Julio-Septiembre 2004, Nueva época No. 79-81 Xalapa • Veracruz • México
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De Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941)
Victor Serge

 

l. Mundo sin evasión posible (1906-1912)

Aun desde antes de salir de la infancia, me parece que tuve, muy claro, este doble sentimiento que habría de dominarme durante toda la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible. Sentía una aversión mezclada de rabia y de indignación hacia los hombres a los que veía instalarse en él cómodamente. ¿Cómo podían ignorar su cautiverio, cómo podían ignorar su iniquidad? Esto provenía, ahora lo veo, de mi formación de hijo de emigrados revolucionarios arrojados a las grandes ciudades de Occidente por los primeros huracanes de las Rusias.

El 1 de marzo de 1881, nueve años antes de mi nacimiento, en un día de nieve rala, en San Petersburgo, una mujer joven y rubia de rostro dulce y voluntarioso, que esperaba al borde de un canal el paso de un trineo escoltado por cosacos, agitó de pronto un pañuelo. Resonaron pequeñas explosiones sordas, el trineo se detuvo en seco, hubo, sobre la nieve, tirado contra el parapeto del canal, un hombre de patillas entrecanas cuyas piernas y cuyo bajo vientre estaban despedazados: el zar Alejandro II. El Partido de la Voluntad del Pueblo publicó a la ma- ñana siguiente su decreto de muerte. Mi padre, suboficial en la caballería de la guardia imperial, estaba entonces de servicio en la capital y simpatizaba con ese partido clandestino, que exigía para el pueblo ruso «la tierra y la libertad» y no contaba con más de unos sesenta miembros y de dos a trescientos simpatizantes. Entre los autores del atentado, fue detenido el químico Nicolai Kibalchich, pariente lejano de mi padre, que fue ahorcado, con Zheliabov, Risakov, Mijailov y Sofia Peróvskaia, hija de un antiguo gobernador de San Petersburgo. Ante los jueces, cuatro de cada cinco condenados defendieron sobriamente, firmemente su reivindicación de libertad; en el cadalso, se abrazaron y murieron con calma… Mi padre se había lanzado al combate con una organización militar del sur de Rusia que fue destruida entera en poco tiempo; se escondió algunos días en los jardines de la Santa- Labra de Kiev, el más viejo de los monasterios de Rusia; pasó la frontera austriaca a nado bajo las balas de los gendarmes; y fue a recomenzar su vida a Ginebra, en tierra de asilo.

Quería ser médico, pero la geología, la química, la sociología, la filosofia le apasionaban también. Siempre lo vi poseído de una inextinguible sed de conocimiento y de comprensión que debía trabarle constantemente en la actividad práctica. Como toda su generación re- volucionaria, cuyos maestros eran Alexander Herzen, Bielinsky, Chernyshevsky —presidiario por entonces en Yakutia— y por reacción contra su educación religiosa, se hizo agnóstico, como Herbert Spencer, a quien escuchó en Londres.

Mi abuelo paterno, de origen montenegrino, era sacerdote en una pequeña ciudad del gobierno de Chernigov; sólo he conocido de él un daguerrotipo amarillento que mostraba a un pope flaco y barbudo, de frente grande, de rostro benevolente, rodeado en un jardín de hermosos niños descalzos. Mi madre, de pequeña nobleza polaca, había huido de la vida burguesa de Petersburgo para venir también ella a estudiar a Ginebra. Yo nací por azar en Bruselas, por los caminos del mundo, pues mis padres, en busca del pan cotidiano y de las buenas bibliotecas, viajaban entre Londres —British Museum—, París, Suiza y Bélgica. Había siempre en las paredes, en nuestros pequeños alojamientos azarosos, retratos de ahorcados. Las conversaciones de los adultos se referían a procesos, a ejecuciones, a evasiones, a los caminos de Siberia, a grandes ideas constantemente puestas en tela de juicio, a los últimos libros sobre esas ideas… Yo acumulaba en mi memoria infantil las imágenes del mundo, catedral de Canterbury, explanada de la vieja citadela de Dover, encima del mar, tétrica calle de ladrillos rojos de Whitechaple, colinas de Lieja… Aprendí a leer en ediciones baratas de Shakespeare y de Chéjov, y durante mucho tiempo soñé al dormirme con el rey Lear, ciego, sostenido en el páramo inhumano por la ternura de Cordelia. Adquiría también un duro conocimiento de esta ley no escrita: tendrás hambre. Me parece que si, cuando tenía 12 años, me hubieran preguntado: ¿qué es la vida? (y yo me lo preguntaba a menudo), habría contestado: no sé, pero veo que quiere decir: pensarás, lucharás, tendrás hambre.

