Abril-Junio 2005, Nueva época No. 88-90 Xalapa • Veracruz • México
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En México vivimos un proceso
político de sobresaltos: Pascoe

Irma Villa

Para Ricardo Pascoe, existe una duda fundada en muchos mexicanos acerca de la viabilidad, conveniencia y factibilidad de la democracia como forma de gobierno. No se trata –ataja– de volver a una vieja forma de gobierno, sino de cuestionar y plantear los retos que una nueva forma de gobierno aparentemente más abierta nos ofrece.

Hoy en día, la mayoría de los países pugna por tener gobiernos democráticos, cuyo poder de decisión esté avalado por el voto ciudadano para crear sociedades más equitativas en las que prevalezca el Estado de derecho. Sin embargo, los esfuerzos que se han realizado para lograr esto han sido vanos, ya que la democracia no garantiza una mayor justicia social ni un mejor reparto de la riqueza, ni siquiera respeto a las garantías individuales.

El problema es tal que, en el último informe sobre democracia que presentó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), se plantea que la democracia se ha extendido ampliamente en América Latina, pero que sus raíces no son profundas, al grado de que el 50 por ciento de los latinoamericanos –hombres y mujeres– estaría dispuesto a sacrificar un gobierno democrático con tal de alcanzar un progreso real socioeconómico.

Para Ricardo Pascoe Pierce, ex embajador de México en Cuba, la democracia “debiera ser un gobierno representativo de las opiniones e intereses mayoritarios y minoritarios del pueblo, que actúe en consecuencia de los intereses del Estado nacional”, y esto es posible en sociedades donde hay una verdadera competencia electoral. Sin embargo, según él, en México hoy estamos siendo testigos y víctimas de “una democracia distorsionada, una democracia que no logra ser ni ese gobierno ni ese poder legislativo representativo de los intereses del pueblo, porque no hemos logrado afinar un sistema electoral”.

Enrique Krauze comentó que a la democracia no hay que ponerle adjetivos y que ésta no es sinónimo de neoliberalismo…
Lo que Krauze planteó es que la democracia tenía, y tiene, simplemente formas básicas de gobierno: el respeto al voto, al pluralismo y a la alternancia en el poder; el saber ganar y perder en las elecciones; un voto por persona estrictamente; la aplicación plena del Estado de derecho… y esto es necesario para construir una sociedad basada en el criterio de la democracia sin adjetivos.

Pero Krauze también dijo: “Desembocar en la democracia no es el final del viaje; hay que saber afianzarla, conducirla y, en algunos casos, acotarla”. Criterios básicos que seguían aplicables en ese momento –antes de la transición política de nuestro país–, según Krauze. Y en este sentido, hay que decirlo ahora, era una concepción absoluta y totalmente occidental de lo que era la democracia y la participación del individuo en su cultura política. Pero ha pasado y, con ello, empiezan a salir los matices, los cuestionamientos y las incertidumbres. Y hoy me atrevería a decir que existe una duda fundada en la cabeza de muchos mexicanos acerca de la viabilidad, la conveniencia y la factibilidad de la democracia como forma de gobierno.

Que conste, no se trata de volver a una vieja forma de gobierno, sino de cuestionar y de plantear cuáles son los retos que una nueva forma de gobierno aparentemente más abierta nos ofrece, pero que al mismo tiempo genera la sensación social de que no estamos logrando resolver los grandes temas y los grandes conflictos del país.

Entonces, ¿neoliberalismo y democracia no son sinónimos?
No, por supuesto que no son sinónimos. Aunque acepto que son dos conceptos íntimamente ligados; incluso, me atrevería a decir que están necesariamente vinculados en un continuo proceso político social.

Al respecto, Krauze escribió que “la democracia y el liberalismo no son sinónimos”, como también lo señaló Fareed Zakaria, en su libro The Future of Freedom: Liberal Democracy at Home and Abroad, donde presenta ejemplos como el siguiente: Inglaterra lleva siglos gozando amplias libertades cívicas –algunos dirían que desde el siglo XIII, cuando los nobles impusieron los límites de la Carta Magna al rey Juan sin Tierra–, pero fue a partir del siglo XX cuando introdujo el sufragio universal.

