Enero-Marzo 2004, Nueva época No. 73-75 Xalapa • Veracruz • México
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De El cero y el infinito
Arthur Koestler

 

Primer interrogatorio

I

La puerta de la celda se cerró violentamente detrás de Rubachof.

Él se quedó unos minutos apoyado en la puerta y encendió un cigarrillo. Sobre la cama, que estaba a su derecha, habían colocado dos mantas relativamente limpias, y la paja de jergón parecía renovada recientemente. A su izquierda, el lavabo no tenía tapón, pero el grifo funcionaba. Al lado, el cubo higiénico acababa de ser desinfectado y no olía mal. Los muros eran de ladrillo macizo, menos por donde pasaban los tubos de calefacción y desagüe, donde la pared resonaba muy bien. Además, el mismo tubo de la calefacción parecía buen conductor de sonido. La ventana comenzaba a la altura de los ojos; se veía el patio sin necesidad de colgarse de los barrotes. Todo estaba, pues, a punto.

Rubachof bostezó, se quitó la chaqueta, la enrolló y la puso sobre el jergón, a modo de almohada. Luego miró al patio. La nieve tenía reflejos amarillos bajo la doble luz de la luna y de las bombillas. Alrededor del patio, a lo largo de los muros, se había despejado una estrecha pista para el ejercicio cotidiano. El alba aún no apuntaba; las estrellas brillaban todavía con resplandor glacial, pese a la luz eléctrica. Sobre la cortina de la muralla exterior, situada frente a la celda de Rubachof, un centinela, fusil al hombro, montaba la guardia con pasos marciales, como si estuviera en un desfile. De vez en cuando la luz amarillenta de las bombillas se reflejaba en su bayoneta.

De pie, junto a la ventana, Rubachof se quitó los zapatos. Apagó su cigarro, colocó en el suelo, cuidadosamente, la colilla y permaneció unos minutos sentado sobre el jergón. Aún volvió otra vez a la ventana. El patio estaba silencioso; el centinela daba en ese momento la vuelta; por encima de la torreta de ametralladoras se veía un jirón de la Vía Láctea. Rubachof se echó en el camastro y se envolvió en la manta.

Aún no eran las cinco, y allí en invierno, casi nadie debía levantarse antes de las siete. Tenía mucho sueño, y calculaba que su interrogatorio no sería hasta pasados cuatro o cinco días. Se quitó los lentes, los colocó al lado del cigarrillo, sonrió y cerró los ojos. Estaba bien arropado y caliente debajo de la manta, y se sentía protegido; por primera vez en muchos meses no tenía miedo a sus sueños.
Cuando, unos minutos más tarde, el carcelero apagó la luz exterior y fisgó en la celda por la mirilla, Rubachof, ex comisario del pueblo, dormía con la espalda contra la pared y la cabeza sobre su brazo izquierdo que, rígido, salía del lecho; pero su mano caía blandamente al final de este brazo y a veces vibraba en el sueño.

II

Cuando una hora antes dos agentes del Comisariado del Interior habían ido a arrestarle y se habían puesto a golpear fuertemente en la puerta de Rubachof, él estaba soñando precisamente que le iban a arrestar.

Golpeaban cada vez más fuerte, y Rubachof hacía esfuerzos para despertarse. Estaba versado en el arte de liberarse de sus pesadillas; el sueño de su primera detención le volvía periódicamente a través de los años y se desarrollaba con la precisión de un mecanismo de relojería. Alguna vez, con un esfuerzo de voluntad, conseguía detener este mecanismo y salirse de la pesadilla, pero esta vez fracasó; las últimas semanas le habían agotado, y sudaba y jadeaba en su sueño. El mecanismo de relojería continuaba y el sueño no se interrumpió.

Soñaba, como de costumbre, que derribaban su puerta a grandes golpazos y que tres hombres estaban allí fuera, dispuestos a arrestarle. Los veía a través de la puerta cerrada, de pie, golpeando hasta en el dintel. Vestían flamantes uniformes, última elegancia de los pretorianos de la dictadura alemana; sus quepis y sus bocamangas estaban adornados con su insignia, la cruz de garfios agresivos; cada uno llevaba en la mano libre una pistola de un tamaño tan grande que resultaba grotesca. Su cinturón y sus correajes olían a cuero nuevo. Y ahora estaban ya en su habitación, a su cabecera. Dos de ellos eran dos aldeanos, dos muchachos que habían crecido demasiado pronto, de labios gruesos y ojos de besugo; el tercero, bajo y gordo.

Seguían junto a la cama, con la pistola en la mano y Rubachof percibía su pesado aliento. Silencio absoluto sólo quebrado por la respiración del gordito. Después alguien hacía funcionar el desagüe, en un piso de arriba, y el agua se precipitaba por el interior de las cañerías con su ruido regular.

El mecanismo se iba parando. Los golpes sobre la puerta de Rubachof se hacían más violentos; fuera, los hombres que venían a arrestarle llamaban por turno y se soplaban los helados dedos. Pero Rubachof no conseguía despertarse, aunque sabía bien que en su sueño iba a venir una escena particularmente desagradable: los tres hombres a su cabecera y él intentando ponerse el batín. Pero la manga está vuelta, no puede meter el brazo. Se esfuerza en vano hasta que una especie de parálisis se apodera de él, no puede moverse, aunque sabe muy bien que todo depende de que pueda meterse la manga a tiempo. Esta torturante sensación de impotencia le dura unos segundos, durante los cuales Rubachof gime y siente la humedad de sus sienes y el martilleo de la puerta va penetrando en su sueño como un lejano redoblar de tambores; el brazo que tiene bajo la almohada tiembla en su febril esfuerzo por entrar en la manga del batín, y entonces, lo libra de toda angustia un golpe espantoso que le dan con la culata de una pistola. El recuerdo, tan familiar, de este primer golpe del que le vino su sordera, un recuerdo revivido mil veces y siempre nuevo, le despertaba habitualmente. Pero continuaba temblando durante algunos minutos, y su mano, crispada bajo el almohadón, buscaba aún, convulsivamente, la manga del batín; pues, en general, antes de despertarse por completo le quedaba por sufrir la última y más dura etapa. Se trataba de la nebulosa sensación de que este despertar era el verdadero ensueño y que, en realidad, se hallaba todavía en el húmedo suelo de piedra de la lóbrega celda, con el cubo a sus pies, la jarra del agua cerca de su cabeza y unos mendrugos de pan esparcidos por allí…

