Julio-Septiembre 2004, Nueva época No. 79-81 Xalapa • Veracruz • México
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De El caso Tuláyev
Victor Serge

 

Los cometas nacen de la noche

Durante varias semanas, Kostia había estado pensando en comprarse un par de zapatos, cuando un impulso repentino, del que él mismo se asombró, alteró todos sus cálculos. Privándose de cigarrillos, de cine, y cada tercera jornada del almuerzo de mediodía, ahorraría en seis semanas los ciento cuarenta rublos necesarios para la adquisición de unos buenos botines que la amable vendedora de una tienda de artículos de ocasión prometía reservarle «discretamente». Andaba, mientras tanto, de buen humor, sobre suelas de cartón que renovaba todas las noches. Por suerte, el clima era seco. Ya rico, con setenta rublos, Kostia fue a ver, por puro gusto, sus futuros zapatos, medio escondidos en la obscuridad de un estante, detrás de viejos samovares de cobre, una pila de estuches de bino- culares, una tetera china, una caja de conchas marinas sobre la que se destacaba en azul celeste el golfo de Nápoles… Un par de botas reales, de cuero suave, ocupaban el lugar de honor del estante: ¡cuatrocientos rublos, imagínese! Algunos hombres en raídos gabanes se relamían frente a ellas. «Quédese tranquilo», le dijo la vendedorcita a Kostia, «sus botines están allí, no se preocupe...» Le sonrió: era una chica de cabello castaño, de ojos hundidos, con dientes disparejos pero bonitos, con labios... ¿cómo describir los labios? «Tienes los labios encantados», pensó Kostia, mirándola directamente a la cara, sin timidez, aunque jamás se hubiera atrevido a decir lo que pensaba. Durante un instante retenida por esos ojos hundidos, que tenían un color entre el verde y el azul de ciertos bibelots chinos expuestos en la vitrina del mostrador, la mirada de Kostia vagó después sobre las joyas, las plegaderas, los relojes, las tabaqueras y demás antiguallas, hasta detenerse por azar en un pequeño retrato de mujer enmarcado en ébano, tan pequeño que cabía en la mano...

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Kostia con una voz sorprendida.
—Setenta rublos. Es caro, en verdad —respondieron los labios encantados.

Las manos igualmente encantadas se deshicieron de un brocado rojo y oro que dejaron sobre el mostrador y sacaron la miniatura. Kostia la tomó, conmovido de tener entre sus dedos regordetes y no muy limpios esta imagen, esta imagen viviente, esta imagen extraordinaria más todavía que viviente, este minúsculo rectángulo negro que enmarcaba una cabeza rubia ceñida por una diadema, un bello rostro ovalado de ojos despiertos, de una dulzura, de una fuerza, de un misterio sin fondo.

—La compro —dijo Kostia sordamente, sin escucharse a sí mismo.
La vendedora no se atrevió a objetar nada: él había hablado muy bajo, como desde el fondo de sí mismo. Mirando furtivamente a derecha e izquierda, la vendedora susurró:
—Chitón. Le voy a hacer el recibo: cincuenta rublos, pero no enseñe el artículo en la caja.

Kostia le dio las gracias casi sin verla. «Cincuenta o setenta, qué me importa. ¿No comprendes, muchacha, que no tiene precio?» Un gran fuego se encendió en su interior. Por el camino, iba sintiendo el pequeño rectángulo de ébano, apretado en el bolsillo interior de su saco, incrustado en su pecho; de allí irradiaba una alegría creciente. Caminó cada vez más de prisa, subió corriendo una escalera obscura, se apresuró por los corredores olorosos a naftalina y a sopa de coles agrias del departa- mento colectivo, entró en su cuarto, encendió la luz, consideró con exaltación su catre, sus viejos periódicos ilustrados apilados sobre la mesa, la ventana maltratada en la que algunos cartones reemplazaban los vidrios rotos... y se sintió apenado consigo mismo al oírse murmurar «¡qué felicidad!» La cabeza rubia en el pequeño marco negro apoyado en el muro, sobre la mesa, no lo miraba más que a él y él no la miraba más que a ella. El cuarto se llenó de una indefinible claridad. Kostia dio algunos pasos sin dirección, entre la ventana y la puerta; de pronto se sentía encerrado. Del otro lado del tabique divisorio, Romáshkin tosió débilmente.

