Julio-Septiembre 2004, Nueva época No. 79-81 Xalapa • Veracruz • México
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Victor Serge y las vicisitudes de su obra*
David Huerta

 

Victor Serge (Bruselas, Bélgica, 1890-Ciudad de México, 1947) nació en el seno de una fami lia de intelectuales rusos emigrados. Su nombre civil era Victor Lvovich Kibalchich. Sus parientes habían huido de la persecución y represión de la policía zarista luego del magnicidio del Zar Alejandro Segundo a manos de los terroristas «populares» o «populistas» (narodnik) en 1881. En su casa de Bruselas, según recuerda en sus Memorias de un revolucionario, en medio de una pobreza extrema en la que lo único que no faltaba cotidianamente eran libros, revistas y temas de apasionadas conversaciones, podían verse varios retratos de hombres que habían sido ahorcados por las autoridades zaristas. Un miembro de su familia, Nikolai Kibalchich, había sido mártir de esos combates; químico, él fue quien diseñó las bombas que fueron utilizadas con éxito en el magnicidio (o regicidio) de 1881. El entorno familiar y las condiciones de estrechez en que vivían los Kibalchich habrían de marcar para siempre al futuro escritor, sensible desde entonces a la materialidad de la vida, a la diversidad de las culturas y los idiomas (ruso y francés al principio; español durante el último exilio), al contraste entre las clases sociales y la lucha que éstas libran. Serge fue un lector voraz desde la niñez.

La tradición familiar de Victor Serge se conectaba directamente con la tradición revolucionaria y rebelde de los rusos oposicionistas, corriente de acción y de pensamiento que se inició en 1825 entre los conspiradores del movimento decembrista. La legendaria fortaleza de Pedro y Pablo, donde fueron encerrados y castigados los decembristas, simboliza para los rusos del Báltico la tiranía y el despotismo: sus murallas miran el ancho y turbio río Neva (cuyo nombre significa «lodo») y son, junto con la aguja del Almirantazgo, símbolo de la ciudad mítica de Pedro el Grande y después de Lenin y de su gesta revolucionaria que se inició en la Estación de Finlandia. Serge nació, por así decirlo, con los ojos vueltos a Rusia y en especial a su «ventana», hacia Europa, es decir, la propia San Petersburgo, rebautizada como Leningrado por los soviéticos —y vuelta a bautizar con el viejo nombre en los años recientes—. En esa ciudad están ambientadas, siguiendo una genealogía literaria copiosamente estudiada, sus novelas y las grandes escenas de sus libros históricos y de sus biografías de personajes de la Revolución de Octubre.

En 1912, Victor Serge fue encarcelado en París por sus ligas amistosas y conspirativas con la célebre Banda Bonnot, un puñado de anarquistas que se dedicaban a «expropiaciones revolucionarias» y habían alcanzado una intensa notoriedad que rozaba el estatuto de la leyenda —mezcla de prefiguración de Bonnie y Clyde con seguidores de Bakunin. Serge pasó varios años en las galeras: de 1912 a 1917, año en que fue expulsado de territorio francés, de donde partió para integrarse en las revueltas anarquistas de Barcelona. La experiencia de la cárcel francesa lo marcó decisivamente; de esa temporada en el infierno surgió su libro Hombres en prisión, testimonio novelado y necesaria referencia para comprender su personalidad y el posterior decurso de su existencia. Los años y las décadas siguientes le depararían otras amargas y penosas experiencias con las Autoridades Máximas: persecuciones, exilio interior, exilio exterior, proscripción, pobreza, censura. Los lugares de Europa y América en los que vivió y por los que pasó dibujan un itinerario aventurero sellado por el ascetismo de la moral revolucionaria, la militancia política y la pródiga creatividad literaria; en el centro de ese mundo testimonial, intelectual, político y artístico que su obra ha plasmado, la Revolución Rusa ocupa el lugar de un astro que proyecta alternativamente luz y sombra, esperanza y dolor, exaltación y agobio. Aunque no vivió los días inaugurales del Octubre de 1917, puede decirse que fue un protagonista y testigio excepcional y de primerísima línea. Serge llegó a la Rusia de sus antepasados en enero de 1919, a la ciudad «roja» de Petrogrado, en un intercambio por un militar francés que había sido rehén de los bolcheviques. Luego de la muerte de Lenin en 1924, el escritor y militante fue cayendo poco a poco en desgracia con quienes habían ascendido al poder en la joven Unión Soviética: en 1928 sus posturas críticas, su intransigencia, le valieron el exilio interior de Orenburgo; para entonces, sin embargo, su nombre ya era conocido en los círculos intelectuales de Europa occidental y el aprecio que escritores como André Gide y Romain Rolland le tenían sirvió para salvarlo de su destino incierto y de una obscura desaparición en algún campo de trabajos forzados. Sus colegas escritores intercedieron por él ante José Stalin y éste accedió a dejarlo salir de la URSS en 1933.

