Abril-Junio 2005, Nueva época No. 88-90 Xalapa • Veracruz • México
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Estamos sentados en un barril de pólvora
El mundo de utopías no está muerto, sólo le han puesto una inyección de morfina

Edgar Onofre Fernández

Crecimiento es un término que se ha utilizado como sinónimo de desarrollo, pero es hora de entender las diferencias. Sergio Boisier, economista chileno y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, da cuenta de dicha desemejanza, pero también de la posibilidad que tienen los países de América Latina de alcanzar el desarrollo, y de las utopías necesarias para construir realidades más humanas.

El Índice de Desarrollo Humano (IDH), parte integral del Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, clasifica a 177 países según su nivel de desarrollo humano. Durante 2004, esta clasificación reveló enormes retrocesos en materia de ingresos, así como de esperanza de vida provocados por el VIH/SIDA, particularmente en el África subsahariana.

El instrumento diseñado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) es, pues, una alternativa seria que nos permite dejar de utilizar el ingreso como medida del bienestar humano y obtener información acerca de los diferentes aspectos del desarrollo humano. En este sentido, el IDH es un indicador compuesto que mide los avances promedio de un país en función de tres dimensiones básicas del desarrollo humano: una vida larga y saludable, medida según la esperanza de vida al nacer; la educación, medida por la tasa de alfabetización de adultos y la tasa bruta combinada de matriculación en educación primaria, secundaria y media superior; y un nivel de vida digno, medido por el PIB per cápita en dólares estadounidenses.

Esta manera de entender el desarrollo en los países, sin embargo, es heredera de una serie de postulados que teóricos como el chileno Sergio Boisier han sostenido tanto en sus trabajos de investigación como en ponencias públicas ofrecidas en el ámbito internacional y que poco a poco han encontrado eco. Es Boisier quien ha destacado que en “los últimos años han mostrado una saludable evolución del concepto de desarrollo, alejándose cada vez más de su sinonimia, iniciada en la década de los años cuarenta, con el más elemental concepto de crecimiento. Es más y más frecuente leer interpretaciones del desarrollo que lo colocan en un contexto mucho más amplio que la economía, acercándolo mucho a una suerte de constructivismo en el que prima lo subjetivo, lo valórico, lo intangible, lo holístico, lo sistémico, lo recursivo, lo cultural, la complejidad, para citar sólo algunas de las características que se atribuyen ahora a la idea de un desarrollo social”.

En un ensayo publicado en 2001, Boisier se refería al desarrollo “como el logro de un contexto, medio, momentum, situación, entorno, o como quiera llamarse, que facilite la potenciación del ser humano para transformarse en persona humana, en su doble dimensión, biológica y espiritual, capaz, en esta última condición, de conocer y amar. Esto significa reubicar el concepto de desarrollo en un marco constructivista, subjetivo e intersubjetivo, valorativo o axiológico, y, por cierto, endógeno, o sea, directamente dependiente de la autoconfianza colectiva en la capacidad para ‘inventar’ recursos, movilizar los ya existentes y actuar en forma cooperativa y solidaria, desde el propio territorio”.

Veinte años antes, el economista brasileño Celso Furtado había asegurado que el desarrollo “se trata de un proceso social y cultural, y sólo secundariamente económico. Se produce el desarrollo cuando en la sociedad se manifiesta una energía capaz de canalizar, de forma convergente, fuerzas que estaban latentes o dispersas”.

Por su parte, el también chileno Luciano Tomassini ha venido sosteniendo durante años que, en la noción de desarrollo, “la importancia del gobierno, las mayorías electorales, los equilibrios macroeconómicos, del producto bruto interno y de los ingresos monetarios promedio en las sociedades es por lo menos relativizada por la emergencia de preocupaciones en torno a la calidad de vida, la participación en la sociedad, la posibilidad de elegir los propios estilos de vida, la libertad de expresarse, el respeto a los derechos, la educación, la igualdad de oportunidades, la equivalencia en dignidad, el papel de la juventud y el de la mujer, la seguridad ciudadana y la vida en las ciudades que, a falta de conceptos previos, se denominan ‘temas valóricos’”.

