Enero-Marzo 2004, Nueva época No. 73-75 Xalapa • Veracruz • México
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De Flecha en el azul (autobiografía)
Arthur Koestler

 

Horrar y Bapán
1905-1921

Y siguió hablando de sí mismo,
sin comprender que el tema no era tan interesante para los demás
como para él.
Tolstói, Los cosacos

1. El horóscopo
Desde los comienzos de la civilización el hombre ha creído que la ubicación de los cuerpos celestes en el momento de su nacimiento ejercía cierta influencia sobre su destino ulterior. Cierto día, en 1946, se me ocurrió que también la disposición de los acontecimientos terrenales en ese mismo momento podía tener algún significado y decidí trazar mi horóscopo secular. La idea no es tan rebuscada como podría parecer a primera vista. La astrología se basa en la creencia de que el hombre depende de las circunstancias cósmicas que lo rodean; Marx sostenía que es un producto de las circunstancias sociales. Creo que ambas proposiciones son válidas; de aquí surge la idea del horóscopo secular. Supongo que el motivo de que esta idea no se le haya ocurrido nunca a la gente es que, hasta la invención relativamente reciente del diario, no poseían métodos exactos para descubrir qué sucedía en este mundo en el momento de su nacimiento; en cambio, poseían realmente los medios para saber con considerable exactitud lo que había sucedido en los cielos. Evidentemente, esto se debe a la inmensa confianza que inspiran los cuerpos celestes, comparados con los cuerpos humanos; uno puede calcular con una exactitud de una fracción de grado dónde se encontrará Sirio dentro de un millón de años, pero no puede predecir la posición espacial de su cocinera dentro de cinco minutos.

El procedimiento para trazar el horóscopo secular es muy simple. Lo único que tuve que hacer fue acudir a las oficinas de The Times, en Printing House Square, Londres, y pedir que me mostraran el ejemplar del día siguiente a mi nacimiento, hecho que ocurrió el 5 de septiembre de 1905, aproximadamente a las tres y media de la tarde. Después de un rato, me trajeron un pesado volumen que contenía todos los números aparecidos en agosto y septiembre de 1905. Pusieron a mi disposición una salita de lectura, provista de escritorio, sillón, tintero y secante; allí, en cómoda reclusión, me instalé y comencé a volver las páginas levemente amarillentas del voluminoso tomo. Hasta esa tranquila habitación, por la ventana que daba al Támesis, llegaba el débil sonido del pito de un remolcador, que gemía su nostalgia del mar. Sentí el agradable y suave deleite del minero que se abre un túnel hacia el pasado, matizado por la emoción más intensa del astrólogo que calcula las órbitas del destino de un cliente importante.

Para prolongar el placer empecé por la periferia, por así decir, del campo de fuerzas existente en el momento de mi nacimiento; es decir, por los avisos. Sugestivamente, el primero que me llamó la atención se refería a la máquina literaria, utilizada por S. M. el Rey, y calificada de deliciosamente cómoda; precio de venta, desde diecisiete chelines y medio. Sin embargo, la máquina resultó una decepción, porque sólo era un dispositivo «para sostener un libro en cualquier posición sobre un sillón, una cama o un sofá».

Dediqué luego mi atención a la sección diversiones y descubrí que en el Crystal Palace tenía lugar una Exposición Colonial e Hindú, incluyendo «Exhibiciones de Guerreros Nativos a las 2 y 30, 4 y 30 y 6 de la tarde»; se anunciaba un Café Chantant para las 4 y las 8 de la tarde, y también una Exhibición Nacional de Fuegos Artificiales; no con el fin de celebrar mi nacimiento, sino en honor de la visita de la Flota Francesa a Spithead.

La mayor parte de la sección avisos clasificados estaba dedicada a una variedad de carruajes, tales como victorias, landós, broughams y volantas; a los frenos, las guarniciones y las monturas; y especialmente a una multitud de caballos de todo color, edad y carácter, incluyendo un par de caballos bayos de quince palmos, de tiro liviano, ambos garantizados sanos, «valiosos para una persona tímida o nerviosa», ofrecidos, con un plazo de prueba de catorce días, al interesante precio de 150 guineas. Los automóviles apenas estaban representados y su única y tímida aparición en la columna «Miscelánea» no parecía muy alentadora: «Un caballero, Poseedor de un Automóvil Daimler 28-36», anunciaba que le encantaría alquilar el mismo—con Servicio Personal—por día, por semana o por mes, dentro del país o en el extranjero.» Evidentemente, debía de haberse cansado muy pronto de su aparato. Esto parecía perdonable, considerando que el mismo día había sido designada una Comisión Real de Automóviles, encabezada por el vizconde Selby, para investigar e informar, entre otros problemas, sobre «los daños al parecer causados a los Caminos por los Automóviles».

El caballero del Daimler era el único elemento perturbador en esa cabalgata de monturas, caballos y victorias de la sección avisos clasificados. Hacía tantos años que la tinta de la imprenta se había secado, que ya no olía a su sustancia sino a su significado: a cuero fresco y al sudor de los flancos de los caballos; con una ráfaga de lavanda, representada por la «Señorita Smallwood, de The Leas, Great Malvern», que «deseaba ansiosamente obtener pedidos de pañuelos con iniciales bordadas, ya que varias Damas de su Relación se ganan la vida mediante este tipo de labores». Pasé a la columna de «Pedidos de Empleo», donde encontré una desconcertante cantidad de Damas que recomendaban Efusivamente a sus Cocheros, cuyos Caracteres y Condiciones aparecían casi siempre calificados de Excelentes. Esto me predispuso a la meditación, pero nuevamente me trajo a la sobria realidad el joven Comerciante Alemán que, poseyendo un Sólido Conocimiento de los Rudimentos del Idioma Inglés, buscaba empleo en una buena empresa Inglesa, como Empleado Honorario. Tal vez era Herr von Ribbentrop, ¿quién sabe?

Hasta aquí, mi horóscopo no me había dicho gran cosa. Volviendo a las páginas centrales, descubrí que en el momento en que yo nacía, el emperador y la emperatriz de Alemania asistían al desfile de otoño de la Brigada de Guardias, en Tempelhof; que el rey Eduardo había ofrecido una cena en el Kursaal de Marienbad, en Bohemia, a veintinueve invitados, incluyendo la princesa Murat, la duquesa Adelina de Bedford y la marquesa de Ganay; que el brote de cólera en Prusia había dejado un saldo de veinticuatro muertos durante las últimas veinticuatro horas; que dieciséis casos de peste habían ocurrido en Zanzíbar, y que el inglés capturado por los bandidos en Macedonia, el señor Philip Mills, empleado de la «Compañía de Tabacos Monastir», seguía aún vivo y todavía en manos de sus raptores. Una Violenta Tormenta en el Lago Superior había causado la muerte de veinte marineros; el príncipe Enrique de Prusia había almorzado con el almirante Winsloe, comandante de la División de Destructores de la Flota del Canal, en viaje por el Báltico; el Congreso de Sindicatos había reanudado sus sesiones en Hanley, donde el presidente del mismo, señor J. Sexton (Obreros Portuarios Nacionales, Liverpool), había urgido la necesidad de abolir el monopolio y los terratenientes. En el extranjero, Le Temps de París, comentando la insurrección de Marruecos y las complicaciones franco-germanas a que daría lugar, había dicho, según se citaba: «Para emplear una expresión que no puede dejar de ser bien recibida en Alemania, haremos que el Maghzen sienta el peso de nuestro puño de hierro, hasta que se decida a reconocer nuestros derechos…»

«¡Fuego, fuego!», me dije. «Esto ya es significativo. Marte entra en la Segunda Casa.» Y en efecto, los artículos siguientes tañían ciertas cuerdas cuyas vibraciones me acompañarían durante muchos años:
Lucha enconada en el Cáucaso
Tifilis, 5 de septiembre de 1905

Las noticias de Bakú empeoran constantemente. La Ciudad Negra está en llamas, y han estallado innumerables incendios en otros lugares, Las tropas se desempeñan con el máximo vigor; pero hasta ahora no han conseguido restablecer el orden…
La revolución rusa de 1905 empezaba a marcar el paso. Los sucesos de Bakú, ocurridos el día mismo de mi nacimiento, fueron el preludio de la primera huelga general de la historia moderna. La actividad revolucionaria de los terroristas socialistas era contrarrestada por la actividad contrarrevolucionaria de los terroristas patrióticos. Estos últimos, conocidos con el nombre de los Cien Negros, con el apoyo de la policía y del gobierno, suscitaban programas antisemitas para desviar el descontento popular.

Disturbios en Kichinev
Kichinev, 5 de septiembre de 1905.

Una pobre mujer asesinada por los revoltosos fue enterrada hoy en esta ciudad; asistieron a sus exequias obreros judíos y rusos. De pronto se oyeron tiros, y un grupo de policías y dragones con las espadas desenvainadas apareció y embistió a la procesión, hiriendo a numerosos asistentes. En medio de la confusión, el ataúd cayó en la calle y fue retirado por algunos simpatizantes. El coronel que comanda la gendarmería se negó a dar ninguna explicación del incidente… En toda la ciudad prevalece intensa alarma. Todavía no se puede estimar el número total de muertos y heridos.

Me parecía oír el afinar de la orquesta, momentos antes de que el director alce la batuta. Mi horóscopo comenzaba a adquirir forma. Y se definió completamente cuando empecé a leer el editorial del día. Se refería a un acontecimiento que había tenido lugar el 5 de septiembre, a las 3:47 de la tarde, la hora misma de mi nacimiento; según el autor del editorial, representaba:

… un acontecimiento de suprema importancia, no sólo dentro de la historia política del mundo, sino dentro del interminable proceso moral e intelectual que toscamente denominamos civilización; un hecho de importancia inestimable.

