar y diseñar las reformas necesarias.

Quien hoy compare el mundo de la representación política con lo que sucedía hace 20 años, encontrará evidencias de sobra. Presidentes municipales de partidos distintos conviviendo con gobernadores diversos; fenómenos de alternancia en todos los niveles dependiendo de los humores públicos; congresos plurales, muchos de ellos sin mayorías absolutas; inexistencia de ganadores y perdedores predeterminados; Presidencia de la República acotada por una densa pluralidad instalada en el Congreso y los gobiernos estatales, etc. En fin, la diversidad política implantada en la sociedad encontró un espacio institucional para su recreación y coexistencia. A esa etapa algunos le llamamos de transición democrática, y se trató de una espiral virtuosa que permitió sintonizar al mundo de la política institucional con el país real.

Por supuesto, el nutriente fundamental de este proceso fue la creación de ciudadanía: ciudadanos capaces de remontar la apatía, la inacción y el conformismo, así como de ejercer sus derechos; ciudadanos que se organizaron en partidos o en agrupaciones no gubernamentales, que generaron sus propias agendas y las hicieron realidad, que inundaron el espacio de la discusión pública con sus diagnósticos y exigencias, que contribuyeron a organizar las elecciones y que votaron por millones.

Hay quien devalúa el proceso señalando que se trató de un cambio meramente electoral. Pero no se comprende la centralidad de lo electoral en la construcción de un régimen democrático y menos se observa su impacto en el funcionamiento de las instituciones de la República. Veamos: el viejo presidencialismo vertical y autoritario desapareció a través de ese proceso de cambio que fortaleció e independizó a otros poderes e instituciones. Esa autonomización de los diversos actores de la política es fruto y acicate del proceso democratizador.

Aquel Presidente con amplias facultades constitucionales, legales y metaconstitucionales, fruto de una organización política donde era cúspide, árbitro supremo y poder casi omnímodo (tan bien desmenuzado por Jorge Carpizo en El presidencialismo mexicano. Siglo XXI, 1978) no existe más, porque fue transformado no sólo ni principalmente por sucesivos cambios constitucionales y legales que le restaron facultades, sino además por el impacto que el tránsito democratizador le impuso a las relaciones entre el Ejecutivo Federal y el resto de las instituciones republicanas. De ser el Presidente que todo lo ordenaba y subordinada a ser un poder más dentro de una constelación de poderes, que si bien no son iguales, sí restan posibilidades de acción y decisión al, hasta hace apenas unos años, actor incontestable de la política.

La forma en que se edificó el sistema político posrevolucionario colocó al Presidente no sólo como la cúspide del poder, sino también como el gran articulador de las alianzas, el árbitro último de los conflictos y el jefe de las instituciones. Además de las enormes facultades en el terreno laboral y agrario, en la conducción de la política internacional y económica, que se derivan directamente de las normas legales, el Presidente era el líder del partido oficial, tenía una influencia determinante sobre los poderes judicial y legislativo, en el nombramiento de su sucesor, en la designación de los gobernadores, en fin, se trataba de un actor político no solamente con enorme peso, sino que con el despliegue de sus facultades constitucionales, legales y políticas ordenaba la vida política.

Sin embargo, el proceso de transición democrática modificó normas y pautas de comportamiento. Sin ser exhaustivo, y sólo como botones de muestra, ahí están el Banco de México y su independencia, el IFE y su autonomía, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Todos ellos fuera de la órbita del Ejecutivo. Además, el peso económico del Presidente se vio disminuido sensiblemente luego de las políticas liberalizadoras que hicieron que el Estado se desprendiera de un número importante de empresas de todo tipo.

Por otra parte, el sistema político cambió y colocó a la Presidencia de la República como una institución acotada (en buena hora). O para decirlo de otra manera: la misma mecánica que construyó una auténtica competencia electoral, que edificó un sistema de partidos digno de tal nombre, que modificó de manera contundente el mundo de la representación política, logró que poderes antes subordinados al Ejecutivo empezaran a ensanchar sus grados de autonomía hasta convertirse en entidades que se mueven de acuerdo con sus propios intereses y decisiones.