Esta discusión es la que hoy retoman las Naciones Unidas con el fin de entender, primero, la situación en que hoy se encuentran los países del mundo respecto a la satisfacción de las necesidades más importantes de sus habitantes, discusión que coloca a Noruega como el país del mundo con el mayor desarrollo humano, a Sierra Leona como el de peores indicadores, a Argentina como el mejor desarrollado entre los países de Latinoamérica y a México en el lugar 53, uno de los últimos que todavía alcanzan la categoría de Desarrollo
Humano Alto.

Teóricos como Juan María Alponte han manifestado con insistencia que existe una diferencia muy importante entre crecimiento y desarrollo. ¿Se entiende esto más allá de los círculos académicos, por ejemplo, en las sociedades?
Creo que se está empezando a entender. No me atrevería a decir que haya permeado por completo, pero hay una indicación muy significativa en el hecho de que, por ejemplo, hoy en día los informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se llevan a cabo en todos los países del mundo y aportan datos sobre el índice de desarrollo humano. Pero, más allá de la medición y las cifras, estos informes tienen una parte sustantiva de análisis del desarrollo y, en efecto, marcan clarísimamente la diferencia tajante entre crecimiento y desarrollo, pero no la independencia entre ambos procesos.

Mal que mal, hasta San Agustín decía: “primero comer y después filosofar”, y esto no deja de tener algo de razón. De manera que hay un progreso –a mi juicio– evidente, no sólo conceptual, en términos cada vez más vinculados a la práctica y a las intervenciones sociales.

Sucede que los organismos internacionales plantean al mundo nociones de desarrollo humano, pero desde la realidad de los países de América Latina este discurso provoca la sensación de que se encuentra muy lejano...

Por supuesto, estamos lejos de una situación ideal. Pero si se me permite referirme a mi país, al menos en los últimos 14 años –los del restablecimiento democrático– hemos visto que los tres gobiernos que han ocupado el cargo desde 1990 han sido enfáticos en una línea central: crecimiento con equidad. Y, de hecho, la reducción de la pobreza y la disminución de la indigencia en Chile han sido notables. Entonces, en algunos casos ha sido posible mostrar que se puede combinar las cosas, se puede crecer eliminando una parte significativa de la pobreza.

La tradición retoma con frecuencia lo que San Agustín decía: “primero está el hambre que los libros”. ¿Existe algún punto donde la satisfacción de ambas necesidades pueda converger y donde el desarrollo de la educación no se detenga porque existe hambre?
Eso es algo sobre lo que he venido hablando. A veces la hegemonía del pensamiento más economicista, de la alta burocracia pública y de los ministros, tiende a introducir prioridades que a mi juicio son equivocadas. Entonces, se dice algo que aparentemente suena muy razonable: que los recursos que tenemos disponibles son relativamente escasos para los próximos cinco años, que vamos a tener que hacer algunas cosas después y que debemos anteponer, por ejemplo, la salud a la educación.

Eso suena hasta cierto punto razonable, pero podría decir que, a nivel muy primario de educación y salud, no se puede hacer eso porque se tiene que trabajar las dos áreas en forma simultánea. Una madre analfabeta, sobre todo en medios rurales, es la mejor garantía de un hijo tarado, porque –por ejemplo– la madre no sabe que hay que hervir el agua y el niño va a sufrir permanentemente enfermedades gastrointestinales, no tiene la menor idea de lo que es la estimulación precoz y, por supuesto, no sabe leer ni escribir. Esto es un poco duro, pero en la práctica es así: una madre analfabeta es lo peor que le puede ocurrir a un niño, lo va a transformar eventualmente en un tarado.

Entonces, ¿cómo vamos a priorizar una cosa sobre otra? No se puede, hay que ejecutar las dos acciones simultáneamente: enseñar a la madre a leer y a escribir, pero también a hervir el agua, para ponerlo en términos muy simples. Salud y educación van juntas.

