Enero-Marzo 2005, Nueva época No. 85-87 Xalapa • Veracruz • México
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Un salón histórico
Marcel Proust

 

El salón de S. A. I. la princesa Matilde Un día que el príncipe Luis Napoleón, actualmente general del ejército ruso, expresaba por centésima vez a varios íntimos, en el salón de la calle de Berri, su deseo de ingresar en el ejército, su tía, la princesa Matilde, apenada por esa vocación que había de quitarle al más querido de sus sobrinos, exclamó, dirigiéndose a los presentes:
—¿Se dan cuenta ustedes? ¡Qué obstinación! — Pero, desdichado, no es motivo el que hayas tenido un militar en tu familia…

“Haber tenido un militar en su familia”. Ha de confesarse que es difícil recordar con menos énfasis el parentesco con Napoleón I.

El rasgo más sobresaliente de la fisonomía moral de la princesa Matilde es, tal vez, en efecto, la sencillez con que habla de todo lo atingente al nacimiento y a la clase.
—¡La Revolución Francesa! —le oí decir a una dama del barrio de Saint-Germain—. ¡Sin ella estaría yo vendiendo naranjas en las calles de Ajaccio!

Esta altiva humildad y la franqueza, la lozanía casi popular con que se traduce, dan a las palabras de la princesa un sabor original, algo crudo que resulta delicioso. Nunca olvidaré con qué tono ingenioso y brutal contestó a una mujer que le planteaba la pregunta siguiente:
—Que Su Alteza se digne decirme si las princesas tienen las mismas sensaciones que nosotras, sencillas burguesas.
—No lo sé, señora, contestó la princesa; a mí no debe preguntárseme eso. Yo no soy de derecho divino…

Esta aspereza algo viril, se templa, por lo demás, en la princesa con una infinita dulzura que brota de sus ojos, de su sonrisa, de su todo. ¿Pero por qué analizar el encanto de ese recibimiento? Prefiero tratar de hacéroslo sentir, enseñándoos a la princesa cuando recibe.

Seguidme hasta la calle de Berri y no tardemos demasiado, porque la velada no empieza tarde.

Han comido temprano. No tanto quizás como en la época en que llegó Alfred de Musset, por única vez en su vida, a comer a casa de la princesa. Lo esperaron una hora. Cuando llegó, promediaba la comida. Estaba totalmente ebrio. No separó los labios y se fue en cuanto se levantó de la mesa. Es el único recuerdo que de él conserva la princesa. Pero aún hoy es una de las pocas casas de París a la que invitan a comer a las siete y media.

Después de la comida, la princesa se sienta en el saloncito, en un sillón grande que se descubre a la derecha, llegando desde afuera, pero al fondo de la habitación. Viniendo del hall grande, ese sillón estaría ubicado, por el contrario, a la izquierda y hace frente a la puerta de la pequeña pieza donde dentro de un instante se han de servir los refrescos.

Hasta ese momento los invitados de la noche no han llegado aún. Únicamente están las personas que han comido. Al lado de la princesa, una o dos de las asiduas de sus comidas de la calle de Berri, la condesa de Benedetti, tan espiritualmente bonita y tan bonitamente espiritual; la señorita Rasponi; la señora de Espinasse, dama de honor de la princesa; la señora de Ganderax, esposa universalmente querida y apreciada, del eminente director de la Revue de Paris.

¿Es la Revue de Paris la que está hojeando en ese mismo momento el señor Ganderax, en la mesa colocada a la izquierda de la princesa? Unos lentes severos mitigan la fina expresión de sus ojos buenos y su larga barba negra es muy majestuosa.

¿Es su propia revista, la Revue Britannique, la que acaba de abrir el señor Pichot, cuyo monóculo ha tomado una posición inquebrantable que revela en quien lo lleva la firme voluntad de enterarse de un artículo antes de que comience la reunión?
En esa misma mesa, se vio a menudo, en la hora de recreo que sigue a la comida y antecede al recibo, a un pequeño anciano muy viejo, que parecía muy joven, con sus mejillas de una frescura infantil, sus cortos, cabellos de plata, su atuendo excesivamente cuidadoso y la atenta cortesía de su vigilante acogida. Era el conde Benedetti, padre del actual conde y ex embajador de Francia en Berlín (aquel mismo que estaba en 1870). Era hombre de verdadera inteligencia, de perfecta disposición y cuya muerte, acaecida hace dos años, causó un profundo pesar a la princesa, junto a la cual iba a pasar varios meses todos los años, ya en París, ya en Saint-Gratien.