—Ah, este Romáshkin —pensó Kostia, divertido con la idea del hombrecillo bilioso, siempre encerrado en su recámara, tan educado y tan limpio, un verdadero pequeño burgués que vivía solo con sus geranios, sus libros encuadernados en papel gris, sus retratos de grandes hombres: Henrik Ibsen, que dijo que el hombre más solitario es el hombre más fuerte; Mechnikov, que amplió los límites de la vida por medio de la higiene; Charles Darwin, que ha demostrado que las bestias de la misma especie no se devoran entre ellas; Knut Hamsun porque le dio voz a los hambrientos y amó los bosques... Romáshkin llevaba todavía viejos abrigos de antes de la guerra que precedió a la revolución que precedió a la guerra civil —de la época en que los Romáshkin, inofensivos y temerosos, pululaban sobre la tierra. Kostia se volvió con una ligera sonrisa hacia su media chimenea: el ta- bique que separaba su recámara de la del segundo subjefe de oficina Romáshkin cortaba por la mitad la bella chimenea de mármol de un salón de antaño.
—¡Pobre Romáshkin!, nunca tendrás más que la mitad de una recámara, la mitad de una chimenea, la mitad de una vida humana, y ni siquiera la mitad de una mirada como ésta...

(La mirada de la miniatura: esa embriagadora luz azul.)