También esta vez le duró el estupor durante algunos segundos, no sabía si, palpando, su mano iba a encontrar el cubo o el botón de su lámpara de mesa. En seguida le cegó la luz y la bruma se disipó. Rubachof respiró varias veces, profundamente, y, como un convaleciente, con las manos cruzadas sobre el pecho, disfrutó del delicioso sentimiento de seguridad y libertad. Se enjugó con la sábana su frente húmeda y miró, guiñando los ojos algo irónicamente, el retrato del Número 1, Jefe del Partido, colgado en su habitación, a la cabecera de la cama, como en todas las habitaciones inmediatas al lado, arriba, abajo, en todas las paredes de la casa, de la ciudad, y del inmenso país por el que él había sufrido y luchado tanto y que ahora le había recogido en su regazo enorme y protector. Ya estaba despierto del todo; pero continuaban golpeando en su puerta.

III

En el obscuro rellano discutían los dos hombres que venían a arrestar a Rubachof.
Vassili, el portero, que les había enseñado el camino, permanecía a la entrada del ascensor y jadeaba de miedo. Era un viejo flaco; por encima del cuello destrozado del capote militar que se había endosado sobre la camisa de dormir, se le veía una ancha cicatriz rojiza que le daba aire de escrofuloso. Era la huella de una herida recibida durante la guerra civil, que él había hecho, toda entera, en el regimiento de guerrilleros de Rubachof. Luego, a Rubachof le habían enviado al extranjero, y Vassili no había oído hablar de él, sino alguna vez, en el periódico que su hija le leía todas las noches. Él se hacía leer los discursos que Rubachof pronunciaba en los congresos; pero eran muy largos y difíciles de comprender, y Vassili nunca podía encontrar en ellos el tono de voz del hombrecito barbudo, del jefe de guerrilleros que sabía juramentos tan bonitos que hasta la misma Virgen de Kazán debía de sonreír al oírlos. De ordinario, Vassili se dormía oyendo estos discursos, pero se despertaba siempre cuando su hija, llegando al latiguillo final y los aplausos, elevaba la voz solemnemente. A cada una de las frases rituales de los discursos: “¡Viva la Internacional! ¡Viva la Revolución! ¡Viva el Número 1!”, Vassili añadía desde el fondo de su corazón, pero en sordina, para que su hija no lo oyese, un “Amén” muy sentido. Después se quitaba su pelliza, hacía en secreto el signo de la cruz y se acostaba. Por encima de su cama había también un retrato del Número 1, y, además, el retrato de Rubachof en traje de jefe de guerrilleros. Si esta fotografía era descubierta seguramente también a él lo detendrían.

Hacía mucho frío en la escalera desierta y silenciosa. El más joven de los dos agentes del Comisariado del Interior quería hacer saltar la cerradura a tiros. Vassili se apoyaba en la puerta del ascensor; no había tenido tiempo más que para colocarse los zapatos, pero sus manos temblaban tanto que no se los pudo atar. El más viejo de los agentes no era partidario de pegar tiros; la detención debía hacerse discretamente. Y los dos soplaron sus manos entumecidas y volvieron a golpear la puerta; el más joven daba en la puerta con la culata de su revólver.
Unos pisos más arriba una mujer comenzó a gritar con voz penetrante. “Dile que se calle”, ordenó el joven a Vassili. “¡A Callar! —gritó Vassili—. Está aquí la Autoridad.” La mujer se calmó al momento. El joven cambió de método y administró a la puerta una tanda de patadas. El escándalo llenó toda la escalera, pero cedió la puerta por fin.

Los tres estaban a la cabecera de Rubachof. El joven, con la pistola en la mano; el viejo, rígido, como en posición de firmes; Vassili, unos pasos atrás, apoyando la cabeza en la pared. Rubachof seguía enjugándose el sudor de la nuca, y los miraba con ojos miopes y adormecidos.
—Ciudadano Rubachof, Nicolás Salmanovitch, te detenemos en nombre de la ley —dijo el más joven.

Rubachof buscó bajo la almohada sus lentes y se incorporó un poco. Con los lentes, sus ojos tenían la expresión que Vassili y el más viejo de los agentes conocían según las viejas “fotos” de la Revolución. El mayor se puso aún más rígido en su posición de firmes; pero el joven, que había crecido bajo nuevos héroes, dio un paso hacia el lecho; los tres comprendieron que, para disimular su creciente timidez, el muchacho iba a decir o hacer cualquier brutalidad.
—Deje en paz su revólver, camarada —dijo Rubachof—. Y, a todo esto, ¿qué queréis de mí?
—Ya lo ha oído. Está usted arrestado —dijo el joven—. Vístase y déjese de pamemas.
—¿Traen la orden de detención? —preguntó Rubachof.
El otro policía sacó un papel del bolsillo, se lo dio a Rubachof y volvió a su posición de firmes. Rubachof leyó atentamente.
—Bien —dijo—. Estas cosas nunca dicen nada. ¡Al diablo!
—Vístase, y de prisa —dijo el joven. Se veía que su brutalidad no era ya una postura, sino totalmente natural.
“¡Qué hermosa generación hemos formado!”, se dijo Rubachof.
Pensó en los carteles de propaganda donde la juventud se representaba siempre con rostros risueños. Se sentía muy cansado.
—Acérqueme mi batín, en vez de jugar con el revólver —le dijo al joven.
El joven enrojeció, pero guardó silencio. El mayor dio el batín a Rubachof. Rubachof metió el brazo en la manga.
—Por lo menos esta vez lo he conseguido —dijo con una sonrisa nerviosa.

Los otros tres no comprendieron y no le dijeron nada. Le miraban levantarse de la cama, lentamente, y recoger sus ropas arrugadas.

La casa había vuelto a quedar silenciosa después del agudo grito de la mujer, pero se sentía a todos sus habitantes despiertos en sus camas, conteniendo la respiración.

Después, alguien hizo funcionar el desagüe en un piso de arriba, y el agua se precipitó en las cañerías con su ruido regular.

