Enero-Marzo 2005, Nueva época No. 85-87 Xalapa • Veracruz • México
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Jean Santeuil
Marcel Proust

 

Introducción

¿Puedo llamar novela a este libro? Es quizá menos y mucho más, la esencia misma de mi vida recogida sin poner en ella nada ajeno, en esas horas desperdigadas en que transcurre. Este libro no ha sido nunca hecho, ha sido cosechado.

Había ido con un amigo mío a pasar el mes de septiembre en Kerengrimen, que entonces (en 1895) no era más que una granja lejos de todo pueblo, en los manzanares, a orillas de la bahía de Concarneau. Muchos parisienses y muchos ingleses iban a pasar allí el verano, exactamente igual que en un hotel. Pero el dueño, el tío Buzaret, le había dejado el nombre de granja y también las apariencias, siguiendo los consejos de pintores que habían descubierto el lugar, que volvían todos los años, se quedaban allí hasta ya muy vencida la estación, le dejaban cuadros cuando no podían pagarle, habían intimado con él más que los otros clientes y se propusieron enriquecerle haciéndole hombre de buen gusto.

Mientras no llegaba el mal tiempo —entonces se comía en un comedor con un buen fuego—, se hacían al aire libre, en mesas de casa de labranza, frente al mar, unas comidas dignas de ser servidas entre las columnas de mármol de los grandes hoteles suizos. Pues a veces nos encontramos, muy asombrados, con abstracciones realizadas: ver a la prostituta sentimental que, por desconfianza de la literatura, imaginábamos peor, exactamente como la literatura la pintaba, y lo mismo con el jardinero que ama sus flores y habla de ellas de una manera esmaltada de imágenes, y el rural que siente el encanto de su granja y no la estropearía con embellecimientos de mal gusto. A un pintor le sorprende encontrar de pronto su mismo tipo de inteligencia en un labriego, en un marinero, de la misma manera que, en una carta en la que nuestra lavandera nos comunica la muerte de su hijo, vemos una delicadeza digna de nuestro corazón y de la que carecen muchas personas de nuestro mundo. Un lenguaje de hoy reconocido en un canto de la Iliada y la similitud de una crisis de la historia de Egipto con los acontecimientos actuales acaban de demostrarnos que una sustancia que constituye el fondo de la humanidad, a veces invisible y como interrumpida, no muere, sin embargo, y la encontramos donde menos lo esperábamos.

Charlando una tarde con el dueño, me enteré de que una de las personas que se sentaban no lejos de nosotros, en una de las mesas grandes, y en la que, tengo que confesarlo para mi vergüenza, no había reparado nunca, era C., el escritor que, entre los vivos, poníamos entonces mis amigos y yo por encima de todos los demás. Mi amigo había ido de pesca. Yo esperaba impaciente su regreso para darle aquella gran noticia. Por fin, volvió y vio en seguida, ante mi alegría, que acababa de hacer un gran descubrimiento. Ya no faltaba mucho para la cena. Hicimos varios borradores de cartas y los fuimos quemando, hasta que, ya al filo de la hora de cenar, hubimos de conformarnos con el último, que entonces nos pareció el peor y nos hizo arrepentirnos de haber quemado los demás. Quizá lo habríamos hecho mejor al día siguiente, pero no podíamos esperar, no podíamos soportar que C. siguiera una hora más en la ignorancia, aunque en ella parecía haber vivido tan a gusto hasta entonces, de la proximidad en que se hallaba de dos admiradores tan fervientes. Como nuestros nombres, que eran entonces y siguen siendo muy desconocidos, no decían gran cosa, por no parecer demasiado intrigantes y por valorar más nuestra admiración, aludimos de refilón a una duquesa con la que nos tratábamos mucho y que nos había dicho que le conocía muy bien. Nos pareció que podíamos decir sin mentir que era allí donde le habíamos visto la primera vez. Mi amigo llevó la carta a la sirvienta, que prometió entregársela cuando volviera.

Mientras él hacía esta diligencia, a mí me palpitaba ya el corazón. Naturalmente, nuestro nerviosismo fue mayor aún cuando nos dirigimos a la mesa, y hasta que nos dimos cuenta de que el escritor no estaba aún allí. Cada vez que se abría la puerta, nos preparábamos igualmente a un abrazo como a un cartel de desafío.
Entonces se nos aparecían todas las faltas de nuestra carta. Por fin entró nuestro hombre: parecía muy contento, lleno de barro, y se sentó alegremente entre dos damas inglesas con las que parecía en muy buenas relaciones. De pronto, la sirvienta le trajo la carta; desde este momento estuvimos con la nariz metida en el plato, temblando cada vez que oíamos que alguien se levantaba. Por fin salió con las damas inglesas. Entonces quedamos convencidos de que recibía a todas horas cartas como la nuestra y no les prestaba la menor atención. Nos vimos pequeñísimos. Hasta tal punto ignora nuestro amor propio lo mismo la certidumbre de esa pequeñez que cualquiera de nuestras facultades. ¿Quién no ha hecho de sí mismo un juicio favorable cuando obtiene un premio en un concurso, quién no se desprecia el día que fracasa en el bachillerato? Y, sin embargo, en nuestra carta había frases buenas.

