Julio-Septiembre 2005, Nueva época No. 91-93 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

 Ventana Abierta

 Mar de Fondo

 Tendiendo Redes

 ABCiencia

 Ser Académico

 Quemar las Naves

 Campus

 Perfiles

 Pie a tierra

 Créditos



 

 

 

Rotos, el mito de 1968 y la tradición pedagógica de México: Guevara Niebla
Edgar Onofre Fernández

En torno a los sucesos acaecidos en 1968 en nuestro país giran verdades que el común de la gente desconoce. A pesar de los años transcurridos, México no ha hecho un balance objetivo de lo que sucedió en esa época. Una de las personas que se ha abocado a presentar una realidad distinta a lo que la herencia mítica ha ofrecido al respecto es Gilberto Guevara Niebla, recientemente galardonado por la Universidad Veracruzana con la Medalla al Mérito, quien habla acerca de este tema, además de los límites del sistema educativo mexicano y del verdadero papel de la escuela.
 

El 24 de octubre de 1998, el novelista Paco Ignacio Taibo II publicó en el periódico La Jornada el artículo “2 de octubre: 30 años”, en el cual dio a conocer algunas notas resultantes de las indagaciones realizadas por la Comisión de la Verdad que el escritor encabezó en 1993. De acuerdo con Taibo II, aquella tristemente célebre tarde fueron disparados 15 000 proyectiles y hubo 300 muertos, además de 700 heridos y 5 000 estudiantes detenidos.

Uno de los más lúcidos dirigentes del Consejo Nacional de Huelga (CNH) en 1968 fue Gilberto Guevara Niebla, a la sazón estudiante de Biología en la UNAM y hoy uno de los principales especialistas en educación del país. Autor de títulos como La democracia en la calle (México: Siglo XXI, 1988) y Democracia y educación (México: Instituto Federal Electoral, 1998), Guevara Niebla también lo es de álgidas frases respecto del 2 de octubre de 1968, de las que presentamos apenas una discreta selección: “Preveíamos los cocolazos, las detenciones masivas; estábamos preparados para la cárcel, bueno, más o menos, pero no previmos la muerte”. “Las unidades del ejército se desplegaron en torno a la multitud como pinzas y en pocos minutos todas las salidas estuvieron cerradas. La multitud frenó de golpe al encontrarse frente a las bayonetas y retrocedió de inmediato: parecía una ola avanzando hacia el extremo opuesto de la plaza, pero también allí estaba el ejército; desde arriba vimos cómo la ola humana empujaba hacia otro costado. Aún sin entender por qué corría y de golpe retrocedía aquella multitud incontrolable, los últimos que quedábamos junto al micrófono, al volver el rostro, encontramos los cañones de las ametralladoras”.

Sin embargo, el de Guevara Niebla no es un anecdotario precisamente lacrimoso. Recién el año pasado publicó en Cal y Arena La libertad nunca se olvida, título bajo el que el profesor, como en la siguiente entrevista, se refiere al movimiento de 1968 como un mito: “Hubo un encadenamiento de hechos que hicieron posible que una masa despolitizada, enorme, se incorporara a la protesta contra el gobierno, contra los abusos de la policía. Tan rudimentario como eso. Es mentira que en 1968 hubiera una colectividad consciente, informada. Me torturaron en el Campo Militar número uno y me rompieron el alma, me destrozaron y tuve que rehacerme para seguir viviendo, pero ahora ya hay una cierta distancia”, explicó el propio Guevara Niebla en noviembre de 2004 durante la presentación de su libro realizada en el Distrito Federal, al referirse a la ventaja racional que representan el tiempo y la distancia para analizar los sucesos de 1968 bajo una mirada crítica y rigurosa.

Esta mirada, pues, es también con la que Guevara Niebla se introdujo a la agenda de la educación nacional. A partir de la premisa de que “la escuela no significa necesariamente educación”, ha realizado destacados aportes a la reflexión sobre la naturaleza y los accidentes de la labor educativa. “Tenemos muchísimas escuelas, gran número de maestros (1 500 000), un gran esfuerzo social invertido en escuelas, un porcentaje del PIB muy alto que se invierte en educación, pero los resultados son muy lamentables”, ha advertido en numerosas ocasiones y variados foros.

