Personalmente,
conocí poco a Roger Caillois, si es que podemos decir que
conocemos a alguien sólo por haberle estrechado la mano
alguna vez y haber compartido con él algunas comidas. Pero
hice algo mejor: leí sus libros. No obstante, tengo interés,
en primer lugar, en pagar al hombre que fue una antiquísima
deuda de agradecimiento. Hacia 1943, cuando ambos éramos
unos exiliados voluntarios él bajo la Cruz del Sur
y yo en una isla a menudo iluminada por la aurora boreal,
aceptó un largo ensayo mío para la revista Les Lettres
françaises que él dirigía en Buenos Aires
con el apoyo de aquella admirable protectora de las letras que
se llamó Victoria Ocampo. En aquella época en que
la voz de Francia raramente llegaba hasta nosotros, aquellos delgados
cuadernos nos aportaban una prueba tranquilizadora de la vitalidad
de la cultura francesa, aun procediendo, bien es cierto, de otro
lugar del mundo, pero demostrando con ello, precisamente, su universalidad.
Poco importa lo que fuesen aquellas páginas bastante informes
que, más adelante, me sirvieron de borrador para algunas
partes de otros libros. Confieso incluso, al releerlas en números
atrasados de Les Lettres françaises, que me sorprende que
alguien de tan perfecto rigor las hubiese aceptado. Sin duda había
adivinado, en ese ensayo algo apresurado dedicado a la influencia
de la tragedia griega en las literaturas modernas, un poco de
ese respeto que él sentía por todo lo relativo a
la transmisión de los mitos, a sus variaciones a manos
de generaciones sucesivas, y a las grandes verdades acerca de
la naturaleza humana que los poetas han envuelto en ellos. Sea
lo que fuere, en una época en que no nos sentíamos
muy tranquilos acerca de la supervivencia de la cultura (¿acaso
lo estamos hoy?) ni tampoco de nuestro propio porvenir, una acogida
como aquélla fue, para una joven escritora todavía
desorientada en los Estados Unidos, una gracia otorgada y un gran
favor.
Y ahora, observemos cómo se va formando un gran espíritu,
cómo se ejerce y, en ocasiones, se desdice o se contradice,
se va haciendo lo que es y, finalmente, más de lo que es.
Esto que esbozo aquí no es, ciertamente, una biografía
pero, no obstante, tomemos un punto de partida en lo que el mismo
Caillois hubiese reconocido como una serie infinita. Un niño,
nacido cerca de Reims poco antes de 1914, y que tuvo el privilegio
ahora poco común de una infancia rural; un
niño algo retrasado en sus primeras escuelas debido a la
guerra y a la inmediata posguerra, que jugó durante largo
tiempo entre ruinas, como he visto no hace mucho todavía
jugar entre ruinas a los niños de Gdansk, que fue Danzig.
Si insisto sobre ese niño es porque nada, salvo esa cosa
aún imperceptible, el don, y los azares futuros que permitirán
el desarrollo de ese don, lo distingue todavía de los otros
pequeños champaneses que jugaban entre los escombros de
una guerra que percibían, al igual que él, desde
muy lejos, es decir, desde el fondo de su infancia. Nada tampoco
anunciaba, en ese retoño de una tierra gredosa, al futuro
amante de las piedras.
En el Liceo de Reims, ese don se manifiesta primero, como suele
ocurrir a esa edad, mediante la curiosidad, la audacia, la rebelión
de una mente a la que como diría él más
tarde le disgusta no comprender y que, por tanto, está
muy decidida a llevar su búsqueda lo más lejos posible,
aunque sean peligrosas, y a rechazar con la mayor violencia todo
aquello que le parece un obstáculo para las mismas. Siendo
aún colegial, participa en el Gran Juego. Incluso en nuestra
época, en que todo parece público, iluminado por
las lámparas de neón de la publicidad o gritado
por los altavoces de los medios de comunicación, las verdaderas
influencias permanecen a menudo silenciosas y minoritarias, emanan
de un reducido grupo de personas aún desconocidas y, en
ocasiones, como es el caso aquí, muy jóvenes. Caillois
conoce en el Liceo a tres o cuatro compañeros, uno de los
cuales es René Daumal, y el grupito se organiza en una
especie de sociedad secreta del conocimiento. Non cogitat qui
non experitur, decía la sabiduría alquímica
y, más enérgicamente aún, en una inimitable
expresión griega que traduzco lo mejor que puedo: No comprender,
sino sufrir. Las experimentaciones de Daumal son célebres,
en particular aquella, inolvidable, de las aproximaciones de la
muerte provocada, que él mismo narró. De las experiencias
de Caillois en la época del Gran Juego lo ignoramos casi
todo. Una sola, banal pero esencial, puesto que se tomó
el trabajo de contárnosla, había sido realizada
ya en su infancia: es la del Illinx, del vértigo, que hallará
más tarde un lugar en su teoría del juego. Lo que
sobresale de ese periodo formativo es una lista de libros sublimes,
buenos, mediocres e incluso malos, leídos apresuradamente
según parece y que, de haberlos meditado más detenidamente,
lo hubiesen llevado por el que habría de ser su camino
y del que constituyen los primeros hitos.
Pero ese joven Caillois, todo inteligencia, semejante ya sin saberlo
a esos cuarzos de agudas aristas que más tarde amaría
tanto, jamás pudo soportar la confusión ni la imprecisión
de la emoción humana en el seno del conocimiento esotérico
o, al menos, de su investigación, tales esos barros que
fueron, antes de su espléndida concreción, las piedras.