Predecir con alguna exactitud las consecuencias de una revolución tan grande queda fuera de las posibilidades humanas. Lo único que podemos hacer es tomar nota de ella, e indicar una o dos de las direcciones en que tenderá quizá a moldear el pensamiento y el carácter del mundo... El gran objetivo de todo este entrenamiento ha sido la subordinación del individuo a la familia, a la tribu, y al Estado. Enseña que el hombre no vive solamente para sí, ni siquiera esencialmente para sí. Su obligación primera es su obligación colectiva hacia los diferentes grupos sociales en que ha nacido. Desde la infancia, es continua y cuidadosamente adiestrado en la consecución de esta finalidad. No sólo se le enseña a dominar sus actos y sus expresiones, sino también sus mismos pensamientos, sentimientos e impulsos, de acuerdo con los fines preestablecidos por el deber. Mucho puede aprender el Occidente de esta casi monástica disciplina del carácter, y algo también debe aprender a evitar…

El acontecimiento mencionado era la firma del Tratado de Paz en Portsmouth, New Hampshire, entre Su Majestad el Autócrata de todas las Rusias y su Majestad el Emperador del Japón. Los rapsódicos elogios del editorialista de The Times se referían al entrenamiento de los victoriosos japoneses, con el que se lograba «la subordinación del individuo a la tribu y al Estado». Ésa era la lección que, según él, debía aprender el Occidente, con su excesivo individualismo, de la «monástica disciplina del primer estado totalitario moderno, que emergía triunfante de su oscuridad asiática en medio del escenario político». El reloj que había marcado la hora de mi nacimiento también anunciaba el fin de la era del liberalismo y del individualismo, de esa civilización de dura competencia y sin embargo de facilidades, que había logrado conciliar, gracias a un insólito contrato, amable y cruel, el eslogan de la «supervivencia de los más aptos» con el de «laissez faire, laissez aller».

Si en el horóscopo secular los acontecimientos políticos corresponden a las constelaciones planetarias, los astros fijos estarían representados por aquellos hombres que, de una manera más lenta y más duradera, dan forma a los caracteres de su época. De ese modo, para completar el cuadro, debería mencionar que en el mismo año y mes de mi nacimiento, el examinador de patentes de la Oficina de Patentes de Berna, Suiza, publicó un ensayo, Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, firmado por Albert Einstein; que también en el mismo año, Sigmund Freud publicó sus Tres conferencias sobre la teoría de la sexualidad; Wells, Kipps y Una utopía moderna; Thomas Mann, Koenigliche Hoheit, y Tolstói, Algunas palabras sobre el cuento de Chéjov «Querido»; que La Grande Revue de París motejaba de «inefablemente ridículas» las obras del aduanero Rousseau, de Cézanne, de Matisse, y de las demás «Bestias Feroces» que exponían en el Salón de Otoño, y Picasso vendía sus dibujos al marchant Soulier por veinte francos cada uno.

Como para completar el horóscopo, también aparecía en el número de The Times dedicado a mi nacimiento una carta escrita por un caballero que firmaba «Vidi» —aunque «Jeremías» habría sido igualmente apropiado»—, que inter alia decía:
Resulta hoy desalentador ver que nadie ha aprendido la lección de dicha ordalía [la guerra de los Boers], que casi nadie presta atención al toque de peligro, y que todas las clases sociales de la nación se dedican a satisfacer una pasión muy poco inglesa por el lujo y las emociones. Las ideas amplias parecen prohibidas y el huero ingenio exaltado; las responsabilidades, ignoradas; el humor preponderante es una egoísta confianza en la Providencia; y el espíritu dominante (triste homenaje a Carlyle) se deja ver hasta en las calles, donde las mujeres de cualquier clase social se visten de noche a las diez de la mañana, como si la vida fuera un perpetuo garden party. Las exageraciones del deporte, tan acerbamente criticadas por el señor Kipling, son más evidentes que nunca, y los estragos de las diversas formas del alcoholismo no disminuyen de intensidad…

Cuando cerré el enorme y negro volumen y salí de la oficina de Printing House Square pensé que mi horóscopo secular me había proporcionado tanta información sobre el campo de fuerzas de mi nacimiento como podían proporcionarme jamás las estrellas, y también sobre las influencias que formarían mi carácter y mi destino. Sin embargo, a veces me parece que decir esto es una blasfemia, y que el astrólogo medieval, ese payaso profético con su sombrero negro y puntiagudo y su manto bordado de seda vislumbraba la esencia del destino del hombre más certeramente que los políticos y los psiquiatras de hoy. Pero por supuesto, también este sentimiento puede ser una consecuencia de las influencias de mi horóscopo; una consecuencia del hecho de que yo naciera en el momento en que se ponía el sol de la Era de la Razón.

2. La saga de los Koestler
El árbol genealógico de los Koestler se inicia con mi abuelo Leopold y termina conmigo.

Leopold X huyó de Rusia durante la guerra de Crimea, a través de los Cárpatos, y llegó a Hungría. Tengo que llamarlo «X» porque Koestler no era su verdadero apellido; nunca lo reveló a nadie, ni siquiera a sus hijos. Lo único que se sabe de él es que llegó a la excelente ciudad de Miskolcz, en Hungría, en algún momento de la década de 1860, y que de algún modo adoptó allí el nombre de Koestler, Kostler, Kestler o Kesztler, ya que bajo esas formas figura en diversos documentos.

Por qué huyó de Rusia, no se sabe. Tal vez fuera desertor del ejército, o tal vez se viera complicado en el movimiento social-revolucionario, o quizá, después de todo, haya cometido un crimen. Naturalmente, prefiero creer que era un revolucionario socialista.

Murió en 1911, cuando yo tenía seis años. Lo recuerdo como a un patriarca alto y amable, de larga barba blanca, siempre de levita; en efecto, todavía veo su ademán característico de levantar y separar los faldones negros de la levita antes de sentarse en la mecedora.

Fuera de esto, mi único recuerdo de Leopold X se relaciona con un sándwich de jamón. En las mañanas de sol, solía llevarme a pasear por una de las bonitas avenidas de Budapest, bordeada de castaños, llamada Városligeti fasor, que significa literalmente «La fila de árboles del parque de la ciudad». En una callejuela que daba a esta avenida había una salchichería y allí el anciano me compraba siempre un delicioso sándwich de jamón; pero nunca se compraba uno para él. Un día le pregunté por qué y me explicó: «Quedaría mal que yo comiera jamón, pero no está mal que lo comas tú. Yo me crié entre prejuicios.» Esta declaración perduró en mi memoria, en general a causa de su naturaleza desconcertante, y en particular porque la palabra «prejuicio» me era desconocida en esa época. Mi madre me explicó más tarde su significado. Leopold X se había criado dentro del estricto cumplimiento de la ley mosaica, que prohíbe comer carne de cerdo; y aunque permitía a su hijo y a su nieto una libertad completa en cuestiones de religión, se atenía personalmente a la tradición, refiriéndose a la misma, con cortés ironía, como a un «prejuicio». Era una actitud que combinaba el respeto hacia la tradición con la tolerancia ilustrada; después de todo, debe de haber sido un revolucionario socialista.

Antes de despedirnos del amable y oscuro Leopold debería mencionar brevemente su ambiente social y su estado financiero. Una serie de pruebas indirectas sugieren que la familia de X, en Rusia, pertenecía a la burguesía acomodada. Los elementos de prueba son, en primer término, ciertos paquetes con sellos de correo extranjeros que Leopold recibía muy de vez en cuando. Estos paquetes no eran traídos a casa por el cartero; Leopold iba a buscarlos personalmente a la oficina de correos y los abría a solas en su habitación; al parecer, contenían regalos diversos de carácter memorable, como bufandas de seda, bordados y artículos similares. En segundo lugar, está la famosa frase de Leopold, pronunciada en la única ocasión en que habló con mi madre de su propia familia. Esto ocurrió mientras mi madre le mostraba un vestido nuevo de fiesta, que probablemente le suscitó algún lejano recuerdo, porque dijo melancólicamente: «Querida, mi madre tenía un vestido de fiesta hecho con una seda tan pesada, y tan ricamente bordado con hilo de oro, que no necesitaba colgarlo de una percha, porque se quedaba parado, sin perder su forma.» Pero como el vestido en cuestión debía de datar de la época de la crinolina, la prueba no es concluyente. Pero en tercer y último lugar, su manera de levantarse los faldones de la levita antes de sentarse revelaba sin lugar a dudas la influencia de un medio de origen perfectamente asimilado a las mecedoras y demás comodidades de la vida civilizada.

Fuera como fuese, mi abuelo parece haber prosperado durante algún tiempo después de su establecimiento en la ciudad de Miskolcz. Se casó con la hija del dueño de un aserradero, o con la hija de un juez en cierto modo relacionado con un aserradero, no recuerdo exactamente; de todos modos, dirigió un aserradero hasta que éste se incendió y mi abuelo se arruinó. La mina, como se verá, es endémica en mi familia, y cada vez que ocurre, se convierte en una inesperada bendición. En este primer caso indujo a Leopold a emigrar, con su mujer y cuatro criaturas de corta edad, de la provinciana ciudad de Miskolcz a la metropolitana Budapest.

En Budapest, durante la infancia de mi padre, la familia vivió exactamente en la frontera entre la clase burguesa pobre y la clase obrera. Leopold no volvió nunca a levantar cabeza. Sólo pudo dar a sus hijos la educación que la monarquía austro-húngara ofrecía a los pobres en las décadas del setenta y del ochenta. Sus dos hijas, mis tías Jenny y Betty, se casaron apresuradamente, una con un mensajero de banco, la otra con un aprendiz de imprenta. Su hijo mayor, el tío Jonas, llegó a ser empleado de contaduría y siguió siéndolo hasta el final de sus días. Su hijo menor, Henrik, que en el momento apropiado llegaría a ser mi padre, inició su carrera como recadero de un pañero.