IV

El coche que había traído a los agentes esperaba a la puerta: una nueva marca yanqui. Aún era de noche; el chofer había encendido los faros, la calle dormía o fingía hacerlo. Subieron, primero el joven, luego Rubachof y después el mayor de los agentes. El chofer, también uniformado, puso el motor en marcha. Al volver la esquina se interrumpía el asfalto; aún estaban en el centro de la ciudad; a los lados se levantaban grandes edificios modernos, de nueve y diez pisos, pero las calles eran malos caminos de fango helado, espolvoreados de nieve. El chofer conducía casi al paso y el coche, a pesar de su magnífica suspensión, crujía y gemía como una carreta de bueyes.
—Conduce más de prisa —dijo el joven, que no podía soportar el silencio en el interior del coche.

El chofer se encogió de hombros, sin volverse. Cuando Rubachof había subido, lo miró con aire indiferente, sin benevolencia. Rubachof había sufrido una vez un accidente; el hombre que iba al volante de la ambulancia lo había mirado de la misma manera. El lento arrastrarse por las calles muertas, delante de ellos la luz de los faros, era enervante.
—¿Está muy lejos? —preguntó Rubachof, sin mirar a sus dos compañeros. Estuvo a punto de añadir: el hospital.
—Media hora larga —dijo el más viejo de los hombres uniformados. Rubachof sacó cigarrillos, se puso uno en su boca y pasó el paquete en ronda, con un gesto automático. El joven rehusó con brusquedad, el viejo cogió dos y dio uno al chofer.
El chofer llevó una mano a su visera y luego dio fuego a los tres, sujetando el volante con una sola mano. Rubachof sintió su corazón más aliviado; y al instante se lo reprochó. “No es ocasión de hacerse el sentimental”, se dijo. Pero no pudo resistir a la tentación de hablar y conseguir en torno suyo un poco de calor cordial.
—¡Lástima de coche! —dijo—. Los autos extranjeros nos cuestan mucho oro, y, después de correr seis meses por nuestras calles y carreteras, se destrozan.
—En eso tiene usted razón —dijo el mayor de los policías—. Nuestras carreteras están demasiado atrasadas.

El tono de su voz indicó a Rubachof que este hombre había comprendido el abandono que sentía. Rubachof se vio como un perro al que le acaban de arrojar un hueso, y decidió no hablar más. Pero de repente el más joven dijo con aire torvo:
—¿Acaso son mejores en los Estados capitalistas? —Rubachof no pudo reprimir una mueca.
—¿Nunca ha salido usted de nuestra tierra? —preguntó.
—Sé muy bien, de todos modos, lo que sucede en esos países. No podrá usted embaucarme.
—¿Por quién me ha tomado? —preguntó Rubachof muy calmosamente. Pero le fue imposible contenerse y no añadir—: Debería estudiar usted más a fondo la historia del Partido.

El joven guardó silencio y se puso a mirar fijamente la espalda del chofer. Nadie hablaba. Por tercera vez se caló el motor, que jadeaba, y el chofer lo puso en marcha otra vez, blasfemando. Atravesaban los últimos arrabales; nada había cambiado en ellos el aspecto de sus miserables casuchas de madera. Por encima de sus retorcidas siluetas se asomaba la luna, pálida y fría.

V

En cada corredor de la nueva Cárcel Modelo había luz eléctrica. Amarillenta, se esparcía por las galerías de hierro, los desnudos muros encalados, las puertas de las celdas, con sus mirillitas negras y sus tarjetas donde se leía el nombre de los detenidos. Esta luz sucia y el chirrido de sus pasos sobre el pavimento le hicieron un efecto tan familiar a Rubachof que, por un instante, se complació en la ilusión de que aún soñaba. Intentó convencerse de que nada de toda aquella escena era real. “Si logro creer que sueño —se decía—, entonces será verdaderamente un ensueño.”

Lo intentó tan intensamente que casi sintió vértigo, pero en seguida se sofocó de vergüenza. “Tengo que pasar por todo esto hasta el final”, pensó. Llegaron delante de la celda número 404. Por encima de la mirilla había una tarjeta sobre la que estaba escrito su nombre: Nicolás Salmanovitch Rubachof. “Han preparado bien las cosas”, pensó. Ver su nombre sobre la tarjeta le hacía una extraña impresión. Quiso pedir al guardián una manta más, pero ya la puerta se había cerrado tras él.

VI

A intervalos regulares el guardián había echado un vistazo en la celda de Rubachof por la mirilla. Éste dormía tranquilamente sobre su camastro; sólo sus manos se crispaban de vez en cuando en el sueño. Sobre el suelo, al lado del camastro, estaban sus lentes y una colilla. A las siete de la mañana, dos horas después de haber sido conducido hasta la celda 404, Rubachof fue despertado por el toque de diana. Había dormido sin pesadillas y su cabeza estaba despejada. Por tres veces la corneta repitió sus notas penetrantes. Las notas vibraron, las repitió el eco, después terminaron por apagarse y no quedó más que el silencio hostil.

Aún no era día claro; los contornos del lavabo y del cubo se esfumaban en la penumbra del alba. Los barrotes de la ventana se dibujaban en negro en los sucios cristales; arriba, a la izquierda, un trozo de periódico tapaba un vidrio roto.
Rubachof se sentó en la cama y alargó el brazo para recoger su colilla y sus quevedos; luego se acostó de nuevo. Se puso los lentes y encendió la colilla. El silencio se prolongaba. En cada una de las celdas encaladas de la colmena de cemento se estaban levantando los presos de sus camastros en el mismo instante, blasfemando y andando inseguros por el frío suelo, pero en las celdas de los incomunicados no se oía nada, excepto, de vez en cuando, pasos que se alejaban por el corredor. Rubachof sabía que estaba en una celda de incomunicados y que permanecería allí hasta que lo fusilaran. Hundía sus dedos en su barbita en punta, fumaba su colilla y seguía tumbado sin moverse.