Así, las Cámaras del Congreso Federal, antes obedientes e incluso serviles, están cruzadas por una pluralidad de partidos que les imprimen una dinámica propia. El Poder Judicial tiene su propia lógica de acción. Lo mismo sucede con los gobiernos de las distintas entidades que, invadidos por la diversidad, tienen intereses, reivindicaciones y formas de conducirse que pueden o no ser coincidentes con las estrategias presidenciales. Y la lista podría extenderse a los más diversos actores: los medios de comunicación tienen márgenes de autonomía muy superiores a los del pasado; las cámaras y organizaciones empresariales responden a su propia lógica y reivindicaciones…

En una palabra, el régimen político se transformó. Lo hizo de forma gradual pero al final construyó un escenario radicalmente diferente al anterior: el Presidente actúa en un marco en el que su voz es una más –muy importante– en el (des) concierto de las voces institucionales. Su acción, para ser efectiva, está obligada a sumar a otras fuerzas, de tal suerte que la colaboración (digamos del Congreso) tendrá que ser fruto de acuerdos políticos trabajados y ya no más del dictado unilateral del Ejecutivo.

La democracia que ha naturalizado la coexistencia de la diversidad, que permite elegir a los gobernantes entre diferentes opciones, que desata fenómenos de alternancia pacífica y ordenada, también nos enfrenta a la novedad de que ya no existe una institución tutelar capaz, por si sola, de poner orden en el tablero. Se acabó y en buena hora, ese régimen piramidal en cuya cúspide una voluntad (casi) omniabarcante fijaba el rumbo y establecía el orden. Ahora vivimos dentro de una constelación de poderes constitucionales y fácticos que es menester conjugar si se desea construir un horizonte común; y para ello, no se han inventado sino las artes de la política: esa actividad que tan mala fama tiene pero que resulta imprescindible para ofrecer un proyecto de futuro (valga el pleonasmo) a comunidades complejas, diversas y tensionadas como lo son todas las sociedades modernas.

Si uno relee el texto de Carpizo y lo compara con la realidad de hoy, podrá de manera inmejorable observar “lo que va de ayer a hoy”, es decir, de cómo una Presidencia (casi) omnipotente se convirtió en un poder republicano –entre otros. De tal suerte que ningún conjuro, ninguna invocación, nos podrá transportar a un pasado fenecido. Por ello, las añoranzas no son más que el regodeo en un pasado embellecido por la nostalgia.

Estamos, pues, obligados a vivir como mayores de edad: cada uno (político o institución) haciéndose responsable de sus actos y omisiones, dado que se acabaron las entidades tutelares bajo las cuales se podía navegar como menores de edad.

Educación
Creo que podemos convenir en la idea de que el buen funcionamiento del régimen democrático precisa replantear a la política como el eje ordenador de la actividad del Estado y, de forma obligada, pasa por la formación de ciudadanos capaces de asumir un papel activo en la sociedad. Dicho de otro modo, en democracia, la política tiene que ser una actividad eminentemente ciudadana y no una responsabilidad exclusiva y excluyente de una minoría que se asume como “representante del pueblo”, es decir, es menester que el ciudadano se reconozca como tal: como el sujeto de la política y no como el objeto pasivo de los actos de gobierno.

Mucho se ha avanzado en ese terreno. Hoy los ciudadanos ejercen con más fuerza y consistencia sus derechos políticos, no obstante, la pobreza y la desigualdad siguen marginándolos del ejercicio de derechos civiles y sociales básicos. El Informe del PNUD sobre el estado de la democracia en América Latina 2004 hace un importante llamado de atención en ese sentido. Y habría que ser ciego para no atender el diagnóstico.