—Tu mitad de existencia es la de la sombra, mi pobre Romáshkin.
Todas las noches de su vida se parecían, igualmente vacías. Romáshkin vagaba un poco al salir de la oficina, de cooperativa en cooperativa, en medio de una muchedumbre de transeúntes parecidos a él. Los anaqueles de los almacenes estaban llenos de cajas, pero sobre ellas, para disipar cualquier malentendido, los empleados pegaban etiquetas manuscritas: cajas vacías. Las gráficas indicaban, empero, la curva ascendente de las ventas de una semana a otra. Romáshkin compró unos champiñones en salmuera y retornó a su lugar, en una cola que iba formándose, para el salchichón. De una calle relativamente iluminada, dio la vuelta hacia otra, en sombras, y se metió en ella. Al fondo, luces de origen desconocido proyectaban un halo místico. De pronto, voces exaltadas llenaron la obscuridad. Romáshkin se detuvo. Una voz brutal de hombre se extinguió en medio del fragor; una voz de mujer, rápida y vehemente, se elevaba, insultando a los traidores, saboteadores, bestias con rostro humano, agentes del extranjero, gusanos. El furor se desgañitaba en la obscuridad, desde un altoparlante olvidado en una oficina vacía. Era espantosa la cólera de esa voz sin cara, en las tinieblas de la oficina, en esta soledad, bajo el resplandor rojo e inmóvil al fondo de la callejuela. Un gran frío se apoderó de Romáshkin. La voz de la mujer clamaba «En nombre de las cuatro mil obreras...» En el cerebro de Romáshkin, el eco repetía pasiva- mente: En nombre de las cuatro mil obreras de la fábrica... Así, cuatro mil mujeres de todas las edades —y entre ellas había seductoras, envejecidas prematuramente (¿por qué?), bonitas, inaccesibles, apenas sospechadas— estuvieron presentes en él lo que duró un momento fugaz, y todas gritaban: «¡Exigimos la pena de muerte para estos viles perros! ¡Sin ninguna piedad!» (¿Es posible, mujeres?, les respondía severamente Romáshkin. ¿Ninguna piedad? Todos tenemos, ustedes y yo, necesidad de piedad...) «¡Que los fusilen!» Los mítines de las fábricas continuaban durante el proceso de los ingenieros —o de los economistas, o de los directores de abasto, o de los viejos bolcheviques: ¿a quién se juzgaba esta vez? Veinte pasos más adelante, Romáshkin se detuvo de nuevo, esta vez frente a una ventana iluminada. Veía a través de los cortinajes una mesa servida, té, platos, manos, nada más que manos sobre el linóleo a cuadros: una mano regordeta que empuñaba un tenedor, una mano gris y adormecida, una mano de niño... En el cuarto, un altoparlante lanzaba sobre esas manos el clamor de los mítines: que los fusilen, que los fusilen, que los fusilen. ¿A quiénes? No importa. ¿Por qué? Porque la angustia y el sufrimiento estaban por todas partes mezclados con un inexplicable triunfo proclamado sin descanso por los periódicos. «Buenas noches, camarada Romáshkin. ¿Ya supo? Les negaron los pasaportes a Marfa y a su marido, y fueron privados del derecho de voto, porque eran artesanos que trabajaban por su propia cuenta. ¿Ya supo? Arrestaron al viejo Bukin: se dice que escondía dólares que le mandaba su hermano, que es dentista en Riga... Y el ingeniero ha perdido su puesto; se le acusa de sabotaje. ¿Ya sabe? Va a haber una nueva depuración de empleados, prepárese, he oído decir al comité de la casa que el padre de usted era oficial...» «Eso no es verdad», dijo Romáshkin ahogándose, «no fue más que sargento durante la guerra imperialista. Era contador...» (Pero como ese contador bien pensante había pertenecido a la Unión del Pueblo Ruso, Romáshkin no tenía la conciencia completamente tranquila.) «Trate de conseguir testigos; se dice que las comisiones van a ser muy severas... Se dice que hay problemas en la región de Smolensk; no hay trigo...» «Ya sé, ya sé... Venga a jugar damas, Piotr Pétrovich...» El vecino entraba en la casa de Romáshkin y se ponía a explicar a media voz su infortunio personal: su mujer había estado casada en primeras nupcias con un comerciante y corría el riesgo de que no le renovaran el pasaporte para Moscú: «Le dan a uno tres días para salir, camarada Romáshkin, a cien kilómetros de aquí, por lo menos. Pero una vez allí, ¿obtiene uno el pasaporte?» Si eso ocurría, su hija no podría ingresar en el Instituto Forestal, evidentemente. El hacha, dorada por el reflejo de la lámpara, se abatía sobre el cráneo de un caballo de ojos humanos, voces tumultuarias en las tinieblas enrojecidas exigían fusilamientos, muchedumbres llenaban las estaciones aguardando casi sin esperanza trenes que corrían sobre el mapa hacia el último trigo, las últimas viandas, los supremos negocios; una muchacha del bulevar Trubnoy se tendía, perniabierta, sobre un camastro, cerca de una bebé dormida, rosada como un lechón, pura como un pequeño ser sefialado por Herodes, y la muchacha era cara, cinco rublos, una jornada de trabajo —había que encontrar testigos, en efecto, para soportar la depuración, ¿ya iba a entrar en vigor la nueva tarifa de alquileres? Si en todo eso no había algún error inmenso, alguna culpabilidad sin límites, alguna perversidad escondida, debía ser porque una especie de locura soplaba sobre todas las cabezas. Concluida la partida de damas, Piotr Pétrovich se fue, rumiando sus preocupaciones: «La más grave, la cuestión del pasaporte...» Romáshkin deshizo la cama, se desvistió, se lavó la boca, se acostó. La lámpara eléctrica ardía en la mesita de noche, la sábana era blanca, los retratos estaban mudos: las diez. Antes de dormirse, recorrió atentamente el periódico del día. El rostro del jefe ocupaba un tercio de la primera plana, como dos o tres veces cada semana, encuadrado por un discurso a siete columnas: Nuestros éxitos económicos... ¡Prodigiosos! Somos el pueblo elegido, feliz entre todos, envidiado por el Occidente condenado a las crisis, al desempleo, a las luchas de clases, a las guerras; nuestro bienestar crece día tras día, los salarios, como consecuencia de la emulación socialista de las brigadas de choque, acusan un alza del 12 por ciento durante el año transcurrido; es tiempo de estabilizarlos, pues el rendimiento de la producción no aumentó más que 11 por ciento. ¡Maldición a los escépticos, a las gentes de poca fe, a los que alimentan en el secreto de su corazón la serpiente venenosa de la oposición! Todo eso se decía en párrafos angulosos numerados 1, 2, 3, 4, 5; también estaban numeradas las cinco condiciones (cumplidas) de la realización del socialismo; numerados, los seis mandamientos del trabajo; numeradas, las cuatro razones de la certidumbre histórica... Sin dar crédito a sus sentidos, Romáshkin examinó con una mirada aguda los 12 por ciento de aumento a los salarios. A este aumento del salario nominal correspondía una disminución triple, por lo menos, de los salarios reales, por la depreciación del papel moneda y el alza de los precios... Pero a propósito de ello, el jefe hacía, en su perorata, una alusión burlona a los especialistas deshonestos del comisariado de las Finanzas, a quienes prometía un castigo ejemplar. «Aplausos nutridos. Los asistentes se ponen de pie y aclaman largamente al orador. Salvas de gritos: “¡Viva nuestro jefe inquebrantable! ¡Viva nuestro piloto genial! ¡Viva el Buró político! ¡Viva el partido!” La ovación se inicia de nuevo. Muchas voces: “¡Viva la Seguridad Nacional!” Aplausos atronadores».