El joven intransigente pasa por alto, pisoteando a veces, unas
nociones que hará suyas más tarde, rechazando, por
ejemplo, el sistema paracélsico de las signaturas que revela
en las apariencias exteriores la unidad oculta de la materia y
que, por un sesgo muy personal, aceptará después;
o también reprochando a Leonardo sus comparaciones casi
obsesivas entre las nubes y las cabelleras de mujer, sus transformaciones
de manchas de liquen en visiones oníricas, aun cuando parte
de su vida transcurrirá, más tarde, persiguiendo
esas recurrencias ocultas, esas trayectorias transversales de
la naturaleza. Pero es bueno, sin duda, no descubrir demasiado
pronto lo que será algún día, para nosotros,
el centro de las cosas. Sin embargo, aunque no tardaría
en abandonar el Gran Juego, Caillois, al igual que Daumal, no
dejó de escalar, hasta el fin, su Monte Análogo.
El surrealismo, su segunda gran experiencia, será pronto
desechado, y la alianza con Georges Bataille mente aguda
y viva pero en tantos puntos distinta de la suya durará
todavía menos. Pero el surrealismo lo marcó profundamente.
Vemos bien lo que le atraía de aquel poético torbellino:
rebelión contra unas prácticas literarias estancadas
unidas a una imagen convencional del mundo; impresión en
materia poética y prosódica de volver al estado
candente de la lava; aproximación explosiva de imágenes
insólitas, breves conflagraciones tal vez más verbales
que mentales, a la luz de las cuales ya Roger Caillois pudo percibir
ciertas «diagonales» bien escondidas. Pero el obstinado
rigor que siempre lo distinguió le hizo sentir muy pronto
la diferencia entre lo fantástico de orden literario, siempre
tan cercano a lo ficticio y a lo fabricado, y lo extraño
o lo inexplicado verdaderos.
Este hombre de letras, en el sentido fuerte del término,
pronto se percató de que un sistema poético que
se disociaba radicalmente de la tradición ayudándose
de imágenes estrepitosas y de frases dislocadas, atacaba
algunos de los valores intelectuales que más le importaban.
Él sabía que el secreto en materia de poesía
sólo tiene valor cuando se guarda por razones profundas,
casi involuntarias, y no cuando es un procedimiento para sorprender
al lector, y que la rebelión contra la evidencia suele
acompañarse de una rebelión contra la razón.
Llegado a este punto de su carrera, casi hace suyo el letrero
que Goya puso debajo de uno de sus dibujos: El sueño de
la Razón produce monstruos. El paso de una evidencia exterior
a una evidencia más interna, que él buscará
durante toda su vida, no se situaba ahí o estaba sólo
representado por una puerta falsa. «La verdad es que no
se trataba sino de una especulación, de un cúmulo
de definiciones delirantes y adornadas, cuya brillantez constituía
su mérito y de las que no se podía esperar otra
cosa que un deslumbramiento pasajero». Este escritor pronto
despegado de las modas no ignora que aquello que aún parece
rebeldía a los ojos de contemporáneos más
ingenuos es, en realidad, una rutina; y que a tres cuartos de
siglo de distancia, los discípulos de los grandes innovadores
son epígonos. «Para Voltaire, la tragedia raciniana
es un modelo; para Racine, es una aventura».
La noción de que toda poesía es un rito, y que un
rito se caracteriza por unas prácticas cuidadosamente transmitidas
y estrictamente observadas, se le impuso muy pronto aun cuando
en sus poemas permaneciera fiel hasta el final al verso libre.
«La repetición de un sonido, especifica al hablar
de la rima, actúa como una señal que jalona una
duración. La primera línea es una espera que la
segunda viene a colmar
El verso libre no es más que
pura ilusión óptica y mentira de la imprenta. Por
definición, el verso libre es el lenguaje liberado de toda
regularidad rítmica, o sea, prosa». El hombre que
codificará los diversos aspectos del juego siente ya que
la poesía lo es (quizá el más serio de todos)
y que el juego se somete necesariamente a unas reglas severas.
El empleo anárquico de imágenes vacías de
todo contenido intelectual o incluso emotivo no le inquieta menos
que el quebrantamiento de las formas. «Y he aquí
que la poesía se distingue de la prosa por una doble degradación.
Después de la rima, pierde la razón. Ya un filósofo
de Koenigsberg había hablado de una paloma que, contrariada
por la resistencia del aire, se imaginó que volaría
mejor en el vacío».
El mismo rigor de una mente capaz, no de pensar a contracorriente
lo cual es relativamente fácil sino de encontrar
las corrientes que conducen al mar abierto, le hace distinguir
entre la sinceridad y la verdad, distinción que no han
sabido tener en cuenta muchos de nuestros literatos de hoy. Ese
rigor le inspira sus refutaciones de lo que podríamos llamar
las ciencias dogmáticas, alianza de palabras, lo confieso,
paradójica pero que define, por desgracia, a toda ciencia
que pasa de la búsqueda desinteresada de lo verdadero al
obtuso aserto de un dogma. El marxismo y el freudismo fueron objeto
de sus justos ataques porque su mismo triunfo contribuyó
a petrificarlos. Él se alza contra su casuística,
análoga a la de todos los teólogos de religiones
intransigentes que aprovechan en propio beneficio los mismos hechos
que las quebrantan y los argumentos que las refutan. Sobre todo
en la explicación del mito, Roger Caillois no podía
por menos de chocar con cierto freudismo integral: «La necesidad
de transponer en el análisis de los mitos un principio
de explicación que es ya abusivo hacer extenso a toda psicología,
el empleo mecánico y ciego de un simbolismo imbécil,
la ignorancia total de las dificultades propias de la mitología,
la insuficiencia de documentación que propicia la falta
de rigor
han dado lugar a unos resultados tales que lo mejor
que podemos desearles es un eterno silencio». Pero este
ataque está lejos de ser una condena total: «No hay
que extraer argumentos contra la doctrina de las debilidades de
sus fieles. En cualquier caso el psicoanálisis ha planteado
el problema en toda su amplitud, y al definir los procesos de
transferencia, de concentración y de sobredeterminación,
ha establecido las bases de una política válida
de la imaginación afectiva; y sobre todo, mediante las
nociones de complejo, ha puesto en pie una realidad psicológica
muy profunda que, en el caso especial de los Mitos, podría
estar llamada a desempeñar un papel fundamental».
