Julio-Septiembre 2004, Nueva época No. 79-81 Xalapa • Veracruz • México
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De Los años sin perdón
Victor Serge

1. El agente secreto
¿Me queda aún suficiente espacio para una muerte inteligente?
—Aquel que nada sabía
descubrió el fuego central.
 

Hacia las siete de la mañana, D. cargó él mismo sus dos maletas en el taxi. La calle dormitaba aún, teñida por ese blanco apagado de los amaneceres de París. Nadie pasaba, salvo un leche- ro. Pureza matinal sobre las piedras y el asfalto. Los cubos de basura estaban vacíos. D. no experimentó ningún recelo. Se hizo conducir hasta la estación del Norte, se irritó en el bar porque tuvo que aguardar para tomar un café sin sabor, y enér- gicamente mandó cargar de nuevo sus dos maletas en otro vehículo que le llevó a la plaza de Iéna. Convencido de que no le habían seguido, encontró la amplia plaza semejante a un decorado sin actores, bañada por una luz tamizada en la que le hubiera gustado vivir mucho tiempo, reflexionando. Antes de las ocho, París, en sus barrios acomodados, parece como liberado de sí mismo; así, en calma, es sólo una obra de la cordura humana. D. pidió que le sirvieran, en una taberna de choferes, un buen café sin pretensiones y dos croissants calientes, no sin acordarse de aquel joven condenado a muerte que tan sólo pidió unos croissants como último deseo, y no los tuvo porque era demasiado temprano. «Vaya suerte», dijo el joven pálido que, en efecto, sólo por la decapitación consiguió su fin... Antes de tomar un tercer vehículo, para lo cual tuvo que telefonear, D. pensó que las múltiples precauciones, por razonables que pareciesen, constituían en realidad un juego de semilocos. Siembran con pequeños relevos, quizá incluso con jalones, la ruta del peligro. Puede uno, sin sospecharlo en absoluto, ser percibido por azar en la estación del Norte o en las inmediaciones de la plaza de Iéna. Cualquiera puede anotar el número de un vehículo. El tejemaneje mismo de los cambios de taxi puede llamar la atención. Si se pensara en estas hipótesis, uno se volvería maniático. Esta vez hizo que le llevaran directamente al hotel, calle de Rochechouart. Se trataba de un establecimiento burgués, probablemente frecuentado por viajantes de comercio, turistas modestos, parejas adúlteras pero formales, músicos tranquilos que trabajaban en salas de fiesta. El portero dijo: «Ah, señor Lamberti.» D. rectificó firmemente, con el fin de convencerse a sí mismo de su nueva personalidad: «Bruno Battisti, señor.» «El 17, ¿no es así?», inquirió el portero, que no dudaba.

En la habitación, D., aunque estaba seguro de haberlas cerrado bien, verificó las cerraduras de sus maletas. A las nueve, D. estaba de vuelta en «su casa». La portera lo saludó. «Buenos días, señor Malinesco. Creía que estaba de viaje...» (¿Me has visto por tanto llevarme las maletas, bruja?) «Sí, señora, me marcho por seis semanas...» (¡Por una eternidad, señora!) «Que tenga buen tiempo, señor Malinesco», dijo la portera, como una costumbre que obliga a decir siempre alguna cosa amable.

La señorita Armande, que era de una puntualidad odiosa, capaz de aminorar el paso en la calle mirando su reloj o de esperar treinta segundos en el rellano antes de entrar, llegó a las diez… Al penetrar en el despacho, cuya puerta siempre encontraba entreabierta, murmuraba un «señor Malinesco…» más apa- gado que pronunciado, acompañado de una deferente inclinación de cabeza. Ajada, más bien fea, de tez rosada, vestida con colores neutros, llevaba grandes gafas brillantes sobre una cara de vieja niña calculadora. D. la observaba con disimulada atención. ¿Qué sabía ella de él? Que era rico (él que nunca había poseído nada); ella respetaba a los ricos. Filatelista, bibliófilo, aficionado al arte antiguo, capaz de coger el tren o el auto y de recorrer la Bretaña en invierno con el fin de traer un viejo aparador… Amigo de artistas. Ella respondía al teléfono, escribía algunas cartas, iba a veces al banco, recibía al señor Soga, el agregado de embajada, un hombre pequeño, nervioso, demasiado perfumado, al señor Sixte Mougin, el anticuario, al señor Kehl, de la Sociedad de Filatelia, a veces al señor Alain, que no tenía en absoluto aspecto de pintor… Ella comenzaba a entender algo de sellos e incluso coleccionaba un poco, nada más que las colonias francesas, por espíritu de economía. Era una ocupación digna y parece que el rey de Inglaterra tenía una hermosa co- lección. De vez en cuando, D. mandaba que un detective siguiera a la señorita Armande. La señorita Armande salía los sábados por la noche con el señor Dupois, funcionario de la Enseñanza; iban al cine; la portera del señor Dupois llamaba a la señorita Armande «la novia de ese buen señor que ha sido tan desgra- ciado…». D., desconfiando de las desgracias de los otros todavía más que de las suyas, mandó seguir al señor Dupois, Evariste, cuarenta y siete años, propietario en Ivry, divorciado… Este señor jugaba prudentemente a las carreras, compraba billetes de la Lotería Nacional, leía periódicos de derechas, visitaba los viernes un burdel de la calle Saint-Sauveur. Un hombre inocente.