También había, en esa época, entre los íntimos de la princesa una persona que la visitaba escasamente y que alegraba a todos a sus expensas, a tal punto era simple de espíritu —lo que no le impedía ser, llegado el caso, el hombre más bueno del mundo. Llevada a semejante grado, la candidez se hace cómica y la de ese amigo de la princesa les valía, a las personas finas que solicitaban su conversación, unos desahogos deliciosos a su manera.
—Querido amigo —le decía la princesa a uno de sus amigos, después de la comida, una noche de nevada—, ya que usted quiere irse de todos modos, llévese, por lo menos, un paraguas. Ya no nieva, pero puede volver a nevar.
—Es inútil, no nevará más, princesa —interrumpió la persona de marras, porque intervenía de buenas ganas—. Ya no nevará.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó la princesa.
—Yo lo sé, princesa, ya no nevará… No puede seguir nevando. Han echado sal…
Todos se sonrieron y el amigo dijo: —Hasta pronto, princesa, mañana telefonearé a Vuestra Alteza para saber cómo está.
—¡Ah, el teléfono! ¡Qué lindo invento! —exclama el brillante interruptor—. Es el descubrimiento más hermoso que se haya hecho… (conteniéndose por temor a haber faltado a la verdad) desde las mesas giratorias, se entiende.

No sé si ese amable cómico, ese involuntario ocurrente, algo retirado de la sociedad en la actualidad, estará esta noche en casa de la princesa.

Pero en tiempos en que descollaba, ¡con qué dulce alegría satisfacía a todos los invitados por lo imprevisto de sus interrupciones y los hallazgos de sus reflexiones! Había que oírlo afirmando que Flaubert tenía tanta estima por él que un día le había leído Bouvard et Pécuchet.

La princesa, fastidiada por tanta inverosimilitud, protestó con cierta vivacidad. El confidente de Gustave Flaubert insistió, duplicando su seguridad.
—Se confunde usted…
—No, estoy seguro —y al ver que parecían sonreír, hizo esta confesión—: Ah, es verdad, princesa, me equivoco ligeramente. Me confundía. Me leyó “Bouvard”, de eso estoy seguro. Pero tiene usted razón, no me leyó “Pécuchet”.

Pero basta de recuerdos. Ya la puerta del salón de la princesa se abre a medias y permanece entreabierta mientras la dama que está por entrar —nadie sabe aún de quién se trata— ajusta su vestido por última vez; los caballeros han abandonado la mesa en donde hojeaban las revistas. Se abre la puerta: es la princesa Juana Bonaparte, a la que sigue su marido, el marqués de Villeneuve. Todos se levantan.
Cuando la princesa Juana está a mitad de camino de la princesa, ésta se levanta y recibe a la vez a la princesa Juana y a la duquesa de Trévise, que acaba de entrar con la duquesa de Albufera.

Cada dama que entra hace una reverencia, besa la mano de la princesa, que la ayuda a levantarse y la abraza o le devuelve su reverencia si la conoce menos.
He aquí al señor Straus, el abogado tan conocido, y la señora Straus —Halévy de soltera—, a quien su ingenio y belleza confieren una potencia única de seducción. El señor Louis Ganderax, el conde de Turenne, el señor Pichot se afanan diligentes en torno a ella, mientras que el señor Straus mira alrededor de sí, con expresión maliciosa.

La puerta se abre una vez más; son el duque y la duquesa de Gramont, luego la familia bonapartista por excelencia, la familia de todos los bellos títulos de imperio, la familia Rívoli, es decir: el príncipe y la princesa de Essling, con sus hijos; el príncipe y la princesa Eugenio y Joaquín Murat, el duque y la duquesa de Elchigen, el príncipe y la princesa de la Moskowa.

He aquí al señor Gustave Schlumberger, al señor Bapts, al señor du Bos y señora, al conde y la condesa Paul de Pourtales, al príncipe Giovanni Borghese, un erudito, un filósofo que es a la vez conversador brillante; el señor Bourdeau, el marqués de la Borde, el señor Georges de Porto-Riche y señora.