Sus objeciones al marxismo se dirigen, de igual modo, menos a
una doctrina inevitablemente situada en un momento de la sociología
y de la historia y cuyos resultados son inconmensurables, que
a su posición presente de dogma monolítico. «Todo
sistema es verdadero por lo que propone y falso por lo que excluye».
En otros términos, toda verdad es parcelaria y debe ser
cuidadosamente extraída de la ganga de nociones confusas
o de la corteza de rutinas que la recubren aún o ya.
En todo ese periodo de su vida, Caillois, ya argumente o clasifique,
se aplica en esa gran obra que Confucio hubiera llamado «corregir
las denominaciones». De ese talento para organizar los datos
sale el libro más hermoso de su periodo de humanismo puro:
Les Jeux et les Hommes. Obra toda ella llena de orden y de claridad,
elucida un tema que, hasta el momento, no había producido
más que un solo trabajo de calidad, el de Huizinga, y de
la que Georges Dumézil, buen juez, ha dicho que jamás
pudo encontrarle un fallo. Como un templo de cuatro columnas,
Caillois nos presenta el edificio del juego en sus cuatro facetas,
a las que pone nombres. El Agon, competitivo en todos sus aspectos,
ya se trate de los ejercicios atléticos de la antigua Grecia,
del jugador de futbol ambos empleando al máximo sus
fuerzas físicas o por el contrario, del jugador de
ajedrez, inmóvil ante sus casillas negras y blancas: de
hecho, abarca todos los juegos que requieren el vigor, la agilidad,
la resistencia o la inteligencia de los concursantes o una combinación
de todas estas cualidades, incluso cuando el hombre juega solo
y trata de batir su propio récord. El Alea: ruleta, lotería,
dados, máquinas tragaperras, juegos de azar, en fin, en
todas sus variantes, durante los cuales el hombre se abandona
con pasividad casi religiosa a unas fuerzas que no domina y cuyo
resultado no depende de él más que en el caso de
que viole las reglas, es decir, de que haga trampas. El Mimicry,
dentro del cual Caillois incluye a la vez el carnaval, el teatro,
la máscara y el travestismo, todas las ruidosas, ficticias
o extrañas aunque siempre profundas diversiones gracias
a las cuales ya sea activo o pasivo, actor o espectador
el hombre deja de ser quien es para convertirse en otro, o acepta
que otro lo convierta: borracho del martes de carnaval, hombre
pantera en la selva africana, niño disfrazado de
piel roja o joven actor isabelino travestido de mujer. En todos
los casos se trata de liberar, gracias a este simple juego de
apariencias y en el que se participa o se deja uno atrapar, una
parte escondida o reprimida de nosotros mismos. Para terminar,
la cuarta forma de juego, el Illinx, el vértigo, el de
los voladores mexicanos lanzándose de un mástil
y descendiendo en espiral atados de una cuerda; el del paracaidista
tirándose desde el cielo; el del alpinista desafiando el
vértigo pero perpetuamente amenazado o tentado; el del
bobo que grita de miedo con gozo en la montaña rusa o,
simplemente, el del niño que contempla, hipnotizado, cómo
gira su peonza.