—¿Está usted prometida? —preguntó D. a la señorita Armande.

Ella no se sobresaltó, incapaz sin duda de un reflejo impulsivo, pero sus dedos sí se movieron alterados.

—Señor Malinesco… ¿Cómo lo sabe?
Observó que la confusión ponía más agradable la tez de la secretaria.
—Ah… el azar, señorita. La he visto un sábado del brazo de su prometido…
—La cosa no está todavía decidida —dijo ella con aire reservado.
¡Inocente, inocente! (Pero no se trataba de una convicción racional.)
—Voy a ausentarme, señorita, durante seis semanas. Remitirá usted el correo al señor Mougin...

Si alguien, dentro de tres días, iba a tener una cabeza de rata ahogada en un cubo de agua, ¡ése iba a ser el señor Sixte Mougin! D. lamentó no tener más que un sentido limitado del humor; hubiese pensado con placer en las preocupaciones de ese tembloroso y servil canalla, el señor Sixte Mougin.

—Cuando el señor Soga telefonee, le dirá que estoy en Estrasburgo...

«Estrasburgo», en clave, significaba «complicaciones imprevistas».
La señorita Armande no rechistó. Nadie dudaba de nada. ¡Increíble que Ellos no hubiesen dispuesto desde hace algunos meses una vigilancia interior contra mí! Pero si lo increíble no fuese verdad algunas veces, ninguna lucha sería posible. Con su pequeña letra cursiva, la secretaria anotaba en la agenda: «Señor Soga. Decir: Estrasburgo...» D., a quien no agradaban las notas, sonrió.

—No se fía de su memoria, por lo que veo.
—Sí, pero, cosa rara, a veces confundo los nombres de ciudades como Edimburgo, Hamburgo, Estrasburgo, Mulhouse…

D. no se lo esperaba. Su garganta se secó instantáneamente. Mulhouse, en la misma clave conocida por cinco personas, significaba: «Desconfíe.»

—¿Por qué?
—No sé por qué, señor… Mire, he estado a punto de escribir Mulhouse, a pesar mío.
—Quizá vaya también a Mulhouse —dijo D. con humor.

Él dirigió hacia ella esa mirada pétrea, fría y dura, que la secretaria raramente le descubría y que no era la de un aficionado al arte. La señorita Armande se esforzó para sonreír, con semblante falso. D. calculaba de prisa los pros y los contras.

—Señorita, he aquí la llave del cajón de abajo, a la derecha, del armario pequeño del vestíbulo. Tráigame el expediente del señor Feuvre, Zurich, ya sabe, la colección helvética… Los expedientes no están en orden, deberá buscarlo.
—Bien, señor.

Ella, naturalmente, dejó su bolso cerca de la máquina de escribir. D. lo abrió con la tranquila destreza adquirida en otro tiempo en los trabajos del gabinete negro. Ojeó una carta firmada «vuestro cariñosamente afectísimo, Evariste». Hojeó la agenda. Descubrió —con terror— un número de teléfono: X. 11-47. El número temible era el 11-74. ¡Inversión de cifras! La sospecha se convirtió en certeza con la fuerza de una detonación cerebral. Al volver, la señorita Armande miró su bolso. ¡Ah, nos comprendemos! D. cogió una carta del señor Feuvre y la guardó en su bolsillo. «Clasifique nuevamente el expediente…» Pero él volvió a coger las llaves del armario y la secretaria no se las pidió… ¡Verdaderamente, nos comprendemos a fondo!, pensó D. Esto cambiaba todo. Recordó que había encontrado su primer taxi parado, libre, a algunos pasos de la casa, y que el conductor se ladeó hacia él de una forma particularmente atenta… Apenas haya yo salido, llamará al 11-74, o, por otra parte, quizá a cien metros de aquí, quizá en esta misma casa... La señorita Armande, muy incómoda, dominaba visiblemente una indecisión o un cierto desasosiego.

—¿Qué ocurre? —dijo D. sin contemplaciones.

Ella explicó que durante la ausencia del señor Malinesco deseaba tomar tres días de vacaciones, si esto era posible, con el fin de… Se trataba de una tía, de una pequeña hacienda en el campo, del señor Dupois. Una carta de notario emergía del bolso.

—Por supuesto —interrumpió D.