Volvió C. Nos disponíamos a levantarnos: no, venía a coger un cigarro. Mas por el movimiento giratorio que hizo después, comprendimos que venía hacia nosotros. No nos consultamos, nos levantamos y nos dirigimos a su encuentro. No le dijimos nada de lo que queríamos decirle, pero sí varias cosas que después nos parecieron estúpidas. No nos habló de la duquesa. Últimamente nos enteramos de que la duquesa le había confundido con otro y de que él no había estado nunca en casa de la duquesa. De suerte que no hubiéramos podido encontrar nada que le inspirase tanta desconfianza hacia nosotros. Sin embargo, no nos la manifestó y seguramente no sintió ninguna, hasta tal punto las cosas a las que damos importancia tienen, en realidad, muy poca. Le preguntamos sobre todo lo que entonces nos interesaba más, especialmente sobre la región en que nos encontrábamos. Como nos dijo que a él le gustaba, nos inspiró el deseo de encontrarlo bello. Le arrancamos nombres de lugares, que se transformaron en metas de excursiones, casi de peregrinaciones. Cuando él decía que algo le parecía encantador, algún epíteto más preciso, al darnos la razón de un gusto tan prestigioso a nuestros ojos, daba algo más definido a las simpatías por mil cosas que despertaba en nosotros con una palabra sincera. Como lo hacen los jóvenes en presencia de un maestro al que admiran, le preguntábamos sobre todas las cosas de que él no hablaba en sus libros. Cuando se fueron dispersando los otros habitantes del hotel, le vimos más a menudo, y al marcharse, a su vez, las dos damas inglesas, a las que acompañó hasta Quimper, nos tocó comer a su lado, pero rara vez con él, pues llegaba siempre muy tarde, cuando todo el mundo había terminado de comer.

A fuerza de preguntarle, y de preguntar a los demás sobre él, habíamos acabado por saber cuándo trabajaba. Paseaba mucho tiempo por los acantilados, siempre subiendo, seguramente exaltándose cada vez más en sus pensamientos, pues desde abajo le veíamos caminar cada vez más deprisa, correr, sacudir la cabeza, hasta que llegaba a la casita de un torrero, situada en un lugar por el que no pasaba nunca nadie. Y allí, en aquel paraje verdaderamente sublime, seguía con los ojos las nubes, escrutaba el vuelo de los pájaros que pasaban sobre el mar, escuchando el viento, mirando al cielo, a la manera de los antiguos augures, no como un presagio del futuro, sino más bien, según yo lo entendí, como una rememoración del pasado: pues unas gotas de agua que empezaban a caer, un rayo de sol que reaparecía, bastaban para recordarle otoños lluviosos, veranos soleados, épocas enteras de su vida, horas oscuras de su alma que entonces se iluminaban, hasta embriagarle de recuerdo y de poesía. Cuántas veces, escondidos mi amigo y yo, le divisamos. Parecía mirar enfrente algo que no comprendía bien. Y, con una serie de movimientos enérgicos y delicados, sobre todo de las manos, que se cerraban fuertemente cuando levantaba la cabeza, todo su cuerpo parecía imitar el esfuerzo de su pensamiento. Después, de pronto, parecía gozoso, dispuesto a escribir. Entonces entraba en la casita del torrero, donde se había refugiado un día de lluvia, y adonde, desde entonces, volvió todos los días. Al marcharse entregaba a aquel hombre una pequeña cantidad, tan importante para aquel lugar que los primeros días no se atrevía a aceptarlo, y que nos confirmó en la idea de que C. era de una generosidad que, a mi parecer, procedía, tanto como de su deseo de complacer, de su ignorancia de las cosas de dinero, de la necesidad de que los que vivían a su lado tuviesen buena opinión de él. Solía pasar mucho tiempo escribiendo. El torrero y su mujer se iban a la otra habitación para no hacer ningún ruido. A veces, cuando el escritor se marchaba y el hombre se había ido al mar, la mujer corría por los caminos para acurriar las ocas que, espantadas por los ladridos del perro, se habían ido hasta el mar, donde a veces se ahogaba una, pues nadaban muy mal. Una vez, mi amigo y yo, espiando desde una roca el trabajo de C., le vimos entretenerse, después de asegurarse de que el torrero y su mujer no podían verle, en echar las ocas hasta el mar. Cuando la mujer volvió y no encontró sus ocas, empezó a gritar. C. hizo como si sólo entonces se diera cuenta de que no estaban delante de la casa. Pero debía de reírse interiormente, lo que demuestra que no era tan bueno como aquella gente le creía. La mujer se disgustó mucho por la huida de sus gansos, pues no pudo recuperarlos a todos. Aquel día estaba el mar bastante nervioso: dos ocas se ahogaron y a otra la estrelló una ola contra una roca.

Por otra parte, un matrimonio que estaba entonces en Kerengrimen, y que era la segunda vez que allí iba, nos habló muy mal del carácter de C. Le habían conocido el año anterior, habían comido siempre con él y habían tenido ocasión de hacerle importantes favores. Cuando volvió a París, ni siquiera fue a verlos, ni contestó a dos invitaciones que, a pesar de esto, le hicieron. Nos dijeron también que se acostaba con la criada de la hostería. Debo decir que, en cuanto a cartas de amistad, me dijo un día que no las escribía nunca. Para él eran como una especie de pararrayos que sacan del entendimiento toda su electricidad y no permiten que se acumule hasta esas verdaderas tormentas interiores donde puede brotar, y sólo en ellas, el verdadero relámpago del genio, donde la palabra humana adquiere un poder que la hace retumbar lejos como el trueno.