Todas las actividades lúdicas posibles tienen su lugar
en la bella estructura lógica y geométrica de esta
obra. Pero algo me sugiere que ese libro axial es al mismo tiempo
un centro de intercambios: Caillois inscribe ya en él esas
diagonales que más tarde reforzaría en todos los
sentidos. Aunque el Agon sea, por definición, una lucha
cuyos resultados deciden la inteligencia o la fuerza, el Alea
se mezcla con ella debido a mil imponderables que escapan a las
previsiones humanas. El Alea y el Agon bordean el vértigo,
ya sea el del deportista llevado por la acción y extralimitándose
en sus fuerzas o el del jugador que siente llegar su ruina, que
rebasará el tiempo que dure el juego. El torero tiene algo
del bailarín de ballet y del actor de un drama sagrado
que, a veces, se torna para el hombre y siempre para el animal
en verdadera tragedia; toda competición en el deporte tiene
sus aspectos de exhibición: el atleta que se siente representante
de un grupo o de una patria pasa del estado de individuo al de
estandarte humano. El jugador de ajedrez, preocupado únicamente,
según parece, por problemas abstractos, opera en sí
esa metamorfosis que consiste en convertirse por un tiempo en
su propio adversario, con el fin de mejor prever los golpes que
tendrá que evitar y los dilemas que deberá resolver;
el peto de la esgrima, la rejilla del jugador de kendo, el traje
reforzado del jugador de futbol americano, por muy funcionales
que sean, entran dentro de la categoría del traje; el jugador
de póquer, casi tanto como el brujo de la selva, lleva
puesta una máscara para intimidar al adversario. Más
aún: el hombre que escribirá Bellone ou la Pente
de la guerre sabe cómo el juego se confunde con el combate;
el autor de Méduse et Cie. sabe que la afición a
la embriaguez o al disfraz nos es común con otras especies
animales. El sociólogo que escribió El hombre y
lo sagrado no ignora que todo juego comporta un rito. La diferencia
entre el juego y las actividades útiles de la existencia,
tan importante en sus comienzos, parece a veces desvanecerse por
sí misma. En Cases dun échiquier el juego
de ajedrez y el humilde juego de la oca se convierten en el símbolo
de un algo ignoto que engloba y rebasa toda vida:
«
Al igual que el tablero mismo de ajedrez, la partida
puede no tener comienzo ni fin
Está claro que un
ser cuya existencia es breve no puede intervenir sino durante
un tiempo irrisorio con relación al que necesita el enfrentamiento
de un grandísimo número de piezas sobre una inmensa
cuadrícula. Cada jugador hereda una situación dada,
lleva a cabo o hace abortar unas combinaciones de las cuales no
tiene tiempo de informar a su sucesor que, por lo común,
no tiene en cuenta su trayectoria». «En el juego de
la oca infinito, donde no faltan ni el pozo, ni la cárcel,
ni las etapas fecundas, no es el jugador, ni siquiera el dado,
sino una marca paseada de casilla en casilla entre otros emblemas
reiterativos. Deslumbrado o iluminado, trata de entender y a veces
de ampliar las reglas de un juego en el que no ha solicitado tomar
parte y que no le es permitido abandonar». Si Caillois no
fuera reacio a toda metafísica, encontraríamos en
este fragmento y en otros muchos una imagen de la vida, no absurda
en el sentido que el existencialismo da a esta palabra, sino tal
como la han visto algunos filósofos hindúes, como
un juego que nos manipula por unas razones y con unos fines desconocidos,
o más bien sin razones ni objetivo, una lila divina. La
lógica clasificadora ha ido conduciendo poco a poco a una
visión que hace explotar cualquier definición.
Contrariamente a Les Jeux et les Hommes, del que Caillois no parece
haber sacado las profundas consecuencias hasta más tarde,
Lincertitude qui vient des rêves se sitúa en
principio dentro de un campo en donde la lucidez raya el vértigo.
En primer lugar, quizá pueda permitirse, quien mucho se
interesó toda su vida por el mundo huidizo de los sueños,
la observación de que esa obra no es, para hablar con propiedad,
un libro sobre los sueños. Caillois utiliza lo onírico
para volver a plantear la eterna pregunta: ¿cómo
podemos distinguir nosotros entre la vida diurna, supuestamente
real, y la inane vida nocturna de los sueños? Esta pregunta
ya se la había planteado Descartes y no pudo contestarla
sino con un acto de fe en Dios, que no puede desear inducirnos
a error. Privado de este recurso, Caillois prosigue en solitario
la investigación iniciada por una mente brillante cuyo
nombre tranquiliza al lector sobre todo al lector que no
lo ha leído porque una leyenda de tipo escolar convierte
a Descartes en la encarnación misma de una lógica
y de una razón supuestamente francesas, mientras que ese
hombre genial también supo lo que era el vértigo
del desconocimiento y fue, también él, portador
de una máscara. De hecho todos sentimos, o creemos sentir,
que la vida diurna tiene una continuidad, una lógica de
causas y de efectos que no tiene el sueño. Por otra parte,
la certidumbre, errónea o no, de ser muchos en vivirla,
nos tranquiliza contra la angustia de que tal vez podría
tratarse también de un sueño. Pero estos argumentos
no se tienen en pie para un talento ajeno a las rutinas. Caillois
admite que, en cierto sentido, el sueño es más real
que la vida, por ser «un foco de fuerzas ocultas».
Lo mismo que Cases dun échiquier parece postular
a veces que somos jugados, Lincertitude qui vient des rêves
parece, aquí y allá, conducir a la hipótesis
de algo inmenso por lo que somos soñados.
Lo hemos visto, Caillois consideró la lógica, durante
mucho tiempo, como el arma absoluta de la razón humana.
Es la posición tradicional del humanista. Es también
lo olvidamos con frecuencia la de Pascal otorgando
a su caña pensante el privilegio de juzgar al universo
que lo aplasta, en el mismo momento en que se ve aplastado. El
Hombre juez y árbitro, constructor y programador, por no
decir ordenador. Esta postura humanista se verá en Caillois
suplantada, o más bien ampliada, por eso traté de
definir a propósito de otro gran escritor moderno, Thomas
Mann, como «el humanismo que pasa por el abismo».
En una obra de su joven madurez, en donde toma partido contra
una literatura que, por afán de sorprender, se asocia al
desorden y a lo informe, Caillois anotaba: «Cuando Rimbaud
escribe: Yo daba forma a unos delirios, este dar forma
es lo que define la tarea del poeta». Hasta el final, Caillois
permanecerá fiel a esta fórmula, tanto más
cuanto que los objetos que darán forma, no a sus delirios
sino a sus supremas meditaciones, serán los más
concretos, los más densos, los más inmóviles
que nos ofrece el paisaje terrestre, en los que concentrará
su visión como la de los videntes más triviales
en una bola de cristal: las piedras. Pero la inteligencia se ha
convertido ahora en «esa parte imantada de sí misma
que palpa a ciegas». Se trata de sacarla de sus propias
rutinas, de enseñarle, recurriendo a unas facultades que,
de ordinario, duermen en ella sin ser empleadas, a ver y a sentir
otra cosa que nuestros habituales datos humanos.