De los criterios oficiales vigentes para evaluar avances y retrocesos en la educación, Guevara ha señalado: “Me dice muy poco, realmente, saber el promedio de escolaridad en México; me dice muy poco la eficiencia terminal de la escuela, me dice muy poco la esperanza de sobrevivencia en el sistema escolar que tiene un alumno, por ejemplo. Todos los indicadores escolares nos dicen muy poco porque hay una especie de desfasamiento entre la escuela y la educación. Ir a la escuela no significa que los niños aprendan a leer, ni que aprendan cálculo, aunque transcurran seis años en la escuela. La Pedagogía es libresca, algo que a don Enrique Rébsamen o a Torres Quintero o a cualquiera de nuestros grandes pedagogos les hubiera parado los pelos de punta. Necesitamos quitarle peso pedagógico al libro”.

¿Cuáles serían las diferencias fundamentales entre un estudiante universitario de hoy y uno de 1968?
Creo que no es muy fácil comparar, pero al mismo tiempo puedo decir que hace 36 años el entorno social, cultural, político era radicalmente distinto al de hoy. Si juzgamos desde el punto de vista político, tanto en 68 como en la actualidad había y hay, por ejemplo, una gran distancia de la juventud respecto de la política. Yendo más allá del mito, muchos jóvenes –casi la mayoría– no estaban involucrados en política y estaban muy atareados en su vida privada. Pero lo que sí existía hace 36 años era una juventud que se podía relacionar con clases medias nuevas, emergentes en las zonas urbanas, y que estaban viviendo un brutal conflicto cultural y de adaptación.

Ese conflicto resulta muy claro si se lee (la novela del antropólogo norteamericano Oscar Lewis) Los hijos de Sánchez y se ve la diferencia entre los hijos y el padre: hay un abismo de valores entre los adquiridos por el padre en el medio rural y los adquiridos por los hijos en el medio urbano. Entonces, en la víspera de 1968 existía una clase media emergente y un conflicto cultural muy notable entre padres e hijos.

Asimismo, había un sistema político autoritario, presidencialista, de partido oficial, donde el fraude electoral era algo sistemático, con una opinión pública nula, en el sentido de que los medios de comunicación estaban absolutamente copados por el Ejecutivo y por los poderes estatales. Sin embargo, dadas estas circunstancias, teníamos una especie de vulnerabilidad del sistema político: el sistema político mexicano, creado durante el periodo de la Revolución Mexicana, había llegado a un punto en el cual no podía admitir la presencia de fuerzas políticas que actuaran con libertad o independencia respecto del partido oficial. Esto, más que una fuerza, era una vulnerabilidad, y eso fue lo que ocurrió en 1968: de repente, un incidente menor creó la química que permitió combinar todos estos factores y producir una explosión de malestar y descontento entre los estudiantes y de exigencia de respeto a las libertades políticas, que fue lo que esencialmente pedían los estudiantes. Una serie de elementos se combinaron para dar lugar a la protesta estudiantil, sin embargo, el tratamiento que recibió la propuesta es otra historia.

En la actualidad, tenemos una sociedad mucho más libre, mucho más abierta, y jóvenes que han crecido en un ambiente mucho más libertario que en el que crecimos nosotros. Un joven de hoy está igualmente alejado de la política que los de 68, pero este distanciamiento está asociado, además, a un poderoso vínculo entre los jóvenes y los elementos de la vida privada como la televisión, el consumo, la Internet, etc. La vida privada ofrece satisfactores y gratificaciones que en aquella época no eran tan poderosos. El desinterés, por decirlo de alguna manera, de los jóvenes por la política está más estructurado que el de los jóvenes de hace 36 años.

Por otro lado, la paradoja que las nuevas generaciones están viendo es que tienen posibilidades de participar, pero, en este breve lapso de democracia en México, la política no ha logrado atraerlas, las ha ahuyentado y ha habido mucha decepción en una buena parte de este sector: la política, los políticos y los partidos políticos se han desprestigiado, lo cual se revela claramente en las encuestas de cultura política que se han hecho. Me asombro mucho de la inteligencia de los jóvenes de hoy, de su libertad, y tal vez lo que me preocupa es el individualismo excesivo, el narcisismo, la dificultad que tienen algunos jóvenes para ver al otro. Este distanciamiento frente a la vida pública es el que debe preocuparnos a todos, porque ahora hay espacios de participación, margen de intervención y hay que usarlos. Sin embargo, los jóvenes de hoy son más inteligentes, despiertos, flexibles y dejan resbalar más las cosas que nosotros; nosotros nos azotábamos, pertenecíamos a una generación muy aprensiva.