Pero, además de las condiciones que excluyen a los ciudadanos del ejercicio de sus derechos, pervive una dimensión subjetiva, cultural, que gravita fuertemente en contra de una ciudadanía plena. Datos de encuestas sobre cultura ciudadana y educación cívica, realizadas respectivamente por el IFE y la Secretaría de Gobernación para México, revelan que hay serios problemas en la visión que los ciudadanos tienen acerca de los valores, las instituciones y la legalidad democrática. Prevalece en muchos sentidos una idea autoritaria o intolerante de las relaciones sociales, así como bajísimos niveles de información política. Se valora como atributo principal en un gobernante que sea un “líder fuerte” por encima de otro que conozca y aplique siempre las leyes. Una buena parte de los ciudadanos encuestados no lee la prensa y no atiende a las noticias que se refieren a la política en radio y televisión, pero juzga sumariamente con calificaciones negativas al Congreso, a los partidos y a la policía. La dimensión de lo público aparece en general como un universo ajeno y poco confiable.

Esos datos parecen estar en concordancia con lo que nos indica el Informe del PNUD. Son todavía muchos los ciudadanos en nuestros países que “están de acuerdo con que el Presidente vaya más allá de las leyes” (58.1 %), que ”creen que el desarrollo económico es más importante que la democracia” (56.3%), que ”apoyarían a un gobierno autoritario si resuelve problemas económicos” (54.7%), que ”no creen que la democracia solucione los problemas el país” (43.9%), que “creen que puede haber democracia sin partidos” (40.0%), “que puede haber democracia sin un Congreso” (38.2%). Hay, pues, una suerte de antagonismo entre la participación electoral efectiva de esos ciudadanos probados en las elecciones y sus nociones básicas acerca de la democracia que a muchos nos parece paradójica o, por lo menos, digna de atención y de ninguna manera irrelevante.

La presencia de esos rasgos en la cultura política nos demuestra que el cambio político no produce modificaciones lineales ni unívocas en la percepción de la vida pública, que no hay nada automático en la formación de una conciencia favorable a las instituciones y a los sujetos de la democracia y que, por lo mismo, se hace necesario un esfuerzo suplementario por parte de los partidos, los medios, los gobiernos, los organismos no gubernamentales, pero sobre todo en el ámbito escolar, que ayuden a elevar y fortalecer los valores democráticos. Subrayo: especialmente en la escuela, porque no será en el ámbito familiar, ni a través de los medios masivos de comunicación, y mucho menos por la inercia social, como lograremos que los jóvenes hagan suyos los valores que dan sentido y justificación a la democracia. Es en el espacio escolar donde (creo) hay que redoblar los esfuerzos para contribuir a la forja de un ciudadano capaz de asumir y hacer respetar sus derechos, pero al mismo tiempo comprender sus obligaciones.

Es posible que en los países de larga tradición democrática la participación ciudadana siga las líneas de una costumbre que se reproduce a sí misma, pero en el caso de nuestras democracias sería por completo injustificable asimilar la fragilidad de la cultura democrática a la expresión de una inexistente rutina electoral o al imposible desencanto del modelo representativo.

Justo por la razón de que nuestra zona es heterogénea, diversa y subdesarrollada, donde aún coexisten o se combinan las formas modernas de organización política con la tradición de la democracia comunitaria y la herencia autoritaria, es indispensable no cejar en el empeño de elevar el nivel de la cultura cívica propiamente democrática de modo que al participar los ciudadanos lo hagan informados y, por decirlo así, libremente, con pleno conocimiento de causa.

Por supuesto, la disposición ciudadana a participar está correlacionada positivamente con la valoración de la propia actividad política, pues a mayor descrédito de la política, entre más sea concebida como una actividad inherentemente corrupta, mezquina y carente de sentido, más fino es el suelo sobre el que puede echar raíces el sistema democrático. Desde esa perspectiva, la responsabilidad no puede ni es exclusiva de la escuela. Políticos y medios de comunicación son, quieran o no, corresponsables.

Nuestra consolidación democrática no avanzará, no podrá hacerlo, si no es por obra y disposición de los propios políticos y sus partidos. En una democracia son ellos, como representantes legítimos de la sociedad, quienes deben adoptar el papel de vanguardia y poner en juego las visiones de Estado y de país por las que finalmente los ciudadanos decidirán optar. Pero no hay construcción que merezca o pueda ser emprendida sin diagnósticos, sin proyectos, sin propuestas serias y rigurosas acerca del país, sus problemas y sus oportunidades.