Patagonie,
breve obra maestra, me parece la línea de partición
de las aguas. Los años de la Segunda Guerra Mundial y los
inmediatamente anteriores o posteriores operaron para algunos
de nosotros una suerte de reconversión. Durante la turbia
preguerra, en presencia de unas fuerzas del mal cada vez más
desencadenadas, un espíritu como el de Caillois estimaba
que se imponía tomar partido en favor de la razón
y del rigor. Hace incluso una suerte de petición de principio
en beneficio de la inteligencia y de la energía humanas,
de lo que construye con preferencia a lo que destruye, sin volver
a examinar, contrariamente a su propio método, si los elementos
de irracionalidad y de desorden no tendrán también
ellos sus razones de existir y sus virtudes, que él vislumbrará,
no sin estremecimiento, más tarde. Pero el exilio, sobre
todo en un país nuevo situado a inmensa distancia, y más
aún el exilio fuera de las ideas recibidas, poseen extraños
poderes. Patagonie evocaba, por vez primera, bajo la dureza nítida
y pura de un cielo austral, a esos grandes países mudos,
que nada deben aún al esfuerzo del hombre ni han sido tampoco
ensuciados por él, paisajes fósiles de un mundo
que, al parecer, ha acumulado sobre sí millares de años
sin vivir en el sentido en que el hombre entiende vivir, reserva
anacrónica de grandes espacios libres. No obstante, las
pocas páginas dedicadas al Saint-Exupéry de Courrier
Sud hacían hincapié sobre el valor humano. En un
breve ensayo compuesto bastantes años después, tras
una segunda visita a Patagonia, el mismo acto de confianza en
el valor humano vuelve a aparecer o, al menos, la esperanza de
que «el hombre sabrá, llegado el momento, poner orden
en el desconcierto que él mismo ha creado».
Pero ya, y el mismo Caillois lo dijo, «una fisura se había
iniciado y secretamente se iba agrandando en él».
Sin compararme ni mucho menos a ese gran talento, debo decir que
yo conocí por la misma época algo parecido a esa
escisión. Fueron aquellos años en que, buscando
en el pasado un modelo que aún fuese imitable, yo imaginaba
como posible todavía la existencia de un hombre capaz de
«estabilizar la tierra» y, por tanto, de una inteligencia
humana en su punto culminante de lucidez y de eficacia. Pero es
asimismo el momento en que empezaba a frecuentar, con una pasión
que no ha hecho sino crecer, el mundo no humano o prehumano de
los animales del bosque y de las aguas, del mar no contaminado
y de los bosques aún no talados o defoliados por nosotros.
En otros términos que yo prestaba al mismo emperador
Adriano mi fidelidad empezaba a pasar «del nadador
a la ola». Esta revolución me ayuda a situar el momento
en que la gran ola cósmica lo revolvió todo o, más
bien, lo levantó todo en Caillois. «Dejé poco
a poco dice de considerar al hombre como exterior
a la naturaleza y como su finalidad». «Mi primera
actitud testimoniaba prosigue una adhesión
celosa y ciega a la aventura humana». «Me pregunto
continúa si no hay casos en que la lucidez
se compra demasiado cara; a decir verdad, la idea sigue pareciéndome
casi sacrílega. Pero hoy pienso que hay que aprender a
componer la lucidez con otra cosa que ésta no comporta
necesariamente y que, incluso, la contraría. Me doy cuenta
de esta nueva exigencia como de una apostasía que comienza,
de la que ignoro todavía si es resignación o conquista».
Era conquista. Lejos de menospreciar lo humano, como se ha dicho,
lo encontraba ahora a lo largo de una escala que va desde las
moléculas a los astros. Porque decía constatar,
en todo el universo, la presencia de una sensibilidad y de una
casi-conciencia análogas a las nuestras, se ha hablado
de antropomorfismo. El mismo Caillois arguyó apasionadamente
que, por el contrario, exaltaba un antropomorfismo a contracorriente
en el que el hombre, lejos de prestar a veces condescendientemente
sus propias emociones al resto de los seres vivos, participa con
humildad, y quizá también con orgullo, en todo lo
que se halla incluido o infuso en los tres reinos. En este gran
talento se había operado, en suma, lo equivalente a la
revolución copernicana: el hombre ya no era el centro del
universo, salvo, sin embargo, que ese centro se encuentra en todas
partes; formaba parte, como todas las demás cosas, del
engranaje de las ruedas que giran. Iniciado muy pronto en «los
laboratorios prohibidos», Caillois se había aplicado
al estudio de las diagonales que unen entre sí las especies,
recurrencias que sirven, por así decirlo, de matriz a las
formas. Sus estudios sobre el pulpo y la mantis religiosa le habían
demostrado la relación entre la criatura situada en lo
más profundo del abismo animal y los fantasmas o deseos
del abismo humano. En Méduse et Cie. otra obra maestra,
había meditado acerca de la imaginación del insecto
en sus transformaciones suntuarias o terroríficas, máscaras
de gala o de combate, ornamentos nupciales o panoplia de hipnosis,
no todos con fines utilitarios pero que atestiguan una necesidad
casi consciente de cambio y de elaboración. Una de las
hipótesis de trabajo de la ciencia moderna, a saber, que
la naturaleza obra con la mayor economía de medios posible
y siempre con un objetivo práctico, había terminado
por parecerle inaceptable. «La naturaleza no es avara».