Esta noción de desarrollo humano –“si no es humano, ¿cómo va a ser desarrollo?”, dice usted en uno de sus ensayos– contiene elementos que la cultura empresarial ha despreciado por considerarlos utópicos, como si una utopía fuera algo dañino para el hombre. ¿El desarrollo es una utopía que debe seguir viva?
El hombre necesita utopías para poder vivir, porque si no carece de ambición, de visión de futuro. Creo que las utopías son imprescindibles, tanto las personales como las sociales. Pero… me gustaría saber cuáles son los aspectos que el criterio mercantil ha desechado.

Por ejemplo, el teórico argentino Héctor Schmucler dice que comunista y romántico ya no son palabras con connotación negativa, pues para la cultura empresarial ya no existe el objeto que pretendían denominar, se desechó, y ya no es mala...
No estoy tan seguro de eso porque hay una revitalización muy fuerte de los aspectos intangibles, incluso en la cultura económica, empresarial. La inteligencia emocional, que está de moda, es una cuestión que le interesa a las empresas al máximo y que se trata de emociones cuyos objetivos no son cuantificables. La responsabilidad social en las empresas es una cosa que está aumentando, porque los empresarios no son absolutamente imbéciles, se dan cuenta de que, si pueden mostrar una empresa que se preocupa por su entorno, es mejor.

Tampoco soy ingenuo y no creo que todos estén dispuestos a meterse de lleno en cosas que son difusas, que son de largo plazo. No creo que el mundo esté tan viciado por la economía. Hay una anécdota a propósito de comunistas: Paulo Coelho, político brasileño que fue gobernador de Sao Paulo y con el que preferiría guardar prudente distancia, fue precandidato a la presidencia de la república en Brasil. Durante una reunión con los periodistas, alguien le preguntó: “¿Doctor, qué piensa usted de la izquierda y la derecha?”, y él dijo: “Mire, yo vengo llegando de Europa y allá izquierda y derecha son señales de tráfico”. Una respuesta astuta para decir que estamos en otra era, que es cierto que se acabaron los metarrelatos, la guerra fría –enhorabuena–. Yo diría que, efectivamente, estamos en un periodo de escasas utopías y que hay que construirlas. Eso me parece interesantísimo.

Esto resulta alentador, pero ¿qué podemos esperar en los países de América Latina frente a temas como el desarrollo?
La pregunta no es qué podemos esperar, sino qué podemos hacer. Y podemos hacer lo que queramos, colectivamente, porque todas estas cosas suponen adquirir un poder político; si no, estamos haciendo declaraciones románticas. La cuestión está en cómo se puede crear o acumular poder político favorable a un cambio. Me refiero a un cambio de estilo, porque a un cambio de sistema no le veo ninguna posibilidad y tampoco está en mis perspectivas personales.

Si yo pudiese instalar en América Latina un capitalismo, por ejemplo, al estilo holandés, yo sería feliz, porque ese capitalismo, comparado con el que practicamos, es casi una cosa maravillosa. Entonces, la cuestión es cómo generar poder político. Bueno, el poder político se crea cuando dos hombres se unen. Eso es sencillo. La cultura nuestra, tradicional, dice que la unión hace la fuerza y ese es el asunto: cómo unirse para generar poder político. No es una pregunta fácil de responder, se responde más fácil al nivel micro que al nivel macro.

¿Cuántos habitantes tiene México? Aproximadamente 120 millones. Entonces, es mucho más fácil unir a seis millones del estado de Veracruz que a 120 millones de mexicanos. Con esto lo que quiero decir es que trabajando de abajo hacia arriba las tareas son más fáciles, más que si las realizáramos de arriba hacia abajo, como lo hemos hecho tradicionalmente.

¿Esto implica que la sociedad es responsable, en buena parte, del desarrollo?
Por cierto, yo creo en el desarrollo de los veracruzanos, porque, insisto, no es el desarrollo de Veracruz como estado el que interesa, sino el desarrollo de los veracruzanos, para lo cual el desarrollo de Veracruz es una condición. Esto es más que un juego de palabras. Y ese desarrollo no lo va a venir a hacer nadie, sino los propios veracruzanos.