Bien vistas las cosas, la calidad de la democracia se juega en la calidad de los partidos, de sus políticos y de sus programas legislativos y de gobierno. Una vida política sin ideas puede generar una democracia vacía y vulnerable. Los partidos tienen en sus manos el privilegio y también la responsabilidad de aportar en sus propuestas y en sus acciones diarias los sustantivos y los verbos de la democracia. Sin embargo, como lo documenta el citado Informe del PNUD, el aprecio hacia los políticos, los partidos y el Congreso son sumamente bajos. No se trata, por desgracia, de un asunto circunscrito sólo a nuestro país, sino que ese fenómeno nos emparenta con lo que sucede en América Latina.

Insisto, el presente y el futuro de la democracia, y con ello el de los millones de personas que conforman nuestra sociedad, están en manos de los responsables directos del Estado, de los partidos, por eso tienen, como pocas otras instituciones, un papel insoslayable. ¿Y los medios? La cuestión de los medios tiene una dimensión universal y está presente en la deliberación de todas las democracias modernas. Por ello, la preocupación por el papel de los medios en la democracia no es un tema aleatorio ni secundario. De hecho, la reflexión sobre la relación entre medios y política es una tarea imprescindible para consolidar los cambios alcanzados y mejorar la calidad de nuestra convivencia democrática, pues no hay política democrática, política de masas, política moderna, que no pase por los medios de comunicación masiva.

No estamos más en la etapa en la que la lucha por la libertad de expresión era el eje fundamental no sólo de los periodistas, sino de amplias capas de la población. Si incluso uno revisa la prensa, la radio o la televisión de hace 30 años y la compara con la actual, no cabe duda de que los márgenes de libertad se han multiplicado y fortalecido. De unos medios, en lo fundamental, sometidos al poder público, hemos pasado, en buena hora, a unos medios que ejercen todos los días su libertad. Ese cambio se enmarca en una transformación más amplia: el de la transición democrática mexicana, proceso a través del cual se desmontó un régimen político autoritario para abrirle paso a un régimen democrático. Y en ese proceso, los medios fueron acicate y beneficiarios del cambio democratizador. El nuevo contexto obligó a los medios a modificar sus pautas de comportamiento, y la pluralidad que paulatinamente se implantó en los medios ayudó a aclimatarla en la vida pública. Se trató de un proceso venturoso que ha modificado prácticamente todas las pautas de comportamiento político.

No obstante, la libertad ejercida es apenas el piso para la existencia de una comunicación social que fortalezca la vida democrática. La agenda sigue siendo amplia y estratégica: responsabilidad, impacto, credibilidad, relaciones con el poder, regulación, derechos de réplica, concentración, medios públicos y privados, cultura de la legalidad, cultura del espectáculo, vida privada y pública, comportamiento durante las elecciones, publicidad política, etcétera.

Según el Informe del PNUD citado, muchos líderes políticos observan con alarma el comportamiento de los medios. Se les considera un “control sin control“, “suprapoderes”, y se afirma que “la clase política les teme”. Se trata de voces que subrayan el nuevo protagonismo de los medios, el despliegue de sus potencialidades y la necesidad de regular su actuación, si es que deseamos que contribuyan en el proceso de consolidación democrática.

Está claro que los medios no sustituyen a la escuela en su función de educar y tampoco suplantan a los partidos, pero hay que reconocer que influyen sobre la cultura cívica de la ciudadanía que finalmente encarna o no los valores de la democracia. Así como en el terreno estrictamente político el reto radica ahora en consolidar la democracia, en el campo de los medios tenemos por delante el desafío de pasar de garantizar la pluralidad a asegurar la calidad y el profesionalismo informativo.

En suma, la democracia implica y supone la participación ciudadana. Es a través de ella que la primera adquiere sentido cabal. Pero me temo que la participación ciudadana informada y responsable sólo será posible si se desata la concurrencia de la escuela, los medios y los políticos.