La fortuna de los Koestler había llegado al fondo, y es probable que nunca más hubiera emergido a la superficie si mi padre no hubiese sido un niño prodigio; los niños prodigios son otro rasgo endémico de mi familia. Tenía catorce años cuando entró como recadero en la firma de Sommer y Grunwald de Budapest. Su horario de trabajo comenzaba a las 7.30 de la mañana, pero todos los días se levantaba a las cuatro de la madrugada y se pasaba las tres horas siguientes estudiando alemán, inglés y francés; durante la estación cálida, iba y venía por el parque de la ciudad; durante el invierno, devoraba sus gramáticas rotosas de segunda mano en la cocina casi a oscuras. Estudiar un idioma extranjero, sin maestro, como preludio de una jornada de diez horas de labor, habría sido una empresa notable; iniciar el estudio de tres idiomas al mismo tiempo constituía la primera de esas empresas extravagantes y locamente optimistas que se sucederían constantemente, una después de otra, durante toda su vida. A medida que los años pasaban, estas aventuras se volvieron más y más fantásticas, y terminaron en la más franca insensatez; pero su juventud fue una variante de esas historias norteamericanas de prosperidad comercial tan habituales a fines del siglo pasado, trasplantada a las márgenes del Danubio. En diez años pasó de mandadero a vendedor, a gerente general, a socio menor de la firma. A la edad de veintinueve años, cuando se casó con mi madre, había viajado por Alemania e Inglaterra, había establecido contacto personal con una cantidad de fabricantes de dichos países y finalmente abrió una empresa por su cuenta.

Era un hombre bajo, de movimientos rápidos, llenos de energía; sus ojos pardos e inocentes y su cabello oscuro, dividido en el medio por una raya muy derecha, como trazada con regla, daban a su cara una especie de expresión limpia y pulcra, que a veces hacía que la gente lo creyera norteamericano. Esto lo halagaba, aunque admiraba a Inglaterra sobre todas las cosas; siempre vestía a la inglesa y, con toda inocencia, me convirtió la vida en un infierno, a los trece años, mandándome hacer un traje estilo Eton —el primero que se vio jamás en Budapest— y obligándome a usarlo, lo que provocó la inextinguible hilaridad de mis compañeros. Era una mezcla increíble de astucia y puerilidad, de ingenuidad y de ingenio. Como se había pasado todas las horas libres de la adolescencia con sus gramáticas francesas, inglesas y alemanas no aprendió nunca a leer por el placer de leer; el único libro de literatura que leyó en toda su vida fue Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. Exceptuando la ópera, que le gustaba mucho, nunca fue al teatro ni al cine; el arte no existía para él. Pero devoraba los diarios; los leía desde la primera hasta la última línea, excepto los folletines y los chistes; también lo apasionaban los artículos de divulgación científica.

Una vez mostré su caligrafía a una amiga, grafóloga profesional.
—¿Usted conoce bien a esta persona? —me preguntó.
—Bastante bien.
—No sé de dónde saca siempre personas tan raras —me dijo—. El hombre que escribió esto es un ser absolutamente sin educación pero posee una vida interior de exuberante y explosiva fantasía; como la que uno encuentra en esos esquizofrénicos que pintan cuadros tan extraordinarios. Pensándolo bien, tal vez sea un esquizofrénico.
—Es mi padre —le dije, y cambiamos de tema.

La inhumana rutina de levantarse a las cuatro de la madrugada, de eludir todos los placeres y las ligerezas de la juventud, terminaron por crearle una mentalidad curiosamente anormal. Como nunca conoció la satisfacción que proporciona la lectura de un poema o la contemplación de una película de misterio, la única vía de escape que encontró para su explosiva imaginación fue un tipo bastante extraordinario de aventuras comerciales.

Cierto día —en esa época yo tendría siete u ocho años— entró ruidosamente en el patio de nuestra casa de departamentos un carro arrastrado por seis caballos; media docena de hombres, sudando y gruñendo, subieron por las escaleras una monstruosa máquina y la introdujeron en la sala. Esta máquina, nos explicó mi padre con su entusiasmo habitual, era el modelo definitivo de una invención de inmensas posibilidades comerciales, que él había decidido financiar.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntó mi madre.
—Ya verás —contestó él, sonriendo radiosamente—. El inventor nos hará personalmente una demostración. Es un genio; se llama profesor Nathan.

Algunos minutos después llegó el inventor, un hombrecito asombrosamente sucio, jorobado y barbudo, que parecía uno de los siete enanitos de Blancanieves.
Durante un par de horas toqueteó los cables, las ruedas y las palancas que había en el interior de la máquina, haciéndole emitir de vez en cuando alguna chispa aterradora, porque el aparato funcionaba eléctricamente. Al final saltó una llamarada y la oscuridad invadió el departamento, acompañada por el olor de goma quemada y los gritos de la cocinera y de la criada que se habían agregado a la familia para contemplar el interesante proceso. El profesor Nathan, imperturbable, declaró que había ocurrido un cortocircuito y que volvería al día siguiente con algunos cables y otros ingredientes esenciales. Me sirvieron la cena a la romántica luz de una vela y me pasé casi toda la noche insomne de entusiasmo, tratando de imaginarme para qué servía la máquina. A la mañana siguiente, después del desayuno, llegó el profesor Nathan y puso nuevamente manos a la obra. Sólo me permitieron contemplar sus actividades desde el vano de la puerta, porque, según insistía mi madre, el aparato era peligroso y podía explotar en cualquier momento.
Después de una hora, más o menos, la cosa empezó realmente a funcionar. Se estremecía y rechinaba como una vieja imprenta, y su inmenso cuerpo, que ocupaba la mitad del ancho de la pared, temblaba tan violentamente que todos los ceniceros, las ninfas de bronce y las escupideras de la sala bailaban sobre sus bases. Mi padre dio un solemne apretón de manos al profesor Nathan, y por fin se decidió a demostrar a la asamblea familiar la finalidad de la máquina. Mientras todos observábamos con los ojos muy abiertos, el profesor le tendió una cartera que contenía un manojo de sobres viejos de todo tamaño. Mi padre los cogió y los metió, uno por uno, dentro de una hendidura de la máquina, mientras el profesor Nathan, de puntillas, al otro lado del aparato, extraía de una segunda hendidura los mismos sobres, que habían pasado por el interior de la máquina; agitaba cada uno de ellos por encima de su cabeza, con grave orgullo, como un prestidigitador que muestra un conejo. Los sobres que habían entrado cerrados en la máquina salían ahora abiertos.
—¿No es un invento estupendo? —exclamó mi padre, contento como una criatura.
«Estupendo», «grandioso», «fabuloso» y «colosal» eran sus expresiones favoritas. Si un negocio era «colosal», esto significaba, dentro de su escala semántica, que era moderadamente bueno. Si era simplemente «maravilloso», ya estábamos al borde de la ruina.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntaba mi madre, sin contener el tic nervioso que aparecía en su rostro siempre que algo la preocupaba o la agitaba. El tic consistía en una contracción de las cejas y en un leve temblor de la barbilla, acompañados por un débil cloqueo de su garganta, que era solamente audible cuando uno lo conocía. Pero mi padre lo conocía; ese débil sonido bastaba para reventar instantáneamente la burbuja de su felicidad.
—Pero ¿no ves que es algo tremendo? —exclamó—. ¡Imagínate los millones de horas de trabajo que les ahorrará a esas empresas norteamericanas que reciben una cantidad colosal de cartas!

Siguió hablando con un entusiasmo que ya era artificial; la criada y la cocinera se habían retirado a la cocina; mi madre, sin decir palabra, pero con un audible cloqueo, se fue a su habitación, pero mi padre siguió hablando; ahora yo era su único oyente, único discípulo de un profeta solitario, dispuesto a traicionarlo antes de que el gallo cantara tres veces; finalmente, me eché a llorar.

Poco después, la maravillosa máquina abridora de sobres desapareció del departamento para no ser mencionada nunca más, dejando como único recuerdo una gran mancha de papel chamuscado en la pared de la sala. La siguiente aventura fabulosa que yo recuerde ocurrió algunos años más tarde, cuando mi padre abrió la primera fábrica de jabón radiactivo en Europa.

Esto sucedió en 1916, durante la primera guerra mundial. En esa época vivíamos en una pensión, porque poco después del estallido de la guerra, mi madre decidió que el manejo de la casa era perjudicial para sus constantes dolores de cabeza; de modo que nos fuimos del departamento y desde mi noveno año de vida en adelante recorrimos como gitanos una serie de hoteles, pensiones y habitaciones amuebladas, en Budapest o Viena, mudándonos cada tres meses, como promedio, de acuerdo con los altibajos de la fortuna familiar. La pensión donde vivíamos cuando se inició la aventura radiactiva se llamaba Pensión Moderne, y contaba entre sus huéspedes a un doctor en filosofía y química, de nombre Aladar Bedoe.
Era uno de los hombres más hermosos que conocí; tenía cabello oscuro, ondulado, la frente alta del estudioso, los ojos relampagueantes de un seductor, un bigote negro y coqueto, y una sonrisa rápida, atractiva, engarzada en oro; además de todas estas cualidades, su hermano era un monsignor y uno de los más altos dignatarios de la Iglesia rumana. En resumen, era una antítesis tan evidente del profesor Nathan, que esta vez hasta mi escéptica madre se dejó comprar por el jabón radiactivo.

Hace treinta y cinco años, «radium» era todavía una palabra nueva y mágica, que el lego asociaba con Madame Curie, con los rayos X y con misteriosos poderes curativos. Cierto día, el doctor Bedoe dijo a mi padre que había descubierto, a cien millas de Budapest, un depósito de arcilla que contenía radio.
—¡Estupendo!—dijo mi padre—. ¿Qué piensa hacer con ese radio?
Los ojos del doctor Bedoe centellearon; luego nos dirigió una de sus sonrisas engarzadas en oro.
—Fabricar jabón —dijo.

Así empezó todo. El doctor Bedoe trajo una libra de su preciosa arcilla y mi padre la mandó a un laboratorio químico. El análisis demostró la presencia de algunos rastros de radiactividad. Por supuesto, cualquier otro espécimen de arcilla, de roca o de sedimento mineral habría revelado la presencia de algunos rastros de radiactividad, pero eso era algo que mi padre no sabía. Ni siquiera se le ocurrió buscar «radium» en la enciclopedia. Ni tampoco averiguar cómo se fabricaba el jabón. Su entusiasmo lo arrastró. Y lo más asombroso de todo es que su proyecto tuvo éxito.