Romáshkin, insondablemente triste, pensó: «¡Cómo miente!», y se espantó de su propia audacia. Nadie, por fortuna, podía oírlo pensar: la recámara estaba vacía; alguien salía de los baños, iba por el corredor arrastrando las pantuflas, sin duda el viejo Schlem, que sufre de los intestinos; una máquina de coser ronroneaba suavemente; antes de acostarse, la pareja que vivía del otro lado del corredor peleaba a golpe de frases cortas como fuetazos. Se adivinaba que el hombre pellizcaba a la mujer, le torcía lentamente los cabellos, la arrodillaba para abofetearla con el dorso de la mano: todo el corredor lo sabía, los habían denunciado, pero ellos lo negaban todo, empeñados en atormentarse ahogando sus ruidos; más tarde se poseían de igual manera, con ajustes silenciosos de bestias prudentes. Y la gente que escuchaba a un lado de la puerta no escuchaba casi nada, pero todo lo adivinaba. Veintidós personas ocupaban los seis cuartos y el retrete sin ventanas del fondo: todos ellos reconocibles por sus ruidos furtivos en el silencio nocturno. Romáshkin apagó la luz. Atravesando las cortinas, el débil resplandor de una linterna de la calle dibujó sobre el techo las figuras acostumbradas. Variaban de un día a otro con monotonía. El perfil macizo del jefe se superponía en esta penumbra a los contornos del hombre que abofeteaba silenciosamente, en el cuarto vecino, a su mujer arrodillada. ¿No escaparía nunca esta víctima de esta posesión? ¿Escaparemos de la mentira? Era responsable aquel que le mentía a un pueblo entero en la cara como si lo golpeara. La idea terrible que, hasta ese momento, había madurado en las regiones sombrías de una conciencia que se temía a sí misma, fingiendo ignorarse, tratando de desfigurarse ante el espejo interior, se desenmascaró. Así la luz hizo aparecer en la noche un paisaje de árboles retorcidos por encima de los precipicios. Romáshkin tuvo el sentimiento casi visual de una revelación. Veía al culpable. Una llama transparente invadía su alma. No le preocupaba que este conocimiento pudiera ser vano. Desde entonces esa idea lo poseería, guiaría su cerebro, sus ojos, sus pasos, sus manos. Se durmió con los ojos abiertos, suspendido entre la exaltación y el miedo.