De la todavía joven Unión Soviética, de la vieja Europa, de las luchas heroicas de los años veinte, del exilio de Orenburgo, Serge salió al exilio definitivo en 1936, hasta recalar en la Ciudad de México, en donde moriría en 1947. En medio de tantas desventuras y aventuras, se dio tiempo, espacio y fuerza para escribir miles de páginas; para investigar, imaginar, discutir; para estimular la naciente vocación de su hijo Vladimir (el pintor Vlady), quien con el tiempo habría de convertirse en el mejor heredero de la tradición intelectual, artística y política de su padre.

El barco en el que Serge cruzó el Océano Atlántico, el Capitán Paul Lemerle, llevaba, entre otros, a dos viajeros ilustres: un par de talentosos jóvenes franceses: el poeta André Breton, con quien Serge había trabado una polémica amistad y el bisoño antropólogo y lingüista Claude Lévi-Strauss, en su Camino de Santiago hacia las selvas brasileñas. Éste refiere el hecho, conmovido, en su libro Tristes Tropiques y hace un cuidadoso retrato del escritor belga-ruso. El rostro lampiño, los rasgos finos y la voz clara de Serge impresionaron a Lévi-Strauss, por cuanto no correspondían en absoluto a la imagen de «macho» y a la «sobreabundancia vital que la tradición francesa relaciona con las actividades llamadas subversivas». El viejo compañero de Lenin intimidaba al etnólogo; el ascetismo casi asexuado de la personalidad de Serge evocaba en Lévi-Strauss a los «monjes budistas de la frontera birmana». Este retrato, sin embargo, no coincide con la memoria de Vlady Kibalchich. Victor Serge —lo evoca Vlady— era más bien de barba cerrada y de una perfecta e incontrovertible definición sexual —de hecho, un hombre muy atractivo para las mujeres.

El trío de viajeros no podía condensar mayores significaciones históricas, políticas, intelectuales: Serge, veterano bolchevique de los años veinte, caído en desgracia con el todopoderoso José Stalin; André Breton, fundador y animador infatigable del «nuevo estremecimiento» surrealista; Lévi-Strauss, renovador de la etnología y padre de la corriente estructuralista. La alianza entre Serge y el viejo «profeta desarmado» León Trotsky se desvanecía por diferencias cada día más hondas; acaso la vena anarquista del escritor belga-ruso de lengua francesa lo separaba de la rigidez y el autoritarismo del creador del Ejército Rojo, corresponsable de la masacre de los marineros del Cronstadt. Breton buscaba un nuevo tipo de magia y de poesía en el Nuevo Mundo: en México se encontraría con Trotsky y con Diego Rivera, con quienes habría de firmar un exaltado manifiesto a los artistas del mundo; Lévi-Strauss iba al encuentro de los indios bororo y gé, cuyas mitologías estudiaría exhaustivamente para renovar las ciencias sociales y la lingüística. Victor Serge pasaría una breve temporada en la República Dominicana, en Ciudad Trujillo, rebautizada así —desplazando el viejo nombre de Santo Domingo— en honor del tirano Rafael Leónidas Trujillo. En esa ciudad del Mar Caribe, Serge empezaría a terminar la novela L'Affaire Tulaév, a la que pondría punto final en la Ciudad de México.