La causa del éxito fue la escasez de jabón provocada por la guerra, así como la calidad grasosa de la arcilla, que mezclada con una sustancia espumosa, llamada saponina, y un poco de perfume, daba como resultado un sustituto bastante aceptable del jabón. El doctor Bedoe y mi padre se asociaron y abrieron una pequeña fábrica en Buda, que recibió el nombre de «Laboratorios Químicos Frybourg». Cuando preguntaron a mi padre por qué se llamaba Frybourg contestó lo mismo que había contestado mi abuelo Leopold cuando le preguntaron por qué había elegido el nombre de Koestler: «Porque suena bien.» Lo que a su vez recuerda la respuesta de Gérard de Nerval cuando sus amigos le preguntaron por qué se paseaba por los bulevares arrastrando un cangrejo atado con una cinta azul: «Parce qu ‘il est tellement gentil»*.

Los Laboratorios Químicos Frybourg fabricaban jabón radiactivo de tocador y jabón de cocina; más tarde se dedicó también a la producción de un pulidor radiactivo de metales y un polvo limpiador radiactivo. Floreció durante toda la guerra y la revolución de 1918, y también durante la Comuna húngara subsiguiente, que nacionalizó la fábrica y nombró a mi padre director gerente de la misma.

A mi entender, lo realmente notable de todo esto es que mi padre, con una mentalidad como la descrita, era, sin embargo (por lo menos durante largos periodos), un próspero hombre de negocios. A medida que yo crecía me intrigaba más y más la paradoja de que una persona con un carácter tan crédulo, y en realidad tan pueril, fuera capaz de extraer dinero del duro mundo del comercio.

Mucho más tarde, cuando llegué a conocer a algunos hombres de negocios realmente adinerados, la paradoja me pareció más notable aún. Los colosos financieros que se han cruzado en mi camino —editores, vendedores de obras de arte, banqueros, productores cinematográficos— eran sin excepción seres idiosincrásicos, excéntricos, irracionales y fundamentalmente inocentes; casi la antítesis exacta de la imagen popular del hombre de negocios duro y astuto. Al parecer, el tipo astuto, frío y calculador sólo se encuentra en las zonas bajas y medianas del comercio; en cambio, el arte de hacer dinero en gran escala es un talento especial, sin relación con la inteligencia, como el arte de tocar el trombón o de patinar sobre ruedas. Y ¡ay! no es hereditario.

Los datos precedentes sobre Leopold X y mi padre pueden servir para definir mi medio social, o más bien la carencia del mismo. Mis años de formación se parecen a un precipitado viaje en un ferrocarril de teatro; mi padre adelante, exclamando «estupendo», «titánico» y «colosal», y mi madre desmayándose, mientras el cochecito se lanza hacia arriba y hacia abajo y oscila locamente al tomar las curvas.

Mi padre murió en 1939; mi madre es, en el momento en que escribo estas páginas, una joven anciana de ochenta y un años, que vive como siempre en una pensión, en Londres, Inglaterra. La certeza de que leerá este párrafo cuando esté impreso tiene sobre mí el mismo efecto de parálisis que en la infancia me impedía escribir un diario, porque sabía que en cualquier parte que lo escondiera lo encontraría y ella lo leería.

En 1947, cuando tenía setenta y siete años, mi madre vino a visitarnos, a mí y a mi esposa, en nuestra granja del norte de Gales, donde criábamos ovejas. El día de su llegada miró los libros de mi biblioteca.
—Ach —dijo, en su cómodo vienés—, así que tienes los libros de ese doctor Freund.
—Freud, mamá, ¡Freud, no Freund! —gemí.
—Freud o Freund, ¿qué importa? Nunca me tomé el trabajo de recordar su nombre.
—¿Quiere decir que lo conoció? —preguntó mi mujer, fascinada.
—Aber natürlich. Siempre trató de hacerse amigo de nuestra familia, a través de tu tía Lore, pero nunca lo invitaron. Era ein ekelhafter Kerl, un sujeto repugnante.
—Cuéntenos todo lo que sepa sobre él —exclamó mi mujer—. ¿Cómo llegó a conocerlo?
—Por la tía Lore. La tía Lore era una persona muy respetada dentro de la sociedad vienesa, pero a veces tenía ideas tan extrañas; era un poco überspannt, excéntrica, ¿comprendes?

Llegamos a saber que la tía Lore, en 1890, dirigía una escuela de perfeccionamiento doméstico, donde las hijas de los burgueses respetables se preparaban para el matrimonio siguiendo cursos de encaje, aprendiendo a preparar tortas de chocolate, a tocar el piano y adquiriendo los elementos de ese francés tan peculiar cuyo propósito principal consistía en posibilitar ciertas observaciones durante las comidas, no aptas para la comprensión de la criada. (La soupe aujourd’hui est brûlee. C’est parce que la femme de la cuisine a de ta malaise.)

De algún modo, la tía Lore había conocido al joven doctor Freud y éste le había causado buena impresión. Mi madre, cuando joven, sufría de violentos dolores de cabeza; por tanto, ante la insistencia de la tía Lore, decidieron que viera al médico en cuestión. Lo vio dos o tres veces y luego se negó a verlo nunca más.
—Pero ¿por qué? —preguntó mi mujer—. ¿Qué le hizo?
—Me dio un masaje en el cuello y me hizo unas preguntas estúpidas. Ya les dije que era ein ekelhafter Kerl.

Con ayuda de la aritmética, dedujimos que estas visitas habían ocurrido más o menos en 1899, en la época en que Freud y Breuer publicaron sus Estudios sobre la histeria. Si mi madre hubiera continuado el tratamiento probablemente se habría casado con otra persona y yo no habría nacido. Mi madre, sin embargo, se encogió de hombros y descartó esta hipótesis, demasiado «excéntrica»; luego agregó, con mirada melancólica:
—En mi juventud conocí celebridades mucho más importantes que tu doctor Freud. Todavía recuerdo un baile al que asistí cuando tenía dieciocho años; nunca adivinarías quién me pidió el primer vals…
Calló un instante y luego exclamó triunfante:
—¡Balduin Groller!

Balduin Groller era un humorista vienés de moda en esa época, olvidado mucho antes de su muerte.

Mi madre provenía de una de las antiguas familias judías de Praga, que decían descender del gran rabí Loeb, el erudito cabalista que, según la leyenda, creó el Golem, un monstruo de arcilla estilo Frankenstein, para defender a los amenazados habitantes del gueto de Praga. Para evitar inconvenientes —políticos o de cualquier otro tipo— a los miembros de esta familia que todavía viven en Viena o en Praga, los llamaré «los Hitzig».

Mi bisabuelo Hitzig era un literato que escribió un tratado, Zur Reform der Volks-und Staatswirtschaftlichem Zustände, en tres tomos, y, como nunca deja de mencionar mi madre cuando habla de «la familia», recibió el póstumo homenaje de una «Tumba de Honor» en el cementerio de Viena, otorgado por el club literario «Concordia». Una Tumba de Honor, por cierto, no es poca distinción; en la imaginación de todo Hitzig representa, junto con la elegante escuela de perfeccionamiento de la tía Lore, y el hecho de que un lejano cuñado de los Hitzig haya realmente sido ministro de Finanzas del emperador Francisco José, una parte esencial del esplendor del pasado, antes de la Caída.

La Caída ocurrió en la década del noventa, cuando una de las jóvenes Hitzig se enamoró de un vil aventurero y se casó con él, a pesar de las protestas de sus padres. El villano pidió dinero prestado, contra un pagaré, y siguiendo la clásica tradición de los villanos, indujo al padre de mi madre a que lo endosara. Cuando el pagaré venció, mi abuelo quedó arruinado y los demás Hitzig se confabularon para salvar el honor de la familia. Acallaron el escándalo y arreglaron todo con el decoro necesario; y siempre de acuerdo con la tradición clásica, compraron a mi abuelo un pasaje para Norteamérica, donde expiaría su deshonor. Seguramente sentía gran ansiedad por aprovechar la oportunidad, porque desapareció de la escena para no volver nunca más. Una fotografía, fechada en Washington, Mass., 1907, lo muestra sentado en una mecedora, con barba, pipa y un perro. Y eso fue lo último que supo de él la familia.

Es así que mis dos abuelos quebraron los vínculos sagrados de la familia victoriana. Uno apareció en escena, no se sabe de dónde; el otro desapareció, no se sabe adónde; ambos eran exilados, inquietos y prófugos. En este sentido, por lo menos, me atuve a la tradición familiar.

Los dolores crónicos de cabeza de mi madre, su irritabilidad y su tic nervioso fueron probablemente causados por la repentina Caída de los Hitzig y los cambios bruscos que ésta implicaba. Había sido una muchacha bonita, ingeniosa y muy festejada; casi en el lapso de una noche se convirtió en la Cenicienta de la época victoriana; la hija mayor, soltera y sin dote. Peor aún, tuvo que abandonar su amada Viena e irse a vivir con una hermana casada en Budapest.

Nunca dejó de considerar a los magiares como a una nación de bárbaros, y aunque vivió durante casi medio siglo en Budapest, nunca quiso aprender correctamente el húngaro. Esto resultó una bendición en lo que a mí se refiere, porque me criaron en las dos lenguas; hablaba húngaro en la escuela y alemán en casa. El hecho de que me llamara Arthur, nombre que siempre aborrecí y que nunca pude pronunciar, ya que no puedo decir las erres correctamente, se debió también a motivos similares: mi madre eligió ese nombre porque parecía extranjero y no tenía ningún equivalente ni derivado en húngaro. Su desprecio por los húngaros hizo de ella, al principio, una especie de exilada, sin amigos ni relaciones sociales; por tanto, crecí sin compañeros de juegos. Era hijo único; una criatura solitaria, precoz, neurótica; admirado por mi inteligencia y detestado por mi carácter, tanto por los maestros como por los compañeros de escuela.

Este informe sobre mis antepasados sería incompleto sin una breve mención del destino ulterior de los Hitzig.