¿Este narcisismo, esta frivolidad, esconde algo en la espalda? ¿Angustia quizá?
Creo que estamos ante jóvenes angustiados. La ansiedad y la angustia son algo estructural, por un lado, de la sociedad moderna –y lo describió muy bien Erich Fromm en El miedo a la libertad. La gente tiene miedo a tomar decisiones y enfrentar la vida. Hoy, los jóvenes temen mucho a la vida, posponen más su ingreso a la adultez, no quieren asumir sus responsabilidades ciudadanas, por ejemplo. Muchos de ellos, incluso, no se casan, tienen noviazgos muy largos, pasa el tiempo y siguen viviendo con sus padres porque no se quieren alejar de ellos: hay una especie de infantilización de la juventud. Esto tiene mucho que ver con la seguridad y la protección que existen en la actual sociedad para los niños y los jóvenes, cuyos derechos se respetan mucho más hoy que en nuestra época, hace 40 años.

Ahora tenemos que matizar y decir que hay jóvenes pobres, para los cuales no hay problemas existenciales. La pobreza es la fuente principal de ansiedad, las carencias materiales, la lucha día con día para aportar al hogar, si trabajas, o tener éxito en la escuela, si estudias. Y generalmente la distribución del éxito y el fracaso tiene que ver con el origen social: los niños pobres suelen ser los más atrasados y los niños ricos, a quienes mejor les va en la escuela. En consecuencia, la vida escolar también genera mucha ansiedad, sobre todo entre los muchachos de grupos más desfavorecidos.

La ansiedad y la angustia están en todas partes. La vida plantea muchos desafíos que no sólo angustian a los jóvenes, sino a todos. Un hecho notable, por ejemplo, es la globalización: por un lado, de repente, el mundo se integra económicamente como lo ha hecho, a través de franjas de mercado que atraviesan las naciones, estructuras de mercado muy amplias; por otro lado, está la interconexión y la comunicación entre naciones. La globalización es paradójica porque al mismo tiempo que nos acerca con lo distinto, permite identificarlo y distanciarnos de ello.

Curiosamente, en el momento en que el mundo se ha integrado –con la televisión, por ejemplo– han surgido las reacciones de nacionalismo y etnocentrismo más poderosas que se han observado en mucho tiempo. Entonces, la globalización también genera sentimientos de separación y formas de identidad excluyentes. Y es que somos distintos y nuestras actitudes nos impiden superar las diferencias y nos llevan a acentuarlas, es lo que está ocurriendo: nos estamos globalizando y, al mismo tiempo, separando, fragmentando, distanciándonos más.

Las preguntas anteriores vienen a colación porque el movimiento del 68 ha sugerido a las generaciones siguientes que es posible hacer frente al poder o morir en el intento.
Acabo de publicar el año pasado La libertad nunca se olvida, y en este libro tomé conciencia de la ausencia casi total de claridad en el público sobre lo que ocurrió en 1968 y, sobre todo, de la ausencia total de acumulación de experiencia en la dimensión racional. El 68 es un gran mito o muchos mitos, pero no hicimos oportunamente un balance de lo que ocurrió, y México todavía no lo hace, en alguna medida.

La publicación de este libro, que es un testimonio detallado y documentado de lo que ocurrió aquel año, ha tenido un eco que me ha sorprendido, porque la gente ha reaccionado con sorpresa al ver un 68 que no pensaron que hubiera sucedido jamás. En mi escrito presento una realidad muy distinta a lo que la imaginación o la herencia mítica ofrecieron; entonces, ese optimismo de que es posible cambiar es una lección sacada muy deprisa de 1968.

Mi generación, al contrario, lo que vivió al experimentar sobre todo la matanza de Tlatelolco fue un choque brutal contra la realidad, que fue como un salto al vacío. Las cosas no se modifican. Lo que 1968 enseña es que la dimensión meramente voluntaria no es suficiente para la transformación y que ésta es algo más lenta de lo que esperas. Si nos fijamos, el cambio democrático en México ha sido desesperadamente lento.

