Julio-Septiembre 2005, Nueva época No. 91-93 Xalapa • Veracruz • México
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Fortalecimiento de la democracia desde la educación

Diálogo entre Fernando Savater (desde España) y Francisco Gil Villegas (en Xalapa), llevado a cabo el 13 de septiembre, durante la FILU 2005. Coordinó José María Espinasa.
 

José María Espinasa (JME): Nos hemos reunido aquí para reflexionar sobre dos temas: educación y democracia. Nos acompaña Francisco Gil Villegas para dialogar contigo. Los que hemos seguido tus libros a lo largo de ya varias décadas pensaríamos que estas palabras no estaban del todo ligadas en tu obra. En efecto, la democracia ha sido para ti una preocupación desde el principio, pero la educación pienso que ha surgido posteriormente. ¿Cómo la relacionas en tu obra?

Fernando Savater (FS): Efectivamente, con los años me he ido preocupando más y más por el tema de la educación. Hoy te diría que antes que cualquier cosa, antes que escritor o filósofo, me considero educador y pienso que mi faceta de educador es la más importante, porque creo que es lo que más urge, lo que es más necesario en este momento. El mundo está lleno de grandes genios y sabios, pero faltan maestros, y me parece que la educación debe ser algo primordial en nuestros países.

Evidentemente, la inquietud por la educación es también una preocupación por el asentamiento de la democracia. Los enemigos de la democracia, es decir, el mayor problema que tiene la democracia, es la conjugación de la miseria con la ignorancia, esa miseria que es la propia ignorancia. No puede haber una auténtica democracia si no hay personas capacitadas para manejarla de forma crítica, para usar sus garantías, para utilizar sus instituciones, para exigir de los gobernantes la limpieza y la adecuación a sus funciones que naturalmente hay que pedirles. Entonces, la educación es aquello que permite utilizar la democracia. Si no tenemos educación es como entregarle a un analfabeto una enciclopedia o entregar un ordenador extraordinario lleno de prestaciones a alguien que no sabe manejarlo.

La democracia es algo que puede servir, es una herramienta social, una herramienta política que puede ser muy útil, pero exige una preparación, una formación, y esa formación es la educación. Los griegos lo entendían así. En la época clásica, para un griego, para un ateniense de la época de Pericles evidentemente había una unión entre democracia y paideia (educación). Naturalmente, allí donde no había democracia, por ejemplo en la Persia del gran Rey, donde los ciudadanos no tenían más que obedecer y cada uno de ellos cumplir la función social que les estaba determinada, no hacía falta educación. Los persas simplemente tenían adiestramiento: se adiestraba al hijo del comerciante para que fuera comerciante; al hijo del agricultor para que siguiera siendo labrador; el hijo del guerrero aprendía a manejar el arco y la flecha, además de montar a caballo; los nobles aprendían a cazar y así sucesivamente. No había verdadera educación porque los ciudadanos no tenían una libertad social, no podían cambiar de rango, no podían cambiar de actividad. Pero en Grecia sí, pues se supone que ahí todos los ciudadanos libres podían ocupar cualquier función y todos ellos eran gobernantes, porque lo característico de una democracia es que todos somos gobernantes, y hay que pensar que la educación de nuestras sociedades es importante, ya que de cada uno de los ciudadanos depende el gobierno de todos.

Por lo tanto, tenemos que preparar a cada ciudadano para que sea capaz de responder a los retos y a los problemas que presenta un gobierno de una sociedad moderna, y de tener un espíritu capaz de razonar, de comprender las razones de otros.

Todo esto no es gratuito, es decir, la democracia no es un elemento natural, es una obra de arte social, y hay que preparar a los ciudadanos para que sean capaces de utilizarla. Por eso yo con el tiempo me he ido convenciendo de que la función más útil que uno puede hacer –o por lo menos la que yo creo poder hacer un poquito mejor o menos mal que otras– es favorecer la educación y ayudar a educar, y eso es algo que procuro en la medida de mis fuerzas.

JME: La democracia como una obra de arte social… en la obra de Savater probablemente sea Ética para Amador, el momento en que esto se hace más evidente como una voluntad de «pedagogía» y aparece la palabra ética. Esto nos lleva al otro participante en este diálogo, Francisco Gil Villegas, especialista en estudios sobre ética, particularmente de ética weberiana, a quien le paso la palabra para que continúe esta conversación con Fernando Savater.

Francisco Gil Villegas (FGV): Yo tengo la siguiente observación con respecto a la enorme importancia que puede tener la educación para un proceso democrático. ¿Qué es lo que ocurre cuando un electorado está experimentando, quizá no por primera vez pero sí de una manera inicial, toda una serie de experiencias democráticas y resulta que la democracia no es exactamente lo que se esperaba?
Se esperaba de la democracia no sólo una forma de selección de gobernantes, sino también una posibilidad para resolver todos los problemas más urgentes que puede tener una sociedad, un electorado: cuestiones de desarrollo, de crecimiento económico, de distribución social. Y resulta que el proceso democrático aparentemente no puede resolver todos estos conflictos y surge una especie de desencanto, es decir, “yo creía que la democracia iba a solucionar este tipo de problemas, pero me ha decepcionado porque estamos igual o peor que antes”.

Peor aún. ¿Qué ocurre cuando un gobierno negligente, un gobierno que no está a la altura de las expectativas y del cumplimento mismo del gobierno, le echa la culpa no a su propia negligencia, sino a la democracia?, y dice: “Las cosas no están saliendo bien porque así es la democracia. Váyanse educando en el sentido de que ustedes no eligieron un rey ni un dictador, eligieron un presidente que va a actuar de acuerdo con tales circunstancias”. Entonces, la responsabilidad del mal gobierno se le atribuye a las características mismas de la democracia.