Se había hecho más sensible a su aspecto de fiesta
pródiga y de desbordamiento superfluo, al elemento de juego
fantástico y de estética inconsciente o no, inherente
a cada parcela de materia, y en la que la estética del
hombre no sería más que una manifestación
entre otras muchas, a menudo falseada por la conciencia excesiva
que de ella tenemos.
Ya en la época en que sólo le interesaba lo humano,
Caillois había tomado posición, con una fuerza poco
común, en contra de los que ponen por las nubes ciertos
logros estéticos que todo el mundo aprueba y que desprecian
o denigran otras producciones más toscas. Había
dicho y el argumento me parece muy fuerte que la música
más grande, la mejor literatura o la mejor pintura le parecerían
ficticias o carentes de interés si un canal secreto no
uniese a Mozart con algún estribillo popular, Guerra y
paz con el peor folletín y a Velázquez con el calendario
de la cocina. En todos los casos se trata, con diversos grados
de talento, de astucia o de genialidad, de exteriorizar el fondo
humano. En lo sucesivo, esta misma argumentación se aplica
en Caillois al Todo. Las coloraciones en las alas de las mariposas
no le parecen diferir mucho de las manchas que pone el pintor
abstracto en el lienzo; los cortes que en los bloques de piedra
hacían los marmolistas del Renacimiento evocan irresistiblemente
paisajes trazados por la mano humana; más aún, la
fotografía en color le demuestra que la naturaleza compone
como lo hubiera hecho un pintor. Opiniones audaces, es cierto,
y sin embargo, todo el que haya soñado ante el delicado
tejido de los musgos y las espumas vegetales de la superficie
de los mares, o admirado las exquisitas variaciones de tono en
las hojas muertas yuxtapuestas en el suelo por el viento, no ignora
que esas combinaciones naturales igualan o sobrepasan en perfección
a todos nuestros arreglos humanos.
Asimismo, la asimetría y la simetría determinan
ambas no sólo todas las formas modeladas por el hombre,
sino también la torsión de los troncos de árboles
y las estrías de las piedras. Más allá del
campo estético mismo, impulsos de energía trabajan,
en el mismo sentido, toda la materia: «Una suerte de reflejo,
nos dice, lleva al sabio a considerar como un sacrilegio la comparación
entre las cicatrizaciones de los tejidos vivos y las de los minerales.
El caso es que un trabajo intenso restablece la regularidad en
el mineral lo mismo que en el animal. Ya sé, como todo
el mundo, el abismo que separa la materia inerte de la materia
viva pero me figuro también que una y otra podrían
presentar propiedades comunes. No ignoro tampoco que una nebulosa
que comprende millones de mundos y la concha segregada por algún
molusco marino desafían la más mínima tentativa
de comparación. Sin embargo, las veo a ambas sometidas
a la misma ley de desarrollo espiral». Es también
la ley que domina en la torsión de las columnas bizantinas
y en las espirales de bronce del baldaquino de San Pedro. El argumento
prepara, de una vez por todas, el sórdido punto de vista
que califica al arte de lujo inútil. La aventura estética
del hombre, vista desde tales perspectivas, aparece no disminuida
sino sacralizada.
Y sin embargo, confesémoslo, no sólo en sus últimas
obras sino incluso en sus producciones más antiguas, se
percibe en Caillois una especie de indiferencia hacia lo humano.
Cierto que su adhesión a la aventura del hombre fue al
principio tan total como es posible; a menudo lo repitió
él mismo, pero es verdad que raras veces encontramos, al
menos en su obra publicada, la expresión de la curiosidad
o del amor respecto a los individuos o a los seres humanos. Esta
falta de interés, aparente o real, explica también
quizá su desdén hacia la novela, espejo de las emociones
humanas, a la que él prefería a la poesía
que, en sus mejores momentos, despersonaliza. Parece incluso como
si esa indiferencia se hiciera extensible al reino animal, salvo
el insecto, anatómica y fisiológicamente muy alejado
de nuestra especie, o salvo ciertas criaturas convertidas tradicionalmente
en receptáculos de espanto y de pesadilla, como el pulpo.
El animal de sangre caliente, nuestro hermano, parece no preocupar
apenas a Caillois; ni tampoco el pez, pariente ya más lejano,
pero al que percibimos, sin embargo, arrancado de sus abismos,
con la forma de un agonizante que semeja al agonizante humano.
Ni siquiera el árbol le conmueve apenas, a pesar de los
dragos casi fósiles que fue a ver como también
hice yo en el jardín botánico de la Orotava;
le gusta, sobre todo, en fragmento incorruptible, ver lo ya transformado
por millones de siglos durante los cuales todo lo que fue jugo,
savia y delicada fibra vegetal se ha transmutado o fundido en
ámbar, ágata u ópalo, dotados de una resistencia
mineral casi eterna.
No obstante, sólo nuestras rutinas respecto a lo que es
o no es humano nos impiden constatar que, de hecho, Caillois continúa
interesándose por el hombre. Su trayectoria nos recuerda
a nosotros que tantas veces aburrimos a nuestro médico
con torpes descripciones de síntomas, con nuestras toscas
explicaciones psicosomáticas que, por lo demás,
tienen su valor a la del gran especialista que consulta
sus radiografías y los resultados de análisis clínicos,
esforzándose por hacernos comprender que los males que
nos corroen, la muerte que nos amenaza y la vida que nos anima
se sitúan más allá de sus mismos signos fisiológicos,
regidos como están por combinaciones químicas que
se hacen a mil leguas de nuestra conciencia e incluso de nuestros
sentidos. Esas combinaciones, esas separaciones y esas pérdidas,
más inmemoriales que las nuestras, Caillois las encuentra
en la historia agitada de las piedras.