“Voy a ser fusilado”, se decía Rubachof. Observaba, guiñando los ojos, el movimiento de su dedo gordo que se enderezaba al pie del lecho. Al calorcillo, se sentía seguro y cansado; y no veía ningún inconveniente en morir en seguida, medio dormido, siempre que se le permitiera seguir tumbado en el camastro, al calor de la manta. “Te van a fusilar”, se decía a sí mismo. Y removía sus dedos, lentamente, dentro del calcetín. Frotó sus quevedos contra su manga, gesto bien conocido de todos sus admiradores. Debajo de la confortable manta se sentía casi feliz y no temía más que una sola cosa, tener que levantarse y moverse. “Conque vas a ser exterminado”, se dijo casi en voz alta, encendiendo otro cigarrillo, aunque no le quedaban más que tres. Los primeros cigarrillos fumados en ayunas le producían algunas veces cierta embriaguez, y se encontraba en ese estado de exaltación que le era ya familiar por las veces que había tenido cerca la muerte. Al mismo tiempo, sabía que este estado era reprensible y, desde cierto punto de vista, inadmisible, pero por el momento no se sentía dispuesto a aceptar ese punto de vista. Prefería observar el movimiento de sus dedos en los calcetines. Sonrió.
Una calurosa onda de simpatía hacia su propio cuerpo, por el que de ordinario no experimentaba ningún afecto, creía en él, y la inminente destrucción de este cuerpo le llenaba de una deliciosa compasión por sí mismo. “La vieja guardia ha muerto —se dijo a media voz—. Nosotros somos los últimos y vamos a ser exterminados”, y recordó unos versos: “Porque tanto la dorada juventud como los viejos deshollinadores, todos se convertirán en polvo…”

Intentó recordar la música de esa canción, pero sólo se acordaba de las palabras. “La vieja guardia ha muerto”, repitió, intentando recordar sus rostros. No podía evocar más que unos cuantos. Del primer presidente de la Internacional, ejecutado como traidor, no podía ver más que su chaleco a cuadros sobre una ligera obesidad de su vientre. Nunca llevaba tirantes, sino un cinturón de cuero. El segundo primer ministro del Estado Revolucionario, ejecutado también, tenía la costumbre de morderse las uñas en los momentos de peligro. “La Historia te rehabilitará”, pensó Rubachof sin gran convicción. La Historia se burla de que uno se roa las uñas.

Fumaba y pensaba en estos muertos, y en la humillación que había precedido a su muerte. Y, sin embargo, no podía resolverse a detestar al Número 1, como debía. A menudo miraba el cromo del Número 1, sobre su cama, intentando odiarle. Entre ellos le habían puesto muchos apodos, pero el único que perduraba era el de Número 1. El horror que expandía a su alrededor el Número l provenía, ante todo, de que podía tener razón, y de que todos los que él había asesinado se vieron obligados a reconocer, aun con una bala dentro de la nuca, que era posible, después de todo, que él tuviera razón. No había ninguna certidumbre de esto; sólo queda el recurso a la invocación a ese oráculo burlón que llaman Historia, y que no pronuncia su veredicto hasta que las mandíbulas del que lo reclama se deshacen en polvo.

Rubachof tuvo la sensación de que alguien le espiaba por la mirilla. Sin mirar, sabía que una pupila pegada al agujero lo miraba; un segundo después, la llave giraba en la pesada cerradura. Transcurrió cierto tiempo antes de que la puerta se abriera. El carcelero, un viejecito en zapatillas, se detuvo en el umbral.
—¿Por qué no se ha levantado? —preguntó.
—Me encuentro mal —dijo Rubachof.
—¿Qué le pasa? No podrá ver al médico hasta mañana.
—Dolor de muelas.
—¿Conque dolor de muelas? —dijo el carcelero, que salió arrastrando los pies y dando un golpazo a la puerta.

“Ahora por lo menos, puedo seguir acostado tranquilamente”, pensó Rubachof, pero esta idea no le dio placer alguno. La manta olía a encierro y su calor le molestaba; la apartó. Intentó de nuevo observar los movimientos de los dedos de sus pies, pero esto le aburrió. Cada uno de sus calectines tenía un agujero en el talón. Le hubiera gustado surcirlos, pero el pensamiento de tener que golpear la puerta y pedir hilo y aguja al carcelero le contuvo; seguramente se negaría a darle una aguja. De repente le poseyó un ansia loca de leer un periódico. Era tan fuerte que llegó a sentir el olor de la tinta de imprenta y oyó el ruido de las páginas al volverlas. Tal vez la víspera, por la noche, había estallado una revolución o un jefe de Estado había sido asesinado, o un yanqui había encontrado el medio de contrarrestar la ley de gravedad. Aún no vendría publicada su detención; en el interior del país se mantendría en secreto, pero en el extranjero esta sensacional noticia se sabría bien pronto, y se publicarían antiguas fotos de él, de diez años de edad, sacadas de los archivos de los periódicos, donde también se publicarían asombrosas idioteces sobre él y sobre el Número 1. No quería ya el periódico sino que deseaba con la misma avidez saber qué pasaría en el cerebro del Número 1. Le veía sentado en su despacho, sólidamente acodado, pesado y lento, dictando a una taquimeca. Otros se paseaban de arriba abajo, mientras dictaba, hacían espirales con el humo de sus cigarrillos o bien jugaban con una regla. El Número 1 ni se movía, ni jugaba, ni hacía espirales con el humo… De repente Rubachof se percató de que también él se estaba paseando; desde hacía cinco minutos; se había levantado de la cama sin darse cuenta. Y he aquí que se encontraba ya poseído por su rito habitual, consistente en no poner nunca el pie sobre el borde de los ladrillos, cuyo dibujo se sabía ya de memoria. Pero su pensamiento no abandonaba ni por un segundo al Número 1, que, sentado en su despacho y dictando con su aire impasible, se había transformado poco a poco en su propio retrato, en este cromo célebre, colgado encima de cada cama y en cada comedor de todo el país y que os miraba con sus ojos helados.