Lo peor procedía sobre todo de tener que desconfiar de sí mismo, desconfiar de la desconfianza. D. leía en el sobre notarial el teléfono 11-47. Tranquilizado, olvidó Mulhouse. «Por lo demás, me permitirá que le ofrezca una gratificación de quinientos francos por el trimestre pasado...» Uno percibe por la forma que la gente tiene de aceptar el dinero el grado de su corruptibilidad. El centelleo de las gafas de la joven fue de inocencia.

D. creía, como el mago cree en sus pequeños trucos, en el secreto, en los códigos, en las estratagemas, en el silencio, en las máscaras, en el juego irreprochable; pero sabía también que los secretos se venden, que los códigos se descifran, que las estratagemas se desbaratan, que el silencio se rompe, que se adivinan las máscaras más fácilmente que los rostros, que las informaciones en papel carbón se recogen de las papeleras de los ministerios, que no hay juego perfecto. Creía en la organización infalible por su permanencia, su ramificación, sus recursos, su poder, su abnegación, e incluso por la complicidad de sus adversarios que la alimentaban unas veces involuntariamente, otras por cálculo. Pero a partir del día en que había comenzado a apartarse de la Organización se había sentido rechazado por ella; aquel poder que tenía detrás de él se hacía, en él, asfixiante.

El momento de su ruptura interior con la Organización databa de la revelación del crimen. El crimen había aparecido repentinamente después de una larga germinación indiscernible, tal como una siniestra escuadra sobre el mar iluminada de pronto por los proyectores. D. se había gritado a sí mismo, una noche en silencio, ante los periódicos esparcidos por la alfombra: «¡ No puedo más! ¡Es el fin de todo!» Y ya nada le interesó, desde entonces, en aquel apartamento estúpidamente confortable en el que la teatralidad no acababa más que durante las horas de reposo, cuando se instalaba en el sillón, el tablero dispuesto, para solucionar los problemas que inevitablemente resolvía dado que están todos solventados por adelantado; no hay más que buscar, en el fondo todos los problemas están huecos. O bien por la noche, muellemente acostado, suavemente iluminado, el vaso de agua con limón al alcance de la mano, leyendo una obra de Física, pues la constitución del átomo quizá sea el único problema del universo y se resolverá, y entonces se abrirá la era de la desesperación. Estos ejercicios mentales lo tranquilizaban, pero sin llegar a relajarlo. La verdadera calma sólo existe para aquellos que conocen la mecánica del mundo en marcha hacia los cataclismos, de cataclismo en cataclismo.

Se despidió discretamente de la secretaria. «Buen viaje, señor Malinesco… Tenga confianza en mí… Una ciudad muy bonita Estrasburgo, dicen…» Una mueca de sonrisa se formó en el rostro arrugado del hombre mientras bromeaba, sagaz incluso con la risa. «¿Qué es una ciudad muy bonita? ¿Mulhouse?» La señorita Armande pareció ligeramente vejada: «Está bien, usted va a tomarme por una niña...» «¡Eso, nunca! —dijo él sinceramente—. Espero que a mi regreso anuncie sus amonestaciones...» «Es muy posible, señor...», dijo la secretaria y hubo un destello tan vivo en sus ojos que D. se apenó. («A mi regreso, nunca…»)

« ¡Cuántas veces ya he partido sin regreso! Esta vez…» En el rellano respiró profundamente. El aire del mar no hubiera sido más tonificante que la primera bocanada respirada en aquella salida al vacío, en aquel desahogo sin alegría e incluso mezclado de angustia… Desaparecida la intolerable carga, uno se enderezaría… D. se alegró de haberse prestado bien a la tarea hasta ese momento, habiéndose dado además cuarenta y ocho horas o más de adelanto para proseguirla. El ascensor estaba en marcha. D. descendió los primeros peldaños de la escalera y se paró en seco, escuchando. Subía alguien con un paso pesado y poco enérgico que creyó reconocer…