En el tiempo que la princesa de X. pasó en su castillo de Kercaradec, que no está lejos de Kerengrimen, con numerosa y brillante compañía, vimos un nuevo C. Muy elegantemente vestido, iba al castillo y a veces no volvía en varios días, y nunca con el aire contento como cuando volvía de casa del torrero. Tanto que un día en que salió para el castillo me aventuré a decirle: «Monsieur, sería mejor que fuera al faro, pues sabe que volverá más contento del faro y que al menos habrá escrito algo bueno». C. frunció el entrecejo como alguien a quien le ponen el dedo en la llaga, pero no por eso dejó de ir al castillo, y durante unos días estuvo más reservado. Después la princesa se fue de Kercaradec. C. pasaba los días como voy a decir.

Por la mañana, cuando no había estado toda la noche en el mar, salía con un grumete a su exclusivo servicio y se iban a pescar. Como era muy fuerte, le gustaba el tiempo tormentoso más que ningún otro, y muchas veces se desnudaba, se tiraba del barco y le seguía a nado durante horas. Por la noche solía mandar a la sirvienta a despertar al grumete, que estaba ya durmiendo en su cama y le hacía levantarse para preparar la barca, cosa que a algunos les parecía muy dura. Es que le había gustado el tiempo, bien porque hubiera luna o bien al contrario, porque había mal tiempo. Frecuentemente se pasaba toda la noche en el mar. Y en el mar dormía mejor que en tierra, donde tenía el sueño tan ligero que había dado a todos los criados de la granja zapatillas muy gruesas para que no le despertaran al andar. Ya he dicho cómo pasaba el tiempo por la tarde, trabajando en casa del torrero, hombre seguramente muy tranquilo, pues los dos anteriores se habían vuelto locos, porque en el invierno, cuando había tempestad, el mar saltaba sobre el faro con sus olas furiosas, haciendo tal ruido que, según parece, la razón apenas puede resistirlo. Anochecía. C. casi no veía las letras que trazaba, pero, llevado por la necesidad de seguir con la pluma la velocidad, muy grande entonces, de su pensamiento, seguía escribiendo. El hombre del faro, sin hacer ruido, entraba a encender una mala lámpara. Y como C. no podía escribir mientras el torrero estuviera allí, y para darle a entender, parándose, que no debía permanecer mucho tiempo, posaba la pluma y dejaba caer sobre él su mirada feliz que, por otra parte, parecía sorprendida de contemplar en aquel momento la cara roja y tranquila del torrero.

Cuando llegaba un navegante a ver al guarda del semáforo y saludaba con un saludo llano que hacía levantar la cabeza a C., y se llevaba la mano a la gorra, el torrero se levantaba y le llevaba a otra estancia, donde se ponían a fumar sin hablarse, cruzando de vez en cuando unas palabras en voz baja, y así pasaban horas. Por lo demás, lo mismo ocurría en la hostería, donde el hostelero entraba a veces en su cuarto y lo cerraba sin ruido. A veces, mientras se vestía, la muchacha, que en aquel momento estaba arreglando la habitación, mientras hablaba con él observaba de pronto que contestaba distraídamente, se ponía a pasear de extremo a extremo, todavía con la esponja o las botas en la mano, pero seguramente pensando en otra cosa y habiendo olvidado lo que quería hacer, pues se paseaba así, con la esponja o con las botas, sin servirse de ellas. Entonces la sirvienta dejaba de hablar, seguía arreglando lo que estaba inmediatamente bajo su mano y desaparecía en silencio. A veces ni siquiera la oía salir, otras le dirigía sin hablar, como por miedo a que se echara a volar algo, una sonrisa de agradecimiento. Otras veces, por el contrario, cuando la muchacha entraba, él acababa de trabajar, o de leer, o de despertarse. C. hablaba a la sirvienta más de lo que era necesario para lo que necesitaba, preguntándole con simpatía si había dormido bien, y con respeto si le había gustado el sermón que había oído en la iglesia, pidiéndole noticias del litigio del panadero, de la salud de la vaca, de la pesca de la víspera, extendiendo con gusto su vida a la vida de todas aquellas vidas situadas junto a la suya. Estos días la muchacha se daba muy bien cuenta de que el señor quería hablar, se quedaba con él, que muchas veces estaba bajo las mantas sorbiendo mientras tanto su café con leche y partiendo un croissant a la vez que hablaba, hasta que, de pronto, la sirvienta se acordaba del guiso que se iba a quemar, de que se le había olvidado ordeñar la vaca. Y era un gran placer para C. que la muchacha se quedara aquellos días, pues me imagino que las mañanas en que el sol, librándose sonriendo de las nieblas matinales, dirige a la naturaleza su largo y afectuoso saludo, es para él un placer acariciar a la mar, desierta todavía, calentar la playa, jugar entre las ramas agitadas por la brisa de la madrugada y posar ligeramente su mirada de simpatía en el marinero que salió al alba en su barca hasta embriagarle de calor, de bienestar, de alegría, hasta sacarle de la frente una gota de sudor, y antes de llegar a esto, ver cómo responde a su cordialidad la serenidad del cielo que recibe, todo él, su luz, y cómo las pequeñas nubes no se oponen a su humor comunicativo, no toman un aire preocupado y no caminan con gesto sombrío por el horizonte, como si las reclamaran asuntos más serios, o cómo otras no llamadas no vienen a tomar al asalto el cielo como para emplearlo en otras cosas y obligar al sol a guardar su luz para él, pero permaneciendo en mitad del cielo, bogando acaso, pero tan despacio que, de la misma manera que las marsopas, cuando emergen de las olas en tiempo tranquilo, parecen más bien flotar y como si hubieran de permanecer allí indefinidamente. De suerte que lo único que el poeta puede pedir a los demás cuando quiere y mientras lo quiere, que se marchen y se callen, y otras veces que hagan eco a su contento y correspondan a su simpatía, y lo que los poetas han buscado hasta ahora inútilmente en la protección de los reyes, en la adoración del mundo, en la compañía de los otros poetas, en el cariño de la familia, C. lo había encontrado muy fácilmente en aquella pequeña hostería de Bretaña. No encuentra su oriente la perla en los palacios donde sirve de ornamento, lo encuentra bajo un polípero embrionario, a centenares de leguas en el fondo de los mares. Por mi parte, sentía el mismo placer cuando veía al pescador, en la simplicidad de su respeto y en la seguridad de su instinto, retirarse de puntillas o quedarse, cuando era necesario, hablando con C., y ayudar así inconscientemente a la eclosión tan delicada de una obra que él ignoraría siempre.