¿Es necesario que México, que los países tengan una democracia occidental, al estilo que exige los Estados Unidos, como forma de organización de las sociedades?
Para responder esas interrogantes y dudas, creo que tenemos que ver nuestra propia historia, la cual arroja lecciones interesantes si logramos no sólo descifrar sino también desmitificar o romper con nuestros propios estereotipos de lo que hemos sido como país.

La transición política de nuestro país y el haber pasado de una forma de gobierno a un proceso como en el que estamos inmersos en este momento, nos habla de dos tipos de sociedad: una tradicional en vías de extinción, que hemos tipificado mucho como una sociedad corporativa, una sociedad que aglomeraba las grandes masas en organismos controlados políticamente por el Estado y por un partido único; y una sociedad moderna que está por nacer.

En realidad, en términos de una ideología predominante y visto desde la óptica de la sociología, el nacionalismo mexicano se convirtió en un complemento de la economía, que postulaba una organización de la sociedad que aglutinaba viejos usos, costumbres y estructuras de las sociedades rural y urbana.

¿Cabe la idea de la colectividad en el contexto actual?
La colectividad ha tenido un gran valor en nuestra cultura política y sigue existiendo en muchas partes del país. Por ejemplo, en Oaxaca, el 70 por ciento de los candidatos a las presidencias municipales es elegido por el método de usos y costumbres en este momento.

Esto se debe a que la sociedad mexicana, de los años treinta a mediados de los setenta, tenía la idea de que el Estado debía otorgarle una serie de seguridades, y esta idea, que compartíamos con otras sociedades latinoamericanas, no formaba parte de una concepción de la época, sino que en nuestro país había una particularidad: una sociedad tradicionalmente comunitaria y colectivista. Por ello, hasta el día de hoy, aún vemos usos y costumbres en la designación de candidatos dentro de las comunidades.

Junto con esta sociedad tradicional mexicana, impulsada por el sistema político del PRI –el cual perduró durante mucho tiempo porque tenía importantes niveles de legitimidad y de credibilidad, independientemente de que combinaba, como lo hace todo régimen, factores de concesión y represión–, teníamos un Estado benefactor en todos los sentidos de la palabra que, independientemente de sus excesos, generaba una forma de bienestar para la población: seguridad social, un concepto del siglo XX que antes no existía.

Al terminar esta fase de la sociedad mexicana y al expandirse el término de democracia, ¿nuestro país decide pasar de una sociedad colectivista a una individualizada?
Sí, efectivamente, pero en la medida en que se expande en el mundo occidental la idea de la democracia como sistema obligatorio y la democracia representativa de Europa y de Estados Unidos, en sociedades como la nuestra crece concomitantemente una nueva noción de economía y, por lo tanto, una nueva noción del individuo en la sociedad: surge la llamada economía neoliberal.

¿Cuáles son las transformaciones que operan en México al darse el cambio de régimen?
Primero, las responsabilidades y las obligaciones históricas del Estado cambian. El gobierno empieza a perder su imagen de proveedor de seguridad social, a privatizar sus empresas y a disminuir su capacidad económica; por lo tanto, comienza a menguar su capacidad de ofrecer servicios básicos a la sociedad. Pero, al mismo tiempo, Estado y sociedad empiezan a decir: “Muy bien, tampoco hay que concebir al individuo como un sujeto colectivo, sino como un sujeto individual”.

Dicho de otro modo, hemos transitado, paulatinamente y a la par de la transformación de nuestra economía, hacia una sociedad mucho más individualista, donde se realza el papel del ciudadano, el papel del individuo como elector. Ya no somos electores colectivos; por lo tanto, cada individuo representa su propia opinión, misma que tiene que ser respetada. Además, la individualización del sujeto de la sociedad va acompañada por la economía de mercado.