Mi madre tenía un hermano y una hermana. El hermano, mi tío favorito, se casó con una encantadora rubia alemana, en Berlín, y se convirtió en un devoto miembro de la Iglesia luterana. Cuando el reino de Hitler llegó a ser intolerable se suicidó, ahogándose en el lago próximo a su casita suburbana.

La hermana se llamaba Rose. Durante la guerra, la vieja tía Rose vivía con su hija y sus dos nietos en un pueblo de Checoslovaquia. Cierto día, en 1944, el jovial gendarme del pueblo, viejo amigo de la familia, les rogó que fueran todos al cuartel de policía para cumplir con una pequeña formalidad. Algunas semanas más tarde, la pequeña formalidad se completó en la cámara de gas de Auschwitz, donde murieron mi tía Rose, de setenta y dos años; mi prima Margit, de cuarenta y un años, y sus hijos Katie, de diecisiete, y Georgy, de doce. Mi madre, que había recibido una invitación para pasar unos días con ellos, habría corrido la misma suerte si no se hubiera peleado con su hermana, lo que la indujo a quedarse en Budapest. Seguramente la Providencia impidió que el doctor Freud, cincuenta años antes, curara su irritabilidad; pero también es cierto que las salvaciones milagrosas son también endémicas en mi genealogía.

Como ya dije, soy el último de la breve línea de los Koestler; no hay otro vástago varón en nuestro árbol genealógico y con la muerte del presente escritor, que de acuerdo con una predicción gitana será inesperada y violenta, la saga de los Koestler, o Kostler, o Kestler, o Koestler llegará a su fin, como corresponde.

3. Las trampas de la autobiografía
Antes de seguir adelante, puede ser útil aclarar esta cuestión: ¿por qué escribo mi autobiografia? Debería haberlo hecho en un prefacio, pero leer prefacios es tan aburrido (y también escribirlos) que postergué dicha necesidad hasta que la historia se pusiera un poco en movimiento.

Creo que la gente escribe autobiografías por dos motivos principales. El primero podría llamarse el «impulso del cronista». El segundo podría llamarse el «motivo del Ecce Homo». Ambos impulsos surgen del mismo manantial, que es el manantial de toda la literatura: el deseo de compartir con los demás nuestras experiencias, y mediante esta comunicación íntima, trascender el aislamiento del ser.

El impulso del cronista expresa la necesidad de compartir la experiencia en lo que se refiere a los acontecimientos exteriores. El motivo del Ecce Homo expresa la misma necesidad en lo que se refiere a los acontecimientos íntimos.

El cronista se siente impulsado por el temor de que los acontecimientos que ha presenciado, y que constituyen parte de su vida, su color, su forma y su impacto emotivo, se pierdan irremediablemente para el futuro, a menos que él los preserve sobre tabletas de cera o de arcilla, sobre pergamino o papel mediante un estilo o una pluma, una máquina de escribir o una estilográfica. El impulso del cronista predomina en las autobiografías de las personas que desempeñaron personalmente algún papel en la tarea de dar forma a la historia de su época, o que se sienten mejor preparadas que los demás para registrarlas, como debe de haberse sentido Defoe cuando escribió su Diario del año de la peste.

El motivo del Ecce Homo, por otra parte, incita a los hombres a preservar la singularidad de sus experiencias íntimas y conduce naturalmente al tipo de autobiografía confesional: san Agustín, Rousseau, De Quincey. Induce a los médicos agonizantes a registrar con minuciosa precisión sus últimos pensamientos y sus últimas sensaciones, antes de que caiga para siempre el telón.

Evidentemente, el impulso del cronista y el motivo del Ecce Homo se encuentran en los polos opuestos de una misma escala de valores, como la extroversión y la introversión, la percepción y la contemplación. Una buena autobiografía debería ser una síntesis de los dos, lo que pocas veces ocurre. La vanidad de los hombres en su vida pública se resta al valor autobiográfico de sus crónicas; la obsesión del introvertido consigo mismo hace que descuide el paisaje histórico en cuyo centro se mueve. El motivo del Ecce Homo puede degenerar en un estéril exhibicionismo.

Es así que la tarea de escribir una autobiografía está llena de trampas. Por una parte, tenemos la crónica almidonada de los figurones; por otra, la turbadora desnudez del exhibicionista. Turbadora porque la desnudez sólo agrada en un cuerpo sano, ¿quién sino un médico quiere contemplar una piel cubierta de eczemas? Fuera de estos dos extremos, hay varias otras trampas que aun los más expertos en el oficio pocas veces consiguen eludir. La más común de todas es la que podríamos llamar la «falacia nostálgica».

Con doliente, amante, agridulce nostalgia, el autor se inclina sobre su pasado como una mujer sobre la cuna de su criatura; le murmura y lo mece en sus brazos, tan ciego que no ve que las sonrisas, y los aullidos y los retorcimientos de su yo naciente, no poseen para el lector esa singular fascinación que poseen para el escritor. Aun escritores de mucha experiencia, que saben que el lector es un pez de sangre fría al que hay que hacer cosquillas detrás de las agallas para que demuestre algún interés, caen víctimas de esta falacia apenas se embarcan en el primer capítulo intitulado «Infancia». El olor de lavanda de la ropa blanca en las cómodas de la madre es tan íntimo; la sonrisa del rostro de la abuela tan consoladora; el agua del arroyo, detrás de las matas de berro junto a la cerca del jardín, tan fresca y pura que todavía acaricia los dedos que sostienen el portaplumas; y así sigue y sigue con las cómodas de ropa blanca, las abuelas, los niños y los arroyos con berro, como si se tratara de un recuerdo colectivo de la humanidad, y no, ay, de un recuerdo suyo aislado e incomunicable. Nunca resulta tan intensamente doloroso el aislamiento del individuo como en una tentativa frustrada de compartir los recuerdos de aquellos días primeros, más nítidos que todos los demás, cuando de la tranquila y fluida unidad del mundo interior y del mundo exterior, de la mezcla original de realidad y fantasía, emergían los límites netos de la individualidad. La falacia nostálgica es el resultado del deseo de fundir y deshacer nuevamente esos límites.

Por tanto, el autobiógrafo sagaz, con un suspiro de melancolía, volverá a guardar en el cajón de la cómoda aquel manojo seco, dehiscente y único de lavanda, como si se tratara de un paquete de vulgar naftalina, y se reducirá a los hechos importantes. Pero aquí aparece nuevamente la dificultad porque, ¿cómo hará para saber qué hechos son importantes y cuáles no lo son? Tanto el pesquisante como el psicoanalista afirman que los hechos al parecer sin importancia ocultan las claves más interesantes. Y mi experiencia con los pesquisantes —ya fuera que me hurgaran los bolsillos o los sueños— me ha convencido de que la afirmación es ampliamente correcta. Cuando uno vuelve a leer las anotaciones de su diario después de cinco años se sorprende al descubrir que los acontecimientos más significativos han sido registrados con mucho menos énfasis que los demás. En consecuencia, la selección del material importante resulta bastante difícil y se convierte en el problema de toda autobiografía.

La trampa es la falacia del «Hombre Insignificante». Una gran cantidad de escritores de memorias tienen tanto miedo de parecer vanidosos que se presentan a sí mismos como los hombres más insignificantes de la tierra. La falacia del «Hombre Insignificante» requiere que la primera persona del singular aparezca siempre en una autobiografía como un individuo tímido, contenido, reservado, descolorido; y el lector se pregunta cómo se las arreglaba para conseguir tantos amigos, para estar siempre rodeado de personas interesantes, acontecimientos importantes, complicaciones sentimentales. Pero al mismo tiempo, por supuesto, el Hombre Insignificante es un ejemplo de tranquila responsabilidad y reservada decencia; si confiesa ciertas fallas, esto es simplemente una prueba más de su modestia.

Las virtudes de la reserva y de la contención hacen que el trato social sea más civilizado y más agradable; pero dentro de una autobiografía producen un efecto de parálisis. El escritor de memorias no debe ni perdonarse sus faltas ni ocultar sus luces detrás de un cajón; evidentemente, tiene que hacer un esfuerzo para vencer su repugnancia y decidirse a relatar ciertas experiencias dolorosas y humillantes; pero también tiene que tener el coraje, no tan evidente, de incluir aquellas experiencias que lo muestran bajo una luz favorable.

No creo que ni en la vida ni en la literatura el puritanismo sea una virtud. La propia expiación, sí. Y también el amor propio, si es tan altivo y humilde, exigente y resignado, rebelde y conformista, tan lleno de temor y de asombro como debe ser el amor hacia los demás. Aquel que no se ama a sí mismo, no sabe amar bien; y aquel que no se odia a sí mismo, no sabe odiar bien; y el odio al mal es tan necesario como el amor, si queremos que el mundo no llegue a un punto muerto. La tolerancia es una virtud adquirida; la indiferencia un vicio natural. «Cuando he perdonado todo a una persona, he terminado con ella», dijo Freud. Y hasta Cristo odiaba a los mercaderes.

En 1937, durante la guerra española, cuando me encontraba en la cárcel con la perspectiva de hacer frente a un batallón de fusilamiento, hice un voto: si alguna vez conseguía salir vivo de allí, escribiría una autobiografía tan franca y tan implacable conmigo mismo que a su lado las Confesiones de Rousseau y las Memorias de Cellini parecerían mera afectación.

Eso ocurrió hace quince años; desde entonces, traté varias veces de cumplir ese voto. Nunca pasé de las primeras páginas. El proceso de la propia inmolación es ciertamente doloroso, pero no era ésta la verdadera dificultad. La dificultad es que también resulta morbosamente agradable, como el sofá del psicoanalista. Nos induce a la falacia nostálgica, al revés: el perfume de la bolsita de lavanda en el cajón de la cómoda es reemplazado por los olores de la cloaca, tan preciados por nuestros subconscientes infantiles. Además, ofrece una forma equivocada de catarsis, que el artista aprende a evitar como la misma peste. Y todo lo que es malo como arte es malo como autobiografía. Me obligué a perseverar en la tarea, porque sospechaba que el odio que me inspiraba, la repugnancia que sentía ante la idea de convertir mi autobiografía en una historia clínica, se debía a mi cobardía moral; y tardé bastante en descubrir que en este dominio la verdad desnuda es obsesionante y estridente. En resumen, toda expresión de arte contiene una parte de exhibicionismo; pero el exhibicionismo solo no es arte.