[Fue sin duda entre los 6 y los 8 años cuando me convertí en malhechor —y esto habría de inculcarme otra ley: resistirás. Era un niño muy amado, el primogénito, me convertí inexplicablemente en un niño malvado durante años. Con una habilidad diabólica, el niño malvado hacía el mal, como si hubiera querido vengarme del universo, y en primer lugar, del modo más cruel, de aquellos a quienes amaba. Las preciosas páginas de notas científicas de mi padre aparecían desgarradas. La leche, puesta a refrescar en el repecho de la ventana, para la cena, aparecía salada. Los vestidos de mi mamá eran quemados misteriosamente con cerillos y acuchillados a tijeretazos. La tinta era volcada solapadamente sobre la ropa recién planchada. Desaparecían objetos destruidos. Nadie podía sorprender las manos del niño malvado, mis manos. Me hablaban largamente, me amonestaban, vi muchas veces a mi madre con los ojos llenos de lágrimas, me pegaban también, me castigaban de cien maneras, pues estos pequeños crímenes eran locos, exasperantes, incomprensibles. Yo bebía la leche salada, negaba —natu- ralmente—, me deshacía en promesas lamentables y luego me acostaba, en una desolación infinita, pensando en el rey Lear sostenido por Cornelia. Me hacía taciturno y cerrado. A ratos cesaban los crímenes, la vida se iluminaba, hasta algún día sombrío que había aprendido a esperar con una vigilante certidumbre interior. Llegó un momento, a la larga, en que adquirí una presciencia segura del mal; sabía, sentía que la blusa de mi mamá sería manchada o desgarrada a tijeretazos, esperaba el castigo, vivía en la reprobación —y sin embargo jugaba, trepaba a los árboles como si el mal no existiera. Había comprendido lo incomprensible, me había hecho sagaz, llevaba en mí mismo un problema y maduraba una resolución. El fin de este episodio que, según creo, dejó una marca de firmeza en mi carácter, me ha dejado el recuerdo más exaltante de ternura. Iba a enterarme de que dos seres pueden, con una profunda mirada y un abrazo, comprenderse a fondo y abolir el peor mal. Vivíamos en los alrededores de Verviers, en Bélgica, en una casa de campo con un gran jardín. Una grave fechoría, no recuerdo cuál, había ensombrecido dos días antes a todos los de la casa. Sin embargo, había pasado aquella jornada con mi hermano menor, Raúl, en el jardín. Al crepúsculo, mi madre nos hizo entrar en la gran cocina donde flotaba un delicioso olor a pan caliente. Se ocupó primero de mi hermano, lo lavó, lo alimentó, lo acostó. Luego hizo sentarse al niño perverso en una silla, se puso de rodillas ante él y le lavó los pies… Estábamos solos, había a nuestro alrededor una dulzura inolvidable. Mi madre levantó los ojos hacia mí y preguntó de repente con un tono lleno de reproche: «¿Pero por qué haces todo eso, pobrecito mío?» Entonces la verdad estalló entre nosotros porque una especie de fuerza estallaba en mí: «¡Pero si no soy yo —dije—, es Silvia! ¡Lo sé todo, todo!»

Silvia era una prima adolescente, adoptada por mis padres, que vivía con nosotros, rubia graciosa de ojos fríos. Yo había acumulado tantas observaciones, tantas pruebas, con tal capacidad de análisis, que mi demostración implacable y sollozante fue irrefutable, y que todo quedó dicho, terminado irrevocablemente en la plena confianza recobrada. Había resistido tenazmente al mal y me había librado de él.]1
Recordaba que un día, en Inglaterra, nos habíamos alimentado de granos de trigo sacados de las espigas mismas recogidas por mi padre al borde de un campo, pero eso no era nada. Pasamos un invierno dificil en Lieja, en un suburbio de mineros. Encima de nuestro departamento trabajaba un pequeño restaurante, ¡Almejas y papas fritas!, olores suntuosos… Daba un poco de crédito, no lo bastante, pues mi hermano y yo nunca estábamos hartos. El chico del dueño birlaba para intercambiarlo con nosotros azúcar que le pagábamos con mecates, timbres postales de Rusia, cachivaches diversos. Me acostumbré a encontrar exquisito el pan empapado en café negro bien azucarado gracias a ese comercio, y esto evidentemente me permitió resistir. Mi hermano, dos años menor que yo —ocho años y medio en aquella época— encontraba repugnante esa alimentación y adelgazaba, se ponía pálido, se volvía triste, lo veía apagarse. «Si no comes —le decía yo—, te vas a morir»; pero yo no sabía lo que era morir, él tampoco, la cosa no nos asustaba. Los asuntos de mi padre, que había sido nombrado en el Instituto de Anatomía de la Universidad de Bruselas, mejoraron bruscamente, nos llamó junto a él, tuvimos alimentos suntuosos. Demasiado tarde para Raúl que cayó en cama, desfalleció, luchó algunas semanas. Yo le ponía hielo en la frente, le contaba historias, trataba de persuadirlo de que se iba a curar, trataba de persuadirme yo mismo, y veía algo increíble cumplirse en él, su rostro volvía a ser el de un niño pequeño, sus ojos brillaban y se apagaban a la vez, mientras que los médicos y mi padre entraban con pasos aterciopelados en el cuarto oscuro. Lo llevamos mi padre y yo solos al cementerio de Uccle, un día de verano. Descubrí lo solos que estábamos en esa ciudad que parecía feliz —y lo solo que estaba yo. Mi padre, que no creía sino en la ciencia, no me había dado ninguna enseñanza religiosa. Por los libros, yo conocía la palabra alma; se convirtió para mí en una revelación. Ese cuerpo inerte que se habían llevado en un ataúd no podía serlo todo: unos versos de Sully Prudhomme que aprendí de memoria fueron para mí una especie de certidumbre que no me atreví a confiar en nadie:

Bleus ou noirs, tous aimés, tous beaux
Ouverts à quelque immense aurore,
De l’autre côté des tombeaux,
Les yeux qu'on ferme voient encore.*

Había frente a nuestro alojamiento una casa rematada por un frontispicio labrado que me parecía magnífico y sobre el cual se ...

; y durante toda la vida me ha sucedido volver a encontrar en muchachitos subalimentados de las plazas de París, de Berlín y de Moscú, los mismos rostros condenados.