Ese alguien, demasiado impaciente, no había querido esperar que el ascensor bajase de nuevo. D. se inclinó furtivamente y vio dos pisos más abajo, asida a la barandilla, la mano gorda y sombría del señor Sixte Mougin. Los reflejos del evadido son instantáneos. D. subió rápidamente, de puntillas, hasta el quinto. Razonamientos seguros como un tiro preciso se desencadenaban en su cerebro. El pensamiento puede vivir intensamente cuando se juega la vida sin turbarse, mientras que el corazón, habituado a lo imprevisto, late sin precipitación. ¿Cuarenta y ocho horas de adelanto? Ni una sola, querido amigo. Quizá doce o catorce horas de retraso sobre el peligro. Mougin viene porque le envían. Mi mensaje, depositado ayer, no debía ser llevado a Amsterdam hasta pasado mañana por la mañana. No había previsto que la desinformación existía también para mí, que ya no contaba con la confianza de los jefes, que el Enviado Extraordinario podía mentir al invitarme a una reunión en Holanda, o autorizar a alguien a abrir en su ausencia los sobres que reciba, los sobres que nadie tiene el derecho a abrir bajo pena de muerte… El señor Mougin llamaba en la puerta del piso inferior. El silencio era tal alrededor del sonido del ascensor que D. percibió la en- trecortada respiración de ese útil canalla, el señor Mougin. La puerta se abrió y se cerró tras el señor Mougin. Quizá abajo, en la calle, había preparado todo un sistema de vigilancia, invisiblemente anudado con celadas. D. trasladó su browning del bolsillo del pantalón al del abrigo; precaución ridícula. Tomó el ascensor. En la caja, con tonos de caoba, volvió deliberadamente la espalda al espejo, incómodo por la imagen de un espía doble al que una vez había acompañado en el ascensor de la Prisión secreta, un atildado señor con pequeño bigote de seductor al que se fusiló rápidamente. La imagen de aquella cabeza difusa, desaparecida por cremación desde hacía años, le sugirió una idea sarcástica pero cargada de inquietud. ¿Y si la sospecha delirante se hubiese abatido sobre el Enviado Extraordinario Krantz? Algún otro desde entonces, un Enviado Más Extraordinario, abriría su correspondencia… Estamos en tiempos de delirio, ¡yo rompo con el delirio! Mientras pensaba esto, D. se lanzó a la calle abarcando con la mirada las dos direcciones.

Un citroën gris estaba aparcado ante el número 15, vacío. Un joven ciclista se ponía en marcha con lentitud llevando un paquetito amarillo suspendido en el manillar; eso podía ser una señal. Si me mira, es que… No me mira. Puede ser que me haya identificado y que esté perfectamente adiestrado... En frente, una joven disminuía su paso, buscando algo en su bolso: eso podría ser un pretexto para observar la calle con su espejo de bolsillo. Una camioneta verde torció hacia la esquina de la calle de Sevres y giró en el mismo sitio como si el conductor tuviese que economizar una pequeña curva… Todo era a la vez banal y sospechoso. D. se fijó con preferencia en el citroën vacío.

Nadie le siguió en la escalera del metro. Nadie despertó su interés en el coche de primera. Los cambios subterráneos de la estación de Saint-Lazare se prestan a las modificaciones de dirección, a las bruscas vueltas como por un error fingido… D. se volvió atrás varias veces. Una descarada rubia se volvió hacia él con una amplia sonrisa de sus encías rosadas. «¡Oh, no! —dijo D. con voz irritada—, ¡perdone!» Momentos después se dio cuenta de que su abrigo, con el cuello levantado, estaba grotescamente abrochado con un botón demasiado alto. Encendió un cigarrillo y entró en la estación, cosa nada razonable, pues las estaciones son propicias a inesperados encuentros. En efecto, Alain apareció entre la muchedumbre, como si saliese precipitadamente de un quiosco de periódicos.

—¡Usted! —dijo Alain, alegremente asombrado.

El semblante abierto, la mirada más despierta que inteligente: en sus movimientos, un vigor de triunfador. D. lo quería, de esa forma suave con la que era todavía capaz de sentir amistad. Agente ejemplar, dotado de iniciativa, prudente, desinteresado, Alain le debía su iniciación al trabajo, es decir, a la abnegación que llena hasta el borde la copa de una existencia. D. no lo empleaba aún más que en tareas ligeramente arriesgadas, sobre todo como enlace con funcionarios subalternos o militantes del Partido diseminados por los arsenales y los astilleros navales. No hace mucho, antes de la pesadilla que le había vuelto taciturno, D. invitaba algunas veces a Alain y a su mujer a cenar en un buen restaurante. Hablaban de pintura y de doctrina, de acontecimientos. Alain preguntaba con interés. A D. le agradaba engañar sin aparentarlo. Esto le resultaba a él todavía más beneficioso que a aquel joven cultivado pero elemental.

* * *

—¿Y usted? —preguntó D.
—Todo va bien. Dentro de diez días tendré mercancías interesantes. Se pondrá contento.

«Yo también —pensó D.— soy un elemental… Ha sido necesaria toda una época de la historia para formarme. A los veinticinco años, yo era como él, menos ese hermoso rostro hecho para agradar a las chicas…»

—Acompáñeme un momento, Alain. Me ha alegrado encontrarle.

Volvieron a subir por la calle de Roma. En la plaza de Europa, D. dijo: «Aquí, se está bien...» La plataforma aérea superpuesta a las líneas de ferrocarril parecía reunir arterias inseparables, pero extrañas unas a otras, y encajaba bien tal nombre bajo la fina lluvia que comenzaba a caer. Lentas explosiones de vapores blancos subían de la estación. La palidez de París era apacible. Se detuvieron.