Las generaciones siguientes también han hecho un reclamo de dimensiones trágicas: ¿En qué clase de país vivimos que permite que le maten a sus hijos? ¿Es un flagelo exagerado?
Considero que cuando eres víctima de una matanza, cuando la sociedad sufre un trato tan cruel como el que las autoridades dieron a los jóvenes en 1968
–sobre todo el 2 de octubre–, la reacción lógica es llenarte de indignación, de coraje, de rencor. No puedes dar respuesta racional a lo irracional. El fascismo no merece el diálogo, se debe combatir. Lo que ocurrió, sin embargo, es que este país tenía (y tiene) un potencial de transformación mucho mayor del que suponíamos: algunos jóvenes se lanzaron a la lucha armada, desesperados porque pensaron que jamás habría un cambio. Y mientras ellos sacrificaban sus vidas y las de otros –entre ellos muchos civiles inocentes–, el país cambiaba: México entró a la ruta de la democracia, institucionalmente, desde 1978, pero sobre todo a partir de 1986 y contundentemente con la autonomía del IFE, en 1996.

Todo eso no lo podía imaginar una víctima de Tlatelolco, lo que podía imaginar era que tenía frente a sí un totalitarismo. Se necesita un equilibrio entre lo racional y lo emocional, pero cuando te disparan un balazo no puedes responder racionalmente. Y lo que creo es que, en la mirada que sucesivas generaciones han tenido sobre los hechos de 1968, ha dominado lo emocional y no lo racional, ha faltado poner en la balanza lo que pasó, cómo actuaron unos y otros, porque los estudiantes tampoco están exentos de culpa en lo que pasó –como lo demuestro en mi libro–, cometieron suficientes errores para limitar el espacio o el margen de acción de las propias autoridades.

Las sociedades y las civilizaciones avanzan por ensayo y error. Vivimos una experiencia, la reflexionamos, sacamos lecciones y aprendemos. La humanidad reside en el hecho de que el hombre no se tropiece con la misma piedra dos veces, pero nos tropezamos si no somos capaces de ponernos por encima de la emotividad, y lograrlo es muy difícil.

A las generaciones siguientes también se les reclama que carecen del espíritu universitario que los estudiantes mostraron en 1968...
Es un mito. En realidad, si se lee el libro que escribí, vemos que hubo un encadenamiento de hechos que hicieron posible que una masa despolitizada, enorme, se incorporara a la protesta contra el gobierno, contra los abusos de la policía. Tan rudimentario como eso. Luego se fue convirtiendo en una protesta de mayor alcance, pero es mentira que en 1968 hubiera una colectividad consciente, informada: precisamente la desinformación fue lo que hizo posible que se cometieran tantos errores en el comportamiento político de los muchachos.

Insultar la figura del presidente Díaz Ordaz gritando “Sal al balcón, hocicón” es gracioso y es típico de un adolescente, pero si haces política en serio, no puedes incurrir en ese lenguaje sin pagar un costo, el cual puede ser que la gente seria te desprecie. Las personas que creen en ti y en que estás luchando por el cambio democrático no admiten, no justifican esas expresiones. Si estás en política, hay que hacerlo seriamente, y los jóvenes del 68 estaban a medias en la política, seguían jugando y tuvo consecuencias muy graves.

Esto nos podría llevar al tema de la educación, en el que parece que todo mundo está de acuerdo: todos discursan acerca de que la educación es la apuesta al desarrollo, pero realmente no se ve que pasen grandes cosas.
Creo que se incurre en un exceso: se confía o se depositan demasiadas expectativas en la educación. La verdad es que el alcance del potencial de cambio de la educación es limitado; sin embargo, es un campo movilizador alrededor del cual se mueven las conciencias y se puede lograr una deliberación pública intensa, importante. Además, entre la gente informada hay una gran satisfacción con su educación.

Ahora, ¿qué es lo que pasa con la educación? Los mexicanos no podemos afirmar si ésta tiene o no potencial de cambio, porque simplemente nuestro servicio educativo no alcanza los estándares mínimos. Estamos alarmados y preocupados por los bajos alcances que tiene nuestro servicio educativo. La educación no es adoctrinamiento, no puede ser tampoco ideologización ni transmisión de una visión del mundo, sino que más bien es una preparación para pensar críticamente y enfrentar una realidad que siempre es plural y conflictiva. La vida te plantea todos los días dilemas morales, políticos, es contradictoria, problemática, y lo único que pedimos es que la escuela prepare para eso, para tener ciudadanos informados y críticos. Dejemos de lado, si se quiere, la política, pero formemos ciudadanos tolerantes y con pensamiento crítico. Eso sería suficiente.