Que la pena puede pasar y que se siga viviendo después fue para mí un gran asombro: Sobrevivir es la cosa desconcertante entre todas, lo pienso también por muchas otras razones. ¿Por qué sobrevivir si no es para aquellos que no sobreviven? Esta idea confusa justificó a mis ojos mi suerte y mi tenacidad dándoles un sentido; y por muchas otras razones, todavía hoy, me siento unido a muchos hombres a los que sobrevivo, y justificado por ellos. Los muertos están para mí muy cerca de los vivos, no discierno bien la frontera que los separa. Hube de volver a pensar en estas cosas más tarde, en cárceles, durante guerras, viviendo rodeado de las sombras de los fusilados, sin que en el fondo las oscuras certidumbres interiores del niño, casi inexpresables en lenguaje claro, se hubiesen modificado sensiblemente en mí.

Mi primera amistad pertenece al año siguiente. Vestido con una camisa rusa a cuadros blancos y malva que mi madre acababa de terminar, subía por una calle provincial de Ixelles trayendo una col roja. Contento de mi camisa y sintiéndome un poco ridículo por llevar la col. Un chico de mi edad, chaparrito con gafas, me guiñaba irónicamente el ojo desde la otra acera. Dejé la col bajo una puerta y caminé hacia él para buscarle pelea llamándole miope, «cuatro ojos», cegato. ¿Quieres que te parta la cara? Nos medimos como gallitos que éramos, empujándonos un poco con el hombro, ¡atrévete! ¡empieza!, sin golpearnos sin embargo, pero anudando en realidad una amistad que debía, a través de entusiasmos y de tragedias, ir siempre acompañada de un conflicto. Y seguíamos siendo, cuando murió en el cadalso a los 20 años, amigos y adversarios. Fue él quien vino después del altercado a preguntarme: «¿Quieres jugar conmigo?», y así se estableció de él a mí una subordinación contra la cual, a pesar de nuestro afecto, se rebeló constantemente en su fuero interior. Raymond se criaba en la calle el mayor tiempo posible, para huir de la trastienda asfixiante en la que se entraba por el puesto de zapatero donde su padre, desde la mañana hasta la noche cerrada, remendaba los zapatos del barrio. Su padre era un borracho resignado, viejo socialista asqueado del socialismo. Desde los 13 años, yo viví solo, a consecuencia de los viajes y de los malentendimientos de mis padres; Raymond venía a menudo a refugiarse en mi casa. Juntos, aprendimos a preferir a las novelas de Fenimore Cooper la gran Historia de la Revolución francesa de Louis Blanc, cuyas ilustraciones nos mostraban unas calles en todo semejantes a las que frecuentábamos, recorridas por los sans-culottes armados de picas… Nuestra felicidad era compartir dos centavos de chocolate leyendo esas narraciones conmovedoras. Me conmovían sobre todo porque realizaban en la leyenda del pasado la espera de los hombres que había conocido desde el primer despertar de mi inteligencia. Juntos, debíamos descubrir más tarde el aplastante París de Zola, y queriendo revivir la desespe- ración y la rabia de Salvat, acosado en el bosque de Bolonia, después de su atentado, erramos mucho tiempo bajo la lluvia de otoño a través del bosque de la Cambre.

Los tejados del palacio de justicia de Bruselas se convirtieron en nuestro lugar de predilección. Nos colábamos por oscuras escaleras defendidas por letreros: «Prohibido el Paso», dejábamos atrás, llenos de un alegre desprecio, las salas de los tribunales, los polvorientos dédalos vacíos de los pisos y llegábamos al aire libre, a la luz, en un país de hierro, de zinc y de piedras, geométricamente accidentado, de pendientes peligrosas, desde donde se veía toda la ciudad y todo el cielo. Abajo, en la plaza incrustada de minúsculas losas cuadradas, algún coche de caballos liliputiense traía a un minúsculo abogado penetrado de su importancia, portador de un minúsculo portafolios lleno de papeles que significaban leyes y crímenes. Soltábamos, pensando en él, una gran carcajada: «¡Ah, qué miseria, qué miseria esta existencia! ¿Te das cuenta? ¡Vendrá aquí todos los días de su vida y nunca, nunca se le ocurrirá trepar a los tejados para respirar ampliamente! Todos los “pasos prohibidos” se los sabe de memoria, se deleita en ellos, le hacen ganar dinero.» Pero lo que más nos conmovía, lo que era para nosotros una enseñanza irrefutable, era la arquitectura misma de la ciudad. El enorme palacio de Justicia, que comparábamos con las construcciones asirias, se levanta en una altura, justo encima de los barrios indigentes del centro a los que domina con toda su orgullosa masa de piedras talladas. Ciudad en dos partes, la ciudad superior en el mismo plano que el palacio, ricachona, aérea, extranjera, con las hermosas residencias de la avenida Louise, y abajo, la Marolle, ese ...