Cuando C. se marchaba, decía adiós al torrero y a su mujer, que estaban cenando en la estancia donde sólo había una gran brújula sujeta al suelo por un pie de madera y un pequeño hornillo encendido junto al cual comían en una mesita. El resplandor del hornillo y de una vela no alumbraba toda la estancia, pero la claridad que concentraba sobre la pared era sedante y tan llena de la calma de la vida cuyas escenas más tranquilas alumbraba cada noche, a la hora en que han terminado los trabajos, que C., ya bajando el acantilado en el viento de la noche, se volvía varias veces para mirar a los dos guardas que estaban cenando, y cuando se encontraba ya demasiado lejos para verlos, para mirar la pequeña luz a cuyo color parecían haber pasado la calma de aquellas ocupaciones, la sencillez de aquellos corazones, la comodidad de aquel reducto, la dulzura de aquella vida. Volvía, y, notando que llegaba retrasado, y con frío además, caminaba deprisa y llegaba a cenar cuando mi amigo y yo solíamos ser los únicos que le esperábamos, al menos desde que las dos damas inglesas se marcharon. Parecía contento de lo que había hecho, comía deprisa, fijando ante él en el vacío unas miradas llenas de pensamientos, y muchas veces permanecía varios minutos sin decir palabra. De vez en cuando se quitaba los lentes, se enjugaba la frente, se echaba hacia atrás con la mano el pelo rojizo y que ya griseaba, peinado en cepillo, y se reía sin decir por qué. A su lado, debajo de un plato que los sujetaba, estaban unos papeles que nosotros suponíamos que eran los que había escrito en el día. Como la estación mala echara sucesivamente a todos los demás habitantes del hotel, nos quedamos solos con él y le preguntamos si querría, después de leernos todo lo suyo que no conocíamos, ofrecernos cada noche la lectura de lo que había escrito por la tarde. Después de unas palabras de confusión sobre la lata que nos infligiría, nos lo prometió, y después de leernos una tarde todo el comienzo de la novela que estaba escribiendo, todas las noches, cumpliendo lo convenido, terminada la cena, cogía los papeles que estaban a su lado, debajo de un plato, y se ponía a leérnoslos, pero previas tantas precauciones oratorias y entreverando la lectura con tantas autocríticas destinadas a impedir las del auditor, a la manera de la gente de letras, que muchas veces nos veíamos obligados a interrumpirle y hacerle volver a empezar.

A veces nos parecía que en la novela de C. figuraban algunas palabras del hostelero, alguna salida de la sirvienta. Pero nunca encontramos en él la menor huella del sentimiento que tantos escritores, cuando su ilustre personalidad condesciende a pintar personas de poco más o menos, no pueden menos de expresar exclamando: Al buen marinero que en este momento prepara en silencio la sopa de la noche le sorprendería mucho saber que estamos hablando de él, que su figura tan desconocida, su vida tan oscura están durante unos momentos en la primera página de este periódico, que ocupan la atención del ministro, del riquísimo banquero, de la mujer de moda. Nunca le dijo al hostelero: «Está usted aquí», mostrándole aquellas páginas, y cuando Felicidad le decía: «Ya que escribe usted sobre tantas cosas, ¿por qué no escribe nunca sobre Felicidad, sobre su corbata, que Felicidad tiene que ponerle para que no salga en camisa? Seguro que más de una vez eso haría reír a la gente más que muchas cosas que se escriben», C. se limitaba a sonreír y a decirle: «Sí, claro, de seguro». Y es que, en realidad, no podía decir a nadie, a nada, desde la princesa hasta Felicidad, desde sus insomnios hasta la playa: «Sois mi libro». Pues de sobra sabía que no tenían la menor intervención en la iluminación que él había recibido muchas veces en su presencia.
Apenas si, en un momento, en la mesita de la cocina del hostelero a la que a veces iba a sentarse, le habían encontrado un aire distraído, y tan bueno. Por no molestarle, el hostelero, el pescador habían dejado de hablar y bebían en silencio mientras la pequeña seguía en el suelo jugando con el perro y Felicidad llegaba con las fuentes, como en el cuadro de Rembrandt que representa los peregrinos de Emaús. En este momento habían cambiado el agua sin que ellos intervinieran para nada.