Todavía hay otro aspecto de este espinoso problema de elegir el material importante. Es la pregunta: ¿importante para quién? Para el lector, evidentemente. Pero ¿qué tipo de lector es el que imagina el escritor? Sin embargo, creo que puedo contestar por lo menos esta pregunta sin ninguna ambigüedad. El impulso del cronista se dirige siempre hacia el lector futuro, nonato. Esto puede parecer presuntuoso; pero es simplemente la expresión de una tendencia natural. No puedo ni imaginarme si dentro de cincuenta años habrá alguien que desee leer algún libro mío, pero tengo una idea muy exacta de lo que a mí, como escritor, me impulsa. Es el deseo de trocar cien lectores contemporáneos por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro de cien años. Eso me ha parecido siempre lo que debía ser la ambición de un escritor. Es el punto en que el impulso del cronista se confunde con el motivo del Ecce Homo.

4. El árbol del bien y del mal. Horrar y Bapán
Nací ocho años después del casamiento de mis padres; fui su primer y único hijo, y mi madre tenía entonces treinta y cinco años. Todo salió al revés, cuando nací: pesaba más de diez libras; los dolores de mi madre duraron dos días, y casi la mataron. Todo el desagradable Olimpo freudiano, desde Oedipus Rex hasta Orestes, vigilaba mi cuna.

Como podía esperarse en el caso del hijo único de una mujer que ya se acercaba a la madurez y se sentía frustrada por un exilio voluntario, el amor de mi madre fue excesivo, dominador y caprichoso. Perseguida por sus constantes jaquecas, sufría bruscos cambios de humor, pasando de la ternura efusiva a los violentos estallidos de ira, de modo que transcurrí mis primeros años de vida constantemente arrastrado del clima ardiente de los trópicos al clima de la región ártica, y viceversa.

Desde los tres años en adelante viví bajo el cuidado de una larga procesión de niñeras extranjeras: Fräuleine, Mesdemoiselles y Misses, que se sucedieron sin interrupción, con intervalos de diversa longitud, hasta la edad de doce años.

Ninguna se quedó más de un año. Una bonita Fräulein desapareció en circunstancias misteriosas, porque, como supe más tarde, uno de los hijos del villano se portó con ella al estilo de su familia. Una Miss inglesa tuvo que hacer las valijas después de una quincena porque mi madre descubrió, gracias a una fotografía que encontró en su cuarto, que había sido écuyère en un circo. Otra debe de haber sido sádica, porque mi único recuerdo de ella consiste en la serie de complicados castigos que me infligió. Todas estas niñeras de preguerra habían venido a la lejana Hungría, al parecer, impulsadas por algún error o catástrofe de sus vidas; era ese tipo de persona que, de haber sido varón, se habría alistado en la Legión Extranjera. En un tiempo poseí una fotografía de 1910, donde se veía un grupo de estas extrañas e impresionantes mujeres, reunidas con sus respectivos y desdichados discípulos en el zoológico de Budapest. Parecía un grupo de presidiarias en una cárcel de mujeres, uniformadas con polisones, abrigos baratos bordeados de piel, manguitos, boas de plumas y sombreros ornitológicos.

Segunda en importancia, dentro de la organización familiar, y también como factor provocador de neurosis, era Bertha, la criada. Su nombre completo era «señorita Bertha Búbala». Tenía un hijo llamado Béla Búbala, aproximadamente de mi edad, que vivía escondido en el campo. Bertha era una mujer huesuda, de cara equina, con un rencor indisoluble hacia la vida, que se había arraigado profundamente en su carácter y lo había acidulado; era muy fiel a mi madre, que la tiranizaba; pero ella a su vez me tiranizaba a mí.

Yo quedaba bajo su cuidado durante los intervalos que transcurrían entre una y otra niñera. Estos periodos a veces duraban varias semanas o meses, y como mi madre debía quedarse a menudo en cama, Bertha era el único factor estable en el flujo de los acontecimientos y poseía un poder ilimitado sobre mí. La regla magna de su reino era que el acusado es culpable a menos que se demuestre su inocencia. El recuerdo de mis primeros años parece consistir en una serie continua de crímenes, que traían como estela una igualmente monótona sucesión de castigos y humillaciones. Aunque era imposible saber de antemano si un acto constituía un crimen o no, nunca hubo dudas en mi mente en lo que se refiere a mi culpabilidad. Uno adquiría la culpabilidad automáticamente, del mismo modo que las manos se ensuciaban a medida que pasaba el día; y caer en desgracia era la consecuencia natural de este proceso.

Es así que el primer hecho importante que se arraigó en mi mente fue la conciencia de la culpabilidad. Estas raíces crecieron rápida, silenciosa y ávidamente, como un eucalipto, bajo la arena móvil de las primeras experiencias.

Mi madre no sólo toleraba, sino también alentaba el despotismo de Bertha, porque veía en él el ingrediente espartano que me impediría ser un «niño mimado». Que no había que mimar a los niños, que había que manejarlos con una «vara de hierro», era la muletilla fundamental de la educación victoriana en general y de los Hitzig en particular. Esta convicción suscitaba otra inversión del código legal. Dentro de la vida normal, se permite todo lo que no es prohibido por la ley. En mi infancia, se prohibía todo lo que no estaba expresamente permitido.

La casa donde se ubican mis primeros recuerdos era un departamento burgués típico de fines de siglo, lleno de cortinas de felpa, cubredivanes, borlas, guardas, mantelitos de encaje, ninfas de bronce, escupideras y ciervos de Meissen acorralados; y la inevitable piel de oso polar entre el piano y la palmera en maceta.

Todos estos objetos eran intocables; fuera del cuarto de niños, todo el departamento era una selva de árboles del bien y del mal y de hiedras venenosas.
La lista de delitos máximos incluía: hacer ruido; replicar; ofender a Bertha; hablar en presencia de las visitas sin que nos hubieran hablado; omitir el «por favor» y el «muchísimas gracias»; pedir que nos sirvieran algo por segunda vez, sin esperar que nos lo ofrecieran. Pero éstos eran delitos explícitos, identificables; la negra amenaza de la vida consistía en el hecho de adquirir el estado de culpabilidad sin darse cuenta.

Pocas veces mis padres me castigaban corporalmente; el castigo adoptaba casi siempre la forma de Caer en Desgracia. Esta Desgracia se iniciaba con la obligación de plantarse «en el rincón», de cara a la pared; después de este preliminar «no nos hablaban», durante varias horas, y a veces durante un día o dos, hasta que tenía lugar la ceremonia formal del perdón. Consistía en la recitación de una fórmula de contrición y la promesa solemne de no portarse mal nunca más, seguida por la declaración formal del perdón. También había un estado intermedio entre la desgracia completa y la absolución. En este estado se nos hablaba y se nos permitía contestar, pero sólo en lo que se refería a asuntos de estricta necesidad; era, dentro de la jerga diplomática, la condición de ser reconocido de facto, pero no de jure.

Sólo recuerdo una única ocasión en que fui reconocido inocente de una acusación de Bertha. Este acontecimiento es tan excepcional, que su rememoración, aun después de unos treinta años de intervalo, me suscita cierta emoción. Cierto día, al advertir que había caído nuevamente en desgracia, pregunté a Bertha qué había hecho. Porque había dos formas de desgracia: una que empezaba por una declaración oficial, basada en una acusación específica; y otra, tácita, que uno sólo podía advertir al comprobar que «no se le hablaba». En este último caso se daba por sentado y se consideraba de rigor la averiguación de la naturaleza del crimen. Cuando efectué la averiguación, Bertha apretó los labios y durante algunos segundos mantuvo un amargo silencio, como hacía habitualmente cada vez que yo le hablaba. Luego enunció la declaración formal, que era a la vez acusación y veredicto: yo había corrido una figurita de porcelana algunas pulgadas de su lugar previsto y consagrado sobre el estante de la chimenea. En ese momento, por casualidad, mi madre entró en la habitación y habiendo oído parte de la acusación de Bertha, observó descuidadamente que era ella quien había corrido el objeto a su nueva ubicación. El hecho absolutamente insólito de que mi madre se hubiera puesto de mi parte contra Bertha y de que Bertha me absolviera con un malhumorado «en adelante, ten cuidado» provocó en mi interior una oleada tal de alivio y de gratitud, que muchos años más tarde reconocí su eco en aquellas benditas y escasas ocasiones en que un sargento del servicio militar o un guardián de la prisión se mostraba de pronto ante mí bajo un aspecto humano. El hecho de que esta inesperada absolución me hiciera una impresión tan profunda revela una temprana aceptación de mi culpabilidad y de lo merecido que consideraba todo castigo que el destino me deparaba.

En todo este cuadro mi padre apenas figura. Estaba demasiado absorto en su mundo quimérico de máquinas para abrir sobres y de jabón radiactivo para meterse en mi educación. Además, tenía una dolorosa conciencia de su ignorancia en cuestiones de educación y ha de haber sido para él un tormento verse enfrentado con semejante niño, ese precoz «tragalibros», cuyas preguntas no podía responder. Me quería tierna y tímidamente, desde lejos, y años más tarde llegó a sentir un inocente orgullo al ver mi nombre impreso.

Nuestra timidez era mutua; desde mis primeros días de escolar hasta los últimos días de su vida nunca logramos establecer ni el más mínimo contacto intelectual y nunca tuvimos ni una sola conversación de carácter íntimo. Ni tampoco reñíamos; nos queríamos y nos respetábamos con la precavida reserva de dos desconocidos que viajan juntos en un tren. Aunque él estaba medio loco en un sentido y yo en otro, instintivamente nos mostrábamos nuestro lado más cuerdo. En general, fue la relación más cortés y civilizada que tuve jamás con nadie durante un periodo tan largo de tiempo.