no iba mucho— del 1 al 10 de cada mes, menos bien del 10 al 20, muy mal del 20 al 30. Recuerdos ya antiguos quedaban hundidos en mi alma como clavos en la carne. Así, cuando vivíamos en algún lugar de los barrios nuevos, detrás del parque del Cincuentenario, mi padre saliendo una mañana con un pequeño ataúd barato, de madera amarilla, bajo el brazo. Su rostro endurecido: «Trata de conseguir pan fiado…» De regreso, se encerraba con sus atlas de anatomía y de geología. Yo no había ido a la escuela, pues mi padre despreciaba esa «estúpida enseñanza burguesa para los pobres» y no podía pagar el colegio. Trabajaba él mismo conmigo, poco y mal; pero la pasión de saber y la irradiación de una inteligencia siempre armada, que nunca consentía en entumecerse, que no retrocedía nunca ante una investigación o una conclusión, emanaban de él hasta tal grado que me magnetizaba y yo andaba en los museos, en las bibliotecas, en las iglesias, llenando cuadernos de notas, hurgando en las enciclopedias. Aprendí a escribir sin conocer la gramática; más tarde habría de aprender la gramática francesa enseñándola a estudiantes rusos. El conocimiento, para mí, no se separaba de la vida, era la vida misma. Las relaciones misteriosas de la vida y de la muerte se esclarecían por la importancia misteriosa de los alimentos terrestres. Las palabras pan, hambre, dinero, falta de dinero, trabajo, crédito, alquiler, casero tenían a mis ojos un sentido rudamente concreto que debería, me parece, predisponerme al materialismo histórico… Mi padre hubiera querido sin embargo que yo hiciese estudios superiores, a pesar del desprecio que profesaba hacia los diplomas. Me hablaba a menudo de ello, tratando de orientarme. Un folleto de Kropotkin, entre tanto, me habló en un lenguaje de una claridad inaudita. No he vuelto a abrirlo después, y hace de esto 35 años por lo menos, pero su tesis sigue estando presente en mi espíritu. «¿Qué queréis llegar a ser? —pregunta el anarquista a los jóvenes que hacen estudio—. ¿Abogados, para invocar la ley de los ricos que es inicua por definición? ¿Médicos, para cuidar a los ricos y aconsejar la buena alimentación, el buen aire, el reposo a los tuberculosos de los barrios pobres? ¿Arquitectos, para alojar confor- tablemente a los propietarios? Mirad pues a vuestro derredor e interrogad después a vuestra conciencia. ¿No comprendéis que vuestro deber es bien diferente, que consiste en poneros del lado de los explotados y en trabajar por la destrucción de un régimen inaceptable?» Si yo hu- biese sido hijo de un universitario burgués, esos razonamientos me habrían parecido un poco estrechos y demasiado severos para con un régimen que de todas formas… La teoría del progreso cumpliéndose suavemente de siglo en siglo me hubiese seducido probablemente… Pero yo encontré esos razonamientos tan luminosos que aquellos que no los seguían me parecían culpables. Informé a mi padre de mi resolución de no hacer estudios. La cosa caía de perlas: era un fin de mes pavoroso. «¿Qué quieres hacer, pues? —Trabajar. Estudiaré sin hacer estudios.» En verdad no me atreví, por temor al énfasis y al gran debate ideológico, a contestarle: «Quiero luchar toda la vida. Tú estás vencido, ya lo veo. Trataré de tener más fuerza o más suerte. No hay otra cosa que hacer.» Esto era más o menos lo que pensaba.

Tenía un poco más de quince años. Me hice aprendiz de fotógrafo (luego mozo de oficina, dibujante, casi técnico en calefacción central…). La jornada de trabajo era entonces de diez horas. Teniendo en cuenta la hora y media concedida para el almuerzo y la hora necesaria para ir y volver, el resultado era una jornada de doce horas y media. Y el trabajo de los jóvenes se pagaba ridículamente, si es que se pagaba. Muchos patrones proponían dos años de aprendizaje sin sueldo para enseñar un oficio. Mi mejor empleo en estos principios fue de 40 francos —ocho dólares— por mes, con un viejo hombre de negocios que poseía minas en Noruega y en Argelia… Si no hubiera habido la amistad en aquellos momentos de la adolescencia, ¿qué habría habido?

Éramos unos cuantos adolescentes más unidos que hermanos. Raymond Callemin, pequeño, fortachón y miope y de espíritu cáustico, se reunía todas las noches con su viejo padre alcohólico cuyo cuello y rostro no eran sino tendones furiosamente anudados. Su hermana, joven y bella lectora, vivía tímidamente delante de una ventana con geranios, en medio del olor a sórdidas chanclas, esperando sin duda llegar a ser un día una mantenida. Jean De Boe, huérfano, semiobrero tipógrafo, vivía en Anderlecht, más allá de las aguas fétidas del Senne, con una abuela que lavaba ropa sin cesar desde hacía medio siglo. El tercero de los cuatro, Luce, muchacho alto, pálido y tímido, provisto de un «buen empleo» en los almacenes de La Innovación, estaba aplastado por él. Disciplina, marrullería y estupidez, estupidez, estupidez. Le parecía que todo el mundo alrededor de él era idiota en el vasto bazar admirablemente organizado, y tal vez tenía razón desde cierto punto de vista. Al cabo de diez años de aplicación, podría llegar a primer vendedor y terminar su vida como jefe de sección, habiendo totalizado cien mil pequeñas bajezas como la historia de la linda vendedora que fue puesta en la calle por indelicadeza porque no había querido acostarse con un inspector. En resumen, la existencia se ofrecía a nosotros bajo el aspecto de un cautiverio bastante horrible. Los domingos eran evasiones bienhechoras, pero sólo había uno por semana y no teníamos un centavo. Errábamos a veces a través de las calles animadas del centro, alegres, sarcásticos, cabezas llenas de ideas y todas las tentaciones transformadas en desprecio. Jóvenes lobos de flancos ahuecados, que tuviesen orgullo, pensamientos. Peligrosos. Teníamos un poco de miedo de convertirnos en arribistas cuando considerábamos a varios de los mayores que habían adoptado actitudes revolucionarias y ahora… «En qué nos habremos convertido dentro de veinte años?», nos preguntábamos una noche. Han pasado treinta años. Raymond fue guillotinado: «bandido anarquis- ta» (los periódicos). Él fue el que caminó hacia la sucia máquina del buen doctor Guillotin lanzando a los reporteros un último sarcasmo: «Es hermoso ¿verdad? ver morir a un hombre.» Volví a ver a Jean en Bruselas, obrero, organizador sindical, libertario después de diez años de trabajos forzados. Luce murió de tuberculosis, naturalmente. Por mi parte, sufrí un poco más de diez años de cautiverios diversos, milité en siete países, escribí veinte libros. No poseo nada. [Varias veces he sido cubierto de lodo por una prensa de gran tirada porque digo la verdad.]2 Detrás de nosotros una revolución victoriosa que dio mal resultado. Varias revoluciones fracasadas, un número tan grande de matanzas que da un poco de vértigo. Y decir que no ha terminado… Cerremos este paréntesis. Tales son los únicos caminos que se nos ofrecen. Tengo más confianza en el hombre y en el porvenir que la que tenía entonces.