—No nos veremos más, Alain. Ya vendrán a encontrarle. Recibirá instrucciones.
D. observó el nacimiento de una inquietud en los jóvenes ojos castaños.
—Sí. Así es. Le digo adiós.
—No comprendo —dijo Alain—. Escuche... Usted tiene confianza en mí. Dígame una palabra, nada más que una palabra. ¿Ha pasado alguna cosa? ¿Peligro? Está usted...

El miedo acudía a la mente de Alain, ese miedo particular que D. conocía tan bien (¡hay tantos miedos diferentes!): el miedo de atinar exactamente, el miedo de afrontar, comprendiendo, lo que es incomprensible…

—¿Sospechoso? No. Soy el mismo. Me voy. Esto se ha acabado para mí. Eso es todo.
—¡Pero no es posible! —dijo el joven, en voz baja.
Sus labios parecieron murmurar otras palabras, contenidas.
—He dimitido —dijo secamente D.—. Usted continuará el trabajo con otro.

… Hizo una experiencia con este joven, una vivisección sobre sí mismo. La prueba de su afecto con la vana demostración de una bravata. D. se dio cuenta —y ello era raro, pues tales sentimientos deberían haber estado extinguidos en él— que quería ser comprendido. Este joven, cuya alma había modelado, no puede no darse cuenta de que si él se va, él, D., si él no puede más, si renuncia, es porque suceden cosas demasiado graves y que finalmente se hace necesaria una renuncia… La conciencia de un hombre es algo totalmente secundario en el combate por una causa tan elevada: pero he aquí que ella se convierte en algo esencial. Uno se desprende de su propia vida, «abandona» el Servicio Secreto y dice: «No. Yo, solo, desarmado, fiel, después de veinte años de labor, digo hoy: no.» Pero para llegar a eso ha sido preciso que la situación se haya puesto horriblemente negra.

D. abrió su pitillera de cuero. Unos ciclistas atravesaban la plaza; parecían mosquitos, mosquitos humanos; ellos ignoraban estos problemas. Una locomotora silbó debajo de la plaza. El otoño penetraba hasta los tuétanos con aquella fina lluvia. Alain tenía la cabeza descubierta.

—Se va a enfriar, Alain —dijo amigablemente D.—. Separémonos. Adiós.

Pero lo observó. El joven rostro había palidecido, parecía enfermo o endemoniado. Si una mujer le hubiera gritado: «Quiero a otro, ¡vete!», él hubiera guardado el mismo confuso silencio. Alain veía a D. a través de un espacio mate, desfigurado. De repente se había convertido en un hombre de rostro viejo, ajado, como si la carne se hubiese escurrido dejando transparentarse el cráneo. Cabeza de muerto que afectaba vivir. ¡No se dimite! Se huye, se está acosado, acabado, justamente acabado porque la huida es una traición.

—No me esperaba eso de usted —murmuró Alain.

El tono de voz cambió. Apareció una decepción rayana en el desprecio, llamando al insulto. Los pómulos del joven recobraron un poco de color y dijo entrecortadamente: «Usted debería saber mejor que yo que...»

(… El viejo disco se puso en marcha solo… Que todo cuanto se hace de abominable en apariencia responde a una necesidad puesto que se hace, que el Partido está por encima de todo cuanto hace, guiado por manos sumamente seguras; que si nos ponemos a dudar estamos perdidos; que a los que se mata son traidores puesto que se les mata; que me lo ha enseñado ¡USTED MISMO!… D. oyó claramente estas fórmulas que no podían ser otras, como si las máquinas las troquelasen en metal. Él sólo les oponía en su fuero interno un NO de dureza, de liberación, de liberación difícil de justificar. El movimiento negativo de su cabeza apenas se notaba; la sonrisa de esa seguridad superior que él se concedía, esbozaba un rictus. ¿Este muchacho no va a acordarse de lo que yo he sido para él, de lo que él sabe a migajas de mi pasado, de lo que yo soy?)

Alain no sabía qué hacer con sus manos. La derecha daba tirones de un botón de su impermeable. Estaba aturdido. Cogerle por el brazo, mirarle a los ojos sin reticencia y decirle: «Cálmate, hijo mío. Yo no he cambiado en nada. He comprendido, he juzgado, y es precisamente porque no cambiaré nunca por lo que no puedo soportar más lo que pasa. ¡Tantos muertos, tantas mentiras, tanto veneno volcado repetidamente en nuestra alma, en nuestra propia alma, comprendes! Excúsame por emplear un término místico...» En D. esto sólo representaba una pequeña veleidad. Siente que esto no es factible. El ser humano es siempre imprudente…

—Va a arrancarse ese botón, Alain.
El desconcierto del joven provocó en su rostro una sonrisa de insensato.
—Es usted un... —dijo.