Rubachof iba y venía en su celda, desde la puerta a la ventana y viceversa, entre el camastro, el lavabo y el cubo seis pasos y medio en un sentido, seis pasos y medio en otro. En la puerta se volvía a la derecha, en la ventana a la izquierda: esto era una vieja costumbre de las prisiones; si no se cambiaba el sentido del paso a cada media vuelta pronto se sentía vértigo. ¿Qué pasaría en el cerebro del Número 1? Imaginaba de repente una sección de este cerebro cuidadosamente pintada a la acuarela sobre una hoja de papel clavada con chinches en un tablero de dibujo. Las circunvoluciones de la materia gris se henchían como si fueran vísceras, se enrollaban unas sobre otras como serpientes vigorosas, se estiraban en una vaga neblina como la espiral de las nebulosas sobre las cartas astronómicas… ¿Qué pasaba en la dilatación de estas circunvoluciones grises? Se sabía todo sobre las lejanas y auténticas nebulosas, pero sobre las del Número 1 no se sabía nada. Por esta razón sin duda la Historia era más bien oráculo que ciencia.
Más tarde, mucho más tarde, quizá se las enseñaran por medio de cuadros estadísticos a los que se añadirían mapas anatómicos muy parecidos. El profesor dibujaría en el encerado una fórmula algebraica representando las condiciones de la vida de las masas en un país y en una época dada: “Ciudadanos, he aquí los factores objetivos que han condicionado este proceso histórico”. Y señalando con el puntero un paisaje brumoso y gris entre el segundo y tercer lóbulo del cerebro del Número 1: “Y ahora, he aquí la imagen subjetiva de estos factores. La que durante el segundo cuarto del siglo XX condujo al triunfo el principio totalitario”.
Mientras esto no fuera posible, la política nunca pasaría de ser un diletantismo sangriento, pura superstición y magia negra…

Rubachof sintió el ruido de varias personas avanzando al mismo paso por el corredor. Su primer pensamiento fue: “Ya vamos al matadero”. Se detuvo en medio de su celda, el oído atento, el mentón avanzado. Los pasos se detuvieron delante de las celdas vecinas, una orden fue dada en voz baja, hubo un tintineo de llaves, y después se hizo el silencio.

Rubachof se quedó inmóvil entre el camastro y el cubo y aguardó el primer grito. Se acordó de que el primer grito, en el que el terror predomina sobre el sufrimiento físico, era generalmente lo peor; lo que seguía después ya resultaba más soportable: uno se acostumbraba, y, al cabo de algún tiempo, hasta se podía deducir el método de tortura empleado según el tono y el ritmo de los gritos. Hacia el final, la mayor parte de la gente se portaba de la misma manera, por muy diferentes que fueran su temperamento y su voz; los gritos se debilitaban convirtiéndose en un gemido y una queja estrangulada. Corrientemente, la puerta se cerraba poco después. Las llaves tintineaban de nuevo, y el primer grito de la siguiente víctima venía a menudo antes de que la hubiesen tocado, simplemente al ver a sus verdugos en el marco de la puerta.

De pie, en medio de su celda, Rubachof aguardaba el primer aullido. Frotó sus lentes contra su manga y se dijo que esta vez, pasase lo que pasase, no gritaría. Repetía esta frase como si dijera una letanía. Esperaba de pie; pero no se oía ningún grito. Después oyó unos ligeros ruidos: una voz murmuraba algunas palabras y la puerta de una celda sonó. Los pasos avanzaron hacia la celda siguiente.

Rubachof corrió la mirilla para mirar al corredor. Los que andaban se detuvieron casi enfrente de su celda, en el número 407. Era el viejo carcelero, seguido de dos mozos que arrastraban una olla de té; el tercero llevaba un cesto lleno de rebanadas de pan, y dos agentes de uniforme, armados con pistolas, cerraban la comitiva. No se trataba de martirizar a los prisioneros, sino de servirles el desayuno.

Se estaba sirviendo pan justamente al número 407, Rubachof no le veía. El número 407 se mantenía sin duda en la posición reglamentaria, a un paso de la puerta; Rubachof no veía de él más que los antebrazos y las manos.

Los brazos del número 407 eran desnudos y delgados; como dos bastones paralelos, salían al corredor por el rectángulo de la puerta. Las palmas de las manos del invisible 407 estaban vueltas hacia arriba, curvadas, en forma de cuenco. Cuando alguien le dio su pan, lo apretó con las manos y se hundió en la oscura celda. La puerta sonó.

Rubachof abandonó la mirilla y reanudó sus paseos. Dejó de frotar los lentes contra la manga, se los puso y respiró profundamente, con alivio. Se puso a silbar, esperando su desayuno. Recordaba con emoción los brazos delgados y aquellas manos curvadas le recordaban vagamente una cosa que no podía llegar a precisar. El contorno de las manos tendidas y de sus sombras le eran muy familiares, y, no obstante, se escapaban a su memoria como una melodía antigua o como el olor de cualquier calleja de puerto.

VII

El cortejo había abierto y cerrado toda una serie de puertas, pero la suya todavía no. Rubachof volvió a la mirilla, para ver si llegaban al fin; tenía ganas de beber té caliente. Había visto humear la olla, con delgadas rodajas de limón flotando en la superficie. Se quitó los quevedos y pegó un ojo a la mirilla. Su campo visual comprendía cuatro celdas de enfrente: desde el número 401 hasta el número 407.
Por encima de las celdas corría una estrecha galería de hierro; detrás de ella había otras celdas, las del segundo piso. El cortejo volvía justamente a lo largo del corredor, por la derecha; evidentemente servían primero a los números impares, después a los pares. Ya estaban ante el 408; Rubachof veía solamente la espalda de dos hombres uniformados con revólveres en sus cinturones de cuero; el resto de la comitiva quedaba fuera de su campo visual. La puerta sonó; ahora estaban todos en el número 406. Rubachof volvió a ver la olla humeante y al mozo con el cesto, en el que ya no quedaban más que algunas rebanadas de pan. La puerta del 406 se abrió y se cerró en seguida; la celda estaba desocupada. La comitiva se aproximó, pasó de largo ante su puerta y se detuvo delante del número 402.

Rubachof se puso a golpear con los dos puños sobre la puerta. Vio que los dos hombres de la olla se miraban y luego miraban su puerta. El carcelero se afanaba en la cerradura del 402 y fingía no oír. Los dos hombres uniformados volvían la espalda a la mirilla de Rubachof. Después de servir pan al 402, la comitiva volvió a ponerse en marcha. Rubachof golpeó más fuerte. Se quitó uno de los zapatos y lo empleó para llamar. El más grueso de los dos hombres uniformados se volvió, miró a la puerta de Rubachof con aire impasible y se detuvo. El carcelero cerró de golpe la puerta del número 402. Los que llevaban la olla del té parecían vacilantes. El hombre uniformado, que se había vuelto, dijo algo al carcelero, que se encogió de hombros, y con su manojo de llaves tintineantes se acercó a la puerta de Rubachof. Los hombres de la olla le siguieron; el mozo del pan le dijo algo por la mirilla al 402.