Ya fuera en la mañana, antes de la hora de oficina; ya fuera en la tarde, cuando había concluido su trabajo, Romáshkin frecuentaba el Gran Mercado. Muchos millares de hombres formaban allí, del alba a la noche, una multitud estancada que se hubiera creído inmóvil debido a la paciencia y prudencia de sus movimientos. Colores dispersos, rostros, objetos: todo zozobraba en la uniforme grisalla del suelo trillado, lodoso, nunca seco; la miseria marcaba allí a todas las criaturas con su impronta agobiante. Transpiraba en las miradas desafiantes de las vendedoras enfundadas en lana o telas estampadas, en las caras terrosas de los soldados que no debían ser verdaderos soldados, aun cuando llevaran todavía vagos uniformes que escaparon de la derrota; en la tela gastada de los sobretodos, en las manos que ofrecían mercancías imprevistas: un guante samoyedo de reno bordado con franjas rojas y verdes, forrado en el interior: «es suave como una pluma, ciudadano, tiéntelo» —guante impar, mercancía única de ese día, ofrecida por una ladronzuela cal- muca. Difícilmente se distinguía a los vendedores de los compradores: unos y otros pataleaban para entrar en calor o daban vueltas en torno a los demás. «Un reloj, un reloj, un buen Cyma, ¿lo quiere?» El Cyma no andaba más de siete minutos («¡Oiga nada más cómo marcha, ciudadano!»), el tiempo suficiente para que el vendedor se hiciera de los cincuenta rublos y se esfumara. Suéter un poco gastado del cuello, remendado a la medida: diez rublos y trato hecho. ¿Dice usted que huele a sudor de enfermo de tifo?, bueno, es el olor del baúl donde venía, ciudadano. «Té, verdadero té de las caravanas, shai, shai». El chino bizco canturrea sin cesar las sílabas incantatorias, mirando de hito en hito, y pasa; si uno le guiña el ojo de modo cómplice, saca a medias de su manga el minúsculo paquete cúbico del antiguo té Kuzniétzov, con los dibujos coloreados. «Auténtico. Viene de la coope del GPU». ¿Se ríe de veras este chino, o es nada más su boca de dientes verdosos lo que hace parecer que se ríe? ¿Por qué habla del GPU? ¿Pertenece a él? Es extraño que no lo arresten, que esté ahí todos los días, pero estos tres mil especuladores y especuladoras, de entre diez y ochenta años de edad, están ahí todos los días, sin duda porque no se les puede arrestar a todos a la vez —y porque, no importa cuántas redadas haga la policía, estas criaturas son legión. Entre ellos andan, con las gorras aplastadas contra el cráneo, los tipos de la policía en busca de su presa: asesinos, prófugos, estafadores, renegados contrarrevolucionarios. Un orden indiscernible de viejo pantano reina en este enjambre humano. (Vigile usted sus bolsillos, ¿de acuerdo?, y sacúdase bien cuando haya salido de allí, porque seguro que pescó piojos; y cuídese de esos bichos, porque vienen de los campos, de las prisiones, de los trenes, de las chozas de Eurasia, y transmiten el tifo; puede usted pescarlos del suelo, porque los piojosos y las piojosas que los llevan los van sembrando al caminar, y las sucias bestezuelas buscan su alimento trepándose por las piernas hasta donde haga calor; son una maldición estas bestezuelas. Vamos, ¿pero de veras cree usted que llegará el día en que el hombre ya no tenga piojos? ¿El verdadero socialismo, eh, con mantequilla y azúcar para todo el mundo? ¿Y quizá, para la felicidad de los hombres, pulgas suaves, perfumadas y acariciadoras?) Romáshkin escucha distraídamente a un gran barbudo, con la barba hasta los ojos, hablar de piojos y reírse un poco. Romáshkin siguió por el callejón de la Mantequilla, donde no había, claro, ninguna indicación de callejón ni de mantequilla, sino dos filas de vendedoras de pie, algunas de las cuales llevaban en las manos barras de mantequilla envueltas en trapos; otras, que no le habían pagado por su lugar al inspector, escondían la mantequilla entre sus vestidos, entre el regazo y el seno. (De vez en cuando las apañaban: ¿no te da vergüenza, especuladora?) Más lejos se abría la calle del rastro clandestino; de ahí sacaban la carne en el fondo de bolsas, debajo de diversos objetos, legumbres, granos; los vendedores apenas la mostraban. «Buena carne fresca, ¿quiere usted?» La mujer sacaba de debajo de sus ropas una pierna de res envuelta en un periódico manchado de sangre. ¿Cuánto? Tiéntelo. Un tipo siniestro con tics de epiléptico sostenía entre los dedos torcidos una extraña carne negra, sin decir nada. Hasta eso se puede comer, no es caro, hay que cocerlo bien, y evidentemente hay que cocerlo en una sartén de hojalata, sobre un buen fuego, en un lote baldío. ¿Le gustan las historias de mujeres descuartizadas, ciudadano? Conozco algunas interesantes. Un chico pasaba, con una botella y un vaso en la mano, vendiendo a diez kópecs el vaso de agua hervida. Aquí se abría el mercado debidamente legal, con sus mercancías desplegadas por el suelo, mercancías increíbles donde se confundían vasos con pintas azules, lámparas de petróleo, teteras despostilladas, fotos antiguas, libros, muñecas, chatarra, pesas, clavos (vendidos por pieza, los grandes; por docena, los pequeños, que había que examinar uno por uno, para verles la punta), vajillas, antiguallas, conchas marinas, escupideras, chupones, zapatillas de baile cubiertas por un resto de dorado, un sombrero alto de domador de circo o de dandy del antiguo régimen, cosas incatalo- gables, vendibles pues se vendían, puesto que se vivía de venderlas, menudos restos de innumerables naufragios arrastrados por las resacas de varios diluvios. No lejos del Teatro Armenio, Romáshkin se interesó al fin en alguien, en algo. El Teatro Armenio estaba hecho de un conjunto de cajas cubiertas de telas negras y perforadas por una docena de agujeros ovalados por donde los espectadores asomaban la cara; así, mantenían el cuerpo afuera y la cabeza en el país de las maravillas. «¡Todavía hay tres lugares disponibles, camaradas, cincuenta kópecs solamente, la representación va a comenzar, los misterios de Samar- canda, en diez cuadros, treinta personajes en colores!» Una vez que reclutaba a sus tres clientes, el armenio desaparecía bajo las telas, para tirar de los hilos de sus marionetas secretas, haciéndolas hablar a todas, él solo, con treinta voces de huríes de grandes ojos, de malvadas ancianas, de sirvientas, de niños, de gordos mercaderes turcos, de adivina gitana, de Diablo flaco, negro, barbudo, cornudo, con una lengua de fuego rojo, como de asesino, de bello cantor enamorado, de valiente soldado rojo... No lejos de ahí, un tártaro acuclillado cuidaba su mercancía: fieltros, tapices, una silla de montar, puñales, un cobertor amarillo cubierto de extrañas manchas, un decrépito fusil de caza, «Buen fusil», le dijo sobriamente a Romáshkin que se in- clinó a verlo. «Trescientos». Así trabaron conocimiento. El fusil era útil solamente para atraer al cliente peligroso. «Tengo otro, nuevo, en mi casa», dijo al fin el tártaro, Ajim, luego de su cuarto encuentro, después de que hubieron tomado juntos el té. «Ven a verlo».