A decir verdad, en estos momentos de profunda iluminación, cuando el espíritu desciende al fondo de todas las cosas y las ilumina como el sol desciende al mar; cuando el movimiento de la pequeña que, esperando que su compañero esté dispuesto, balancea indolente la raqueta con su brazo desnudo; cuando las quejas de las innumerables hojas de la lila que gimen suavemente sostenidas por un tronco lánguido; cuando el ligero alzarse de las cejas del hombre que espera en el café su vaso, queriendo demostrar su desdén por la compañía y marcando lo mucho que se cuida de su opinión, como esos trujamanes de comedia a quienes se encomiendan las más halagüeñas palabras y que repiten despropósitos ridículos, son seguidos con igual encanto por la mirada, para la que, entonces, una sombra un poco iluminada, una curva que se acentúa, no son ya unos signos jeroglíficos más, sino caracteres que hablan expresando la verdad más grata y que bastan ellos solos para darle sin fatiga esa embriaguez que los demás hombres buscan en los venenos sólo para expiarla en el sufrimiento, una embriaguez que no es ya la embriaguez estéril, que sólo sirve para ver durante una hora las mismas cosas de una manera agradable, sino que hace ver otra cosa que perdura una vez disipada la imagen; el poeta agradece ciertamente todas esas cosas que entonces le han prestado su apoyo y su encanto, como la pobre recién parida agradece al médico que tan bien la ha asistido y guarda un buen recuerdo del pescado cuyo frescor fue tan grato a su boca seca y de las golondrinas que le gustaba ver volar en círculos frente a su ventana mientras, en su seno, se cumplía un trabajo misterioso. Mandará una fotografía de su hijo a ese médico que fue el primero en cuidarle, como C. mandaba al hostelero un ejemplar de la novela que había escrito en Kerengrimen, como copiaba de su puño y letra para la princesa de X. unos versos que había compuesto un día paseando solo por su parque. Quizás hasta llegaría a dar a su hijo, en el bautismo, el nombre que recuerda esas cosas que asistieron bondadosamente a su nacimiento; y hasta, cuando le llame Teodoro creyendo darle el nombre de ese médico, de ese extraño tan bueno, el verdadero sentido de la palabra dirá: regalo de los dioses. Pero no puede hacer más, sabe que de lo que es verdaderamente él no puede ella disponer para éste o para el otro; que sólo en su sonrisa, en el color de sus ojos, en su alegría, en su valor, depende de ella; que sólo en un momento tuvo en sí la guarda de su vida, y que ahora, a su pesar, se la da a todos los hombres, a los que reportará el bien o el mal, eso no lo sabe, a toda la naturaleza que vendrá a experimentar en él la dulzura de todos sus rayos, la perfidia de todos sus miasmas, a la vida en fin, y a la muerte. Igual con su libro: C. podía dedicarlo a un amigo, lo daba a todos los hombres.

Pero a veces, cuando acababa de trabajar, C. se entretenía en mostrar a Felicidad algo de ella, la descripción de su gorro, la transcripción de algunas palabras suyas. Felicidad no podía creerlo, podía verlo, y como ante un cuadro para el cual hubiera posado, decía reconociéndose: «Pues sí que es eso. ¡Y mi gorro! Qué dirán al verlo, querrán conocer a esa Felicidad de la que usted habla tanto, a la que muchas veces ha hecho rabiar, hay que decirlo. —Yo la quiero bien, Felicidad», decía C. levantándose y posando el manuscrito. Por su parte había hecho lo que había podido; era el momento de dar gracias a los dioses y a los hombres. Entonces bajaba, bebía con el hostelero, con el pescador, paseaba, se entretenía en tirar a los gorriones, en reírse con Felicidad mientras llegaba la hora del almuerzo. De suerte que a Felicidad y a aquel hombre tan pensativo les gustaba sobre todo contar que era tan amigo como cualquier otro de bromear, que era buena persona, como se dice con gusto de un santo sacerdote que no desdeña la buena mesa y conoce los buenos vinos. Ya sea que estas curiosas inteligencias, estos nobles caracteres, rehabiliten para nosotros nuestros más humildes goces entregándose a ellos y les den para nosotros mismos como un encanto nuevo, un bautismo de inocencia, o bien que mientras sólo conocemos el alma, por noble, por elevada que sea, mientras no conocemos la materia, no sabemos bien a qué especie pertenece, si a la nuestra, si es una especie viva y sin embargo admiramos su elevación, la nobleza, la verdad es que sólo sentimos verdadero placer ante la perfecta semejanza de la vida.

Aquella tarde, cuando volvimos para la cena, encontramos en el jardín a C., que estaba corrigiendo el cuaderno de francés de la hija del hostelero.

—Esta noche no tendré nada que leerles —dijo—, hacía tan buen tiempo que he estado todo el día en el mar y no he trabajado. Pero miren qué mal enseñan el francés a esta pequeña. Miren lo que aprende de memoria: Un buen padre viejo tiene doce hijos, estos doce hijos tienen más de trescientos, estos trescientos tienen más de mil, éstos son blancos, aquéllos son negros. Cuatro fuentes llanas en cuatro fuentes hondas, cuatro fuentes hondas en cuatro fuentes llanas. Y les dan a leer Le bourgeois gentilhomme: la niña no entiende, pero le dicen que de todos modos tiene que seguir. Me ha señalado por dónde iba. Va por las coplas turcas, muftí, cadir, berir, y la niña lo lee atentamente creyendo que aprende palabras francesas.

