Enero-Marzo 2005, Nueva época No. 85-87 Xalapa • Veracruz • México
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Una abuela
Marcel Proust

 

Hay personas que viven, por decirlo así, sin tener fuerzas, como hay personas que cantan sin tener voz. Son las más interesantes; han reemplazado la materia de que carecen, por la inteligencia y el sentimiento. La abuela de Rozière, que entierran hoy en el Malzieu, no era otra cosa que inteligencia y sentimiento. Consumida por la inquietud permanente que es un gran amor que dura toda la vida (su amor por el nieto) ¡cómo hubiera podido tener buena salud! Pero tenía esa salud peculiar de los seres superiores que no la tienen y que se llama vitalidad. Tan frágil, tan ligera, sobrenadaba siempre sobre los más espantosos saltos de la enfermedad y en el momento en que se la creía aplastada, se la advertía, rápida, siempre en la cumbre y siguiendo de cerca a la barca que conducía a su nieto a la celebridad y a la dicha, no para que recayese nada sobre ella, sino para comprobar si no carecía de nada, si no necesitaría algo aún de los cuidados de abuela, lo que en el fondo esperaba. ¡Es necesario que la muerte sea de veras muy fuerte para que haya podido separarlos!

Yo, que había visto sus lágrimas de abuela —sus lágrimas de chiquilla— cada vez que Robert de Flers realizaba un viaje solo, no dejaba de pensar sin inquietudes por ella en que un día Robert se casaría. Decía a menudo que deseaba casarlo, pero creo que lo decía sobre todo para endurecerse. En el fondo, tenía aún más miedo de ese vencimiento fatal de su casamiento como había temido su ingreso al colegio y su partida para el ejército. Y sólo Dios sabe —porque uno es valiente cuando siente ternura— lo que había sufrido en esos dos momentos. ¿Lo diré? Su ternura por el nieto no me parecía, una vez casado Robert, sólo fuente de tristeza para ella: pensaba en la que se convertiría en su nieta… Una ternura tan celosa no siempre es dulce con aquellos con quienes se debe compartir… La mujer que se casó con Robert de Flers cumplió con una divina sencillez el milagro de convertir ese casamiento tan temido en una era de dicha sin mezclas para la señora de Rozière, para ella misma y para Robert de Flers. Los tres no se separaron ni se disgustaron un solo día. La señora de Rozière decía, eso sí, que por discreción no seguiría viviendo con ellos y viviría separada, pero no creo que ni ella ni Robert ni nadie haya podido encarar eso seriamente como posible. Sólo pudieron llevarla en un ataúd.

Otra cosa me había parecido que no podía marchar sin dificultades muy grandes, lo que gracias al espíritu y al delicioso corazón de Gastón de Caillavet y de su mujer, pasó lo más sencillamente y lo más felizmente del mundo. A partir de cierto momento, Robert tuvo un colaborador. ¡Un colaborador! ¿Pero, en verdad, qué necesidad de colaborador podía tener su nieto, él que poseía más talento por sí solo que todos los escritores que habían aparecido sobre la tierra? Por lo demás, eso carecía de importancia; era seguro que en las obras escritas en colaboración, todo lo bueno sería de Robert y si por casualidad, algo no resultara tan bien, sería del otro, del audaz… Y bien, nada fue “menos bien” y sin embargo ella declaró que no todo era de Robert. No llegaré a decir que en los triunfos incesantes que señalaron esa colaboración, estimaba que toda la gloria debía corresponder a Caillavet, pero él hubiera sido el primero en no soportarlo. Y en el triunfo armonioso, ella supo hacer la parte de los dones distintos que sabían unirse admirablemente. Es que ante todo era maravillosamente inteligente y eso es todavía lo que nos hace más justos. Sin duda, por ello la inteligencia, que es tan grande fuente de males, se nos aparece sin embargo como tan bienhechora y tan noble: es que bien advertimos que sólo ella sabe honrar y servir a la justicia. “Son dos dioses poderosos.”