¿Y quién es responsable de que la educación no tenga estos alcances? ¿La sociedad?
Así es; no es sólo el gobierno. Es bastante molesto escuchar las quejas reiteradas y las acusaciones de los ciudadanos contra las autoridades. En realidad, la responsabilidad principal descansa, o debe descansar, en los ciudadanos. Y si vivimos de espaldas a las escuelas y a las políticas educativas, no podemos exigir que haya buenas escuelas o una política educativa acertada.

Esto es lo que ocurre con los mexicanos: que llevan a sus hijos a las escuelas y los dejan ahí, como si éstas fueran una guardería, regresan cinco horas más tarde, los recogen y se acabó. No saben cómo funcionan las instituciones educativas, no se preguntan qué aprendió su hijo ni asumen responsabilidades serias frente al funcionamiento de las mismas. En consecuencia, las escuelas funcionan mal.

Hay quien se pregunta si la escuela, como parte de la organización social vigente, está formando ciudadanos decentes o simplemente reproductores del statu quo.
No, eso de la teoría de la reproducción es algo muy complicado. Estas teorías plantean que la función de la escuela es crear una cultura que es copia de la cultura precedente, como si fueran fotocopias. Eso no es cierto. La escuela no reproduce la cultura, es un espacio de interacción y, por lo tanto, de transformación cultural; además de que se intercambian significados –se encuentran niños protestantes con católicos, un chaparro con uno alto, un indígena con uno mestizo o blanco, aunque aquí, por fortuna, no hacemos con tanta frecuencia las distinciones raciales que se hacen en Estados Unidos– y esa ya es una función de cambio. Un muchacho humilde tiene contacto con un niño de clase media, y ese contacto, por sí sólo, está modificando el statu quo precedente.

La escuela es un laboratorio donde está en permanente fermentación la cultura y, en realidad, es un lugar de cambio cultural constante. Hay toda una argumentación académica mucho más complicada sobre este asunto, pero, para efectos de esta conversación, puedo decir que la escuela no reproduce, sino que por definición es un espacio de cambio, de encuentro, de diversidad, de interacción, de construcción de nuevos significados, etcétera.

Ahora, quizá el potencial innovador de la escuela se ha visto disminuido a medida que crece la fuerza de los medios de comunicación, como lo dijo (el teórico canadiense Marshall) McLuhan. Éstos le han quitado a aquella el interés para los niños. Antes de que existieran los medios de comunicación había menos aburrimiento en la escuela, era más novedosa para los infantes, quienes ahora quieren estar pegados a la televisión o a los videojuegos.

¿La escuela resulta para los niños una experiencia poco intensa, que carece del vértigo que sí tiene el bombardeo de información?
Exactamente. Los niños son fantásticos; viven una vida más intensa. En este momento, los grandes problemas con ellos son, por un lado, el Deficit Attention Disorder (desorden de déficit en la atención), es decir, no se concentran, les cuesta mucho trabajo hacerlo; por el otro, el aburrimiento y la depresión (antes no se deprimían). Estos fenómenos de soledad, depresión, déficit de atención e, incluso, suicido –entre patologías distintas– antes no ocurrían entre los infantes; tampoco las reacciones psicopatológicas de niños violentos que se registran no sólo en Estados Unidos, sino en todas partes.

Todos estos fenómenos nos hacen ver que la escuela está recibiendo niños sobre estimulados y que los profesores no están preparados para enfrentar a la nueva infancia. Por eso es fundamental la incorporación de los medios de comunicación en los procesos educativos; por ejemplo, proyectos como Enciclomedia son muy importantes, aunque no estoy muy convencido de que se estén implementando de la manera más adecuada. Es necesario que la escuela le entre a los medios de comunicación y las tecnologías y no que les rehuya como lo ha hecho.

¿El gremio de los profesores se ha vuelto complaciente, ha entrado en una especie de parálisis?
El gremio siempre ha sido muy conservador. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) firmó un convenio en 1946 y es el único documento que ordena las relaciones laborales en México. No conozco otro contrato colectivo; puedo decir que no existe. Aunque la autoridad para regular las relaciones laborales se transfirió a los estados, muchos de éstos no ejercen completamente esta facultad y hay una especie de doble negociación: se negocia en el centro y luego en la periferia. Y creo que la relación laboral tiene mucho que ver, yéndonos un poco atrás, con la discusión del presupuesto que hace el poder Legislativo.