No acabó. Se marchó con un paso brusco como si se contuviera para no correr. A pesar de todo no supo decir la palabra «traidor». ¿A causa del disgusto? ¿Por alguna duda? ¿Presentía lo que esta palabra implica de inicuamente increíble?
«Todo esto me importa un bledo», se dijo D. a sí mismo. «Buen muchacho. Quizá comprenderá a su tiempo, pero demasiado tarde. Lo probable es que sea devorado mucho antes. Es de aquellos que creen ciegamente, sirven y después se sienten víctimas y van de un lado para otro durante años por los cursos de las Casas Centrales. Después el Servicio no sabe qué hacer con ellos, pues es necesario recompensarlos, asegurarse su silencio o hacerlos desaparecer… En el futuro, no será a la Ar- gentina o a México donde se irán, será a la nada. Y con más seguridad Alain, por haberme conocido…

»Tomemos no obstante distancia. Yo no deseaba este adiós. Ahora Alain es un enemigo. Dominada la emoción, lamentará no haberme simulado simpatía, y tal vez su antigua admiración comprensiva, para haber mantenido el contacto. Yo habría creído en su juventud, en su inquietud: y me hubiera conducido a una emboscada. Regla: nadie en este mundo merece fe. Puesto que aquellos que merecían plena fe están muertos. Mancillados y muertos. Y en resumidas cuentas nosotros mismos hemos hecho todo eso...»

D. lanzó hacia la plaza de Europa una mirada desesperada. Llovía apaciblemente.

* * *

No hacía un tiempo como para ir al bosque, pero había que matar el tiempo restante hasta la torturadora reunión de las tres. No tenía apetito. Debe haber entre la fisiología y la psicología relaciones estrechas. Sentía sólo sed de ver árboles, agua, soledades: lo ideal sería un gran paisaje lleno de verdes bosquecillos, lejanas montañas, cruzado por vuelos de pájaros, recorrido por vientos monótonos, iluminado por un sol tibio, uno de esos paisajes de Siberia que dan a la tristeza una viva alacridad (con tal que no se esté en cautiverio). Y se sabe que caminando algunas horas se llegaría al Irtish, río estacionario, visión de un dilatado destino sin fin… «Taxi, al bosque de Bolonia; no vaya demasiado de prisa...»

El viejo vehículo se ladeaba un poco hacia la izquierda. D. se sorprendió, balanceándose, en un compartimiento de badana mugrienta. Bajó los dos cristales para poder respirar el olor a lluvia… El bosque estaba gris-rojizo, malva-ceniza en sus suaves profundidades, alfombrado de hojas muertas. Un espectáculo de decadencia, lo que me hacía falta hoy. Las avenidas asfaltadas, los cuidados calveros entre los grupos cerrados de árboles, la superficie lisa de los lagos que mezclaban el cielo y el lodo, todo se movía con un abandono que no estaba ni verdaderamente vivo ni verdaderamente muerto. «Aminore la velocidad, conductor, por favor...»

D. se tranquilizaba. Un porvenir parecido al de estas avenidas. No querer nada, no esperar nada, no temer nada. No pertenecer a nadie, ni siquiera a sí mismo. No considerar más nada. No ser más esa molécula pensante de una colectividad formidable, encarnizadamente consagrada, lúcida, forzada por una voluntad tal que ha cesado de saber lo que hace. ¿Estoy desalentado hasta ese extremo? Me estoy convirtiendo en un personaje de novela para un público de intelectuales. Todo se despega de mí, todo: las ideas imperiosas, el Partido, el Estado, el nuevo mundo en construcción, los hombres, las mujeres, en un penoso esfuerzo entre las trincheras de una línea de fuego (que se asemeja a este bosque transido) en las que se alojaban los combatientes agotados y obstinados en una guerra, a su pesar, por la esperanza, ¡y la esperanza engañada! Las calles de la única verdadera capital del mundo agitadas bajo los cimientos con sus caserones cuadrados, de amplios ventanales, en los que cada casillero habilitado en el hormigón encerraba seres mal alimentados, cautivos de un destino prodigioso (y un 40% de papeleo parasitario). ¡Capital de la tortura! Los laboratorios de microfotografía, las clases de la escuela especial, las células subterráneas de la prisión secreta, que vibran al paso de los vagones del metro, los gabinetes de cifrado, el Poder Central. El lugar de las ejecuciones, un sótano sin duda, construido con hormigón, frecuentemente fregado, racionalizado, al que tantos hombres han descendido sintiendo de pronto el aniquilamiento de todo: fe, obra, vida, razón… Las banderas rojas… Las banderas rojas, los brotes del humanismo socialista que el polvo, la basura y la sangre no podrían recubrir totalmente… El encanto de las ciudades de Occidente, tan resistente al análisis, la sensación de un mundo inconsciente pero ignorante del hambre, del terror, del agotamiento, del entusiasmo ascético y glacial, el único que confiere un sentido a lo cotidiano; el condescendiente dejar vivir de un mundo mezquinamente razonable, agradablemente sensual, deslizándose día tras día hacia un apocalipsis… El placer amargo del cuerpo a cuerpo con las catástrofes dispuestas para saltar desde lo invisible a los titulares de los periódicos, esa intriga gigante rodeando a los países —pintados en el mapa infantil con colores de acuarela— con sus redes de información, desinformación, envilecimiento, proezas, estadísticas, petróleo, metales, mensajes… La convicción de que nosotros somos, a pesar de todo —¡por miserables que parezcamos!—, los más clarividentes, los más humanos bajo nuestras corazas de inhumanidad científica, los más amenazados por eso mismo, los que más confiamos en el porvenir del mundo —¡y locos de recelo!—. ¡Ah!, todo eso se despega de mí, ¿qué va a quedarme?, ¿qué va a quedar de mí? Este hombre, casi un viejo, sagazmente razonador, llevado por un taxi fatigado a través de un paisaje inútil… ¿No haría mejor volviendo? «¡Camaradas, fusiladme como a los otros!» Al menos así esto acabaría según la lógica de la historia (desde el momento en que uno se ha dado a la historia… Cumplidores hasta el final… Si es necesario extinguir el Sol, ¡extingámoslo! «Necesidad», fórmula mágica…). Sería fácil; ¿pero ser cómplice? ¿Y si eso no es lo necesario? ¿Y si la gran máquina va al revés, si sus engranajes cerebrales se han pervertido, si sus engranajes sociales se han podrido? ¿Cómo decía el Viejo? «La dirección se nos escapa de las manos, el control de nosotros mismos se nos escapa…» Aquí, el pensamiento se oscurece, la historia es quizá mucho más difícil de penetrar que lo que nosotros habíamos creído con nuestras tres docenas de buenas fórmulas materialistas. Probablemente, ellos me matarían en seguida. Desde tres puntos de vista harían bien: 1.° Estoy lleno de ideas disolventes (un policía japonés diría «ideas peligrosas»); 2.° Ellos conti- nuarían el trabajo; 3.° Yo estoy acabado… ¿Pero qué trabajo continuarían ellos?; ¿hacia qué abismos?