Por lo visto, se ha llegado a la convicción de que culturalmente se progresó, al pasar de una sociedad de pensamiento único a una sociedad plural. ¿Por qué, entonces, seguimos enfrentando problemas postelectorales?
Hay una contradicción entre la disciplina partidista –forma que sigue siendo la tradicional dentro de la sociedad– y la representación de la ciudadanía. Éste es un tema de discusión en una sociedad que transita dificultosa y dolorosamente hacia nuevas prácticas políticas, pero que no están resultando satisfactorias. ¿Por qué? Porque a la mitad del río nos hemos dado cuenta de que hemos dejado atrás las formas tradicionales de organización y hemos asumido la pluralidad, la alternancia, la importancia del voto por individuo como principios básicos de nuestra nueva democracia; sin embargo, como individuos hemos perdido nuestra representación o nuestra capacidad de representarnos, y en este contexto los partidos políticos no están atendiendo los reclamos de la ciudadanía en la nueva sociedad.

Creo que eso es lo que, hoy en día, pone en tela de juicio la validez de la democracia. Además existen otras razones, por ejemplo, estamos corriendo el peligro de que el desencanto de la sociedad mexicana ante estas nuevas prácticas democráticas –o políticas– nos lleve a revivir nuevamente lo que vivimos durante la última elección federal: un altísimo grado de abstención, que interpreto como una protesta velada, quizás frustrada, sin dirección, sin ideas claras, pero no deja de ser una protesta. Y el que no entienda el significado de este proceso, difícilmente podrá entender los próximos procesos en la sociedad mexicana.

De lo anterior se deduce que estamos viviendo un proceso político de sobresaltos: nunca sabremos lo que va a ocurrir hoy en la tarde. Vivimos una singular crisis, lo que significa el descontrol y éste es siempre desconcertante para la sociedad, pues indica que los parámetros para la definición y resolución de conflictos no se han establecido.

En esta modernidad democrática, en la que cada quien defiende su terruño en términos políticos, ¿dónde queda el pueblo, la sociedad en general?
Me llama mucho la atención la extraordinaria incapacidad de todos, sin excepción, para pactar los acuerdos necesarios para al menos lograr, en la cámara de diputados, medidas políticas y económicas que acompañen al proceso de transición que se vive en el país.

No tenemos una cultura política para forjar alianzas; tenemos una que oscila entre la tradicional estatista y la de pensamiento único. Por esta razón, no hemos logrado avanzar hacia una cultura política democrática y funcional. De hecho, lo que se observa es que en el actuar de los políticos, quienes no pueden acordar las posiciones o las medidas legislativas necesarias para que el país avance, se está demostrando que la democracia no sirve, que ésta sí es un ejercicio con adjetivos –a diferencia de lo que nos dijo Enrique Krauze– y que, incluso, nos urge ponerle adjetivos, porque si no lo hacemos y simplemente pensamos que es una maquinaria que funciona por sí sola, corremos el riesgo de desencantar a la sociedad y de que ésta rechace la política misma y la participación.

A tal desencanto debemos sumar el hecho de que la democracia moderna no está llevando a cabo lo que, desde mi punto de vista, fue y sigue siendo la gran virtud del viejo sistema: ofrecer, en la medida de sus posibilidades, de sus recursos y de sus visiones, un respaldo solidario al conjunto de la población. Es decir, el viejo sistema no dejaba solos a los individuos en la búsqueda de su destino dentro de la sociedad, no era en sentido estricto una máquina generadora de pobres, como en la actualidad, y sí creaba redes de seguridad y de protección social que eran muy importantes, independientemente de que el costo de esto era eliminar la individualidad del ciudadano como ente político.