Pero la pequeña, que tenía mucha más confianza en la ciencia de la dueña de su pensión que en la de C., no parecía muy contenta con aquel entrometimiento en sus trabajos y le dijo en bretón:

—Más vale que se ponga a escribir lo que tiene que escribir —y echando a correr por el jardín moviendo el cuerpo y los brazos de derecha a izquierda, movimiento que seguían fielmente las cintas rosas que llevaba en el pelo, se llevó su lista de palabras francesas y se puso a recitar en voz baja—: «le avril, la biquette, la dure, la erreur, le messager, le monsieur, le toc-toc, le trisaïeul, le tuf, la vermine, le vilain, le vis-à-vis, le volé, le zèle, le zouave…»1 De vez en cuando se interrumpía, nos miraba; quería enviarnos la sonrisa pacífica de la costumbre, muy contenta de que no la perturbaran antes de volver a empezar a recitar: «le avril, la biquette», con el ardor y la serenidad de la fe.

Subimos un momento a nuestra habitación y cuando bajamos, C. estaba hablando con mucha vivacidad en bretón con el hostelero y con el pescador. Explicaba que había tenido una disputa con el nuevo peluquero, que le parecía demasiado caro. Hablaba muy volublemente, y se veía que bromear en bretón le producía el placer de un niño que empieza a saber nadar lo bastante bien para hacer algunos movimientos graciosos como los verdaderos nadadores. Parecía insistir sobre todo en que había sido muy duro con el peluquero y en que no quería de ninguna manera pagar tan caro, como si quisiera valorar más ante el pescador y el hostelero la gran bondad, la suma generosidad que tenía con ellos. Y concluyó esta conversación mandando descorchar una botella de vino y yendo a beberla con ellos. En este momento bajamos nosotros. Traidoramente, bajamos también, mi amigo Le curé de village de Balzac, yo La Chartreuse de Parme de Stendhal, pues como estábamos leyendo estos libros con la pasión que suscita una obra nueva y bella, sobre todo cuando no se ha terminado, no pensábamos más que en esto y estábamos impacientes por saber la opinión de C. sobre tales libros. Por eso, aunque no teníamos tiempo de leer antes de la cena, los bajamos con nosotros, pensando que nos preguntaría qué era aquello que traíamos. Pero queríamos preguntarle nosotros primero si había visto la puesta del sol aquella tarde, que nos había entusiasmado hasta hacernos olvidar, a mi amigo Le curé de village, a mí La Chartreuse de Parme, y esperábamos que quizá nos dijera su impresión con unas palabras que aclararan la nuestra y nos darían mayor certidumbre. Pero nos dijo que no la había visto, que ya había vuelto a casa.

—También nosotros habíamos vuelto —dije yo tímidamente—, pero vimos en el cielo unos colores tan bellos que no pudimos menos de ir a ver lo que prometían sobre el mar. ¡El color es cosa tan bella!

Me daba cuenta a mi pesar de que hablaba como él, como si quisiera intentar, iniciando a medias una tonada, animarle y pedírsela entera.
—Las puestas del sol más hermosas que yo he visto ha sido en Douarnenez —nos dijo.

Mi amigo y yo decidimos en seguida interiormente ir a Douarnenez.
—¿Se puede ir fácilmente desde aquí? —le preguntamos.
—Se lo voy a decir —contestó, y se fue a su cuarto a buscar las horas de barco y de tren.

Nos desconcertó que se tomara por nosotros un trabajo que habría podido tomarse cualquier otra persona, y nos decepcionó que nos dijera una cosa que habría podido decirnos todo el mundo. Es la decepción de un neurópata que quisiera arrancar al médico alguna palabra profunda sobre su mal, y el médico se contenta con hablar de otras cosas y dice: «Pero tápese, por favor, se va a enfriar», o: «Que coma bien, buen viaje». O de un snob a quien una duquesa manda frutos de su huerta en vez de una invitación para su baile. Esperamos charlando con el hostelero, que se preparaba para las grandes pescas de salmón que empezaban en aquellos días y a las que salía todas las noches. Tuvimos que confesar que aquello era un poco duro para nosotros y que no nos aventuraríamos a ello.

—Desde luego —dijo el hostelero— suelen ser pocos los que vienen. Monsieur C. viene todos los años. ¡Ah!, por nada del mundo se perdería una, habría que verle si yo no le avisara el día que empieza. Pero él, al cabo de diez años de vivir aquí ocho meses de doce, es un verdadero marino.

C. bajó con nuestras horas de barco y nos las leyó. Hicimos como que las entendíamos por darle gusto. Hablamos de la pesca del salmón.
—¡Oh!, sí, es muy bonito —dijo—. Pero aunque no lo fuera yo lo haría de todos modos, porque me he acostumbrado aquí. Si fuera profesor de filosofía en una pequeña ciudad de provincias, cosa que sería muy propia para mí, iría todas las noches a jugar a las cartas y a tomar cerveza al café. Ya sé que muchos piensan que este es el peligro de la provincia y que la mente no lo resiste. Balzac ha pintado esa vida como el último término de la decadencia, del embotamiento a que puede llegar una inteligencia que acaso en París resultara brillante. Es posible, pero yo no soy de esa opinión. Al menos para mí, y ya es difícil poder hablar de sí mismo —dijo con el dulce tono de voz al que tanto encanto encontrábamos—, no sé para los demás. Quizás hay mentes que necesitan distracciones más intelectuales. Pero ¿qué, el teatro, la sociedad? No digo que no, pero a mí, personalmente, eso me hace daño: yo veo las cosas menos a fondo, esa manera superficial que se tiene en sentirlas se extiende al resto de mi tiempo, con una excitación estéril que me perturba para trabajar. No, la verdad es que no puedo hablar mal de la vida que llevo aquí.