Creo que, en este sentido, la educación debe de cumplir un papel fundamental para entender que, aunque no se agota en las elecciones, es un medio, un instrumento para elegir buenos gobernantes, y es el medio para sancionar a aquellos malos gobernantes que no han cumplido con las promesas políticas, con los elementos que han ofrecido para realizar una determinada gestión. Además, la educación sirve para decirles que los males y las deficiencias de un mal gobierno no son atribuidos a la democracia. Hay gobernantes buenos y malos, eficientes e ineficientes, y en un proceso democrático es posible que se elija a un gobernante que sea ineficiente y que, entonces, para salvarse invente la coartada de que éstos son los costos de la democracia, que las cosas no están funcionando bien por culpa de la democracia y no por culpa de un mal gobierno.

JME: Francisco ha situado el debate en una realidad más concreta, en un hecho claro. Sin embrago, desde mi perspectiva como lector de ambos –de Fernando y de Francisco–, me gustaría saber cómo entienden ese proceso de educación, de enseñanza en el que la M mayúscula de maestro la quieren volver minúscula y convertir el proceso didáctico precisamente democrático.

FS: Me ha interesado mucho lo que ha dicho Francisco Gil, creo que es una cosa muy importante. Efectivamente, la democracia –por eso yo insistía– es una herramienta, es un instrumento. En sí misma no es una panacea, no es un aparato que automáticamente resuelva los problemas, depende de cómo se utilice. Lo único bueno de la democracia es que puede corregir sus errores, que es un mecanismo que ayuda a la corrección de equivocaciones, pero no evita cometer equivocaciones, por eso son importantes los mecanismos de salvaguardia y de control en una democracia. Si no se pensara de esta manera, puede ocurrir lo que en aquella obra teatral que luego también fue una obra cinematográfica de Peter Weiss, llamada Marat Sade, y que en un momento determinado presentaba una pieza teatral hecha por unos alienados bajo la dirección del Marqués de Sade, en la que representaban la Revolución Francesa. Aquí, Sade explicaba la decepción que la Revolución Francesa había causado entre la mayoría de la población y decía: “Antes de la revolución, el pescador que nunca lograba atrapar ningún pez y que sólo pescaba botas viejas en el río esperaba a que llegara la revolución para lograr pescar peces estupendos; el poeta que no se le ocurría ninguna buena rima y que sólo hacía malos ripios esperaba convertirse, a partir de la revolución, en un extraordinario genio, y el marido que tenía una mujer gorda y bigotuda que no le gustaba esperaba que, a partir de dicho evento, tuviese una mujer maravillosa y atractiva”. Pero llegó la revolución y el mal pescador siguió pescando botas viejas; el mal poeta no logró hacer un gran poema, y el marido se encontró con su mujer con los rulos puestos igual que todas las mañanas, entonces, todos dijeron: “Esta revolución no vale la pena, la revolución nos ha traicionado, etcétera”.

Creo, en efecto, que la revolución en sí misma no es un acto mágico. La democracia en sí misma tampoco es ningún acto mágico, es un instrumento que se puede utilizar de una manera o de otra. Por lo tanto, la preparación del ciudadano tiene que ser también una preparación para exigir las garantías de la democracia, porque la democracia debe tener mecanismos de control, es decir, no hay garantía de que no nos podremos equivocar al utilizar la democracia, pero tiene que haber garantía de que podremos corregir nuestro error, de que no tendremos que soportar inevitablemente los errores sin control de manera impune. Entonces, creo que la educación tiene que crear ciudadanos capaces de aceptar las reglas, pero también de utilizar los mecanismos de control para que cuando las reglas den un mal resultado o se elija a la persona, al método o al sistema equivocados para resolver un problema, se puedan corregir y utilizar de una manera más adecuada.

JME: ¿Hay en la educación una vocación de control ideológica?

FGV: Aquí hay algo muy interesante, porque Fernando Savater ha señalado muy pertinentemente la identificación que hacían los griegos entre la paideia y la política en general. La paideia es una forma de educación política y dentro de ésta hay una educación política para la democracia. Sin embargo, hay filósofos contemporáneos, como Karl Popper, que han dicho que el problema de la democracia se ha entendido mal, porque desde Platón se plantea en la filosofía política ¿quién debe mandar?, y esa es quizá una mala formulación de la cuestión fundamental que se remonta a los griegos.

Más bien, la pregunta fundamental que tenemos que hacernos es ¿cómo podemos generar un mecanismo para podernos liberar de malos gobernantes o para poder controlar a los gobernantes buenos, incluso, mediante procesos que nos puedan ayudar a tratar de resolver otros problemas, además de la selección misma del gobernante? La cuestión es, sobre todo ¿cómo podríamos, en un momento dado, generar las reglas para poder cambiar un gobierno que ya no nos resulta satisfactorio y tratar de elegir otro que sea más eficiente para las aspiraciones a las que se pueda objetivamente llegar, pero controlado con otra serie de elementos que forman parte del gobierno mismo?

La división de poderes es fundamental en este proceso. las formas de diferencia de niveles regionales, municipales, estatales, nacionales o federales, todo esto forma parte de los mecanismos de control que se pueden tener para un gobernante. Pero lo más importante es, sobre todo, estar conscientes de que la pregunta que debemos formular con mayor precisión no es ¿quién debe mandar?, sino ¿cómo podemos generar las reglas para, en un momento determinado, poder cambiar ese gobierno, y cómo podemos controlar incluso a gobernantes eficientes, para que la eficiencia y los buenos resultados que han conseguido en una determinada gestión no vayan a degenerar en un abuso? Estas son, pues, las preguntas fundamentales que, según Popper, desde los griegos estuvieron quizá ligeramente mal planteadas, por lo que es necesario replantearlas de otra manera.