En su casa, al fondo de un patio rodeado de abedules blancos, en el barrio de los callejones limpios y silenciosos alrededor de la calle Kropotkin —había que tomar por la calle de la Muerte—, en un antro ensombrecido por los cueros y los fieltros que colgaban del techo, Ajim le reveló un magnífico Winchester de doble cañón azul: «Mil doscientos rublos, mi amigo». Eso equivalía a seis meses del salario de Romáshkin, y era un arma insuficiente: dos tiros únicamente. En cuanto a la forma, era un arma incómoda; para llevarla escondida entre las ropas, había que cortarle el cañón y dos tercios de la culata. Romáshkin, emocionado, discutía consigo mismo los pros y contras. Ni endeudándose, vendiendo todo lo que tenía de vendible, robando incluso algunas cosas de la oficina, llegaría a juntar los seiscientos... Sordas explosiones sacudieron suavemente la muralla e hicieron tintinear las ventanas... «¿Qué es eso?» «No es nada, mi amigo: están dinamitando la catedral del Santo Salvador». No hablaron más del asunto. «No, verdaderamente no puedo», dijo Romáshkin abatido. «No puedo, es muy caro, y además...» Había dicho que era cazador, miembro de la asociación oficial de cazadores, que estaba en posesión de un permiso... La mirada de Ajim cambió; la voz de Ajim cambió; fue a tomar la tetera que estaba al fuego, sirvió té en los vasos, se sentó frente a Romáshkin sobre el taburete bajo, bebió con gusto el brebaje ambarino; sin duda se preparaba a decir algo importante: ¿acaso su precio final, novecientos? Romáshkin tampoco sería capaz de juntar esa cantidad. Era desolador. Al final de una pausa, con su voz acariciante confundida con una lejana detonación, Ajim dijo:

—Si es para matar a alguien, yo mejor...
—¿Mejor qué...? —preguntó Romáshkin sin aliento.

Sobre la mesa, entre los vasos, había un revólver Colt, de cañón corto y cilindro negro, arma prohibida cuya sola presencia era un crimen —un fino Colt, nítido, que llamaba a la mano y estimulaba la voluntad.

—Cuatrocientos, mi amigo.
—Trescientos —dijo Romáshkin, inconscientemente, lleno ya de la magia del arma.
—Trescientos. Lléveselo, mi amigo —dijo Ajim—, mi corazón confía en usted.

Sólo al salir Romáshkin advirtió el extraño abandono del lugar; nadie parecía vivir ahí, pasaba uno por ahí y luego desaparecía, como en medio de la confusión de un andén de estación ferroviaria luego de una derrota militar. Ajim le sonrió con suavidad, bajo la blancura de los abedules. Romáshkin se fue por las callejuelas tranquilas. Llevaba el Colt, que le pesaba sobre el pecho, en el bolsillo interior del saco. ¿De qué atraco, de qué asesinato de la estepa lejana provenía esta arma? Ahora reposaba sobre el corazón de un hombre puro que no pensaba más que en la justicia.

Traducción de David Huerta