Esto implica un cambio que, se suele decir, pasa por la mentalidad y la manera en que uno vive su propia cultura. ¿Un cambio de esta naturaleza qué dimensiones tiene?, porque se habla mucho de él, pero tal vez se pierde la noción de su justa dimensión.
Su justa dimensión temporal. Pensemos en el caso de Irlanda: 1985, tercer país más pobre de la Unión Europea, 30 por ciento de desocupación, economía esencialmente primitiva, productos de origen rural y una guerra civil terrible. Veamos hoy en día: tercer país con mejor ingreso per cápita de Europa, primer exportador mundial de software, siete por ciento de desocupación –que para Europa es casi un chiste–, sin guerra civil. ¿Es posible o no hacer las cosas en un espacio de tiempo perfectamente aceptable? Es evidentemente posible.

Estos ejemplos sugieren que las cosas en el mundo todavía pueden ser diferentes, a pesar de que muchas veces la cultura dominante se empeña en negarlo. ¿Quiere decir que el mundo de sueños y utopías que se supone está muerto, no lo está del todo?
No. A lo sumo le han puesto una inyección temporal de morfina, pero no está muerto. Se encuentra dormido apenas.

En este sentido, sobre todo para el caso de América Latina, ¿las instituciones que han regido la organización social y que parecen imbatibles, resultan caducas?, ¿hay que cambiarlas?
Hay que ser cuidadoso con el lenguaje. Uno tiene que distinguir entre instituciones y organizaciones. Instituciones son las reglas del juego, tanto implícitas como explícitas, vale decir, las leyes, las costumbres, etcétera. Las organizaciones son lo que comúnmente llamamos instituciones, porque somos poco precisos para usar el lenguaje. Entonces, estamos hablando de organizaciones y éstas hay que mantenerlas mientras sean útiles, si dejan de serlo ¡adiós!, hay que cambiarlas.

Recientemente, Peter Drucker, en uno de sus trabajos, hizo una pregunta terrible: “¿Sobrevivirán las universidades al siglo XXI?” Y la respuesta es no, porque ve que las universidades son organizaciones muy rígidas, extremadamente impermeables al cambio; por tanto, si no se modifican radicalmente, no tienen nada que hacer en el siglo XXI. Hoy en día se puede hacer un doctorado virtual. Puedo discutir la calidad de ese doctorado, y podemos mejorarla, pero el hecho fundamental es que es posible hacer un doctorado virtual.

A riesgo de sonar ingenuo, ¿realmente es tan urgente para las sociedades primero entender y luego lograr su desarrollo? Es decir, ¿si no lo logran, están camino a la catástrofe?
Entender es una responsabilidad de los humanos, de los seres racionales, y es la mejor garantía de intervenir con probabilidades de éxito. No digo que se garantice el éxito, pero si entendemos el problema, aumenta la probabilidad de tenerlo. Cuando uno se enferma y va a un médico, lo primero que queremos es tener seguridad de que el médico sabe, no queremos que nos meta el bisturí sin darnos prueba de su conocimiento. Si eso ocurre a nivel individual, ocurre también en el ámbito colectivo, social. Si yo quiero una intervención, no me importa si la hace el gobierno o los privados o si la vamos a hacer entre todos, yo quiero que se sepa, que haya conocimiento que permita avalar la racionalidad de esa intervención.

Pero, ¿en verdad es insostenible la manera en que vivimos?
Por supuesto. Estamos sentados en un barril de pólvora. Por ahí lo he escrito: “no me explico cómo no se han incendiando Bastillas a lo largo y ancho de todo el mundo”. Me parece de una pasividad increíble. A lo mejor yo me siento más seguro en esa pasividad, pero intelectualmente no me convence mucho. Sin embargo, en efecto, estamos hablando de barriles de pólvora.