Con respecto a lo que se puede alcanzar con la democracia, hay que estar conscientes de que hay que defenderla, pero no de una manera absolutamente fundamentalista. Por ejemplo, Popper en su concepción falsacionista de la ingeniería social y de los procesos democráticos considera que ningún valor puede defenderse a ultranza sin posibilidad de cuestionarlo en algún momento dado, precisamente para perfeccionarlo. Savater ha dicho con mucha precisión también que la ventaja que puede tener la forma de organización democrática frente a otras es su posibilidad de perfectibilidad, precisamente mediante el cuestionamiento que pueden hacer los propios ciudadanos a deficiencias que se presenten en el desarrollo mismo del proceso democrático, y eso quizá no lo tienen otras formas de gobierno.

JME: Como se habrán dado cuenta, Fernando y Francisco se han ido más por el lado de la democracia, por el sentido de esa obra de arte social. Quisiera regresarlos a la relación con la educación. Fernando Savater nos hablaba de que la democracia es un instrumento que no nos garantiza que no nos podamos equivocar; tampoco la educación lo hace, pero nos da una posibilidad mayor de no hacerlo, de relacionar la voluntad popular, la voluntad de cada individuo, en esto que antes Fernando mencionaba del gobierno en cada uno. Ahora vuelvo a preguntarle a Fernando: ¿cómo es tu relación directa con la docencia, con tus clases, con los libros que has escrito deliberadamente como una manera de educar?

FS: Efectivamente, la educación –en ese sentido coincide con la democracia– tampoco es una solución milagrosa, universal, por medio de la cual todo se resuelve, ni es una panacea, pero hay que recordar que en la solución de cualquier problema hay una dimensión de educación. Es decir, probablemente, la educación sola no puede resolver todos los problemas sociales, pero ningún problema social se resuelve sin una parte de ella. En la solución de todos los problemas hay un elemento de educación: la posibilidad de hacer que la persona pueda intervenir razonadamente, comprensivamente, en el proceso social.

Hay una frase que me impresionó de John Kenneth Galbraith, el economista y sociólogo canadiense que siempre ha trabajado en Cambridge. Galbraith, en uno de sus últimos libros escritos ya desde la ancianidad y de la experiencia de una larga vida de lucha por las reformas sociales y por la democracia, decía: «Todas las sociedades, todas las democracias contemporáneas, viven bajo el temor permanente a la influencia de los ignorantes». Es decir, la influencia de los ignorantes es el gran temor de todas las democracias, porque si éstos son mayoría, las soluciones políticas están condenadas, los ignorantes apoyarán las soluciones demagógicas, apoyarán las falsas salidas brillantes que en el fondo benefician a unos pocos y descartarán las verdaderas soluciones democráticas. Pero a los que se refiere Galbraith no son ignorantes en el sentido de que ignoren datos o de que no tengan conocimientos concretos; por ejemplo, cuál es la capital de Honduras o dónde esta situada Groenlandia. No, no es cuestión de ese tipo de conocimientos, pues, en el fondo, todos naturalmente ignoramos muchísimas más cosas de las que sabemos y eso es normal, pero para eso están las enciclopedias, la Internet y todo lo demás.

No, la verdadera ignorancia peligrosa que creo que es a la que Galbraith se refiere es la ignorancia de quien no sabe hacer inteligibles a los demás sus demandas sociales, quien es incapaz de comprender las demandas sociales inteligibles que otros le hacen, quien es incapaz de persuadir y de ser persuadido, de argumentar y de comprender los argumentos que otros le expresan. La persona que es ignorante en ese sentido, es decir, que no atiende razones porque es incapaz de comprenderlas, que no puede dar razones que puedan ser persuasivas para otros, que no es capaz de una expresión argumentada ni de comprender un texto que vaya más allá de la crónica deportiva de un periódico… esa persona realmente es difícil que sirva para funcionar dentro de una democracia, porque las democracias –se supone– funcionan a base de que los ciudadanos nos escuchamos unos a otros, de que podemos persuadirnos y podemos ser persuadidos –las dos cosas son importantes­–, así como ser capaces de razonar y de someternos a argumentos.

Yo creo que parte de la educación democrática consiste en crear caracteres capaces de recibir argumentos y de aceptarlos sin sentirse humillados. No hay ninguna humillación para sentirse doblegado por un argumento racional, al contrario, creo que una persona debería sentirse orgullosa de cambiar de opinión si es a través de razones, porque eso de alguna forma realza el carácter racional de cada uno de nosotros. Por tanto, eso hay que prepararlo.

Lo que he pretendido con mis libros, a partir de Ética para Amador, Política para Amador, Las preguntas de la vida, es que puedan ser leídos por adolescentes, por jóvenes, por personas que no tengan una gran experiencia como lectores de ensayo y que puedan acercarse a esos libros sin necesidad de un tutor que esté encima de su hombro diciéndoles: «oye, tienes que pensar esto o tienes que reflexionar esto otro». Lo que he intentado a través de mis libros es que los lean aquellos muchachos que pueden leer una historia de Stephen King o un cuento de Harry Potter sin necesidad que nadie se los explique. A mí me hubiera gustado también haber hecho ensayos sobre estos temas que pudieran interesar a los jóvenes sin necesidad de que nadie se los explique, es decir, que ellos pudieran ahí encontrar argumentos y procesos mentales sin necesidad de que estuvieran ligados a la academia y a los procesos de academia regulares. No sé si lo he conseguido, pero creo que es algo que he intentado y si no se ha conseguido todavía, habrá que intentarlo de nuevo.

JME: Cuando Fernando habla de los gobernantes sin educación, no se refiere a los gobernantes de México, pero los retrata muy bien. Francisco, ¿el hecho de educar sin la figura intermedia del profesor está latente, por lo menos como figura arquetípica de control ideológico?

FGV: Esto es algo que se puede hacer de muy diversas maneras, pero me parece que, además de lo que puede hacer un profesor –una figura intermedia para transmitir valores democráticos, para explicar cómo funcionan distintos sistemas democráticos en distintas partes del mundo, para demostrar que históricamente cuando se ataca a un parlamento y se le responsabiliza de los males que se le presentan a una determinada forma de gobierno–, hay formas que están reflejando con esto, quizá, a los auténticos enemigos de la democracia.