Todos mis primeros recuerdos parecen agruparse en torno de tres temas dominantes: el remordimiento, el temor y la soledad.

De los tres, el temor se destaca con más claridad y persistencia. Las experiencias de mi formación parecen haber consistido en una serie de conmociones.

La primera que recuerdo ocurrió cuando yo tendría unos cuatro o cinco años. Mi madre me había vestido con especial cuidado y salimos a pasear con mi padre.
Esto, en sí, era insólito; pero más extraña todavía era la actitud desacostumbrada de mis padres, como si trataran de disculparse de algo, mientras me llevaban por la calle Andrássy, sosteniéndome firmemente ambas manos. Íbamos a visitar al doctor Neubauer, dijeron; éste me miraría la garganta y me daría un remedio para la tos. Después, como recompensa, me comprarían helados.

Ya me habían llevado a ver al doctor Neubauer la semana anterior. Éste me había examinado y luego había murmurado algo con mis padres, con un aire que no dejó de suscitarme cierta aprensión. Esta vez no nos hicieron esperar; el médico y su enfermera nos aguardaban. Sus modales eran untuosos, una amabilidad bastante siniestra. Me hicieron sentar en una especie de sillón de dentista; luego, sin aviso ni explicación, me ataron los brazos y las piernas al sillón con tiras de cuero. De esto se encargaron el médico y la enfermera, con movimientos rápidos y diestros; se oía su respiración en el silencio. Casi inconsciente de miedo, estiré el cuello para mirar las caras de mis padres; cuando vi que también ellos estaban asustados, el mundo se abrió ante mis pies. El médico los echó de la habitación, sujetó una bandejita de metal debajo de mi barbilla, me separó los dientes temblorosos y me metió una mordaza de goma entre las mandíbulas.

Siguieron algunos minutos imborrables, mientras me metían unos instrumentos de acero hasta el fondo de la boca y yo me ahogaba, tragaba sangre y la vomitaba sobre la bandeja colocada bajo mi barbilla; luego, dos ataques más con los instrumentos de acero y más sangre y ahogos y vómitos. Así se cortaban las amígdalas, sin anestesia, A. D. 1910, en Budapest. No sé cómo reaccionaban los demás niños. Muy probablemente, alguna otra experiencia traumática anterior, ahora olvidada, me había aguzado la sensibilidad, porque mi reacción fue un shock de efecto indeleble.

Esos momentos de absoluta soledad, abandonado por mis padres, en las garras de un poder hostil y maligno, me infundieron una especie de terror cósmico. Era como caerse por un agujero en un mundo oscuro y subterráneo de arcaica brutalidad. Desde ese instante, tuve siempre conciencia de la existencia de ese segundo universo al que podían transportarnos, sin aviso previo, en cualquier momento. El mundo se había vuelto ambiguo, de doble significado; los acontecimientos ocurrían en dos planos a la vez —un plano visible y otro invisible—, como un barco que transporta pasajeros en sus puentes asoleados, mientras su quilla surca el oscuro mundo fantasmal de las profundidades.

No es improbable que el interés que demostré más tarde por el estudio de la violencia física, del terror y de la tortura deriven en parte de esta experiencia y que el doctor Neubauer representó el primer paso de mi carrera como cronista de los aspectos más repulsivos de nuestra época. Era mi primer encuentro con «Horrar», el Horror Arcaico, irracional; más tarde desempeñó un papel tan importante en el mundo que me rodeaba que decidí designarlo mediante una cómoda abreviatura. Cuando algunos años después caí en poder del régimen que más temía y detestaba, y me llevaron maniatado a través de una muchedumbre hostil, tuve la sensación de que esto sólo era una repetición de una situación que ya había vivido; la de saberse atado, amordazado y entregado a un poder maligno.
Y por eso mismo, cuando mis amigos perecían entre las garras de los diversos dictadores europeos, siempre me fue posible imaginarme sus padecimientos y describirlos.

Quizá parezca que exagero los efectos de una experiencia que después de todo es una de las operaciones quirúrgicas más triviales, aunque practicada de una manera en cierto modo torpe y brutal. Hasta podría pensarse que el estudio de la psiquiatría ha dotado al autor de una especie de vista retrospectiva melodramática.
Nadie puede garantizar la corrección de su memoria; pero la verdad es que durante más de un año después de esta experiencia viví en un extraño mundo propio de fantasías, jugando a las escondidas con un poder maligno que me perseguía. Este poder se había personificado en nuestro amable médico, el doctor Szilagyi.

Poco después de la operación de las amígdalas, una descompostura de estómago me obligó a guardar cama. Me revisó el doctor Szilagyi, y después de su habitual consulta con mi madre, detrás de la puerta cerrada, me dijo, palmeándome jovialmente la mejilla:
—¡Bueno, bueno! Me parece que lo mejor será abrirte la barriguita con un cuchillo.
Después de estas palabras se alejó satisfecho, con su levita y sus pantalones a rayas, y su valijita negra de cuero, donde sin duda guardaba el cuchillo.

Yo era bastante grande como para saber que la observación del doctor Szilagyi debía ser considerada como una broma. Pero con mi extraordinario oído de niño precoz para los matices percibí un tono oculto que no era simplemente jocoso. En efecto, el doctor Szilagyi había discutido con mi madre la conveniencia de eliminar mi apéndice.

Desde ese instante, y durante mucho tienpo, mis días quedaron divididos en dos mitades, una peligrosa y otra segura. La peligrosa era la mañana, cuando el médico visitaba a sus pacientes. La segura era la tarde, cuando los recibía en su consultorio. La situación se complicaba más aún a causa de la costumbre de mi padre de llevarme a veces, por la mañana, a pasear en un coche de alquiler; mientras visitaba a sus amistades comerciales, me dejaba esperando en el coche.
Antes de que la amenaza del doctor Szilagyi se hubiera apoderado de mí, yo solía gozar como correspondía de esos paseos matutinos. Ahora los temía, porque en el coche, a solas, me sentía especialmente vulnerable e indefenso; si el doctor llegaba a pasar por allí podía recordar su amenaza, arrastrarme fuera del coche y llevarme consigo. En consecuencia, fastidiaba constantemente a mi padre rogándole que tomáramos un coche cerrado en vez de uno abierto. Los coches cerrados tenían cortinitas, que podían correrse frente a las ventanillas. En cuanto mi padre bajaba del coche, yo cerraba herméticamente las cortinas.

Mi obsesión llegó a adquirir formas más extravagantes aún. Una vez cada dos semanas tenía que acompañar a mi padre a la peluquería para que me cortaran el pelo. El local poseía una trastienda mal iluminada, que se reflejaba en el espejo ubicado frente al sillón del peluquero. Cuando abrían la puerta, yo podía vislumbrar el interior de la trastienda y distinguir vagamente algunos extraños instrumentos que colgaban de unos ganchos. Estos instrumentos se asociaron para mí de algún modo con el cuchillo que debía abrirme la barriga, y la peluquería se convirtió desde ese momento en otro lugar aterrador.

Nunca se me ocurrió confesar mis temores a mis padres, ni requerir su protección; y no tenía compañeros de juegos en quienes pudiera confiar. Si habían sido capaces de ponerse de parte del doctor Neubauer y traicionarme, ya no podía confiar en ellos; la mera mención del asunto podía recordarles el proyecto momentáneamente postergado y olvidado y precipitar su ejecución. En esa época debo de haber poseído una gran capacidad de disimulación, porque mis padres no adivinaron nunca lo que ocurría en mi submundo privado. Pero por otra parte, la mayoría de las criaturas son así: aunque son incapaces de guardar un secreto que se refiera al mundo de los hechos, son unos perfectos conspiradores cuando se trata de defender el mundo de sus fantasías.

No puedo recordar cuánto duró este leve ataque de paranoia; pero debe de haber persistido durante algunos meses, porque en el intervalo hubo un cambio de estación y empezó a hacer demasiado calor para salir en un coche cerrado con las cortinas bajas. Empecé a ir a la escuela inmediatamente después de cumplir seis años y para esa época esta obsesión ya había desaparecido.

Entre los nueve y los diez años me ocurrió una segunda serie de catástrofes, que hasta habrían afectado a un niño normal. Incendié mi casa, sufrí dos operaciones y fui testigo de un desastroso conflicto entre mis padres. De estas conmociones, la última mencionada fue la peor; pero por razones evidentes no puedo discutirla aquí; implicó una sucesión de lamentables y torturantes escenas, que aparte de su naturaleza alarmante per se, me enseñaron la angustia de sentirse leal a dos bandos contrarios. Todas mis experiencias de ese año crítico se recortan sobre ese fondo, que por ahora debe quedar en blanco.

El año fue 1914-15. El estallido de la primera guerra mundial había arruinado el negocio de mi padre en Budapest; abandonamos el departamento y nos mudamos a Viena. Desde ese momento, no tuvimos nunca más un hogar permanente.

La primera estación de nuestros vagabundeos fue una pensión denominada Pensión Exquisite; se encontraba, y probablemente todavía se encuentra, en el quinto piso de un antiguo edificio en el corazón mismo de Viena, frente a la catedral de San Esteban. Una tarde, en la época en que el conflicto entre mis padres se hallaba en su apogeo, tuve que quedarme solo en las habitaciones que ocupábamos en la pensión. Me sentía deprimido y pensé que la luz de unas bujías coloreadas que mi madre había comprado crearía una atmósfera más agradable. Las encendí, las puse sobre el antepecho de la ventana y, absorbiéndome en mi lectura, me olvidé totalmente de ellas; hasta que una de las bujías se cayó dentro de un cesto de papeles y le prendió fuego. Traté de extinguir las llamas agitando el cesto en el aire; cuando las llamas amenazaron quemarme, lo arrojé contra las cortinas de gasa. La habitación, como todo respetable cuarto de pensión en esa época, estaba ricamente adornada de terciopelo y felpa, y el fuego se extendió con rapidez. Yo temía demasiado que me castigaran y no me atrevía a pedir socorro; frenético, tironeaba las cortinas incendiadas en medio del humo cada vez más espeso. Lo único que recuerdo, después de eso, es mi despertar en la cama de la señorita Schlesinger, una profesora de francés que vivía en la pensión y de quien yo me sentía muy enamorado. El retorno de mis padres coincidió con la llegada de los bomberos; hubo que vaciar tres o cuatro habitaciones frente a la catedral antes de dominar el fuego. No me castigaron, ni siquiera caí en desgracia; las heroicas dimensiones de mi mala acción habían evidentemente trascendido los límites de toda posible retribución. Poco después de este suceso me encontraba nuevamente leyendo a solas en mi cuarto, una tarde aburrida, cuando de pronto se oyó un fuerte ruido y un objeto duro me golpeó en la parte posterior de la cabeza, haciéndome perder momentáneamente el conocimiento. Una gran lata de arvejas envasadas, colocada sobre la cubierta del radiador de la calefacción, había explotado, probablemente bajo los efectos de la fermentación.