*
Y
de esta manera llega y no sin timidez lo confiesa
a una «mística de la materia». Creo intuir
en esa timidez el efecto de dos actitudes a menudo presentes en
el intelectual de tipo puramente racionalista, y tal vez sobre
todo en Francia: una, el temor casi supersticioso a la palabra
«mística», como si esa palabra significara
algo más que adepto a unas doctrinas casi secretas o buscador
de cosas que permanecen ocultas. (Y sin embargo, todos sabemos
que todo pensamiento profundo permanece en parte secreto, a falta
de palabras que lo expresen, y que todas las cosas tienen su parte
oculta). La otra actitud consiste en cierto desprecio de la palabra
materia, ya que ésta ha sido considerada muy a menudo como
la sustancia en estado bruto, situada en las antípodas
de la palabra alma, no sólo como suele creerse
por el pensamiento cristiano, sino también por Platón
o Aristóteles. Me hubiera gustado recordarle (pero seguramente
él no lo olvidaba) que los presocráticos le habían
precedido en su camino, y también que, al otro lado del
planeta, Chang-Zeu lo hubiera alabado por haber pasado «de
la inteligencia que discrimina» (y nadie discriminaba mejor
que él) «a la inteligencia que engloba». David
de Dinant, quemado en el siglo XII, en Halles, es alabado por
Giordano Bruno otro que ardió en la hoguera
«por haber elevado la materia a la dignidad de cosa divina».
El Corpus Hermeticum aconseja escuchar «la gran voz de las
cosas».
Pero es sobre todo cuando nos acercamos a lo que iba a ser para
Caillois el supremo objeto de amor y de estudio es decir,
las piedras cuando lejanas armonías responden a sus
conmovedores últimos libros. El simbolismo alquímico,
cosa curiosa, ha comparado la piedra al cuerpo humano que, por
muy inestable que sea (como lo es, por lo demás, vista
a través de periodos de tiempo infinitamente más
largos, la piedra misma), constituye, sin embargo, «algo
firme» comparado con los elementos psíquicos más
fluidos y más inestables aún. No es extraño
que el alquimista haya escogido, de preferencia al oro que no
es sino materia transmutada, la Piedra Filosofal como símbolo
mismo de la transmutación. Pero escuchemos a otras grandes
voces. Pensemos primero, y quizá sobre todo, en la amonestación
de Jesús en los Evangelios Apócrifos: «Rompe
la madera y estoy en la albura; levanta la piedra y ahí
estoy». Recordemos a uno de los más grandes místicos
de la Cristiandad medieval, el Maestro Eckhart, más explícito
aún: «La piedra es Dios pero no sabe que lo es, y
es el hecho de no saberlo lo que la determina como piedra».
Recordemos a Piranesi que a veces parece amar, mucho más
que el monumento antiguo que está grabando, el bloque original
mismo, la piedra desmoronada por el tiempo, devorada por la vegetación,
ignorante para siempre de los grandes pequeños acontecimientos
humanos que la han marcado o se han sucedido a su alrededor. Volvámonos
hacia Goethe, tan aplicado al estudio de las piedras que una variedad
de gemas lleva su nombre, la Goethita (y soñamos para Caillois
un honor semejante, una nomenclatura en donde figurase la «Cailloisa»);
a Goethe ya viejo que, según parece, se complacía
diciendo: «Dejad al hombre viejo que juegue con las piedras».
Pensemos, a propósito del autor de El mito y el hombre
y de El hombre y lo sagrado, en el antiguo Mitra, dios nacido
de la roca. Por lo que me asegura una de las mejores amigas de
Dag Hammarkjold, este hombre de Estado que fue no sólo
admirador de Saint-John Perse poeta igualmente apreciado
por Caillois pero también uno de los místicos más
desgarradores de nuestro tiempo había mandado instalar,
en el edificio neoyorkino de las Naciones Unidas, un oratorio
que sólo encerraba una poderosa masa de mineral de hierro,
el hierro aún en su estado geológico, yacimiento
y veta en el seno de la roca original. Dag Hammarkjold, hombre
hostigado por los conflictos efímeros y recurrentes, ficticios
y mortales, de la era del acero y de las armas atómicas,
acudía, para recomponer dentro de sí un poco de
silencio y de serenidad, ante aquel bloque inmemorial, más
antiguo que los usos que del mismo hubieran hecho, y aún
inocente.
Sin comparar lo más mínimo a estos dos hombres,
uno de los cuales dialogó hasta el final con Dios, mientras
que el otro se concentraba sobre la inmanencia escondida en el
fondo de las cosas, el lector de Pierres réfléchies,
de Récurrences dérobées y sobre todo de Le
Fleuve Alphée no puede dudar de que Roger Caillois, como
tantos de nosotros, ha sentido esa inmensa lasitud en presencia
de la agitación humana de nuestra época y de los
trastornos casi planetarios que ha provocado. El caso del hombre
es anormal, y «por tanto, precario». El porvenir es
sombrío. «A fuerza de saber y de genialidad, el hombre
ha conseguido extraer la energía en el núcleo de
las partículas fundamentales donde yacen las reservas profundas:
no es inverosímil que una reacción en cadena, mal
controlada o que no se sabía imprudente, libere una cantidad
excesiva que volatilice toda materia. Los caminos cruzados de
la Suerte y de la Necesidad han determinado su prodigioso destino;
indican igualmente que el milagro puede tener también lugar
en sentido contrario y restituir la vida a la inercia impasible,
inmortal, de donde la hace surgir un feliz azar estadístico».