Éramos socialistas: de la joven guardia. Salvados por la idea. No había ninguna necesidad de demostrarnos, con el apoyo de textos, la existencia de las luchas sociales. El socialismo daba un sentido a la vida: militar. Las manifestaciones eran embriagadoras, bajo las pesadas banderas rojas, incómodas de llevar cuando se ha dormido mal, desayunado mal. Después subían al balcón de la Casa del Pueblo el copete ligeramente satánico, la frente abombada, la boca torcida de Camille Huysmans. Había los encabezados combativos de La Guerre Sociale. Gustave Hervé, líder de la tendencia insurreccional del P. S. francés, organizaba un plebiscito entre sus lectores: «¿Se le debe matar?» (estábamos bajo un ministerio de Clemenceau). Unos desertores franceses nos traían, poco después de los grandes procesos de antimilitaristas, el soplo del sindicalismo ofensivo de Pataud, Pouget, Broutchoux, Ivetot, Griffuelhes, Lagardelle. (De estos hombres, la mayoría han muerto; Lagardelle vive todavía convertido en consejero de Mussolini y de Pétain…) Los escapados de Rusia nos hablaban del motín de Sveaborg, de una cárcel dinamitada en Odessa, de las ejecuciones, de la huelga general de octubre de 1905, de los días de libertad. Di sobre estos temas mi primera conferencia en la Joven Guardia de Ixelles.

Los jóvenes de nuestra edad hablaban de bicicletas o de mujeres en términos odiosos. Nosotros éramos castos, esperábamos algo mejor de nosotros mismos y de la suerte. Sin teoría, la adolescencia nos revelaba un nuevo aspecto del problema… En una callejuela sospechosa, al fondo de un corredor húmedo donde colgaban ropas de colores, vivía una familia que conocíamos. La madre enorme y de aspecto dudoso conservaba rastros de belleza, una hija mayor desvergonzada de dientes enfermos, una menor asombrosa, pura belleza española, gracia, blancura y aterciopelado de los ojos, flores de los labios. Apenas podía, al pasar, chaperoneada por su matrona, lanzarnos un sonriente saludo. «Está claro —decía Raymond—, le hacen tomar clases de danza y la guardan para algún viejo cerdo ricachón…» Discutíamos estos problemas. Hubo que leer a Bebel, La mujer y el socialismo.

Poco a poco entrábamos en conflictos no con el socialismo, sino con todos los intereses nada socialistas que pululan alrededor del movimiento obrero. Pululan alrededor y lo penetran y lo conquistan y lo empuercan. Se establecían los itinerarios de los cortejos locales de manera que quedasen contentos tales o cuales dueños de cantinas afiliados a las Ligas Obreras. Y no había manera de contentarlos a todos. La política electoral nos indignó más que nada porque tocaba a la esencia misma del socialismo. Éramos a la vez, me parece, muy justos y muy injustos por ignorancia de la vida, que es siempre complicaciones, compromisos. El descuento comercial de dos por ciento otorgado por las cooperativas a los cooperativistas nos hacía reír amargamente porque nos era imposible apreciar lo que representaba como conquista. Juventud presuntuosa, dicen. Hambrienta de absoluto, ésta es la verdad. La trácala existe siempre y en todas partes, porque no se evade uno del tiempo, y estamos en el tiempo del dinero. La he encontrado floreciente, a veces salvadora, en la edad del trueque, en las revoluciones. Hubiéramos querido un socialismo ardiente y puro. Nos hubiéramos contentado con un socialismo combativo. Y era la gran época del reformismo. En un congreso extraordinario del partido obrero belga, Vandervelde, todavía joven, flaco, negro, lleno de fogosidad, preconizaba la anexión del Congo. Nos levantábamos protestando, abandonábamos la sala con gestos vehementes. ¿Adónde ir, qué hacer de esa necesidad de absoluto, ese deseo de combatir, esa sorda voluntad de evadirse a pesar de todo de la ciudad y de la vida sin evasión posible?
Necesitábamos una regla. Realizar y darnos: ser. Comprendo, a la luz de esta introspección, el fácil éxito de los charlatanes que ofrecen a los jóvenes sus reglas de pacotilla: «Avanzar llevando el paso en filas de cuatro en fondo y creer en Mí.» A falta de otra cosa… Es la carencia de los otros lo que hace la fuerza de los Fuehrers. A falta de una bandera digna, se pone uno en marcha detrás de las banderas indignas. A falta de metal puro, se vive con moneda falsa. Los gerentes de las cooperativas nos trataban mal. Uno de ellos, en su iracundia, nos llamó «vagabundos», porque distribuíamos a la puerta de su establecimiento volantes revolucionarios. Me acuerdo todavía de nuestra risa loca (amarga, amarga). ¡Socialista, ése, para quien «vagabundo» era un insulto! ¡Habría expulsado a Máximo Gorki! No sé bien por qué un tal M. B., consejero comunal, me había parecido «alguien». Me las arreglé para verlo más o menos de cerca. Encontré a un señor muy gordo que se estaba haciendo construir en un buen terreno una casa encantadora cuyos planos me mostró amablemente. Traté en vano de lIevarlo al terreno de las ideas: imposibilidad total. ¡Y pensar que habría habido que pasar de eso al terreno de la acción! Eran demasiados terrenos, y aquel señor tenía el suyo, debidamente registrado en los libros de la propiedad. Se enriquecía pacientemente. Sin embargo tal vez lo juzgué mal. Si contribuyó a sanear un barrio obrero, su camino en la vida no habrá sido del todo vano. Pero esto él no podía explicármelo, yo no podía todavía comprenderlo.