Sin embargo, desde mi perspectiva, el punto más importante que señalaba Fernando es la cuestión referida a cómo tendríamos que estar todos educados para estar conscientes de que nuestros puntos de vista pueden estar equivocados y pueden ser modificados cuando alguien nos lo señala con una serie de argumentos. Y, en esto, tendríamos que pensar no nada más en el ciudadano común y corriente, sino sobre todo en los gobernantes mismos, porque, por ejemplo, cuando una sociedad expone ante las autoridades una serie de peticiones y dice: “democráticamente les estamos solicitando que solucionen un problema de inseguridad que estamos sufriendo, ya que ha crecido el número de asaltos y la policía no nos está vigilando; hagan algo, es un clamor democrático”, y un gobernante contesta: “esto lo estoy interpretando como una crítica a mi gobierno, como una especie de complot que va en contra de lo que yo considero que debe ser el buen ejercicio del gobierno como tal”, ahí tendríamos el caso de un gobernante que no está aceptando la posibilidad de que su propia versión interpretativa de las cosas esté equivocada y no está admitiendo manifestaciones de miles de ciudadanos que están indicando que hay una insatisfacción por la manera en como se están atendiendo dichos problemas.

Y podríamos poner otros ejemplos de gobernantes que se enojan por lo que publican a veces los periódicos, en lugar de considerar que esas críticas que se presentan en un medio donde ya no hay una medicación intermedia de un profesor, sino que es algo que nosotros podemos asumir todos los días a través de la lectura que hacemos de la prensa o de la información de la radio y la televisión sobre distintos acontecimientos políticos, sociales, económicos de nuestro país y del resto del mundo, son señales de que quizá hay que modificar el rumbo de una forma específica de interpretar una acción política o una política social.

En ese sentido, nuestros gobernantes son los que requieren tener una actitud abierta ante la posibilidad de la crítica, que les sirva como una orientación, como un radar, para cambiar sus propias actitudes, sobre todo cuando son demandas justas, naturales, por parte de un conglomerado muy amplio del electorado. Si tenemos una manifestación de 25 000 personas que dicen: “queremos un mayor grado de seguridad”, y esa manifestación no se hace con una consigna específica en contra de un gobernante determinado, sino simplemente como una expresión colectiva, en lugar de interpretarlo con una intencionalidad política específica que va en contra de mi forma de gobierno, tendría que verlo como una señal de que tengo que modificar. Ese es el proceso democrático, atender este tipo de demandas y no nada más aquellas que se consideren favorables para la forma como estoy conduciendo mi gobierno.

JME: No recordaré aquí a Althuser, afortunadamente ya bastante olvidado, pero los aparatos ideológicos están ahí. Sigo sin ver la diferencia cualitativa de esa educación en relación con la democracia.

FS: La educación, si es verdaderamente educación para la democracia, tiene que ser educación para la crítica, para el intercambio de opiniones. No puede ser una simple transmisión dogmática de unas cuantas ideas. Creo que, evidentemente, hay una serie de ideas básicas que sí se debe defender, es decir, hay ideas referidas a los derechos humanos, a un conjunto de valores fundamentales, pacíficos, de tolerancia, de igualdad, de solidaridad, etcétera, y considero que un cierto componente de intransigencia democrática debe existir en la educación.

La educación no puede ser simplemente decir a cada cual que todo es válido; a veces se afirma que todas las ideas son válidas y no es verdad, no todas son válidas ni todas pueden ser transmitidas. Educar es seleccionar de la cultura aquellos elementos que queremos ver perpetuarse, es decir, nosotros no educamos transmitiendo cualquier contenido cultural, no enseñamos cualquier idea, sino aquellos pensamientos y contenidos culturales que creemos que son dignos de ser perpetuados, que consideramos que son necesarios para la sociedad. Entonces, en primer lugar, hay que establecer socialmente una reflexión en torno a cuáles son esos contenidos que quieren transmitirse. No se puede decir cualquier cosa, no se puede transmitir cualquier idea como si todas fueran buenas –porque, por ejemplo, la antropofagia no es una variedad gastronómica como las demás­– y hay que ser capaz de orientar la educación, porque ésta es una orientación y una guía, eso solamente en los principios más básicos.

En democracia, lo que también se tiene que transmitir es la revocabilidad de las ideas, es decir, las ideas están argumentadas, están sostenidas, pero en su plasmación concreta social pueden ser revocadas, transformadas, reorientadas en una línea o en otra. Las ideas religiosas, las ideas de la conducta familiar, de las relaciones sexuales, etcétera, han variado mucho con la historia; entonces, la posibilidad de que, de acuerdo con un transcurso histórico, vaya transformándose toda una serie de ideas o vaya debatiéndose quizá la oportunidad de modificarlas, es algo que tiene que estar también en la democracia. No puede transmitirse un contenido aferrado, acabado, concluido, dogmático, sino una serie de bases firmes y sólidas, a partir de las cuales se tiene que establecer una posibilidad de crítica, de revocación y de introducción de novedades. Me parece que ambas cosas son fundamentales en la educación democrática: uno, el elemento fijo, el elemento que tenemos que defender quizá con cierta intransigencia porque la propia democracia depende de ello; y, dos, el elemento móvil, discutible, abierto, innovador.

JME: En varias ocasiones, en diferentes libros, Savater ha expresado su admiración por el siglo XVIII, por un momento clave de eso que podríamos llamar la enseñanza a lo largo de la historia: el enciclopedismo, Diderot, D’Alembert… ¿Cómo relacionarías esto con la visión protestante, la visión un poco más rígida de ese sistema educativo y los dilemas que plantea?