Reiteradamente desligado de sus días, de sus noches. Pensó en los rostros de los perseguidos, gravemente estudiados en las fotos, pues se les vigilaba, se introducía entre ellos afanosos agentes, se visitaban invisiblemente sus reducidos alojamientos, se hojeaban los papeles de sus cajones, se fotografiaba su correspondencia; y ellos no sospechaban, perseveraban en su ínfima actividad, publicando boletines multicopiados, recaudando fondos para un folleto, exponiendo teorías, bastante justas, en el fondo, de vez en cuando, ante un auditorio de treinta personas (entre ellas tres confidentes) en el primer piso del café Voltaire… ¿Juntarse con ellos? ¿Iban a creer en mí, que no creo en ellos? No puedo creer más que en el poder. ¡La verdad, despojada de su poesía metafísica, no existe más que en los cerebros! ¡Se pueden destruir tan rápidamente algunos cerebros! Y después, basta de verdad. Si el poder está contra ellos, contra mí, no podríamos nada. El torrente nos arrastra.

D. esperaba si no la alegría profunda de una liberación, al menos el alivio del fin de un dolor. Contrariamente a toda prudencia, habló rabiosamente en voz alta: «¡Yo tengo sin embargo razón!» El conductor se volvió:

—¿Decía, señor?
—Nada. Dé todavía una vuelta. Voy adelantado.

Adelantado sobre nada. No queda más que la negación. No, no, no, no. El No al poder. Yo, nadie, rehúso mi consentimiento. Conservo mi razón en el momento en que vosotros perdéis la vuestra. Digo que la destrucción de los mejores es el peor crimen, la peor locura. Si el poder se vuelve contra sí mismo y comienza a destruirse con ensañamiento, yo tengo razón al ir contra él. Él sobrevivirá, yo pereceré, luego él tiene razón contra mí… ¿Puede él sobrevivir si se devora; si sufre de una alienación hasta ahora desconocida? ¿Y si al sobrevivir el poder reniega de sí mismo y cambia de rostro y de fines? En tal caso yo soy fiel renegando de él, pero eso es puro idealismo y no sentido práctico.

Conocí a tantos ejecutados por sus nombres, sus facciones, sus debilidades, sus manías, sus aptitudes, sus viajes, sus estados de servicio, sus libros, su prestigio, que se prohibía pensar en ellos por temor a una desmoralizante fatiga. Rechazados, formaban la «cohorte» anónima y el «número» negro… ¡Nos creímos la «cohorte de hierro», la de los elegidos! Nuestro orgullo fue justamente castigado… El número negro era el resultado de comprobaciones atentas y variaba según el grado de amar- gura, de revueltas y de piedad del momento: en todo caso un número de cinco cifras. Tantos como ejecutados.