El socialismo era reformismo, parlamentarismo, doctrinarismo aburrido. Su intransigencia se encarnaba en Jules Guesde, que hacía pensar en una ciudad futura donde todas las casas se parecerían, con un Estado todopoderoso, duro para con los heréticos. El correctivo de esa sequedad doctrinal era que no creíamos en ella. Necesitábamos un absoluto, pero de libertad (sin metafísica superflua); una regla de vida, pero desinteresada, ardiente; una regla de acción, pero no para instalarse en ese mundo asfixiante, lo cual sigue siendo un buen truco, sino para intentar, aunque fuese desesperadamente, salir de él puesto que no podíamos destruirlo. La lucha de las clases se habría apoderado de nosotros si nos la hubiesen hecho comprender, si hubiese sido, un poco más, una verdadera lucha. En realidad, la revolución no parecía posible a nadie en esa gran calma de la preguerra. Los que hablaban de ella hablaban tan pobremente que todo se reducía a un comercio de folletos. El señor Bergeret disertaba sobre la piedra blanca.

La regla nos la ofreció el anarquista. Aquel en quien pienso murió hace algunos años. Su sombra está aquí, más grande que él mismo. Minero del Borinage, salido recientemente de la cárcel, Émile Chapelier acababa de fundar una colonia comunista —sería mejor decir comuni- taria— en el bosque de Soignes en Stockel.
En Aiglemont, en las Ardenas, Fortuné Henry, hermano del terrorista guillotinado Émile Henry, dirigía otra Arcadia… Vivir en libertad, trabajar en comunidad, desde hoy mismo… Llegamos por senderos soleados ante un seto, después a un portón… ¡Zumbido de las abejas, calor dorado, 18 años, umbral de la anarquía! Había una mesa al aire libre cargada de volantas y de folletos. El manual del soldado de la CGT, La inmoralidad del matrimonio, La sociedad nueva, Procreación consciente, El crimen de obedecer, Discurso del ciudadano Aristide Briand sobre la huelga general. Esas voces vivían… Un platito, dentro de él calderilla, un papel: «Toma lo que quieras, pon lo que puedas.» ¡Impresionante hallazgo! Toda la ciudad, toda la tierra contaba sus centavos, la gente se regalaba alcancías en las grandes fiestas, el crédito es la muerte, no se fien, cierren bien las puertas, lo que es mío es mío, ¿verdad? El señor Th., mi patrón, propietario de minas, entregaba personalmente los sellos de correo, no había modo de estafarlo en diez céntimos, a ese millonario. Los centavos abandonados por la anarquía ante la faz del cielo nos maravillaron. Siguiendo un pedacito de camino se llegaba a una casita blanca, bajo los ramajes. «Haz lo que quieras», encima de la puerta, abierta a todo el mundo. En el patio de granja, un gran tipo negro con perfil de corsario arengaba a un auditorio atento. Mucho estilo, de veras, el tono burlón, las réplicas desarmantes. Tema: el amor libre. ¿Pero puede el amor no ser libre?

Tipógrafos, jardineros, un zapatero, un pintor trabajaban aquí en plena camaradería con sus compañeras… Hubiera sido un idilio si… Habían empezado con nada, entre hermanos, todavía se apretaban el cinturón. Esas colonias se marchitaban generalmente bastante pronto, por falta de recursos. Aunque los celos no estuviesen formalmente proscritos, las historias de mujeres, incluso terminadas con asaltos de generosidad, les hacían mucho daño. La colonia libertaria de Stockel, transferida a Boitsfort vegetó durante varios años. Aprendimos allí a redactar, componer, corregir, imprimir nosotros mismos nuestro Comunista en cuatro pequeñas páginas. Trotamundos, un pequeño albañil romando prodigiosamente inteligente, un oficial ruso, anarquista tolstoiano, de noble rostro rubio, escapado de una insurrección vencida y que, al año siguiente, habría de morir de hambre en el bosque de Fontainebleau —León de Guerassimov— y luego un temible químico llegado de Odesa vía Buenos Aires, nos ayudaron a buscar la solución de los grandes problemas. El tipógrafo individualista: «Mira, viejo, no hay nadie más que tú en el mundo, trata de no ser un cerdo ni un baboso.» El tolstoiano: «Seamos hombres nuevos, la salvación está en nosotros.» El albañil romando, discípulo de Luigi Bertoni: «De acuerdo, pero sin descuidar las botas con clavos, en las construcciones…» El químico, después de haber escuchado largamente, decía con su acento ruso-español: «Todo eso es pura palabrería, camaradas; en la guerra social, se necesitan buenos laboratorios.» Sokoloff era un hombre de voluntad fría, formado en Rusia por luchas inhumanas fuera de las cuales ya no podía vivir. Salía de la tormenta, la tormenta estaba en él. Combatió, mató, murió en la cárcel.