Las vicisitudes de los libros de Victor Serge —sus memorias, impresionante serie de testimonios; sus novelas de gran aliento épico y de un indeleble trasfondo moral; sus biografías en las que se trasluce una interrogación incesante sobre las relaciones entre el individuo y la historia— son semejantes a lo ocurrido con las obras de Alexander Solyenitzin y Arthur Koestler.

Los sombríos y desgarrados cuadros del Gulag pintados por el primero tienen un lugar central en la literatura testimonial de todos los tiempos; la autobiografía del segundo da cuenta de un trayecto vital e intelectual paralelo al de Serge, que diverge, sin embargo, de la vida y las posiciones de éste en cuanto que Koestler abandonó para siempre los sueños revolucionarios, con un agrio desencanto en el que nutrió sus implacables análisis críticos, sus inteligentes y documentadas denuncias del estalinismo —mientras que Serge mantuvo hasta el final una fe y una fortaleza interiores sin cambios en la viabilidad y la generosidad del proyecto socialista. En términos literarios, la novela de Koestler Darkness at Noon («Obscuridad a mediodía», o El cero y el infinito, como se conoce en su traducción al español) se convirtió en un clásico de la denuncia antitotalitaria de nuestro tiempo. Cabe preguntar por qué no sucedió nada semejante con los libros de Serge, que, si bien son conocidos, no han tenido la misma repercusión que los de Koestler.
La pregunta tiene que ver con el intransigente valor que siguió dándole Serge al proyecto socialista, cuya bancarrota denunció en sus libros anti-estalinistas Arthur Koestler; acaso no se ha comprendido muy bien el específico peso moral, por lo tanto político e histórico, de la obra de Serge —mientras que la obra de Koestler entró más temprano que tarde en la corriente clarísima de la disidencia de quienes la izquierda internacional llamó, con un rencor y un resentimiento temibles, los «renegados». Serge no fue nunca un «renegado» en ese sentido: fue, sí, un hombre libre que mantuvo hasta el final sus convicciones, las expresó lúcida y valientemente en sus libros y creyó siempre en la importancia del socialismo como herramienta utópica; lo que en su caso jamás significó transigir con las deformaciones y las brutalidades sanguinarias del estalinismo, sino todo lo contrario. Koestler dejó de ser socialista, Serge no.

Para Solyenitzin, la tragedia de Rusia es la de la corrupción de la santidad de un pueblo elegido: sus libros mantienen viva la espiritualidad de la Santa Rusia, herida por el estalinismo. Para Arthur Koestler, el fracaso del socialismo es el de un sistema cerrado de pensamiento que produjo un sistema totalitario de organización social, explotación económica, represión política, persecución de la disidencia. Para Serge, en cambio, el socialismo ha sido pervertido dentro de la historia por individuos concretos y el sueño de libertad que lo animaba desde el siglo pasado puede seguir siendo soñado por hombres verdaderamente libres, como él. El anarquismo en el que se inspiró en el principio de sus actividades como militante nunca lo abandonó; en el otro extremo, estaba, para su desgracia —que sin embargo produjo sus hermosos y apasionados libros— el estalinismo, forma radical de la dictadura personal en nombre de las mayorías. El atroz culto a la personalidad de Stalin fue su tema, su obsesión, la razón de ser de muchas de sus páginas; la denuncia de ese fenómeno monstruoso ocupó sus trabajos de hombre libre y de artista.