La gran interrogante de nuestros tiempos es cómo resolver los problemas que demanda la sociedad, en el contexto del avance del pensamiento moderno y de la conversión del ciudadano en un sujeto individual con voto y con criterio propio, donde el mejor candidato gana las elecciones libres, las elecciones sin fraude.
Si no somos capaces de plantear como sociedad estos grandes problemas: las reformas estructurales y el proceso de transición, así como el progreso político real y la pérdida de la solidaridad que debería tener la sociedad mexicana, podríamos entrar en un enfrentamiento que va a tener altísimos costos para la sociedad mexicana en su conjunto.

Hace más de 100 años, Porfirio Díaz dijo que México no estaba preparado para la democracia. ¿En pleno siglo XXI, nuestro país todavía no está preparado para vivir en una sociedad democrática?
Lo que sucede es que no se ha creado un sistema realmente representativo. Por ejemplo, el problema de las deformaciones de un sistema electoral radica en quién tiene los recursos para manejarlo. Entonces, en vez de crear un sistema realmente competitivo, incluso abriendo oportunidades a candidaturas fuera de los partidos para poder competir en las elecciones, cerramos el sistema. De hecho, en el Congreso de la Unión, los partidos políticos acaban de cerrar las posibilidades para que nuevos partidos se registren, al incrementar los requisitos a tal grado que ni siquiera los partidos con registros podrían cumplirlos. Esto conlleva a que no haya una competencia abierta y a tener una suerte de partidocracia empezando a dominar el sistema electoral. En efecto, la tendencia general del país es hacia el bipartidismo.

Usted tiene la impresión de que nuestro país se dirige hacia el bipartidismo. ¿Cuáles son los partidos de los que habla?
Vamos hacia un bipartidismo encabezado por el PRI y el PAN. Esa es la tendencia, y no sólo por imitar a los Estados Unidos, porque también Inglaterra, España y la mayoría de los países de democracias electorales son bipartidistas, aunque tienen
partidos chicos.

¿Y aun con esto, se puede hablar de democracia?
Pues en términos electorales sí, porque la gente sale y vota, los electores están votando por esos partidos. Ahora, la gran pregunta es ¿por qué la gente siente que esas son las únicas alternativas? Porque, entre otras cosas, no cree tener opciones y alternativas construidas, incluso al margen de las estructuras partidistas.

¿Cuál es la vía para que las pequeñas minorías de las que usted habla puedan tener representatividad en el Congreso de la Unión?
En primer lugar, hay que cambiar las leyes electorales que en este momento impiden la formación de nuevas voces minoritarias en el Congreso, ya que éstas son un contrapeso necesario y las tenemos que fomentar. Rechazo la idea perversa de que los partidos pequeños son simples negocios; más bien pienso que los partidos grandes son grandes negocios; entonces, si a esas vamos, los partidos chicos son negocios chicos, pero no creo que ésta sea una concepción correcta.
Desde mi punto de vista, hay que ver a los partidos políticos como minorías cuyas voces tenemos que escuchar, pues tienen temas importantes de qué hablar, como ecología, deterioro ambiental, participación de la mujer, preferencias sexuales, salud… Tenemos, pues, que romper con ese monopolio de la partidocracia sobre el debate y la agenda nacional.

En la tendencia a romper con la partidocracia, ¿ayudan en algo las organizaciones no gubernamentales?
Creo que son formas incipientes de organización que, de una u otra forma, permiten a las minorías tener representación en el Congreso. El problema también es que nosotros estamos apenas aprendiendo a hacer este tipo de cosas en México.

¿Es también una resistencia a nuevas ideas?
Sí, somos repelentes a nuevas ideas y esto no debe continuar. Tenemos que abrirnos, debemos aprender a pensar en otros términos. Ciertamente, sufrimos por esto y nos ha costado mucho aprender, porque hemos vivido en un sistema muy tradicional, somos parte de una cultura muy conservadora, muy inclinada al unipartidismo, no sólo porque tuvimos al PRI, sino porque así es nuestra cultura.
Los mexicanos no nos hemos abierto a otras corrientes de pensamiento, pues eso nos cuesta mucho trabajo, y por ello no admitimos a migrantes en nuestro país. Para un extranjero ha sido muy difícil convertirse en ciudadano mexicano, porque somos una sociedad muy cerrada y lo hemos sido siempre.