La idea de los buenos laboratorios era una idea rusa. De Rusia se esparcían por el mundo hombres y mujeres moldeados por los combates sin merced, que no tenían más que una meta en la vida, que respiraban el peligro; y la comodidad, la paz, la campechanería de Occidente les parecían sosas, los indignaban tanto más cuanto que habían aprendido a ver, funcionando al desnudo, los engranajes de la máquina social en los que nadie pensaba en esos países privilegiados… Tatiana Leontieva liquidaba en Suiza a un señor al que confundía con un ministro del zar; Rips disparaba sobre la guardia republicana desde lo alto de la imperial de un ómnibus, en la plaza de la República; un revolucionario, confidente de la policía, ejecutaba en un cuarto de hotel de Belleville al jefe del servicio secreto de la Ojrana de Petersburgo. En un barrio mísero de Londres, llamado Houndsditch, la Fosa-de-los-perros, qué nombre adecuado para unos dramas sórdidos, unos anarquistas rusos sostenían un cerco en el sótano de una joyería y los fotógrafos sacaban una pla- ca del señor Winston Churchill, joven ministro, dirigiendo el cerco. En París, en el Bosque de Bolonia, Swoboda, probando sus bombas, era despedazado por ellas. «Alexandre Sokolov», en realidad Vladimir Hartenstein, pertenecía al mismo grupo que Swoboda. En su cuartucho, arriba de una tienda de la calle del Museo, había instalado un laboratorio perfecto, a dos pasos de la Biblioteca Real, donde pasaba una parte de sus días escribiendo para sus amigos de Rusia y de Argentina, en caracteres griegos, pero en español. Eran tiempos de paz pletórica, extrañamente electrizados, en la víspera de la tormenta (la tormenta de 1914…). El primer ministro Clemenceau acababa de derramar la sangre obrera en Draveil, donde unos gendarmes habían entrado en una reunión de huelguistas para descargar sus revólveres y matar a varios inocentes, luego en la manifestación de las exequias de esas víctimas, en Vigneux, donde la tropa abrió fuego… (Esa manifestación había sido organizada por el secretario de la Federación de la Alimentación, Métivier, militante de extrema izquierda y agente provocador que poco antes había recibido instrucciones personales del ministro del Interior, Georges Clemenceau.) Recuerdo nuestra exasperación cuando nos enteramos de esos tiroteos. Esa misma noche, un centenar de jóvenes desplegamos una bandera roja en la zona de los edificios gubernamentales, contentos de pelear con la policía. Nos sentíamos parientes de todas las víctimas, de todos los sublevados del mundo, habríamos peleado con alegría por los ejecutados de las prisiones de Montjuich y de Alcalá del Valle, cuyos sufrimientos recordábamos todos los días. Sentíamos crecer en nosotros una magnífica y temible sensibilidad colectiva. Sokolov se burló de nuestra manifestación, ese juego de niños. Él preparaba en silencio la verdadera respuesta a los asesinos de obreros. Habiendo sido descubierto su laboratorio a consecuencia de incidentes lamentables, se vio acosado, sin salida. Su rostro de ojos intensos, reconocible entre todos porque la parte superior de la nariz había quedado aplastada como por un golpe de barra de hierro, hacía que le fuera imposible huir. Se encerró en un cuarto amueblado, en Gante, preparó sus revólveres y esperó; y cuando vino la policía, disparó como hubiese disparado sobre los agentes del zar. Los pacíficos gendarmes ganteses pagaban por los cosacos, autores de progroms —y Sokolov daba su vida, «aquí o allá, poco importa con tal de darla en plena luz, para despertar a los oprimidos». Que nadie, en aquella Bélgica floreciente donde la clase obrera se convertía en un poder, con sus cooperativas, sus sindicatos ricos, sus mandatarios elocuentes, pudiese comprender el lenguaje y los actos de los idealistas exasperados formados por el despotismo ruso, ¿cómo se habría dado cuenta de ello un Sokolov? Nuestro grupo se daba cuenta un poco mejor que él, de todos modos no a fondo. Decidimos tomar su defensa ante la opinión, ante el jurado, y yo lo dije en el proceso de Gante: «testigo de descargo». Ese combate y muchos otros incidentes, pues nuestro grupo3 revolucionario era en su propaganda extremadamente agresivo, pues había en nosotros una voluntad de desafío casi mortal, hicieron insostenible para nosotros la plaza. Se me hizo imposible encontrar trabajo, incluso como semiobrero tipógrafo; no era el único que estaba en este caso; nos sentíamos en el vacío. No sabíamos a quién hablar. Nos negábamos a comprender a esa ciudad a la que llamábamos «ese pantano», donde no hubiéramos podido cambiar nada, ni siquiera dejándonos matar todos en las plazas...

En la casa de un librero-abarrotero de la calle de Ruysbroek, sospechoso de ser un soplón, había conocido a Édouard Carouy, un tornero de metales, rechoncho, con un cuerpo de Hércules de feria, de cara espesa, fuertemente musculosa, iluminada por pequeños ojos tímidos y astutos. Venía de las fábricas de Lieja, leía a Haeckel, Los enigmas del universo, decía de sí mismo: «Estaba en el camino de llegar a ser una buena bestia. ¡Qué suerte he tenido de comprender!» Y contaba cómo, en los chalanes de la Mosa, había vivido como una bestia, «como los otros, pero más fuerte, por supuesto», ejerciendo un poco el terror sobre las mujeres, trabajando duro, sisando un poco en las obras de construcción, «sin saber lo que es un hombre y lo que es la vida». Una hermosa mujer joven y ajada, con los cabellos llenos de liendres, con un niño de pecho en sus brazos, y el viejo soplón de barba gris le escuchaban hacerme su confesión de inconsciente «convertido en consciente». Pedía ser admitido en nuestro grupo. Y: «¿Qué debo leer, según tú? —Élisée Reclus», respondí. «¿No es demasiado difícil? —No», contesté. Pero empezaba ya a entrever que era inmensamente difícil… Lo admitimos, fue buen camarada. Ninguna presciencia ensombreció nuestros encuentros. Más tarde, pronto, habría de morir —de muerte voluntaria— muy cerca de mí...