El problema con el gremio, en el caso de México, es que creció mucho y adquirió una estructura rígida y centralista, mientras que, por otro lado, perdió su discurso pedagógico. Todavía hasta 1964, antes de cada elección presidencial, el SNTE convocaba a un congreso pedagógico nacional y tomaba una serie de acuerdos de carácter pedagógico que era material para comprometer al candidato que iba a ser presidente de la República. Era un pacto que se hacía entre el sindicato y el futuro presidente.

A partir de ese año no hubo más congresos y el sindicato perdió el discurso pedagógico, porque la educación cambió, surgió la investigación educativa, la psicología, la sociología, la teoría pedagógica, la historia de la educación, que se desarrollaron sobre todo en las universidades y en alguna Normal o en la UPN, y el sindicato dejó de tener puntos de vista educativos y se quedó con el aspecto exclusivamente salarial, laboral, mientras que, por otro lado, el gigantismo del sistema educativo reforzó la centralización y la adhesión corporativa del sindicato al PRI, otro factor muy importante.

Pero el factor de todos los factores, el más importante, fue que a medida que el crecimiento le daba fuerza cuantitativa al SNTE, repercutía en una pérdida de poder sobre la materia sustantiva de la educación, sobre la pedagogía, y lo aceptó acríticamente. Los profesores fueron desposeídos en el sentido de que fueron perdiendo capacidad de decisión sobre los métodos de enseñanza, los materiales, los calendarios, cualquier cosa. Todas las normas educativas quedaron lejos de su alcance y se empezaron a tomar de forma burocrática por parte de la SEP; el sindicato dejó de opinar y el maestro, con la masificación, se convirtió en una figura muy débil. El profesor es hoy un operador de disposiciones que se toman en un lugar remoto, que es la SEP, que es un edificio, un piso, una oficina del tamaño de este restaurante, donde unos tecnócratas toman decisiones que son aplicadas a 1 500 000 profesores, o la cifra que sea.

En consecuencia, la representación gremial se reforzó en sentido cuantitativo y burocrático, pero se debilitó en el hecho de encarnar los ideales de la profesión magisterial. En realidad hay un abismo entre los profesores y su representación gremial.

¿Tienen razón, entonces, quienes piensan que los sindicatos son culpables de buena parte del rezago en el sistema educativo?
No, tampoco. Es un exceso. Creo que el sindicato se ha convertido en una fuerza conservadora porque privilegia los intereses corporativos, o sea, la defensa de los trabajadores frente a los intereses de la nación. Si un profesor falta o llega tarde a su trabajo, es muy difícil que le llamen la atención seriamente o lo corran porque el sindicato es un defensor de oficio y defiende, incluso, el no trabajo. Si un maestro es incompetente, nadie lo evalúa, porque el sindicato se opone a que haya evaluación. Pero lo más alarmante es que las figuras directivas del sistema, como el director de escuela o el supervisor, son trabajadores de base, de acuerdo con el estatuto que se firmó en 1946; o sea que en realidad la jerarquía que debe haber entre jefes y operarios, en cualquier empresa, es imposible en la escuela porque el sindicato la borra, dado que en el gremio el director es un compañero del profesor en igualdad de condiciones. El primero, por tanto, se ve incapacitado formalmente para ordenar al segundo: no hay relación jerárquica posible. En los hechos tal vez la haya, porque la escuela, de manera espontánea, busca sobrevivir, pero la normatividad laboral es tan vieja que no ha podido arreglar este asunto. Entonces, en la defensa de los trabajadores, incluso se ha dado el caso lamentable de que profesores abusan de pequeños o cometen delitos y el sindicato los defiende.

Por otra parte, las plazas son prácticamente vitalicias, se venden, se heredan de padre a hijo, y todas éstas son irregularidades que el sindicato ha permitido y que hacen un daño enorme a la niñez y la educación. Por eso decimos que el sindicato, con esta política corporativa, privilegia los intereses de su grupo por encima de los de la nación y la educación.