FGV: Ahí hay algo muy interesante, porque George Jellinek, un jurista contemporáneo del sociólogo alemán Max Weber, escribió un panfleto a finales del siglo XIX muy importante, en el cual defendía básicamente la tesis de que la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en Francia debía muchísimo más a las ideas de la Reforma protestante que a las ideas de la Ilustración. Y uno de los ejemplos que ponía es que esa declaración tenía muchos aspectos que estaban inspirados en el Bill of Rights de la Constitución de los Estados Unidos, que es muy anterior –por lo menos 20 años– a la Toma de la Bastilla. En ese sentido, ese escrito generó una gran polémica entre eruditos franceses, alemanes y estadounidenses con respecto a hasta qué punto realmente la Ilustración era algo que había nacido sin raíces concretas en su historia inmediata anterior, y hasta dónde se habían perdido de vista todos esos valores que se pueden retrotraer a la Reforma protestante, para entender de qué manera se reinterpretaron en la modernidad las cuestiones del derecho natural y de los derechos naturales e inalienables.

No obstante, un punto muy interesante en el estudio de la ética protestante que Max Weber realizó con particular cuidado era que él consideraba que uno de los elementos sustanciales que debían tener gobernantes y ciudadanos era contar con un determinado tipo de ética para la conducción política. No una ética fundamentada en principios inconmovibles, incuestionables, que no estuvieran sujetos a un proceso de crítica, pues para la acción política es necesario, a veces, cuestionar nuestros valores más fundamentales y poder preguntarnos si estamos en lo correcto, en una defensa a ultranza hasta sus últimas consecuencias de un valor que consideramos adecuado para un proceso democrático.

Max Weber, cumpliendo esa función de mediador, como una especie de profesor ante sus estudiantes, decía: «No me vengan a pedir línea con respecto a lo que debemos hacer o qué deben hacer ustedes frente a la conducción política del momento, sino que debemos estar concientes de que tanto gobernantes como gobernados deben tener un ética de responsabilidad». Y ésta implica que tienen que calcularse las consecuencias posibles de una acción cuando se va en una dirección determinada. Por ejemplo, yo puedo decir que es fundamental defender mi concepción de democracia, de igualdad, de justicia social, incluso, al grado de irme a una guerra mundial para defender este tipo de valores o de hacer una revolución internacional sin que me importe cuántos vayan a morir en el proceso, porque la meta final va a ser la auténtica democracia, la plena conciliación de los últimos valores de libertad, igualdad, justicia social… y si para eso es necesario irse a un proceso violento en el que muchas personas van a morir antes de alcanzar la meta, pues adelante.

Una ética de responsabilidad cuestionaría una defensa a ultranza de esa concepción de democracia, de igualdad, de justicia, porque, por un lado, no tenemos garantía absoluta de que aquello que nosotros estamos considerando como nuestros valores fundamentales vayan a ser reconocidos, por ejemplo, por próximas generaciones; entonces, por qué sacrificar una o dos generaciones en aras de alcanzar una meta determinada, si pudiéramos muy bien estar equivocados con respecto a cómo estamos interpretando ese tipo de valores. Por otro lado, una ética de responsabilidad implica decir: “Momento, antes de tomar una decisión radical, de emprender una invasión a otro país, de asegurar que el otro debe aprender a ser democrático –y para lo cual se debe imponer un sistema democrático, porque ahí están ‘mis valores, están en el Bill of rights de la Constitución de Estados Unidos’– hay reflexionar, pues esos actos pueden tener una serie de consecuencias sumamente negativas en lo que se refiere a costos humanos, tanto de ciudadanos propios como de ciudadanos de otros países”.

Entonces, la posición de Weber era que hasta los valores aparentemente más inconmovibles, como la democracia defendida hasta sus últimas consecuencias, hay que sujetarlos a un proceso crítico, hay que calcular las consecuencias que puede traer una acción determinada. Incluso, decía: “Puedo ser un admirador de todos aquellos que defienden a ultranza ciertos valores y que señalan ‘mis principios no los conmuevo ante nada, estoy dispuesto a morirme, a sacrificarme a mí y a toda una comunidad en aras de defenderlos’; puedo admirar, por ejemplo, a los pacifistas del sermón de la montaña que defendían firmemente este tipo de valores, pero no me gustaría que ellos condujeran el destino de mi politeia, el destino de mi circunscripción política; preferiría muchísimo más a un político educado en una tradición de ética de responsabilidad consecuencialista, y que esté dispuesto a sujetar su interpretación de los valores últimos y a limitarse antes de emprender una acción que implique el sacrificio de otra serie de individuos, en aras de la defensa de un valor que no sabe si se está interpretando correctamente”.

JME: Hemos ido construyendo en este diálogo un rompecabezas de opiniones, de ideas, una visión de lo que relaciona educación con democracia. Creo que en este diálogo es cada vez más claro que un requisito para la democracia es la educación del ciudadano. A esa democracia, desde luego no infalible, también hay que darle una segunda vuelta, y si se educa para la democracia –democratizar para la educación­–, es decir, continuar con ese proceso crítico, esto tiene que ver más con una actitud frente al mundo, frente al gobierno, frente a los semejantes, frente al entorno.

FS: Sí, podríamos hablar incluso de la educación de un carácter, de un carácter no solamente en el sentido emotivo, sino también intelectual, es decir, es una disposición intelectual. Efectivamente, las personas ya de cierta edad sabemos, por desgracia, por experiencia propia, que de lo que a uno le han enseñado en la escuela se olvida casi todo. Había un pensador español, Unamuno, que solía decir: “Cultura es lo que le queda a uno cuando ya se le ha olvidado todo lo demás”. Es verdad, educación es lo que queda cuando ya se han olvidado todos esos detalles concretos, que son importantes porque forman la mente, porque desarrollan la capacidad de observación, la memoria. La memoria es muy importante –a pesar de que ha habido escuelas pedagógicas ultra radicales que la han descartado– y es fundamental en todo conocimiento; de hecho, el propio lenguaje nos lo aprendemos de memoria, o sea que sin ella obviamente no habría conocimiento de ningún tipo. Pero es verdad también que las cosas que se pueden buscar en enciclopedias o en Internet, es decir, los datos concretos, sepamos dónde y cómo buscarlos, que tengamos los instrumentos de investigación para que busquemos las respuestas a preguntas concretas.