No dejaba su lecho o su cuarto, como Joubert, Descartes, como otras personas más, que creen necesario a su salud permanecer mucho tiempo en cama, sin tener por ello la delicadeza de ingenio de uno ni la potencia de espíritu del otro. No es por la señora de Rozière que lo digo. Chateaubriand decía de Joubert que permanecía constantemente acostado, con los ojos cerrados, pero que nunca estaba tan agitado y se cansaba tanto como en esos momentos. Por el mismo motivo, nunca pudo Pascal seguir los consejos que le prodigó en ese punto Descartes. Sucede así con muchos enfermos a quienes se recomienda el silencio, pero —como la juventud al nieto de Mme. de Sévigné— “su pensamiento les hace ruido”. Se enfermaba tanto al cuidarse que quizás hubiera hecho mejor en decidirse muy sencillamente a estar sana. Pero eso estaba por encima de sus fuerzas. En los últimos años, sus ojos magníficos que tenía del color del jacinto, al tiempo que reflejaban cada vez más lo que sucedía en ella, dejaron de enseñarle lo que pasaba en su entorno: estaba casi ciega. Por lo menos, lo aseguraba así. Pero yo bien sé que si Robert sólo tenía mala cara, era siempre la primera en descubrirlo. Y como no necesitaba ver más allá de él, era feliz. Nunca amó nada, para utilizar la expresión de Malebranche, que en él. Era su dios.

Siempre fue indulgente con sus amigos y severa también, porque nunca le parecían dignos de él. Con ningu- no fué más indulgente que conmigo. Tenía un modo de decirme: “Robert lo quiere como a un hermano” que significaba a un tiempo “No hará usted mal si trata de merecerlo” y “lo merece usted, a pesar de todo, un poquito”. Llevaba la ceguera en lo que me conciere hasta reconocerme talento. Se decía sin duda que alguien que tanto había frecuentado su nieto no había podido dejar de sustraerle algo.

Amistades tan perfectas como la que unía a Robert de Flers con su abuela no debieran terminar nunca. ¿Cómo? Dos seres tan íntegramente correspondidos que nada existía en uno que no encontrase en el otro su razón de ser, su meta, su satisfacción, su explicación, su tierno comentario; dos seres que parecían la traducción uno del otro, aunque cada cual fuese un original, ¿esos dos seres no habrían hecho más que encontrarse un instante, por casualidad en el infinito de los tiempos, donde ya no serán más nada uno para el otro, nada más particular que lo que son a millares de otros seres? ¿Hay que pensarlo, verdaderamente? ¿Todas las letras de ese libro ingenioso y apasionado que era la señora de Rozière se han hecho de pronto unas letras que no significan nada, que ya no forman ninguna palabra? Los que como yo han adquirido demasiado prematuramente la costumbre de gustar la lectura de libros y corazones, nunca podrán creerlo del todo.

Estoy convencido de que desde hace tiempo Robert y ella, sin decírselo jamás, debían pensar en el día en que se separarían. También estoy convencido de que a ella le hubiera gustado que él no sufriera… Será la primera satisfacción que él le habrá negado…

He querido, en nombre de los amigos de Robert de Flers —los amigos jóvenes de ella—, decirle lo que no puedo llamar un adiós postrero, porque siento que le diré muchos más y además porque para hablar con exactitud nunca se despide uno de veras de los seres que se han amado, porque nunca se los abandona del todo.

Nada dura, ni siquiera la muerte. La señora de Rozière no está aún en la tierra y ya empieza a dirigírseme con bastante vivacidad como para que no pueda dejar de hablar de ella. Si puede parecer que lo hice, por momentos con una sonrisa, no vaya a creerse por ello que tenía menos ganas de llorar. Nadie me habrá comprendido mejor que Robert. Hubiera hecho lo que yo. Sabe que uno nunca piensa en los seres que ha amado más, en el momento en que más se los llora, sin dirigirles apasionadamente la más tierna sonrisa de que seamos capaces. ¿Es para tratar de engañarlos, de tranquilizarlos, de decirles que pueden estar tranquilos, que tendremos valor, para hacerles creer que no somos desdichados? ¿No será acaso que esa sonrisa no es más que la forma del beso interminable que les damos en lo Invisible?

Traducción de Marcelo Menasché