¿La democracia puede ser la medida de una sociedad?
Creo que es una de las medidas. La democracia no como un concepto único, sino como una forma de participación de la gente en la toma de decisiones.

¿La democracia es un factor que contribuye a la justicia social, a la igualdad entre los ciudadanos?
No necesariamente. De hecho, hoy estamos dando la impresión de que a mayor democracia, menor reparto justo de riqueza, y esto es un problema. Me explico: todos sabemos que la individualización de la política es parte de la economía de libre mercado, y ésta ha concentrado aún más el ingreso de nuestro país. Antes no teníamos a un hombre extraordinariamente rico y poderoso que decide el destino de miles de personas –por no decir millones– en función de sus intereses particulares, como Carlos Slim. Esto es una aberración de la sociedad moderna.

Por eso yo he dicho que, independientemente de que está bien darle el papel al individuo como tal, ya no al sujeto corporativo, no puede ser que a cambio de esto vivamos un reparto del ingreso cada día más desigual. Hay que recuperar el papel del Estado y tenemos que balancear las dos cosas: el individuo como sujeto, pero también el Estado como actor central.

Se dice, usted mismo lo ha asegurado, que el mayor error de la sociedad contemporánea mexicana fue tener un sistema de partido único, pero ahora con lo que acaba de expresar, tal parece que está extrañando este sistema.
No, no dije un partido único. Dije que ese concepto de sociedad hacía que la gente creyera en un Estado fuerte, y el Estado fuerte es un Estado benefactor. El problema es que nuestra nueva individualización, nuestra liberación democrática, va acompañada por el encogimiento del Estado, mismo que ya no se preocupa por la gente y ya nadie se preocupa por la gente.

Si el Estado protegía los intereses de la sociedad en general, pero sobretodo los de las clases marginadas, y ahora no hay quien lo haga, ¿qué es lo que debemos hacer?, ¿hay que abandonar el neoliberalismo y volver al Estado paternalista?
Lo que tenemos que hacer es recuperar el papel del Estado y rechazar del neoliberalismo el encogimiento del Estado, dado que éste tiene que jugar un papel fundamental para dirigir este proceso.

Un error conceptual de nuestros gobernantes es vender todos los bienes del Estado, que el Estado como aparato pierda poder. Entonces, hay que recuperar esto, hay que hacer una sociedad democrática heterodoxa y no ortodoxa como proponen los norteamericanos, hay que reformular la democracia a la mexicana y en función de nuestra realidad, la cual nos dice que requerimos de un Estado para intervenir en la economía y dar rectoría. Esta es la única manera de repartir la riqueza de la sociedad en forma equitativa.

Al mismo tiempo, el Estado fuerte no tiene por qué quitar al individuo el derecho de ser el elector que ahora es, no debe volver a convertirlo en un sujeto corporativo. Los mexicanos podemos seguir gozando de esa libertad, pero tenemos que encontrar el equilibrio.

Todos hablan de democracia, los gobernantes, los partidos políticos, las organizaciones… y todos la definen de manera distinta. ¿Cómo la define usted que ha sido militante de izquierda y defensor de la democracia?
Debiera ser un gobierno representativo de las opiniones e intereses mayoritarios y minoritarios del pueblo, que actúe en consecuencia de los intereses del Estado nacional. Esto se logra, básicamente y en términos formales, en una sociedad donde existe una competencia electoral; es decir, donde hay una igualdad en la competencia y, por lo tanto, donde las expresiones tanto minoritarias como mayoritarias pueden tener algún tipo de representación, ya sea en el poder Ejecutivo o en el Legislativo.

Y lo que he externado es más bien mi percepción de lo que estamos viviendo hoy: una democracia distorsionada, una democracia que no logra ser ni ese gobierno ni ese poder legislativo representativo de los intereses del pueblo, porque no hemos logrado afinar un sistema electoral.