En cambio, lo que es imprescindible y que sí se debe formar desde la más tierna infancia es la capacidad de argumentar, de razonar, de comprender la ligazón que existe entre los pensamientos y, sobre todo, en nuestra relación social con los demás. Hay una forma de utilizar la razón, podemos decir el uso meramente racional de la razón –por decirlo de alguna manera reiterativa–, es la forma de relacionarnos con los objetos, es decir, lo racional es saber qué y cómo hay que tratar a los objetos, cómo hay que utilizarlos para que cumplan los objetivos que nos proponemos para ello, qué hay que hacer con un cuchillo, con un pico, ante una tempestad, qué es lo que se hace ante las cosas. Somos, pues, racionales cuando nos la sabemos arreglar bien con los objetos y eso es parte de la educación.

Pero, luego, tenemos que saber cómo nos las arreglamos con los sujetos, y ahí lo que cuenta no es lo racional, sino lo razonable. Ser razonable es saber tratar con sujetos. A los sujetos no se les puede tratar como si fueran objetos, por tanto, no basta sólo con conocerlos ni con utilizarlos para nuestros fines; lo razonable es saber que a nuestros fines hay que unir los de los otros, que tenemos que ser capaces de persuadir, pero también de incorporar las persuasiones de los otros.
Los objetos no tienen finalidad, sino una esencia, una forma de ser, pero nosotros ponemos los objetivos, y cuando estamos tratando con sujetos tenemos que incorporar también los objetivos de los otros. No se puede tratar a los otros meramente como si fueran objetos, de modo que hay que educar para lo racional, para el manejo de los objetos, de los aparatos, de los conocimientos positivos, pero también hay que educar para lo razonable, para el intercambio dialógico con los sujetos, para el intercambio de razones, para la cooperación, para la complicidad… Pienso que estas dimensiones, la racional y la razonable, son los dos aspectos fundamentales de la educación. Muchas veces se hace gran hincapié en una formación excelente en el terreno racional, en el campo de lo meramente objetivo, en utilizar objetos, pero se descarta o se olvida toda la dimensión razonable, la dimensión del trato con sujetos.

JME: A lo mejor, en estas diferencias que estás planteando sobre el sentido de la educación, habría que recordar que alguien que sabe usar bien los cubiertos, hacerse bien el nudo de la corbata o ceder la entrada a un lugar a las mujeres es calificado como una persona bien educada. Sin embargo, desde luego, eso no tendría que ver con ese concepto de educación; de hecho, los jerarcas nazis eran muy bien educados. ¿Cómo verías, Francisco, este sentido de la educación como una educación para la argumentación, para la racionalidad y el raciocinio?

FGV: Fernando Savater nos lo ha planteado en términos muy claros y adecuados; de hecho, es una idea filosófica compleja, pero él nos lo ha explicado de una manera sencilla. Es, básicamente, esta idea que proviene del filósofo Immanuel Kant de tratar a los seres humanos no como medios instrumentales para la consecución de otros objetivos determinados, sino como fines en sí mismos. Y una regla fundamental de la ética, y no nada más en la acción política, sino también en la cotidiana, en la acción educativa de todos los días, es tratar a los otros seres humanos, los otros agentes sociales, como fines en sí mismos y estando conscientes de sus objetivos. Este es un elemento fundamental de ética en la interacción social.

Otro ejemplo de ética es cuando un profesor trata a cada uno de sus estudiantes como un fin en sí mismo y no como un objeto, no como una mera estadística, no como una serie de cifras. El buen profesor es el que tiene que distinguir, asimismo, la individualidad de cada uno de sus estudiantes y tratarlos como fines en sí mismos. Lo mismo ocurre en el ámbito de la política: los gobernantes tendrían que tratar a sus gobernados como fines en sí mismos y no únicamente como objetos para ganar una elección o para conseguir un apoyo. Así que un elemento fundamental del proceso educativo, y es lo que ha señalado Fernando Savater, es tratar a los seres humanos como sujetos, como un fin en sí mismo y no como un instrumento para la consecución de otro tipo de objetivos.

JME: Ese rompecabezas del que hablaba antes se va construyendo en relación con una capacidad de elección en el sentido político, pero también en muchos otros sentidos: elegir una manera de vivir, de pensar e, incluso, de equivocarse. Uno de los libros que Fernando ha escrito al respecto es El valor de educar, en el que dice que la elección sea consecuencia, fruto, parte, proceso de esa educación.

FS: Considero que la elección es nuestro principio. El principio que nos define como especie, a diferencia de los animales, entre otros seres vivos, es que no estamos totalmente programados por la naturaleza. Los animales se equivocan muy pocas veces, cierto, pero también tienen poca capacidad de variar lo que la naturaleza ha decidido para ellos, es decir, saben hacer unas cuantas cosas y las saben hacer bien, pero solamente ésas; sin embargo, cuando cambian las circunstancias o cuando ellos necesitan aprender cosas nuevas, no saben hacerlo y desaparecen. En cambio, los seres humanos, que no tenemos fines específicos, podemos hacer muchas cosas, la mayoría de ellas mal, equivocándonos, a trompicones, pero tenemos una enorme capacidad de variación de conductas. Los hombres podemos vivir en el hielo, en los desiertos, en los lugares donde hay agua y en donde no la hay; hacemos muchas cosas porque necesitamos elegir y estar permanentemente inventándonos a nosotros mismos.