Rubachof dio un paso atrás y esperó a que se abriese la puerta. Toda la tensión que había en él se relajó de golpe; ya le era igual tomar té que no tomarlo. Por otra parte, el té ya no humeaba en la olla y las rodajas de limón sobre lo que quedaba de líquido amarillo le parecían ajadas y rancias.

La llave giró en la cerradura; luego una pupila le espió por la mirilla y desapareció. Se abrió la puerta. Rubachof estaba sentado sobre el camastro y se volvía a poner el zapato. El guardián mantenía la puerta abierta para permitir que el hombre gordo y uniformado pudiera entrar en la celda. Éste tenía la cabeza redonda y completamente rapada y ojos impasibles. Su rígido uniforme crujió; sus botas también; Rubachof creyó sentir el olor a cuero de su cinturón. El hombre se paró junto al cubo e inspeccionó la celda, que parecía haberse empequeñecido aún más a su sola presencia.
—No ha limpiado usted su celda —le dijo a Rubachof—. Y me parece que ya conoce el reglamento.
—¿Por qué me olvidaron para el desayuno? —dijo Rubachof mirando al oficial a través de sus lentes.
—Si quiere usted discutir conmigo, tendrá primero que ponerse en pie—dijo el oficial.
—No tengo el menor deseo de discutir, ni siquiera de hablar con usted —dijo Rubachof, y siguió atando su zapato.
—Entonces, la próxima vez no dé porrazos en la puerta, o será necesario aplicarle las medidas disciplinarias habituales —respondió el oficial. De nuevo miró al interior de la celda.
—El preso no tiene bayeta —dijo al guardián.
El guardián dijo algo al mozo del pan, que desapareció al trote por el corredor. Los otros dos mozos siguieron plantados delante de la puerta abierta y arrojando a la celda miradas curiosas. El segundo oficial volvió la espalda; estaba en el corredor, con las piernas abiertas y las manos atrás.
—El preso tampoco tiene plato —dijo Rubachof siempre atándose su zapato—. Supongo que se me quiere ahorrar el trabajo de hacer la huelga de hambre. Admiro vuestros nuevos métodos.
—Está usted en un error —dijo el oficial mirándole impasible. Una ancha cicatriz rayaba su cráneo afeitado, y llevaba en la solapa la cinta de la Orden de la Revolución.

“Pese a todo, debe haber estado en la guerra civil —se dijo Rubachof—. Pero hace tanto tiempo de eso…”
—Está usted en un error. Si no ha desayunado ha sido porque dijo que se encontraba mal.
—Dolor de muelas —dijo el viejo carcelero, apoyado en la puerta. Seguía en zapatillas; su uniforme estaba arrugado y cubierto de manchas de grasa.
—Como guste —dijo Rubachof.

La lengua le picaba para preguntar si el último adelanto del régimen consistía en curar a los enfermos con el ayuno obligatorio, pero se contuvo. La escena le aburría.

El mozo del pan volvió corriendo, todo sofocado y agitando un trapo grasiento. El guardián le tomó en sus manos y lo arrojó a un rincón, al lado del cubo.
—¿Desea usted algo más? —preguntó el oficial sin ninguna ironía.
—Déjeme solo y que acabe esta comedia —dijo Rubachof.

El oficial salió y el carcelero hizo sonar su manojo de llaves. Rubachof se fue hacia la ventana, volviéndoles la espalda. La puerta se acababa de cerrar cuando de repente se acordó de que había olvidado lo más importante; volvió a la puerta de un salto. “¡Papel y lápiz!”, gritó por la mirilla. Se quitó los lentes y pegó un ojo al agujero, para ver si volvían. Los había llamado a gritos, pero la comitiva seguía su camino por el corredor como si nadie le hubiera oído. Pronto no vio más que la espalda del oficial del cráneo pelado y su ancho cinturón, del que pendía un revólver en su funda.

VII
Rubachof volvió a pasear por la celda, seis pasos y medio hacia la ventana, seis pasos y medio en el otro sentido. La escena le había impresionado; la recordaba con todo detalle mientras frotaba sus lentes contra su manga. Intentaba reconcentrar el odio que durante algunos minutos había sentido por el oficial de la cicatriz; le parecía que así se endurecería para la lucha inminente. En lugar de esto recayó una vez más en su manía familiar y fatal que le impulsaba a ponerse en el lugar de su adversario, y a contemplar la escena con los ojos del otro. Estaba sentado en el camastro, este Rubachof menudo, barbudo, orgulloso, y, con aire evidentemente provocativo, se ponía su zapato sobre el calcetín impregnado de sudor. De seguro que este Rubachof tenía su mérito y podía vanagloriarse de un gran pasado, pero una cosa era verle sobre el estrado de un Congreso y otra sobre el jergón de un calabozo. ¿Es éste el legendario Rubachof?, se decía Rubachof en nombre del oficial de ojos impasibles. Berrea como un colegial porque no le han traído su desayuno y ni siquiera se avergüenza de esto. No limpia su celda. Tiene agujeros en los calcetines. Intelectual gruñón. Conspira contra el orden establecido; que lo haga por principio o por dinero, da lo mismo. Nosotros no hemos hecho la Revolución para dar gusto a estos originales. Cierto que también él ayudó a hacerla; en aquel tiempo era un hombre; pero al presente está viejo, maduro para ser liquidado. Tal vez siempre fue así; hubo en la Revolución muchas pompas de jabón que estallaron después. Este hombre, si tuviera un mínimo de orgullo, habría limpiado su celda.

Durante varios segundos Rubachof se preguntó si verdaderamente debía fregar el suelo. Permaneció vacilante enmedio de la celda, después volvió a ponerse los lentes y se acodó en la ventana.

Ya era de día en el patio; un día gris, teñido de amarillo; esta luz no era hostil, y aún prometía nieve. Era alrededor de las ocho —habían transcurrido tres horas solamente desde que habían entrado en la celda—. Los muros que rodeaban el patio se parecían a los de los cuarteles: rejas de hierro revestían todas las ventanas, y las celdas que se encontraban detrás eran demasiado sombrías para poder ver su interior. Hasta era imposible percibir si había alguien pegado a su ventana, mirando lo mismo que él cómo caía la nieve en el patio. Era una bella nieve, ligeramente helada, crujiría si se andaba encima. De un lado a otro del caminito circular del patio, a diez pasos de los muros, la nieve, apartada y amontonada, formaba un parapeto irregular.