El saloncito está tan repleto ya de gente que los más antiguos asiduos señalan el camino del hall donde los menos íntimos admiran con cierta timidez, como escolares la vista del maestro, los tesoros de arte allí reunidos…

Hay quien se detiene frente al retrato del príncipe imperial por Madaleine Lemaire, el retrato de la princesa por Doucet, el retrato de la princesa por Hébert, aquel en que tiene ojos tan hermosos, perlas tan suaves…

Bonnat lo mira con esos ojos buenos que brillan delante de la pintura de calidad e intercambia reflexiones de técnico con Charles Ephrussi, el director de la Gazette des Beaux-Arts, el autor del hermoso libro sobre Alberto Durero, pero en voz tan baja que apenas se les oye.

La princesa ya no se sienta. Se acerca a uno y a otro recibiendo, a los recién llegados, incorporándose a cada grupo, y tiene para cada cual la palabra particular, individual, que dentro de un instante, cuando vuelva a su casa, le hará creer que era el centro de la reunión.

Cuando uno piensa que ese salón (tomamos aquí la palabra “salón” en su significado abstracto, porque, materialmente el salón de la princesa estaba en la calle de Courcelles antes de la calle de Berri) ha sido uno de los hogares literarios de la segunda mitad del siglo XVIIII; que Mérimée, Flaubert, Goncourt, Sainte-Beuve lo frecuentaron cada día, en una intimidad verdadera, una familiaridad tan entera que la princesa llegaba de improviso, pidiéndoles que le dieran de almorzar; que ellos no tenían secretos literarios para ella y ella ninguna reserva principesca para ellos, que les prestó servicios hasta el final —no sólo los pequeños favores de cada día (Sainte-Beuve decía: “Su casa es algo así como el ministerio de las gracias”) sino los favores grandes y brillantes que impiden ciertas persecuciones, disipan algunas prevenciones; facilitan el trabajo, secundan el éxito, endulzan la vida, cambian un destino —no puede uno dejar de creer que ciertos poderes sociales pueden tener, a pesar de todo, una influencia fecunda sobre la historia literaria y pocas mujeres hicieron tan noble uso de semejantes poderes como la princesa.
—La princesa tiene un gusto clásico, decía Sainte-Beuve. Lo tienen todos los príncipes.

Uno puede pensar si no se equivocaba Sainte-Beuve y si era propio de una clásica elegir a Flaubert, distinguir a Goncourt en el momento en que lo hizo —por lo que se hallaba muy adelantada con respecto al gusto de sus contemporáneos y al del mismo Sainte-Beuve.

Pero es posible que haya que ver en su conducta con ellos, la fidelidad de una amiga delicada para dos hombres de corazón antes que una verdadera predilección por el genio de uno y el talento del otro.

¡Cuántos grandes escritores desconocidos en vida, no han debido así, a sus cualidades de corazón, a su encanto social, unas amistades preciosas que retrospectivamente creemos que les valía su genio!

De cualquier modo, el nombre de la princesa permanece grabado en las Tablas de oro de la literatura francesa. Un volumen íntegro de Mérimée, Lettres à la Princesse; numerosas cartas de Flaubert, un “Lunes” de Sainte-Beuve, tantas páginas mejor intencionadas que diestras del Diario de los Goncourt, dan de la princesa la idea más favorable y la más elevada.

Taine, Renan, cuántos otros también fueron amigos suyos. Se disgusta con Taine, al final de su vida, debido a la publicación de su Napoleón Bonaparte. Él le había dicho:
—Lo leerá y me dirá lo que piensa.
Se lo envió. Ella leyó esas páginas independientes y terribles en que Napoleón aparece como una especie de condottiere. Al día siguiente le enviaba su tarjeta a Taine, o mejor dicho, dejaba su tarjeta en casa de la señora de Taine, a quien le debía una visita, con estas iniciales: “P. P. C.” Era su respuesta y significaba que no volvería ya a su casa.

Poco después, se irritó contra el escritor que tan mal había hablado de su tío ilustre. José María de Heredia, que estaba presente, tomó la defensa de Taine con un calor que disgustó a la princesa y así se lo demostró con cierta vivacidad.
—Su Alteza hace muy mal, dijo Heredia. Por el contrario, al ver que tomo, aun en contra de ella, el partido de un amigo ausente, debía comprender que se puede —que Ella puede especialmente— contar con mi fidelidad.
La princesa sonrió y le oprimió afectuosamente la mano.