París nos llamaba, el París de Zola, de la Comuna, de la CGT, de los pequeños periódicos impresos con brasa ardiente, el París de nuestros autores preferidos, Anatole France y Jehan Rictus, el París donde Lenin, a ratos, redactaba el Iskra y hablaba en las reuniones de emigrados de las pequeñas cooperativas, el París donde tenía su sede el Comité Central del Partido Socialista-Revolucionario Ruso, donde vivía Burtsev, que acababa de desenmascarar, en la organización terrorista de ese partido, al ingeniero Evno Azev, ejecutor del ministro von Plehve y del gran duque Sergio, agente provocador. Me despedí de Raymond con una ironía amarga. Sin trabajo, lo vi en una esquina, distribuyendo prospectos para un comerciante de ropa. «¡Salud, hombre libre! ¿Por qué no hombre-sandwich? —Ya llegará, es posible —dijo riendo—, pero las ciudades se acabaron, para mí. Lo aplastan a uno. Quiero reventar o trotar por los caminos, por lo menos tendré aire y paisaje. Estoy hasta la coronilla de todos esos hocicos. Sólo espero poderme comprar un par de zapatos…» Se fue por los caminos de las Ardenas, con un camarada, hacia Suiza, hacia el espacio, haciendo la siega, meneando la cal con los albañiles, cortando leña con los leñadores, con un viejo sombrero blando echado sobre los ojos y un tomo de Verhaeren en su bolsillo:

Nous apportons, ivres du monde et de nous-mêmes,
Des cæurs d’hommes nouveaux dans le vieil univers…*

He pensado a menudo desde entonces que la poesía sustituía para nosotros a la oración, hasta tal punto nos exaltaba, hasta tal punto respondía en nosotros a una constante necesidad de elevación. Verhaeren lanzaba para nosotros sobre la ciudad moderna, sus estaciones, sus comercios de mujeres, sus remolinos de muchedumbres, un fulgor de pensamiento ardiente, doloroso y generoso; y tenía gritos de violencia que eran ciertamente los nuestros: “¡Abrir o romperse los puños contra la puerta!” Nos romperemos los puños, ¿por qué no?, vale más que pudrirse… Jehan Rictus lamentaba la miseria del intelectual sin un centavo que arrastra sus noches por los bancos de los bulevares exteriores y no había rimas más ricas que las suyas: soñar-engañar, esperanza-desesperanza. En primavera, “huele a mierda y a lilas…”4

Partí un día, a la aventura, llevando conmigo diez francos, una camisa de muda, algunos cuadernos de trabajo, algunas fotos de las que nunca me separaba. Delante de la estación, por casualidad, me encontré a mi padre y hablamos de los recientes descubrimientos sobre la estructura de la materia, vulgarizados por Gustave Le Bon. “¿Te vas? —A Lille, por unos quince días…” Lo creía, pero no habría de volver, no habría de volverlo a ver; las últimas cartas suyas que recibí de Brasil en Rusia, treinta años más tarde, me hablaban todavía de la estructura del continente americano y de la historia de las civilizaciones… Esa Europa ignoraba los pasaportes, la frontera apenas existía. Alquilé en una colonia de mineros, en Fives-Lille, una buhardilla limpia, dos francos cincuenta —cincuenta centavos norteamericanos…— por semana, pagados por adelantado. Deseaba bajar a la mina. Unos viejos mineros cordiales se rieron en mis barbas: “Reventaría usted en dos horas, amigo…” Al tercer día me quedaban cuatro francos, busqué trabajo mientras me imponía un racionamiento: una libra de pan, un kilo de peras verdes, un vaso de leche (la leche, conseguida a crédito con la amable casera), veinticinco céntimos al contado que gastar por día. El fastidio fue que mis suelas empezaron a traicionarme y que al octavo día de ese régimen los vahídos me obligaban a desmoronarme sobre los bancos en los jardines públicos, obsesionado por el sueño de una sopa de tocino. Mis fuerzas se iban, no iba a servir para nada, ni siquiera para lo peor; una pasarela de hierro tendida por encima de los rieles de la estación empezaba a atraerme estúpidamente, cuando el encuentro providencial de un camarada, que vigilaba en la calle unos trabajos de canalización, me salvó. Casi en seguida encontré trabajo en casa de un fotógrafo de Armantières, a cuatro francos por día —una fortuna. No quise abandonar la colonia y salía al alba con los proletarios cubiertos de cascos de cuero, en la triste niebla matinal, viajaba en medio del escorial, luego me encerraba para el resto del día en un estrecho laboratorio donde trabajábamos alternativamente con luz verde y roja. Por la noche, antes de que la fatiga acabase conmigo, leía un momento L’Humanité de Jaures —con admiración, con irritación. Detrás del tabique vivía una pareja: se adoraban y el hombre golpeaba macizo a la mujer antes de tomarla. La oía murmurar a través de sus llantos: «Pégame más, más.» Encontraba insuficientes los estudios que había leído sobre la mujer proletaria. ¿Serían pues necesarios siglos para transformar este mundo, a estos seres? Cada uno de nosotros no tiene sin embargo más que una sola vida ante sí. ¿Qué hacer?

Traducción de Tomás Segovia.