Sobre la muralla frontera, el centinela hacía su ronda. Una vez, al dar la media vuelta, escupió en la nieve, describiendo una gran curva, y se inclinó para ver si su saliva se había helado.

“Mi vieja manía —se dijo Rubachof—. Los revolucionarios no deberían ver nunca las cosas a través del espíritu de otro.”

O, ¿acaso era conveniente? ¿Sería incluso necesario?

Pero… ¿cómo se puede transformar el mundo si uno se identifica con todo el mundo? Y de otro modo, ¿cómo hacer para transformarlo?

“Me fusilarán —se dijo Rubachof—. Mis motivos no les interesan.”

Apoyó la frente contra el vidrio. El patio estaba blanco y desierto. Permaneció así un instante, sin pensar en nada, sintiendo sobre la frente la frescura del vidrio. Poco a poco se dio cuenta de un ruido ligero, pero persistente, que sonaba en la celda.

Se volvió, prestando oído. Golpeaban tan suavemente al principio que no era posible distinguir de qué muro venían los golpes. Mientras que afinaba el oído, pararon. Se puso a golpear él también del lado del 406, pero no obtuvo respuesta. Probó entonces en el otro muro, que le separaba del 402, al lado de la cama. Aquí se le contestaba. Rubachof se instaló cómodamente en el camastro, de modo que pudiera vigilar la mirilla; su corazón palpitaba fuertemente. El primer contacto es siempre muy emocionante.

El número 402 golpeaba ahora con regularidad; tres veces con breves intervalos, después una pausa, después otras tres veces más. Rubachof repitió la misma serie para hacerle comprender que oía. Estaba impaciente por saber si el otro conocía el alfabeto cuadrático; si no, serían precisos largos tanteos para enseñarle. El muro era grueso y resonaba mal; tenía que apoyar la cabeza contra la pared para oír bien y al mismo tiempo necesitaba vigilar la mirilla. El número 402 tenía, sin duda, mucha práctica: golpeaba claramente y sin prisa, probablemente con un objeto duro, un lápiz quizá. Recordando el número de golpes dados, Rubachof, que estaba un poco nervioso, intentaba representarse visualmente el cuadrado, con sus veinticinco compartimientos —cinco filas horizontales de cinco letras cada uno—. El número 402 dio primero cuatro golpes; la cuarta línea: P-T. Después dos más, segunda letra de la cuarta línea: Q. Después una pausa. Luego cinco golpes; la quinta línea: U-Z. Después un golpe; la primera línea de la serie: U. Luego dos golpes y tres más; la tercera letra de la segunda serie: I. Luego un golpe, pausa y otros cinco más; la quinta letra de la primera serie: E. Tres golpes, pausa y otros tres más; tercera letra de la tercera serie: N.— ¿Quién?

“Un tipo práctico —se dijo Rubachof—. Ante todo quiere saber con quién tiene que tratarse.” Según la etiqueta revolucionaria, debía haber comenzado con algún tópico político; luego habría dado noticias; después habría hablado de comida y de tabaco; solamente mucho más tarde, varios días más tarde, era posible que no lo hiciese nunca, se presentaría. Pero la experiencia de Rubachof, hasta aquí, se limitaba a los países donde el Partido era perseguido, no persecutor; sus miembros, siendo conspiradores, no se conocían más que por el nombre de pila y cambiaban con tanta frecuencia éste que su nombre no tenía jamás sentido. Aquí, desde luego, no debía ser igual. Rubachof se preguntó si debía dar su nombre. El número 402 se impacientaba. Repetía: ¿Quién?

“Bien ¿por qué no?”, se dijo Rubachof. Y golpeó su nombre completo: Nicolás Salmanovitch Rubachof, esperando el resultado.

Durante largo rato no hubo respuesta. Rubachof sonrió; le gustaba apreciar la sorpresa de su vecino. Esperó todo un largo minuto; al fin se encogió de hombros y se levantó. Repitió su paseo por la celda, pero a cada media vuelta se paraba para escuchar. El muro seguía mudo. Frotó sus quevedos contra la manga y avanzó lentamente, con paso fatigado, hacia la puerta, y echó un vistazo al corredor por el agujerito. El corredor estaba vacío; la luz eléctrica expandía por él su sucia claridad vacilante; no se oía el menor ruido. ¿Por qué el número 402 seguía mudo?
Sin duda el miedo; tenía miedo de comprometerse con Rubachof. Tal vez el número 402 era un doctor o un ingeniero apolítico que temblaba sólo con pensar en su peligroso vecino. Desde luego no tenía experiencia política, porque, si no, no hubiese comenzado por preguntar su nombre. Seguramente debía de estar en la cárcel desde hacía bastante tiempo, en el que se habría perfeccionado en el arte de golpear un muro, y se hallaba devorado por el deseo de probar su inocencia.
Aún debía estar imbuido por la creencia simplista de que la culpabilidad o la inocencia personales tienen un poco de importancia; no debía tener ninguna idea de los interes que realmente suelen estar en juego. Seguramente en ese momento estaría sentado en su camastro, escribiendo su centésima protesta a las autoridades, que no la leerían jamás; su centésima carta a su mujer, que no la recibiría nunca; de tan desesperado como estaría se habría dejado la barba —una barba negra a lo Puchkin—, no se lavaría ya y hasta habría adquirido el vicio de morderse las uñas y de entregarse a excesos eróticos. Nada hay peor en la prisión que el tener conciencia de la inocencia propia; esto impide aclimatarse y zapa la moral… De repente los golpes volvieron.

Rubachof corrió en seguida al camastro; pero ya había perdido dos letras. El número 402 golpeaba muy aprisa y con menos claridad; debía de estar muy agitado:
…—está bien empleado.

“Le está bien empleado.”