¿Dónde han quedado los Rébsamen, los Carlos A. Carrillo, los Vasconcelos, los Torres Bodet?
La tradición pedagógica en México se rompió y estamos en riesgo de perderla por completo si las autoridades educativas no hacen un esfuerzo por rescatarla. ¿Dónde está publicada la obra de Rébsamen?, ¿dónde, la de Carlos A. Carrillo, la de Rafael Ramírez, la de Moisés Sáinz? Jaime Torres Bodet sí ha sido publicado, pero a Narciso Bassols nadie lo conoce. Todos los pedagogos mexicanos que fueron a estudiar a Estados Unidos, en la tradición de la escuela progresiva de John Dewey, son muy poco conocidos. Sólo tenemos el trabajo muy heroico de un profesor que murió recientemente, Ángel J. Hermida, quien hizo un trabajo colosal, filológico, de recuperación de materiales para publicar las obras completas de Rafael Ramírez en los años cincuenta o sesenta, a través del Gobierno del Estado de Veracruz, además de las obras de Carlos A. Carrillo y los congresos educativos veracruzanos. Es el único maestro mexicano que se lanzó a una empresa como ésta. Lo que es injustificable es que las autoridades educativas no lo hagan.

¿A las autoridades no les interesa realizarlo o no existe gente calificada para hacerlo?
Creo que mucho del problema de la educación es que los puestos educativos los ocupan personas que no saben de educación o que no están interesadas o que no tienen experiencia de dirección educativa, sino que se trata de políticos convencionales, compadres o amigos de los gobernadores o de los presidentes, o son resultado de ecuaciones entre partidos políticos, el sindicato y los gobernadores. Y el problema está también en muchos otros niveles. Pero sí falta una conciencia de recuperar el pensamiento educativo mexicano. ¿Quién ha leído a Vasconcelos?, ¿quién sabe qué dice en De Robinson a Odisea?, ¿cuáles son las tesis que defiende?, ¿qué tanta actualidad tiene?

Teniendo en mente que el problema es de una arboladura gigantesca, ¿la gran revolución educativa mexicana, que está pendiente, es posible?
Desde 1968 no creo en revoluciones y mucho menos armadas, sobre todo por la experiencia que tuvimos con los guerrilleros en los años setenta, que fue espantosa, en donde murió mucha gente inocente, civiles sobre todo –aunque también policías y militares inocentes, habría que decir– y guerrilleros que fueron asesinados sin respetar sus derechos humanos. Fue un conflicto absurdo, a partir del cual los mexicanos aprendimos que la lucha armada no es el camino, sino que necesitamos buscar cambios pacíficos.

Ahora, “revolución educativa”, en términos de metáfora, tampoco es admisible. Don Jesús Reyes Heroles la usó, pero la palabra revolución supone cambio súbito y no creo que esto sea posible. Considero que los cambios súbitos, de un día para otro, pueden darse con facilidad en una sociedad autoritaria, pero en una sociedad democrática, cualquier cambio debe pasar por el tamiz de la deliberación pública y ése es el problema de las democracias: tienes que debatir e involucrar a todo mundo en la discusión. Necesitamos, pues, una deliberación muy rica en materia educativa para impulsar el cambio en
este ámbito.

La empresa asegura que la educación privada es la que tiene la respuesta, la educación pública tiene sus defensores. ¿Qué opina de la polémica entre educación pública y privada?
Me parece que hay posiciones extremas. Hay figuras del sector público que explican los defectos o los problemas de la educación culpando al sector privado, y en éste también hay ciertas posiciones extremas que culpan a la escuela pública, pero me parece que éstas son minorías. Un juicio más equilibrado entiende que en una sociedad democrática siempre habrá educación privada y debe haberla. Es muy importante que exista y no sólo por el efecto de emulación que genera la separación de lo privado y lo público, sino también por el hecho de que aunque tengamos un Estado educador no significa que el Estado sea el único agente responsable de la educación. La sociedad civil y el sector privado también tienen algo qué decir respecto a la educación, y lo que el Estado educador debe hacer, en todo caso, es regular la intervención de la sociedad civil y la iniciativa privada. Creo que no hay que confundir educación pública y privada con otras situaciones asociadas a esta división.

Lo más dramático en México es que las clases medias y altas envían a sus hijos a las escuelas privadas, y los pobres, a las públicas. Entonces, esta división lamentablemente está asociada a otra que es muy grave: la división social de los mexicanos entre ricos y pobres. Es esto lo que da pie a una polarización entre ambos sectores. Lo que necesitamos, desde luego, es mejorar una y otra, pero sobre todo la educación pública que atiende a las mayorías. Debemos garantizar que la educación pública ofrezca una escuela de tanta calidad en aspectos instrumentales como la privada y que ésta, que casi siempre favorece aspectos instrumentales, ofrezca una formación ciudadana más integral. Requerimos corregir de los dos lados.