Enero-Marzo 2005, Nueva época No. 85-87 Xalapa • Veracruz • México
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Contra la oscuridad
Marcel Proust

 

¿Pertenece usted a la escuela joven?» preguntan a todos los estudiantes que hacen literatura los caballeros de cincuenta que no la practican. «Yo confieso que no comprendo; hay que estar iniciado… Por lo demás, nunca hubo más talento; hoy casi todos tienen talento.»

Al tratar de desprender de la literatura contempo- ránea algunas verdades estéticas que estoy tanto más seguro de percibir cuanto que ella misma las señala al negarlas, voy a exponerme a la acusación de haber querido desempeñar antes de la edad, el papel del caballero de cincuenta años: no diré, sin embargo, sus palabras. Creo, en efecto, que como todos los misterios, la Poesía nunca ha podido ser penetrada por entero sin iniciación y hasta sin elección. En cuanto al talento que nunca fue muy común, pareciera que pocas veces ha existido menos que en el día. Verdad que si el talento consiste en cierta retórica ambiente que enseña a hacer «versos libres», como otra enseñaba a hacer «versos latinos», cuyas «princesas», las «melancolías» «de codos» o «sonrientes» y los «berilos» pertenecen a todo el mundo, puede decirse que todo el mundo tiene talento. Pero todo eso no son que más vanas caparazones, sonoras y huecas, trozos de madera podrida o chatarras oxidadas que la marejada ha arrojado sobre el ribazo y que el primero que llega puede apropiarse si le gusta y si al retirarse la generación no se los ha llevado. Pero qué hacer con madera podrida, a menudo vestigios de una hermosa flota antigua —imagen irreconocible de Chateaubriand o de Hugo…

Mas ya es tiempo de llegar al error de estética que he querido señalar aquí y que me parece desposeer de talento a tantos jóvenes originales, si el talento es, en efecto, algo más que la originalidad del temperamento, quiero decir el poder de reducir un temperamento original a las leyes generales del arte, al genio permanente de la lengua. Ese poder le hace falta, ciertamente, a muchos, pero otros, bastante dotados para adquirirlo, parecen no pretenderlo sistemáticamente. La doble oscuridad que resulta de sus obras, oscuridad de las ideas y de las imágenes, por una parte, oscuridad gramatical por la otra, ¿es justificable en literatura? Voy a tratar de examinarlo aquí.

Los poetas jóvenes (en verso o en prosa) tendrían un argumento preliminar para eludir mi pregunta. «Nuestra oscuridad, podrían decirnos, es esa misma oscuridad que se le reprochaba a Hugo, que se le reprochaba a Racine. En el idioma todo lo que es nuevo resulta oscuro. ¿Y cómo no había de ser nuevo el idioma, cuando el pensamiento, cuando el sentimiento no son ya los mismos? Para permanecer viva, la lengua debe cambiar con el pensamiento, prestarse a sus necesidades nuevas, como las patas que adquieren membranas en los pájaros que han de volar sobre el agua. Gran escándalo para aquellos que sólo habían visto andar o volar hasta entonces a los pájaros; pero, cumplida la evolución, uno se sonríe de que haya chocado. Un día, el asombro que os causamos, asombrará, como asombran actualmente las injurias con que el clasicismo claudicante saludó los comienzos del romanticismo.»

Eso es lo que nos dirían los jóvenes poetas. Pero, habiéndolos felicitado ante todo por esas palabras inge- niosas, les diríamos: Sin querer aludir, sin duda, a las escuelas «preciosistas», habéis jugado con la palabra «oscuridad», haciendo remontar tan arriba la nobleza de la vuestra. Es por el contrario, muy reciente en la historia de las letras. Otra cosa son las primeras tragedias de Racine y las primeras odas de Víctor Hugo. Y el sentimiento de la misma constancia, de la misma necesidad de las leyes del universo y el pensamiento, que me prohibe pensar, a la manera de los niños, que el mundo cambiará a la medida de mis deseos, me impide creer que las condiciones del arte, súbitamente modificadas, las obras maestras serán ahora lo que nunca fueron en el transcurso de los siglos: aproximadamente incomprensibles.

Pero los jóvenes poetas podrían contestar: «Os asombráis de que el maestro se vea obligado a explicar sus ideas a sus discípulos. Pero ¿no es acaso lo que sucedió siempre en la historia de la Filosofía, en que los Kant, los Spinoza, los Hegel, tan oscuros como profundos, no se dejan penetrar sin muy grandes dificultades? Os habréis equivocado acerca del carácter de nuestros poemas: no son fantasías, son sistemas.»

El novelista, rellenando de filosofía una novela que será valiosa a los ojos del filósofo tanto como del literato, no comete un error más peligroso que el que acabo de atribuir a los jóvenes poetas y que no sólo han puesto en práctica, sino erigido en teoría.

Olvidan, como ese novelista, que si el literato y el poeta pueden llegar, en efecto, a tal profundidad en la realidad de las cosas como el mismo metafísico, es por otro camino y que la ayuda del razonamiento, lejos de fortificarla, paraliza el único impulso que puede llevarlas al corazón del mundo. No es por un método filosófico, es por una suerte de potencia instintiva que Macbeth es, a su manera, una filosofía. El fondo de una obra semejante, como el mismo fondo de la vida de la que es imagen, aun para el espíritu que la ilumina cada vez más, sigue oscuro sin duda.
Pero es una oscuridad de un género muy distinto, fecundo para profundizar y en la que se desdeña hacer imposible la acción por la oscuridad de la lengua y del estilo.
Al no dirigirse a nuestras facultades lógicas, el poeta no puede beneficiarse con el derecho que tiene todo filósofo profundo de parecer oscuro ante todo. ¿Se dirige a él, al contrario? Sin llegar a hacer metafísica, que requiere una lengua mucho más rigurosa y definida, deja de hacer poesía.