He aquí lo inesperado. El número 402 era un conformista. Detestaba a los heréticos de la oposición, como debe ser, y creía que la Historia rueda sobre sus raíles según un plan infalible y gracias a un conductor también infalible, el Número 1. Estaba persuadido de que su detención no era más que el efecto de un malentendido y que de todas las catástofres de los últimos años —desde China hasta la guerra de España, hasta el hambre y el exterminio de la vieja guardia— eran sólo o lamentables accidentes o maquinaciones diabólicas de Rubachof y sus amigos de la oposición. La barba a lo Puchkin se disipó; lo veía ahora con el rostro glabro de los fanáticos; limpiaba concienzudamente su celda y respetaba rigurosamente el reglamento. ¿Para qué discutir con él? Esa gente no tenía remedio. Pero no quería privarse del único y tal vez último contacto que tendría con el mundo.
—¿Quién? —golpeó Rubachof muy clara y lentamente. La respuesta vino entrecortada y como con agitación:
—A usted no le importa.
—Como quiera —replicó Rubachof, que, creyendo ya terminada la conversación, se levantó para seguir paseando por la celda. Pero los golpes comenzaron de nuevo, esta vez más fuertes y resonando claramente —evidentemente el número 402 había cogido uno de los zapatos para dar más peso a sus palabras:
—¡Viva Su Majestad el Emperador!
—¡Ah! ¡Ahora resulta que es eso! —se dijo Rubachof—. Aun existen verdaderos contrarrevolucionarios ¡y nosotros que pensábamos que ya sólo quedaban en los discursos del Número 1 y como pantalla y víctimas expiatorias con que esconder sus desmanes! Pero he aquí un verdadero fantasmón de carne y hueso para el Número 1, uno que aúlla como los buenos: ¡Viva el monarca…!
—“Amén” —dijo Rubachof con golpecitos, con una sonrisa socarrona. La respuesta llegó en seguida, con la mayor sonoridad posible:
—¡Cerdo!
Rubachof se divertía. Tomó sus lentes y golpeó con la montura de metal, a fin de cambiar el tono, adaptando una entonación a un tiempo descuidada y distinguida:
—No le he entendido bien.

El número 402 pareció volverse loco. Aporreó de nuevo: cer…, pero el resto no vino. En lugar de las últimas letras, su furor, de repente apaciguado, golpeó:
—¿Por qué está usted en la ratonera?
¡Qué maravillosa ingenuidad!… El rostro del 402 sufrió una nueva metamorfosis. Se convirtió en el de un joven oficial de la guardia imperial, hermoso y estúpido. ¿Quizá con monóculo? Rubachof golpeó con sus lentes:
—Divergencias políticas.
Un pequeño intervalo. El número 402 se debía de estar exprimiendo el cerebro para encontrar una respuesta sarcástica. Al fin llegó:
—¡Bravo! ¡Los lobos se devoran entre ellos!
Rubachof no respondió. Ya se había cansado del juego y volvió a pasear. Pero el oficialito del 402 quería charlar:
—Rubachof…
¡Vaya! Esto rayaba en la familiaridad.
—¿Qué? —repuso Rubachof. El número 402 pareció vacilar; después soltó una frase larga.
—¿Cuánto hace que no ha ido usted con una mujer?

Desde luego tenía monóculo; sin duda se servía de él para golpear y su órbita desnuda tendría, mientras, tics nerviosos. Rubachof no experimentó ninguna repulsión. Por lo menos el hombre se mostraba como era; esto resultaba mucho más agradable que si se hubiera puesto a aporrear manifiestos monárquicos. Rubachof reflexionó un poco y después golpeó:
—Hace tres semanas.
La respuesta vino inmediatamente:
—Cuéntemelo todo.

Verdaderamente esto ya era demasiado. El primer impulso de Rubachof fue cortar la conversación; pero en seguida recapacitó que su vecino podría ser muy útil como intermediario con el número 400 y, también, con las celdas de más alla. La celda de su izquierda evidentemente estaba vacía; la cadena se rompía en ella. Rubachof se calentaba los cascos para encontrar una respuesta. Le vino a la memoria una vieja canción de anteguerra; la había oído cuando era estudiante, en algún musical donde mujeres con medias negras bailaban el can-cán francés. Suspiró con aire resignado y golpeó con sus lentes:
—Sus senos de nieve en copas de champán…
Esperaba que éste fuera el tono exacto. Había acertado, pues el número 402 insistía:
—Continúe; más detalles.

Seguramente se estaría tirando nerviosamente del bigotillo. Porque no podía faltarle un bigotillo de guías un poco rizadas. Que el diablo se lo llevara; pero era su único intermediario: había que continuar en buenas relaciones. ¿De qué hablarían los oficiales en sus círculos? Seguramente de mujeres y caballos. Rubachof frotó sus anteojos en una manga y golpeó concienzudamente:
—Tenía muslos de potranca salvaje…
Se detuvo, agotado. Con la mejor voluntad del mundo no podía hacer más. Pero el número 402 estaba encantado:
—¡Qué demonio de hombre! —comunicó con entusiasmo.

Sin duda reía estruendosamente, pero no se oía nada; se golpeaba en los muslos, se retorcía el bigote, pero no se veía nada. La abstracta obscenidad de la muda pared avergonzó un poco a Rubachof.
—Continúe —reclamó el 402.

Le era imposible seguir.
—No hay más —contestó Rubachof, que se arrepentía ya de lo dicho. Pero felizmente el número 402 no quería ofenderse. Se obstinaba en golpear con su monóculo.
—Continúe; se lo suplico.

Rubachof tenía ya tanta práctica que no necesitaba pensar en los signos. Los traducía al instante en percepción acústica. Incluso le parecía distinguir el tono en que el 402 le pedía más material crítico. El ruego se repitió:
—Por favor, por favor…

El número 402 aún debía de ser joven —probablemente habría crecido en el destierro, retoño de una vieja familia militar, reexpedido a su país, con documentación falsa— y evidentemente debía de sufrir mucho. Sin duda se tiraba con desesperación del bigotillo, se había vuelto a poner el monóculo y miraba con aire desconsolado el trozo de pared:
—Por favor, un poco más, por favor.

Con mirada fija y angustiosa contemplaba el muro silencioso y encalado, las manchas de humedad que, poco a poco, tomaban la forma de una mujer con los pechos en forma de copas de champán y los muslos de potranca salvaje.
—Dígame un poquito más, por favor.

Tal vez estaba arrodillado sobre su camastro con las manos juntas como las del prisionero del número 407 para coger su pan.

Rubachof supo al fin qué escena le recordaba este gesto —el suplicante gesto de las manos delgadas y extendidas: la Pietà…

Traducción de Eugenia Serrano Balanyà.