Por lo demás, un tono de gran libertad reina entre la princesa y sus amigos, perfectamente señalado en el vocabulario, por el nombre de “princesa” con que la llaman, cuando el protocolo exigiría “señora”. No se privan de contradecirla y de resistirla. Por eso asombra un poco leer en Sainte-Beuve frases como ésta: “Ella y su hermano —el príncipe Napoleón— son parecidos en esto, si se permitiese uno ser observador al oírlos”.

¿Y por qué no había uno de permitírselo? La princesa sólo puede ganar si se la observa finamente, y aunque no saliese ganando ¿qué importa? Amicus Plato sed magis amica veritas…

Un artista sólo ha de servir a la verdad y no debe tener ningún respeto por la clase. Sólo debe tenerlo en cuenta en sus pinturas, en tanto sea principio de diferenciación, como por ejemplo, la nacionalidad, la raza, el medio. Toda condición social posee su interés y puede ser tan curioso para el artista mostrar los modales de una reina como las costumbres de una costurera.
La princesa se disgustó con Taine y con Sainte-Beuve. Otro académico se reconcilió con ella, al final de su vida.

Quiero hablar del duque de Aumale.
Tratada en forma admirable por la familia real en 1841, cuando volvió a Francia, nunca había olvidado lo que le debía y no permitió, en ningún momento, que se dijese delante de ella cualquier cosa hiriente para los Orleáns.
Pero el gobierno del Imperio no obró en la misma forma: los bienes de los príncipes fueron confiscados, a pesar de una diligencia de la princesa Matilde y de la duquesa de Hamilton. Más tarde, a consecuencia de un discurso pronunciado por el príncipe Napoleón, se recuerda la carta espantosa, admirable, que le escribiera el duque de Aumale.

Después de ello, pareciera que la princesa nunca habría de volver a ver al duque de Aumale. Vivieron, efectivamente, alejados uno del otro, durante largos años. Luego el tiempo esfumó el resentimiento sin disminuir la gratitud y también algo así como cierta admiración recíproca que experimentaban el uno por el otro esas dos naturalezas tan similares, los dos príncipes impares, que no sólo eran los primeros por su nacimiento; que no eran, ni muy orleanista él, ni muy bonapartista ella y tenían los mismos amigos, los grandes “intelectuales” de entonces.

Durante algunos años éstos repitieron, de uno a otro, las palabras corteses que pronunciaba el príncipe acerca de la princesa y ella acerca de él. Luego, por fin, tuvo lugar un día la entrevista en el taller de Bonnat, preparada por Alejandro Dumas hijo.

Hacía más de cuarenta años que no se veían. Eran en aquel entonces bellos y jóvenes. Seguían siendo bellos pero ya no eran jóvenes.
Presa de cierta conmovida coquetería, se quedaron en un principio lejos uno del otro, en la sombra, no atreviéndose ninguno a mostrar al otro cuánto había cambiado. Esos matices fueron señalados, por una y otra parte, con una precisión de tono y un sentido de la medida exquisitos. Siguió a ello una verdadera intimidad que duró hasta la muerte del príncipe.

La princesa Matilde, que de quererlo, hubiera podido casarse con su primo, el emperador Napoleón, o su primo, el hijo del emperador de Rusia, se casó a los veinte años con el príncipe Demidoff.

Cuando llegó a Rusia, como princesa Demidoff, el emperador Nicolás, su tío, que la había querido como nuera, le dijo:
—No he de perdonároslo nunca.
Odiaba a Demidoff, prohibió que se pronunciara su nombre delante de él y cuando de tiempo en tiempo iba a comer de improviso en casa de su sobrina, ni siquiera miraba al marido.

Cuando la supo desdichada, le dijo:
—Cuando me necesitéis, siempre me encontraréis; dirigíos directamente a mí.
Cumplió su palabra: la princesa no lo olvidó nunca. Cuando volvió a Francia, como prima del emperador, no tuvo deber más urgente que escribirle al emperador Nicolás.