Se calló, pero seguía moviendo la cabeza, mirando con aire indeciso, como un instrumento de pedal que después de tocar una pieza sólo vuelve al silencio prolongando cada vez más indistintamente los últimos sonidos y, durante un instante, sigue aún tan impregnado de la armonía que acaba de emitir, y que creemos casi que ya no la oímos, que si en ese momento quisiéramos sacar inmediatamente una diferente, resultaría un disonancia.

Pasado un momento, mi amigo le mostró Le curé de village.
—¿Ha leído usted esto? —le preguntó.
—¡Ah, sí!, hace tiempo, es bueno, ¿verdad? La novela empezaba con unos crímenes espantosos en el fondo de la ciudad, y el alma de los personajes se iba elevando, subía las cuestas, se paraba en el pueblo y acababa a gran altura en una especie de campo idílico estilo Fénelon, donde los crímenes de la heroína eran perdonados, mientras que saneaba el país roturando tierras. Pero no recuerdo bien.
Se calló.
—¿Podría usted seguir hablándonos de esto? —preguntó mi amigo en un tono de voz tímido y suplicante.
—No, ya le digo que no lo recuerdo bien. No puedo hablarle mucho de Balzac, no le conozco bien. Y ya sabe usted que a Balzac hay que conocerle. Parece una ingenuidad que la gente a quien preguntan qué es lo que hay que leer de Balzac diga: «Todo». Bueno, pues es verdad, la belleza no está en un libro, está en el conjunto. Cada novela leída por separado no es muy buena, y sin embargo los personajes que se encuentran en todas están verdaderamente muy bien. Es curioso, ¿verdad? No me explico bien esto. No, las personas a quienes hay que hacer hablar de Balzac son las que le conocen bien, no quiero decir sobre todo personas del oficio. No, más bien toda una cierta generación, ya me entiende, viejos prefectos, financieros un poco lectores antes de ser financieros, cuando tenían tiempo, militares inteligentes. Mire, el general De S. conoce admirablemente a Balzac. En casa de la princesa de T., que le conoce muy bien, los oigo a veces hablar de él, y me gusta oírlos.
—Pero no deben de tener gusto en literatura —dijo mi amigo con vivacidad.
—Hombre, no digo que lo tengan, claro —dijo C.—, pero tratándose de Balzac sí, es así, es una potencia, desde luego, sólo que es una potencia un poco material: gusta a más gente y nunca gustará tanto a los artistas. Pero ya sabe usted que, de todos modos, también les gusta. Y en el fondo es muy curioso, pues parece que debería parecernos de lo más bajo. Pues en el fondo, siempre resulta que no es por el arte por lo que nos atrae. Es un placer verdaderamente no muy puro. Quiere cogernos por una serie de cosas malas, como la vida, y se le parece.

Para estas lecturas, nos quedábamos en el comedor, muy caliente —el tiempo ya no permitía nunca comer fuera—, y muchas veces, cuando la lectura era demasiado larga, veíamos aparecer en la puerta la figura de la sirvienta, que tenía prisa de que nos fuéramos para irse ella a la cama. Pero C. se interrumpía, le prometía no tardar mucho, para que no se quedara allí, porque esto le molestaba. A veces se interrumpía el relato con algunas reflexiones en que el autor expresa su opinión sobre ciertas cosas, a la manera de ciertos novelistas ingleses que le habían gustado mucho en otro tiempo. Estas reflexiones, a menudo muy aburridas para el lector, porque cortan el interés y quitan la ilusión de la vida, era lo que nosotros escuchábamos con más placer, tan ávidos como estábamos de conocer su propio pensamiento que era todavía demasiado para nosotros cuando se velaba en el carácter de un personaje. Sabíamos por él, y a no dudarlo, que las cosas que escribía eran rigurosamente verídicas. Se disculpaba diciendo que no tenía ninguna invención y no podía escribir más que lo que había sentido personalmente —una excusa muy graciosa, pues los acontecimientos de su novela son tan corrientes hoy, hasta en lo que pueden tener en sí de extraordinario, que no necesitaba un gran don de invención para imaginarlos—. Pero ¿en qué medida estaba él en lo que había escrito? ¿Había conocido al duque de Réveillon, podríamos, yendo al Marne, ver aquel molino de que habla y cuya viña virgen había decorado la rueda y la había reducido a la inmovilidad? Y sobre todo aquel Juan que, con algunos de los defectos de C., acaso con más cualidades, sobre todo de sensibilidad y hasta de corazón, pero también con una salud mucho más enclenque, a diferencia de C., ¿había sufrido tantas desdichas y había tenido tanto talento para ningún arte? Estos problemas que ya no nos atrevíamos a plantearle, porque la primera vez nos había desanimado con una respuesta bastante seca, nos interesaban más que nada. Pensábamos que consagrando toda nuestra vida a resolverlos no la empleábamos mal, pues sería toda ella para conocer cosas que amábamos por encima de todo, y que comprenderíamos cuáles son las relaciones secretas, las metamorfosis necesarias que existen entre la vida de un escritor y su obra, entre la realidad y el arte, o más bien, como entonces pensábamos, entre las apariencias de la vida y la realidad misma que hacía de aquélla un fondo duradero y que el arte ha revelado.