Digamos que los animales nacen ya hechos, ya programados por completo; en cambio, los seres humanos estamos autoinventándonos constantemente, en ese proceso que algunos con una palabra algo chocante han llamado autopoiético, la dimensión autopoiética, autocreadora de los seres humanos. Los seres humanos estamos hechos en parte por la naturaleza, pero en una gran parte nos estamos haciendo constantemente. De hecho, la educación es una posibilidad de continuar haciéndonos como seres humanos.

Si comparan a un niño recién nacido con un chimpancé recién nacido, lo que sorprende es lo hábil y despejado que es el chimpancé; casi desde que nace, tiene mucha más viveza y capacidad de reacción, mientras que un niño recién nacido es prácticamente inerte y depende exclusivamente de su madre y de los demás. Es decir, el niño parece que nace demasiado pronto, que nace como prematuramente. Eso es así, es una dimensión que los antropólogos llaman neotenia. Nacemos demasiado pronto porque en realidad nacemos dos veces: primero, del útero materno y la segunda vez, del útero social. El segundo es el nacimiento dentro de la sociedad, y la parte biológica es nuestro nacimiento materno, pero una vez que hemos nacido, estamos dependiendo de la sociedad precisamente por nuestro carácter inacabado: un niño necesita ser social, no puede prescindir de la sociedad porque no puede valerse por sí mismo. Por lo tanto, obligadamente, los seres humanos tenemos que ser sociales, tenemos que aprender de los otros, aprender símbolos y maneras. Todos manejamos un lenguaje que nos sirve para hablar y pensar, y nadie inventó su propio lenguaje; de hecho, la primera función social que recibimos de los demás es el lenguaje.

Ahora bien, la dimensión de ese segundo nacimiento es la educación, y ese segundo nacimiento es el que nos capacita para ir inventando la vida: nuestra vida no está absolutamente determinada, estamos obligados a elegir, aunque eso nos lleve a una serie de errores. A veces, tenemos una cierta mitificación de la libertad, hablamos de ella como si fuera algo extraordinario, y en realidad es una dimensión necesaria de nuestra vida. Somos libres porque no tenemos más remedio, porque tenemos que inventar nuestra vida. Jean Paul Sartre decía que estamos condenados a la libertad, estamos condenados a elegir. Tal vez sería más cómodo que la naturaleza nos hubiera programado, aunque sí hay muchas funciones que la naturaleza nos ha programado y no tenemos que elegirlas y funcionan bastante bien; por ejemplo, los seres humanos respiramos automáticamente, si tuviéramos que hacerlo voluntariamente sería un engorro, afortunadamente es un mecanismo biológico, al igual que el bombeo de sangre del corazón.

Pero hay muchas otras dimensiones que tenemos que inventar, pues no contamos con esos mecanismos automáticos de la naturaleza, y para llevar a cabo esas invenciones necesitamos a los demás, es decir, cada ser humano cuando nace no tiene que inventar toda la vida humana, pues afortunadamente para él puede recibir –por medio de la educación– la experiencia, la memoria, los conocimientos de los seres humanos que han existido antes, de tal modo que sus elecciones ya vengan apoyadas, realzadas por toda esa experiencia humana anterior. De ahí la importancia de ese segundo nacimiento social que es la educación, para las invenciones posteriores que cada uno lleva a cabo con las elecciones de su vida.

JME: Las palabras de Savater me recordaban, y creo que ahora viene a cuento para señalar ese segundo nacimiento, una cosa que leí recientemente sobre el origen de Max Aub, el escritor transterrado, a quien le cuestionaban si era judío, francés, valenciano, español o mexicano, pues había vivido en una sucesión de exilios, y Max Aub, con gran finura, dijo: “Uno es de donde estudió el bachillerato”. Creo que esto tiene que ver con ese segundo nacimiento.

Ahora quisiera poner sobre la mesa, para entrar ya a la recta final de este diálogo, un asunto que me parece importante sobre todo en México: la función del Estado dentro de la educación. En nuestro país, durante muchos años, el Estado ha tenido una presencia muy fuerte dentro del aparato educativo, con sus ventajas y desventajas, pero para hablar de esto le cedo la palabra a Francisco.

FGV: Muchas gracias. José María me deja una oportunidad fantástica para decir que yo estudié el bachillerato en el ilustre Instituto Veracruzano del Puerto de Veracruz, y me siento muy orgulloso de decir “yo soy de ahí”.

Sobre las funciones del Estado dentro de los procesos educativos y de socialización política, debo decir que esto es muy importante, porque recientemente se han criticado ciertas acciones que realizó el Estado mexicano en una época determinada para crear lo que se llama «La historia de la raza de bronce», y ahí poner a los buenos y a los malos de la historia, además de destacar que hubo súper héroes morales que nos daban el ejemplo de las virtudes cívicas, tal es el caso de Benito Juárez y de algunos otros. A su vez, nos presentaban terribles villanos, como los españoles, como Hernán Cortés, en este tipo de interpretaciones que se hicieron con una visión muy maniquea del proceso de valores cívicos.

Sin embargo, en los últimos años –10 o 12, aproximadamente–, se consideró necesario revisar toda esa forma de transmitir los valores cívicos por parte del Estado mexicano. Se empezó a hacer notar que aquellos héroes incólumes, ejemplares, también tuvieron sus defectos y sus flaquezas. Hubo, incluso, discusiones sobre si era conveniente hacer pública a grandes auditorios, a grandes sectores sujetos a la educación, una obra como la de Vicente Leñero, El martirio de Morelos, donde se dice que Morelos fue apresado y torturado, pero al final traicionó bajo tortura a algunos de sus seguidores. Y había quien opinaba que, aunque hubiera sido cierto, nunca se debía decir eso públicamente ni en obras de teatro, menos transmitirlo masivamente, porque los héroes son los héroes y no se debe modificar su posición ejemplar. Pero había otros que decían: “Vamos a plantearlo así porque quizá hay algo cuestionable en el hecho de que nosotros nos estemos adjudicando la manera en que los que van a escuchar este tipo de interpretaciones de la historia tienen que interpretarla. Dejemos un margen de libertad a la posibilidad de interpretar”.