¿Qué es la «conciencia»? ¿Un residuo de creencias inculcadas desde los tabúes primitivos hasta la gran prensa? Los psicólogos han encontrado para estas huellas profundas un término apropiado: el «superyó», dicen ellos… Sólo puedo invocar la conciencia y no sé lo que es. Presiento una protesta ineficaz que surge en mí desde un fondo que ignoro para desafiar la eficacia destructora, el poder, toda la realidad material, pero ¿en nombre de qué? ¿De la iluminación interior? Me comporto casi como un creyente. No puedo ser de otro modo. La palabra de Lutero. Únicamente, que el visionario alemán que lanzaba su tintero a la cabeza del diablo añadía: «¡Que Dios me ayude!» ¿Pero quién vendrá a ayudarme a mí?

Los grandes periódicos no tienen conciencia (él lo sabía bien porque frecuentemente los había comprado, por medio de intermediarios sagaces) y los pequeños no existían. Los grandes escritores no me creerían. Aquellos que podrían creerme no me comprenderían, y no es a mí a quien se trata de comprender, es la pesadilla del poder enfermo y el final de una categoría de hombres que piensan. Los escritores, además, prefieren otros temas menos comprometidos, con una venta más asegurada… Yo no diré nada, nada. Si en seis meses no consigo la paz en el Paraguay o en California, me haré traer obras de psicología para intentar comprender la conciencia, el superyó, el ego y la sospecha, la obsesión de la sospecha, y la repentina necesidad de matar a los mejores con el fin de ....
de Psiquiatría de la Salud Pública, a la Dirección de la Moral en el Ejército, al Departamento Político, al Instituto de la Longevidad, encargado de velar por la conservación de los dirigentes del Estado (del Estado destructor de sus propios dirigentes…). Y estas instituciones, consideradas en su conjunto, se dedican a preparar las catástrofes: el círculo queda cerrado.

D. mandó detener el vehículo ante la puerta de un pequeño café de Neuilly. Sentóse en una mesa de mármol blanco y se hizo servir jamón y vino. La depresión se iba pasando. Era el misterioso ballet de las ideas negras, de las luces y de los instintos, gobernado por un director de escena desconocido: fisiología y la X espiritual. El conductor, bebiendo en la barra, discutía con el dueño el arte de preparar el conejo con vino blanco. D. sintió de repente una especie de amistad hacia estos dos hombres. ¡Basta de desenfreno cerebral! El nudo corredizo ha sido cortado. Debía superar ahora las consecuencias del cansancio excesivo de los nervios. Un poco de orgullo, querido amigo, tú eres de la clase de los fuertes. (Es bueno repetírselo de vez en cuando, incluso aunque sólo sea un procedimiento de autosugestión…) Releyó mentalmente el mensaje que había mandado la víspera al Enviado Extraordinario; veinte líneas de una banalidad calculada, que contenía sin embargo este párrafo claro y sincero:

«… Desapruebo de forma tan total las cosas que están sucediendo que me sería imposible cumplir con deberes que son incompatibles con la duda y la censura. Usted conoce mi abnegación absoluta, muchas veces atestiguada por los actos. No puedo más que asegurarle que me retiro definitivamente a la vida privada, y me comprometo a no decir ni hacer nada que pueda perjudicar nuestra causa...» Un breve informe concerniente a las cuentas de los bancos, los asuntos corrientes, la relación con los subagentes. D. descubrió que las palabras «desaprobación», «duda» y «censura» (una sola de las tres hubiera sido suficiente…) anulaban la «abnegación absoluta» y el compromiso adquirido. Ellas abrían mil puertas sobre los problemas. Juzgaban al Partido, al sistema, a la Organización; el hombre que juzga a la colectividad, por el solo hecho de asumir esa temeridad, se coloca fuera de la ley. «Después de todo, yo nunca he tenido miedo de que me mataran.» Pero ahora la gravedad del riesgo lindaba con la certeza y la calidad del riesgo descendía de forma humillante. El riesgo aceptado por la colectividad no exigía justificación. ¿Y el riesgo corrido por uno mismo? Se dijo groseramente: «Vivir nada más que para sí es tan infecundo como el onanismo.»

«… bien escabechado en el vino blanco», decía el conductor. «La cebolla dorada aparte… un diente de ajo, una nuez moscada...» Otra voz pastosa y reguladora prolongaba comentarios terminados con un chasquido de la lengua: «Eso, señor, es cosa fina, ¡se lo aseguro!» «¿El encebollado?», intervino D. ani- mado. «Voy a explicárselo», dijo el patrón, que tenía un semblante simpático. D. escuchó la explicación sin seguirla. ¡Hubiera estado bien estrechar cordialmente las manos de estos hombres, e invitarse un domingo en Suresnes, para beber juntos Beaujolais! D. se puso triste en el momento de liquidar las consumiciones. La hora difícil del encuentro con Nadine se aproximaba.

Traducción
de A. González Troyano