Pero lo que parece más importante en un momento de la vida en que, por una feliz ilusión, no dudamos que esa importancia debe parecernos igual hasta el final de nuestros días, pasa un poco de tiempo y ya no pensamos en ello. Reclamados en París por un asunto a principios de noviembre, nos despedimos de C., con el que tratamos mucho en los últimos tiempos y que, desde que nos leía cada noche sus escritos, parecía interesarse verdaderamente por nosotros dos. Pareció sentir nuestra marcha, pero no nos acompañó hasta Quimper, como acompañó a las dos damas inglesas. Tenía que volver a París a principios de diciembre. Prometimos ir a verle tan pronto como regresara, y mi amigo y yo pensábamos que, hasta entonces, el tiempo iba a parecernos muy largo. Pero en cuatro años no fuimos ni una vez, como tampoco a Kerengrimen, donde teníamos que haber vuelto al otoño siguiente. Llenos de remordimiento, prometiéndonos cada noche hacerlo y olvidándolo cada mañana, acabamos sin embargo por escribirle, pero no nos contestó. Una vez que pasamos cerca de Kerengrimen, pensamos ir a verle, pero estábamos tan avergonzados de nuestro cambio con respecto a él, que no nos atrevimos a presentarnos ante sus ojos, testigos de los entusiasmos de una devoción tan poco duradera.

El verano siguiente, vino a mi casa S., que hacía ya años que yo no veía (el mismo amigo con el que había estado en Bretaña).
—C. se está muriendo —me dijo—. Tiene algo que decirnos, ha mandado a buscarme y ha dicho que vengas tú conmigo. Está en Saint-Cloud. El interno que le asiste está abajo.

En el camino nos enteramos de que C. se moría de una tisis galopante que le dejaba todo el conocimiento. No se hacía sobre su estado ninguna ilusión ni le apenaba. Llegamos a una casita cuyas ventanas abiertas daban a un jardín.
—Les he hecho venir muy lejos y a un lugar que no pensarían, ustedes que conocían mi enfermedad —nos dijo con una sonrisa, aludiendo a esa fiebre llamada fiebre del heno que no le permitía nunca ir al campo—. ¡Al campo! Yo que tanto lo he amado y que creía no poder vivir nunca en él, y ahora ya no me hace daño.
Seguramente es un poco tarde, pero es conveniente que hayamos podido así reconciliarnos antes de que yo muera, como lo hacen las personas separadas por un equívoco, pero que, en el fondo, habían nacido para entenderse. De todos modos, por mucho daño que me haya hecho el campo, ¿no me ha hecho aún mayor bien, puesto que lo amaba? En fin, ya ve usted —añadió dirigiéndose a mí—, usted que pretendía encontrarme un remedio para la fiebre del heno, y yo que contestaba que no lo había, ya me ve curado por el único médico en el que no hemos pensado. Ya sabe que los griegos lo decían: la Muerte es el gran médico, porque sólo ella nos cura de nuestros males. Creo que nuestros médicos, por lo que yo conozco de sus libros, lo entienden también en el sentido patológico. Y Felicidad (era su sirvienta) es de su opinión, pues esta mañana me decía (ya sabe usted que me quiere, pero que, como buena hija del pueblo, gusta de inquietarme, como si algo pudiera todavía sacarme de mi reposo): «Estos días todavía tenía esperanza, pero cuando vi al señor venir al campo y no estornudar ni ahogarse, fui y me dije: ‘esta vez se acabó, no llegará lejos’.» De modo que, para mí, ya no hay más palabra verdadera que morirnos dijo—. Desde ayer mañana las costumbres que nada pudo nunca quitarme se han ido, como esos pájaros que, por una especie de presentimiento, huyen de la casa de un muerto. Y me figuro que se han ido para no volver. Por primera vez desde la edad de veinticinco años, he podido dormirme sin tener la ventana abierta, y la naturaleza ha hecho en un momento lo que en veinte años no pudo conseguir mi madre rezando cada día. Eso es lo que siempre me ha parecido tan hermoso en la naturaleza, la facilidad con que puede atar y desatar. Yo, que temía tanto la muerte, por esa imposibilidad que siempre tuve en los buenos tiempos de mi vida de aceptar a los contrarios, ella, la muerte, ha sabido hacérmela muy grata enviándome a sus ministros, las penas, los sufrimientos. Tan bien me han preparado que hoy la deseo. Nunca hubiera llegado a esto por mí mismo. En esto sobre todo la he admirado, cuando producía en mí tales cambios. Un día ya no se sufre por una pena que habíamos sentido inconsolable, toleramos sin pensar en él un sufrimiento que creíamos intolerable. Yo he sufrido los tormentos de los celos por una persona a la que amé en otro tiempo. Y al cabo de dos años sin veda, como aquellos tormentos no me perdonaron ni un día, estaba seguro de que era un mal que me acompañaría hasta la muerte. Era como los niños que creen que la noche no terminará nunca. Al final de aquel segundo año me curé y desde entonces no volví a sufrir de tales celos. En estas curaciones admiro yo a la naturaleza: ¡son tan milagrosas y tan sencillas! A decir verdad, creo que, a semejanza de estos médicos que dan opio bajo diferentes nombres de calmantes, sus remedios son siempre a base de olvido, o más bien de costumbres, que es el verdadero nombre, pues ya saben ustedes que el olvido no es más que una variedad. No sé si, en el fondo de esas bellas leyes que nos encaminan a otra condición, hay piedad, aunque sean tan dulces, pero lo que sí hay es grandeza.

A los pocos días, los periódicos dieron la noticia de que había muerto. Y como en los papeles hallados en su casa no se habló de la novela cuya copia teníamos nosotros, he decidido, pues mi amigo tiene otros asuntos, publicarla.

Traducción de Consuelo Berges