Ya que se nos dice que no se puede separar la idea del lenguaje, aprovecharemos para hacer notar aquí que si la filosofía, en que los términos tienen un valor más o menos científico, debe hablar un lenguaje especial, la poesía no puede hacerlo. Las palabras no son puros signos para el poeta. Los simbolistas serán sin duda los primeros en concedernos que lo que guarda cada palabra, en su apariencia o en su armonía, del encanto de su origen o de la grandeza de su pasado, tiene sobre nuestra imaginación y sobre nuestra sensibilidad una potencia evocativa por lo menos tan grande como su potencia de estricta significación. Son esas afinidades antiguas y misteriosas entre nuestro idioma materno y nuestra sensibilidad, que, en lugar de un lenguaje convencional como son los idiomas extranjeros, hacen de él una especie de música latente que el poeta puede producir en nosotros con una dulzura incomparable. Rejuvenece una palabra, tomándola en una acepción antigua, oscila entre dos imágenes disjuntas de las armonías olvidadas, en todo momento nos hace respirar con deleite el perfume de la tierra natal. Ahí reside para nosotros el encanto natal del habla de Francia —lo que parece significar en el día el habla de Anatole France, puesto que es uno de los pocos que aún quieren o saben utilizarla. El poeta renuncia a ese poder irresistible de despertar tantas bellas durmientes dentro de nosotros, si habla un idioma que no conocemos, en que unos adjetivos, si no incomprensibles, por lo menos demasiado recientes para no permanecer mudos para nosotros, suceden a unos adverbios intraducibles, a unas proposiciones que parecen traducidas.

Con ayuda de vuestras glosas, llegaré tal vez a comprender vuestro poema, como un teorema o como un jeroglífico. Pero la poesía exige algo más de misterio y la impresión poética, que es totalmente instintiva y espontánea, no se producirá.

Pasaré casi en silencio el tercer motivo que podrían alegar los poetas, quiero decir el interés de las ideas o de las sensaciones oscuras, más difíciles de expresar, pero también más raras que las sensaciones claras y corrientes.

Sea lo que resulte de esta teoría, es demasiado evidente que si las sensaciones oscuras son más interesantes para el poeta, es a condición de iluminarlas. Si recorre la noche, que sea, como en el Angel de las tinieblas, llevando una luz.

Llego por fin al argumento más a menudo invocado por los poetas oscuros en favor de su oscuridad, a saber, el deseo de proteger sus obras contra los ataques del vulgo. Aquí lo vulgar no me parece residir donde se supone. Aquel que se hace de un poema un concepto tan candorosamente material para creer que puede ser alcanzado de otro modo que por el pensamiento y el sentimiento (y si el vulgo pudiera alcanzarlo en esa forma, no sería vulgo) tiene de la poesía la idea infantil y grosera que precisamente puede reprochársele al vulgo. Esta precaución contra los ataques del vulgo es por lo tanto inútil para las obras. Toda mirada hacia atrás en dirección al vulgo, ya sea para halagarlo con una expresión fácil, ya sea para desconcertarlo con una expresión oscura, le ha hecho errar para siempre el blanco al divino arquero. Su obra conservará implacablemente el rastro de su deseo de gustar o disgustar a la muchedumbre, deseos igualmente mediocres, que encantarán, lamentablemente, a lectores de segundo orden…

Que me sea permitido decir además, del simbolismo, del que en resumen se trata aquí especialmente, que al pretender descuidar «los accidentes de tiempo y espacio» para mostrarnos sólo verdades eternas, desconoce otra ley de la vida, que es la de realizar lo universal o eterno, pero solamente en los individuos. En las obras como en la vida, los hombres por generosos que sean, deben ser fuertemente individuales (Cf. La Guerra y la Paz, El molino sobre el Floss) y puede decirse de ellos, como de cada uno de nosotros, que cuanto más ellos mismos, más ampliamente realizan el alma universal.

Las obras puramente simbólicas corren, pues, el riesgo de carecer de vida y por ende de profundidad. Si, además, en lugar de conmover al espíritu, sus «princesas» y sus «caballeros» ofrecen un sentido impreciso y difícil a su perspicacia, los poemas que deberían ser unos símbolos vivientes, ya no son sino frías alegorías.
Que los poetas se inspiren más en la naturaleza, en donde si el fondo de todo es uno y oscuro, la forma de todo es clara e individual. Con el secreto de la vida les enseñará ella el desdén de la oscuridad. ¿Acaso la natu- raleza nos oculta el sol o los millares de estrellas que brillan sin velos, deslumbrantes e indescifrables a los ojos de casi todos? ¿Acaso la naturaleza no nos hace tocar, ásperamente y al desnudo, la potencia del mar o del viento del oeste? A cada hombre le permite expresar claramente durante su tránsito por la tierra, los misterios más profundos de la vida y de la muerte. ¿Quedan por ello penetrados por lo vulgar, a pesar del vigoroso y expresivo lenguaje de los deseos y de los músculos, del sufrimiento, de la carne podrida o florecida? Y debería mencionar especialmente, porque es la verdadera hora de arte de la naturaleza, el claro de luna, en que para los iniciados solamente, aunque luzca tan dulcemente para todos, la naturaleza, sin un solo neologismo desde tantos siglos, hace luz con la oscuridad y toca la flauta con el silencio.

Tales son las observaciones que he creído útil exponer con respecto a la poesía y a la prosa contemporáneas. Su severidad hacia la juventud que uno querría, cuanto más la quiere, verla proceder mejor, las hubiera hecho más adecuadas en la boca de un anciano. Que se disculpe su franqueza, más meritoria quizás en boca de un joven.

Traducción de Marcelo Menasché