El caso Tuláyev refiere, en términos generales, la tragedia de los Procesos de Moscú. En particular, cuenta diversas historias relacionadas con ese acontecimiento múltiple que marcó profundamente el curso general de la vida de la Unión Soviética y, de mil maneras, afectó también al mundo entero; todas esas historias son personales, individuales, y están contadas con una pasión desbordada que solamente se iguala con la inteligencia analítica que subyace puntualmente a la estructura novelística, teñida en muchas páginas por un vigor épico y poético que alcanza momentos de verdadero esplendor en las descripciones del ámbito físico en que ocurren los hechos. El trazo de los personajes es inmejorable; cada uno de ellos responde a un tipo, sin que Serge incurra jamás en el tratamiento unidimensional de los estereotipos, acaso porque, en todo momento, la verosimilitud de su relato está sustentada en un conocimiento político profundo de la médula —trágica, sí— de esos acontecimentos.

¿Qué tipos son los personajes de El caso Tuláyev? El viejo bolchevique leal a la bondad del proyecto socialista, que mantiene una postura crítica ante las aberraciones de la burocracia estalinista; el oportunista sin escrúpulos que aprovecha el medro y la adulación como instrumentos de ascenso; el agente internacional que interviene en la Guerra Civil Española y se hace cómplice de injusticias cometidas en nombre de la Revolución y de crímenes ejecutados con la bandera de la solidaridad proletaria; el rebelde anarquizante dentro de la línea revolucionaria radical, que no transige por ningún motivo aun a costa de su propia vida; los funcionarios serviles, caricaturas grotescas al estilo de Grosz, que obedecen ciegamente los dictados del Jefe y que, sobre todo, los interpretan con una brutalidad implacable… Como una «sombra de caudillo», la figura del Jefe se proyecta con vibraciones ominosas a lo largo de toda la novela. Personajes menores contribuyen a matizar y precisar la trama.

La novela tiene como punto de partida el asesinato de un alto funcionario de la Rusia revolucionaria: el propio Tuláyev del título, a quien no cuesta ningún trabajo identificar con Serguei M. Kirov, asesinado el 1 de diciembre de 1934 por un tal Nikolaiev. Algunos historiadores aseguran que Kirov era tan cercano a José Stalin que no hubiera sido difícil considerarlo, en retrospectiva, como uno de sus posibles sucesores, designación que correspondió, como todos sabemos, a Nikita Kruschev, quien en el Vigésimo Congreso del Partido Comunista de la URSS, a principios de los años cincuenta, empezó a liquidar el mito de Stalin como Padre de los Pueblos y a revelar las atrocidades del Gulag, de las deportaciones masivas, de la colectivización forzada de los trabajos agrícolas, de la represión y exterminio de las diversas disidencias… Es un hecho proliferante que la literatura habría de recoger, con mayor precisión que los documentos políticos, estos acontecimientos: desde la poesía de Osip Mandelstam hasta los testimonios de Alexander Solyenitzin, pasando, desde luego, por los libros de Victor Serge. El caso Tuláyev es, pues, desde un estricto punto de vista, una novela histórica y política.

El asesinato de Kirov, revela Nikita Kruschev en sus memorias, fue seguramente perpetrado como un acto maquiavélico de Stalin, y Nikolaiev era un mero peón en ese juego sanguinario. Con ello Stalin conseguía por lo menos dos cosas: una, eliminar a quien podría significar un rival importante, así fuese al mismo tiempo un leal colaborador de la dictadura; dos, iniciar las célebres purgas de los años treinta que sacudirían a la opinión mundial y traerían como consecuencia el principio de la quiebra del proyecto socialista en el mundo (o mejor dicho: la aberración estalinista de ese proyecto), tal y como empezara a ser puesto en práctica a partir de la Revolución de Octubre de 1917. El caso Tuláyev recoge las resonancias de este hecho en diversas instancias personales, individuales: en la novela de Serge, un joven desilusionado de la naciente burocracia y sus crímenes sordos y lúgubres decide, en soledad, un poco a la manera de los héroes dostoievskianos, matar a Stalin, al Jefe todopoderoso de la novela; termina, por un encuentro fortuito, asesinando a Tuláyev-Kirov, cercano lugarteniente del tirano. Ahí se inicia el despliegue dramático de la novela.