Él le contestó (10 de enero de 1853): “Me causó gran placer, querida sobrina, recibir vuestra carta, buena y amable. Demuestra unos sentimientos tan honorables para vos, como agradables para mí; ya que, de acuerdo a vuestra expresión, la nueva fortuna de Francia ha ido a buscaros, gozad de sus favores; no sabrían estar mejor invertidos que en unas manos tan agradecidas como las vuestras. Me alegra haber podido prestaros mi apoyo en otros tiempos…”

Pero he aquí que estalla la guerra de Crimea. Dividida entre su patriotismo de princesa francesa y la gratitud hacia su tío y bienhechor, la princesa escribió al emperador Nicolás una carta conmovedora en la que nada hubiera podido objetar el chauvinismo más suspicaz. El emperador contestó en esta forma (9 de febrero de 1854):

“Os agradezco muy sinceramente, mi querida sobrina, los nobles sentimientos que expresa vuestra carta. Un corazón como el vuestro no había de cambiar de acuerdo a las fases móviles de la política. Tenía yo esa certeza pero en la situación actual, debía experimentar una satisfacción particular, al recibir palabras buenas y amistosas que me llegan desde un país en el que en estos últimos tiempos Rusia y su soberano no han dejado de ser objeto de las acusaciones más hostiles. Como vos, deploro la suspensión de las buenas relaciones entre Rusia y Francia que acaba de acaecer a pesar de todos mis esfuerzos para abrir las vías de un amistoso entendimiento. Con el advenimiento del Imperio en Francia, me complacía suponer que el retorno de ese régimen podía no acarrear, como consecuencia inevitable, la de una lucha de rivalidades con Rusia y de un conflicto a mano armada entre ambos países. ¡Quiera el cielo que la tormenta a punto de estallar pueda disiparse aún! Después de un intervalo de más de cuarenta años, ¿Europa estaría destinada a ser nuevamente el teatro de los mismos dramas sangrientos? ¿Cuál sería esta vez su desenlace? A la clarividencia humana no le es dado averiguarlo. Pero lo que puedo aseguraros, querida sobrina, es que en todas las conjeturas posibles, no dejaré de tener por vos los sentimientos afectuosos que os he conservado.

Estas dos cartas no son inéditas. Pero lo que es completamente inédito y hasta completamente desconocido (como por lo demás todo lo que ha constituido el tema de este artículo) son los pocos detalles con los que vamos a terminar.

El afecto que tenía el emperador Nicolás I por la princesa Matilde fue tradicional en la familia imperial y Nicolás II no dejó de demostrárselo, pero con el matiz de deferencia y de respeto que no le ordenaba sino que le aconsejaba su juventud.
Se sabe que en el transcurso de las fiestas que señalaron la primera visita del joven emperador a París, hubo una ceremonia en los Inválidos.

La princesa recibió del gobierno una invitación, para una tribuna muy honorable, pero ella —tan sencilla y que tan poco caso hacía de los privilegios de su clase, como lo hemos visto— descubre intacta su altivez napoleónica en cuanto la misma prerrogativa de los Napoleones está en juego.

Hizo contestar que no necesitaba ninguna invitación para ir a los Inválidos, puesto que tenía “sus llaves” e iba de ese modo, el único que convenía a la sobrina de Napoleón, cuando le parecía oportuno. Que si querían que fuese en esa forma, iría, y si no, no.

Pero decir que iría “con sus llaves” implicaba la pretensión de dirigirse a la misma tumba de su tío, que el emperador Nicolás debía visitar…

No se atrevieron a tanto; pero, la misma mañana del día en que el emperador iba a orar ante la tumba de Napoleón, un amigo de la princesa, el almirante Duperré, según creemos, acudió a su casa muy temprano, para anunciarle que habían sido allanadas las últimas dificultades y quedaba autorizada a ir a los Inválidos, “con sus llaves”, si le parecía.

La visita debía tener lugar pocos instantes más tarde. La princesa tuvo apenas tiempo de prepararse, de llevar consigo a una amiga que desempeñó ese día funciones de dama de honor (ya no recordamos si era la señorita Rasponi o la vizcondesa Benedetti) y recibida con todos los honores debidos a su rango, penetró en la bóveda en la que sólo ella pudo entrar con su dama de honor.
Pocos instantes más tarde se le reunía el zar, dándole todas las pruebas del más respetuoso de los afectos.

Estaba acompañado de Félix Faure, presidente de la república, quien se hizo presentar a la princesa, le besó la mano y no dejó, ese día como los demás, de dar pruebas de ese tacto perfecto que sabía unir tan bién a la más elevada firmeza republicana y al patriotismo más probado.

Traducción
de Marcelo Menasché