Entonces, creo que si sabemos y entendemos las razones específicas por las cuales Morelos traicionó a sus lugartenientes, no va a dejar de ser menos de lo que fue ni de sus sentimientos la nación van a tener menos valor. Encontramos también que don Benito Juárez no tenía una actitud muy democrática, puesto que era muy mandón y autoritario, y tomó a veces decisiones arbitrarias, pero esa información permanecía oculta; por ejemplo, mandó a la cárcel de San Juan de Ulúa a los jueces que le perdonaron la vida a Antonio López de Santa Anna.

Ese tipo de cuestiones son importantes para ir modificando nuestra interpretación en una dirección o en otra, y empezar a ver que Agustín de Iturbide o que Maximiliano no hicieron tan mal algunas cosas. De hecho, el mejor trazo que hay de una avenida en México, del Paseo de la Reforma, lo hizo Maximiliano. Y si hurgamos en la historia resulta que ciertos valores y símbolos patrios fundamentales –como el himno, la bandera y la historia oficial– los promovieron e hicieron algunos de esos personajes que son considerados villanos. Incluso, don Porfirio Díaz, quien fue calificado como villano, comienza a verse en un momento determinado como algo positivo.

Todo eso lo pongo simplemente como ejemplo de la enorme importancia que puede tener un Estado en la conducción de la educación cívica, para decirnos cuáles son los valores fundamentales, los valores democráticos, que muchas veces son transmitidos en forma mítica, ya que es más fácil transmitir un mito que una verdad histórica con todas sus dificultades. Pero una responsabilidad de un Estado democrático es dejar abierta la posibilidad de que surjan críticas, evitar que exista un solo tipo de historia y que se permita cuestionar la manera en que se han transmitido ciertos valores y ciertas virtudes democráticas, con el fin de poderlas hacer más plurales y no condicionarlas de acuerdo con un solo esquema de interpretación, porque este esquema a la larga puede tener intenciones manipuladoras.

JME: Fernando, tú estudiaste el bachillerato en la España grande y fuerte por la gracia de Dios y de Francisco Franco. ¿Cómo ves la intervención del Estado en la educación?

FS: Me quedé muy preocupado por lo que dijiste, que uno es de donde estudió su bachillerato, porque yo estudié la mitad en San Sebastián y la otra mitad en Madrid; entonces, cuál de las dos mitades es la que cuenta más para decidir de dónde soy.

Retomando el otro tema, considero que el Estado debe garantizar el debate social en torno a la educación, pero no debe tener la pretensión de manejarlo de una manera definitiva; además, debe garantizar los medios de la educación, una buena formación de los maestros y que los trabajadores de la educación tengan sueldos suficientes, tengan un número de alumnos conveniente y tengan la posibilidad de reciclar periódicamente sus conocimientos.

Así que el Estado debe asegurar esa formación del profesorado, dotar de centros adecuados, de instrumentos, de laboratorios necesarios, y fundamentalmente lograr que la educación llegue a todos, porque precisamente la gente que menos posibilidades tiene de costearse una educación es la que más lo necesita. Quien tiene la suerte de nacer en una familia pudiente, donde hay libros, hay conversación, hay un clima cultural, probablemente necesita educarse –todo el mundo debe hacerlo–, pero ya tiene gran parte del camino recorrido. Sin embargo, muchas personas en los grandes países nacen en circunstancias familiares nada favorables en la cultura. En familias en que no hay aprecio por los libros, por la música, por la conversación, pero además existe un ambiente de discusión, hay niños que sólo tienen a la sociedad para educarse; la sociedad es la que debe responsabilizarse de su educación. Por lo tanto, el Estado está para garantizar educación a quien no se la va a poder costear por sí mismo. La educación no puede ser un asunto sólo para los que la pueden pagar, para los poderosos, tiene que ser algo que llegue a todo el mundo, porque cuantas más dificultades tienes en tu familia y en tu medio social, más necesidad tienes de educarte para salir de él.

Muchas veces he dicho que la educación es el instrumento para luchar contra la fatalidad social, contra esa fatalidad que hace que el hijo del pobre siempre tenga que ser pobre, que el hijo del ignorante siempre tenga que ser ignorante. La educación, precisamente, lucha contra esto, produce un cambio y permite que la fatalidad social se rompa, y eso es lo que el Estado tiene que garantizar, que la educación llegue a todo el mundo, que los profesionales de la educación estén tratados de una manera digna, que tengan los elementos necesarios. Ya la dirección ideológica creo que no corresponde exclusivamente al Estado, aunque éste sí puede suscitar un debate social en el que intervengan personas de la academia, profesionales estudiosos, representantes de medios sociales importantes que orienten los elementos culturales fundamentales que queremos transmitir.
No creo que el Estado, burocráticamente, deba decir quién es bueno o quién es malo, porque esa es una cuestión que varía con los tiempos, varía con las modas, y que un último término es un maniqueísmo ingenuo, porque sabemos que todas las situaciones sociales tienen aspectos positivos y negativos, y lo importante es que sepamos cómo vivir hacia el futuro y no que vivamos constantemente vengando los agravios del pasado. No hay nada más erróneo que preparar a la población para que luche constantemente en el siglo XXI las batallas del siglo XVI o del XVII; las batallas que hay que librar en el siglo XXI son las de esta centuria, aunque conocer el pasado lo más adecuadamente posible nos ayudará. Pero no son las batallas del pasado las que tenemos que librar ni los agravios del pasado los que tenemos que vengar, y pienso que el Estado también está un poco para recordar esto.