Julio-Septiembre 2004, Nueva época No. 79-81 Xalapa • Veracruz • México
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Artista invitado
De la premonitoriedad de los sueños:
Los ropones de Maricela Salas

José Carlos Blázquez E.

A Maricela el ropón le llegó en sueños. Antes, así como no queriendo, empezó a trabajar en el reciclado del papel. Pronto le fue insuficiente y, a partir de una técnica nepalesa, se adentró en el manejo de fibras extraídas de la mora, la piña, el tulipán, la hoja de maíz y el coco, entre otras. A ellas añadió tintes naturales obtenidos del cempazúchitl, la cochinilla, el añil, el capulín. El papel así obtenido tiene una variedad sorprendente en cuanto a texturas y color se refiere. Hay que sentirlo entre los dedos para apreciar su fragilidad y belleza. El papel acusa su origen pero las fibras abandonan, gracias a las manos de la Salas, su forma primigenia para ser artificio.
 

La noche de la revelación llegó luego de un fallido intento de catarsis. El ejercicio teatral fue agotador y el renacimiento esperado, a partir de la recuperación y resignificación de un pasado personalísimo, no se dio. Maricela volvió después de dos años de ausencia, al Acatlán de su infancia. No tenía motivos particulares para hacerlo. «Algo», indefinido e inaprensible, la llevó, el mismo día, a recorrer la distancia que separa a su tierra de la voluptuosa Xalapa. Ya en la noche Maricela estaba agotada. El sueño la venció y la llevó a sus territorios. Allí había una fiesta, pero en un primer momento no podía decirse qué era. La ausencia de música hacia de las imágenes algo más solemne e impredecible. La gente esperaba. Podría bien tratarse de un sepelio o de un bautizo, ya se sabe que en el México campirano uno y otro son celebración. Pronto (aunque en el sueño eso es un sinsentido, las imágenes van y vienen siguiendo una lógica que les es propia o, quizá sea mejor decirlo, una ausencia de lógica; su mensaje, dice Jung, es el de las imágenes consteladas) el misterio se develó. Era un bautizo pero el ropón, que quiere la limpidez para representar la pureza, era negro.

Saber que su ropón era negro la envolvió, agitada, a la realidad. Muerte y nacimiento, simultáneamente. Su frente estaba perlada por el sudor y la respiración era agitada. El espanto cedió su lugar a la angustia; la angustia a las preguntas. Encendió la luz y advirtió que la almohada había sido manufacturada recientemente. Un impulso inexplicable la llevó a hurgar en las entrañas del lugar en donde poco antes reposaba su cabeza, su sueño, su miedo, su angustia. Encontró en ella retazos y más retazos de viejas telas y, entre ellos, un ropón diminuto.

Tuvo que esperar a la mañana siguiente para que su madre le revelara que aquél le pertenecía, le había pertenecido siempre, era la vestimenta con la que había recibido el nombre y su destino. Todo casó: el papel, el fallido intento de catarsis, la vuelta al hogar, la almohada. Maricela sabía, ahora, el para qué y el porqué estaba trabajando en el reciclado de las fibras naturales.

Los primeros trabajos fotográficos de Maricela fueron las tejedoras de Acatlán. Mujeres indígenas acuclilladas con su telar de cintura haciendo sus telas e hilando la lana. Ese presente (hablando de hace más de 20 años) estaba destinado a desaparecer. Maricela lo detuvo para nosotros. Ahora –acaso para exorcizar los demonios que la aquejan, esos que anidan en las personas dotadas de una sensibilidad agudísima–, incursiona en la factura de ropones hechos a partir de sus fibras. A su manera, teje. Amorosa, desfibra las plantas, tiñe, corta, cose. Nada, en su obra, es casual; hasta los pliegues del ropón nos dicen algo. Advierto, en el trabajo de Maricela, un intento de reconciliación con una naturaleza que estamos construyendo. En sus manos ésta no muere, se redimensiona; quiere volver a nacer. No sé si Maricela alcance sus sueños, pero me gusta la manera en cómo va tras ellos.