La historia editorial de la novela de Serge plantea un pequeño enigma, que se desprende de una nota de advertencia que precede al inicio de la narración; esa nota dice lo siguiente: «Esta novela pertenece a la ficción literaria. La verdad creada por el novelista no debe ser confundida, en absoluto, con la verdad del historiador o el cronista. Cualquier intento de establecer una vinculación precisa entre los personajes y los episodios de este libro y los personajes y los hechos históricos conocidos será, por lo tanto, injustificado.» ¿Quién redactó esa nota? Cabe preguntarlo porque en la edición norteamericana figuran como firma las iniciales V. S., mientras que en la original edición francesa (Seuil, 1948) no están esas iniciales. Si el propio Serge la redactó, es un desmentido absurdo a la intención evidente de la novela: la denuncia de los crímenes y maquinaciones de Stalin; la revelación y el examen novelístico, artístico, de los Procesos de Moscú y sus consecuencias. Si no la redactó el propio autor del relato, es una precaución, acaso comprensible, de los editores franceses: el libro apareció en 1948, cuando Stalin aún vivía y mandaba, en la inmediata postguerra. La «vinculación precisa» entre lo que cuenta la novela y la historia soviética es fácil de establecer, a partir de la identificación, como se ha hecho aquí, de Kirov con Tuláyev; el intento no sólo no es injustificado sino que es necesario para leer cabalmente El caso Tuláyev en toda su significación y con todas sus implicaciones. Si Serge redactó esa nota, ¿lo hizo quizá para «proteger inocentes», como suele decirse? Es posible. En cualquier caso, esa nota revela la tensión política por la que atravesaban editores, escritores, intelectuales, cuando se trataba de discutir la actuación de Stalin, enormemente prestigiado en amplios círculos internacionales por su «victoria» armada sobre el nazi-fascismo durante la Segunda Guerra Mundial.

Habrá quien prefiera la densidad trágica y claustrofóbica de Darkness at Noon al dinamismo nómada y no menos trágico de El caso Tuláyev. Tengo para mí que la novela de Serge es un libro de mayor amplitud y de no menor intensidad. Koestler se concentra en la teatralidad de los Procesos ahí donde Serge abre el abanico de las sombras enfrentadas bajo el fuego silencioso del poder omnímodo y la siniestra arbitrariedad del Jefe. La geometría del pensamiento totalitario produce, en Koestler, un estremecimiento dramático: sus dialogantes son personajes casi beckettianos. Victor Serge, en cambio, dibuja con varios colores en diferentes escenarios: España, la tundra helada, Moscú entre las luces y las tinieblas. El caso Tuláyev constituye, más allá de las comparaciones, una novela extraordinaria en el conjunto de la obra de Serge, publicada en español, en buena parte, en el país donde él murió. No solamente su valor testimonial, su agudeza analítica, su asombrosa penetración psicológica, el poder visual y poético de sus descripciones, la armonía de su estructura; sino la consumada orquestación de todos esos elementos la hacen una novela clásica moderna, una obra que poco a poco irá encontrando sus lectores en este fin de siglo en que las transformaciones históricas ponen de relieve, con una luz más intensa, la personalidad artística, política e intelectual de su autor. Es justo que en México, donde Victor Serge murió y donde dejó tantos amigos, se publique ahora El caso Tuláyev, una de sus contribuciones más enérgicas y valerosas a la conciencia de nuestro tiempo y de la condición humana, del desarrollo de las sociedades y de las ideas de justicia y libertad. Si Serge era un hombre verdaderamente libre, la lectura de sus páginas hará circular, en el ámbito de estos años, una radiante porción de esa admirable libertad.

Ciudad de México, octubre de 1992