La naturaleza complicadamente rebuscada de esta nueva catástrofe hizo que los huéspedes de la Pensión Exquisite me consideraran como a un niño dotado de potencialidades bastante aterradoras y desde entonces fui muy buscado para las sesiones de espiritismo, pasatiempo popular de aquellos días.

Luego, la antigua amenaza del doctor Szilagyi se materializó; un absceso en el apéndice me colocó en la lista de peligro. Fingiendo dormir, escuché una conversación, de la que deduje que me operarían al día siguiente. Me llevaron al hospital en una ambulancia. Era una mañana clara de invierno; cuando cruzábamos el hermoso patio de honor del Palacio Imperial de Viena comenzaron a caer del cielo iluminado por el sol pequeños copos de nieve. A través de la ventanilla de la ambulancia colocada junto a mi almohada, yo contemplaba ávidamente la danza de los blancos cristales en el aire, mientras un extraño cambio de ánimo se apoderaba de mí. Creo que en esos momentos tuve conciencia por primera vez del suave, pero abrumador impacto de la belleza, y de la sensación de mi propio ser que se disolvía pacíficamente en la naturaleza, como un grano de sal se disuelve en el océano. Al iniciar el viaje había contemplado las caras de los transeúntes de la calle con impotente envidia; reían y hablaban; para ellos el mañana sería como el ayer; sólo yo era distinto. Bajo los copos de nieve del patio del palacio esto ya no me importaba; me sentía reconciliado y en paz.

Ese viaje en la ambulancia fue un instante memorable para mí. Todavía lo seguirían algunos momentos de terror: mientras me llevaban en la camilla a la sala de operaciones, y el pánico de la sofocación bajo el efecto del éter. Pero los fantasmas del mundo recóndito se habían visto obligados a retroceder ante algún otro poder de origen más misterioso aún. Más tarde supe que no habían sido derrotados, sino simplemente obligados a retirarse a posiciones más seguras.

Me dijeron que la operación del apéndice, que había fracasado la primera vez, sería repetida. Me trataron como a un niño valiente que nunca tiene miedo del lobo malo; pero en realidad tenía un miedo mortal de la máscara de éter, de una repetición de este tormento de ahogo previo a la pérdida del conocimiento. El viejo enemigo, Horrar, había aparecido bajo un nuevo aspecto. Pero cierto día, mientras leía los Cuentos del barón de Munchausen, tuve una inspiración. El capítulo que leía en ese momento era el delicioso relato de cómo el barón mentiroso se cae en un pantano donde se hundirá irremisiblemente. Cuando ya se ha hundido hasta la barbilla, y sus minutos parecen contados, se salva mediante el simple recurso de cogerse sus propios cabellos y tirar hacia arriba, lo que le permite salir de su desesperada posición.

La salvación del barón me gustó tanto, que me reí en voz alta; y en ese mismo instante descubrí la solución del problema que me torturaba. Decidí arrancarme yo mismo del pantano de mis temores, sosteniendo con mis propias manos la máscara de éter, hasta perder el conocimiento. De ese modo sentiría que dominaba la situación y el terrible instante de la impotencia no se repetiría.

Mencioné mi idea a mi madre, que la comprendió instintivamente y consiguió que el cirujano satisficiera mi capricho. Aunque la operación se postergó demasiado, y nuevamente tuvieron que llevarme deprisa al hospital en la misma ambulancia, por el mismo camino, no sentí ningún temor cuando me puse la máscara sobre la cara, ante la sonrisa alentadora del encargado de la anestesia.

Desde ese día aprendí a burlar mis obsesiones y mis ansiedades; o por lo menos a llegar a una especie de modus vivendi con ellas. Llegar a un acuerdo amistoso con nuestras propias neurosis parece una contradicción; sin embargo, creo que es posible, siempre que uno reconozca sus complejos y los trate con respetuosa cortesía, por así decir, en vez de luchar contra ellos y negar su existencia. Creo profundamente que el hombre posee el poder de arrancarse a sí mismo del pantano, tirándose por los cabellos. El Barón en el Pantano, abreviado «Bapán», vencedor de «Horrar», ha llegado a ser para mí un símbolo y una profesión de fe.

El episodio final de esta educación a golpes ocurrió cuando yo tenía trece años. Me había convertido en un lector adicto de las fantasias científicas de Julio Verne.
Mientras leía una escena del Viaje a la Luna surgió de pronto en mi mente, con extraordinaria nitidez, un recuerdo de mis primeros días, largamente olvidado; y a continuación se apoderó de mí una sensación igualmente extraordinaria de calma y alivio.

El contenido del capítulo que leía en esos momentos era éste: mientras el obús que lleva a los exploradores hacia la Luna viaja por el vacío muere uno de los animales que se encuentran a bordo, un pequeño foxterrier. Después de algunas dudas, los exploradores deciden arrojar el cadáver a través de la hermética escotilla. Así lo hacen; luego, al mirar por la espesa ventana de vidrio, advierten con horror que el cuerpo del perro vuela paralelamente a ellos por el espacio. No cae, porque conserva la velocidad del obús, así como un objeto arrojado por la ventana de un tren en movimiento conserva la velocidad del tren; y fuera de la atmósfera terrestre no hay ninguna clase de fricción que pueda frenar el movimiento.
Gradualmente, el cadáver va separándose de la ventana, impelido por la persistencia del suave envión que lo había arrojado por la escotilla; pero aunque retrocede lentamente, conserva su velocidad paralela y sigue frente a la ventana.
El perro muerto se ha convertido en un planeta o en un meteoro que seguirá girando sobre su oscura órbita elíptica alrededor de la tierra, eternamente.

Al leer esta escena se me ocurrió que tal vez un día los criminales fueran arrojados al espacio mediante cohetes interplanetarios, en vez de ser colgados o electrocutados. La temperatura cósmica de cero absoluto los conservaría para siempre e impediría su desintegración. Esa cantidad de cuerpos astrales, que flotarían alrededor de la tierra, como permanentes satélites, tal vez resultara inconveniente y diera origen a diversas supersticiones, pero para esto había un remedio fácil: en el momento de la expulsión, bastaba hacer seguir al cohete la trayectoria abierta de una parábola, en vez de la órbita cerrada de una elipse. En ese caso el cadáver no seguiría la trayectoria de un planeta, sino la de un cometa; daría una vuelta semicircular frente al sol y luego se alejaría cada vez más y más hacia el espacio interestelar, más allá de las estrellas fijas y de las nebulosas espirales, hacia el infinito.

Consideré que este método era bastante practicable, no sólo para ejecuciones, sino también para deshacerse de los muertos en general. Después de todo, ya existía la costumbre de cremarlos y dispersar sus cenizas al viento. Librar a los muertos de la esclavitud de la tierra y dispararlos en un viaje eterno por el espacio, transformados en silenciosos cometas, con las manos cruzadas sobre el pecho, era una idea llena de paz y de consuelo, y lo más parecido que se me ocurría a la idea de la inmortalidad; convertía la muerte en una aventura envidiable. La comodidad no consistía justamente en la posibilidad de conservar el cuerpo en vuelo por el refrigerador cósmico, sino en el hecho de que, por más eones de años de luz que viajara a lo largo de su parábola, no podría nunca desprenderse de este mundo.

Durante esta meditación, un recuerdo largamente olvidado surgió en mi conciencia, tan claramente como si siempre hubiera estado presente. Era el recuerdo de una escena ocurrida —aunque parezca casi increíble— cuando yo apenas tendría dos años. Me habían encerrado en el cuarto de baño, a oscuras, para castigarme por algo que había hecho. Me sentía presa de un temor, de un pánico salvaje; creía que tendría que quedarme para siempre en la oscuridad y que no volvería a ver nunca más a mi madre, ni la luz del día, ni ninguna otra cosa. Luego, hay una laguna en mi memoria, o más bien una mancha negra, como la repentina oscuridad de la pantalla cuando se rompe la película en el cuarto de proyección. Recuerdo que me lancé de cabeza contra el soporte de hierro del lavabo; a continuación, una oleada repentina de luz, cuando mi madre abrió la puerta de par en par y vino a rescatarme, mientras yo aullaba en un éxtasis de alivio, de amor y de compasión hacia mí mismo. También recuerdo haber registrado con satisfacción sus ademanes preocupados y culpables; y la confusa nube naciente de un pensamiento, que en lenguaje coherente significaba más o menos: «Esto le servirá de lección.»

Ésta era la escena que recordé tan inesperadamente, mientras soñaba con cohetes interestelares y cometas, y descubría que, vivo o muerto, uno no puede desprenderse de este mundo. El recuerdo había perdido su espina ponzoñosa, el horror primitivo de la prisión oscura. Me parecía que desde ese momento me había sentido más o menos libre del miedo a la muerte; aunque no del miedo al hecho de morir, con todos sus agregados dolorosos y degradantes. A medida que envejezco, este segundo miedo aumenta, como el temor de una operación dolorosa a la que uno se somete de mala gana, aunque sabe que es para su propio bien.

Traducción de J. R. Wilcock.