En presencia de esa humanidad más que nunca sentida como
precaria, en presencia incluso de ese mundo animal y vegetal cuya
pérdida estamos acelerando, se diría que la emoción
y la devoción de Caillois se rehusaran; él busca
una sustancia más perdurable, un objeto más puro.
Lo encuentra en el mundo de las piedras: en «el espejo oscuro
de la obsidiana», vitrificada hará millares de siglos
a unas temperaturas que ya no se conocen; en el diamante que,
aun estando enterrado en tierra, lleva dentro de sí toda
la virtualidad de sus futuros destellos; en la fugacidad del mercurio;
en el cristal, que de antemano da lecciones al hombre acogiendo
en sí las impurezas que ponen en peligro su transparencia
y la rectitud de sus ejes las espinas de hierro, los musgos
de clorita, los cabellos de rutilo y prosiguiendo, pese
a ellas, su límpido crecimiento; en el cristal cuyos prismas
Caillois nos lo recuerda en una fórmula admirable,
al igual que las almas, no proyectan sombras. No sólo la
asombrosa diversidad de sus formas persuadió a Caillois
de que la invención humana no hace más que prolongar
unos datos inherentes a las cosas, sino que, más allá
de la estética, él vuelve a encontrar en ellas la
historia. Esas fusiones, esas presiones, esas rupturas, esas huellas
de la materia sobre la materia dejaron por dentro y en el exterior
unos vestigios que a veces se parecen hasta tal punto a una escritura
que podrían equivocarnos y que, en efecto, transcriben
unos acontecimientos millones de años anteriores a los
nuestros. «Existen imposibles enigmas naturales que no fueron
escritos ni por los hombres ni por los demonios», y que
parecen prefigurar la pasión del hombre por significar
y conservar hasta el final. «En los archivos de la geología
ya estaba presente, disponible para operaciones inconcebibles,
el modelo de lo que más tarde será un alfabeto».
Ese alfabeto inconsciente, del que nadie mejor que Caillois sabe
que una distancia inconmensurable lo separa de nuestros renglones
de letras producidas por el movimiento de la muñeca a
su vez esclava de músculos, tendones y neuronas,
no deja de ser, por decirlo así, un esbozo de crónica
de las piedras.
El mismo Caillois nos dice que había acabado por pasar
de los conceptos al objeto. A fuerza de «atención
mantenida, casi fatigosa», el observador se remonta, pensativamente,
desde el objeto duro, preciso, que ha adquirido para siempre su
peso y su densidad propios, y que es el resultado de tanteos milenarios,
hacia un universo en el que la piedra sopesada ha sido barro,
sedimento o lava. Roger Caillois, en su única obra narrativa,
Ponce Pilate, que es sobre todo un sorprendente poema, muestra
dos mil años de nuestra historia soñados durante
el espacio de una única noche y que, debido al hecho de
una casualidad que hubiera podido producirse, no se actualizan
jamás o se actualizan de otra manera; intuyó, más
fuertemente aún, que la oscura historia del planeta consistía
en cambios violentos o lentos, en recurrencias, en metamorfosis,
en coerciones a veces frustradas o en logros igualmente inexplicables.
Las piedras, lo mismo que nosotros, se hallan situadas en la encrucijada
de innumerables transversales que se cortan unas a otras y huyen
hasta el infinito, un nudo de fuerzas harto imprevisibles para
ser mensurables y a las que designamos torpemente con el nombre
de suerte, de azar o de fatalidad.
Tal meditación es una ascesis. Su primer resultado es la
humildad. Obliga al hombre de ciencia, al hombre a secas, a interrogarse
acerca de las virtudes que ha hecho suyas, como en el caso de
Caillois su obstinado rigor, a reexaminar su utilidad. En Le Fleuve
Alphée, constata que el vértigo (algunos de nosotros
hubiésemos dicho el éxtasis), clasificado primero
por él como una de las formas del juego, es una necesidad
fundamental del ser. Se extraña que no se le conceda a
ese instinto un lugar más importante en la discusión
del comportamiento humano, cuando al instinto sexual o a la lucha
de clases se les otorga un espacio tan considerable. «Algo
le falta nos dice al hombre que jamás se sintió
delirante». Pero sentirse delirante es salir en parte de
lo que se es o de lo que los otros creen que somos. Poco a poco,
se percata también de que, como el mitológico río
Alfeo procedente de Olimpia y fluyendo bajo el mar para emerger
en Siracusa, algo inexplicable existe dentro de nosotros ya desde
el principio, que vuelve a encontrarse al final, después
de un largo eclipse, a pesar de las circunstancias exteriores
que nos han enriquecido pero también adulterado. Entre
esas experiencias que él juzga ahora desde la otra orilla,
está la de los libros.
El erudito, el científico, el admirable y diligente fundador
de esa gran revista internacional de antropología llamada
Diogène, a la que animó hasta el final de sus días,
declara no creer que sea necesaria una palabra de más de
cuatro sílabas para designar una noción importante:
en nuestros días, esto supone derribar muchos tópicos
triunfantes. El escritor, tan severo consigo mismo que rompió
las pruebas de un artículo de próxima aparición
en la revista más importante de su tiempo, por no parecerle
que respondía del todo a las exigencias de su pensamiento,
llega a decirse que lo que podemos escribir depende de todo salvo
de uno mismo. El hombre que hace no mucho deseaba «aportar
al tesoro común, a fuerza de decencia y de rigor y con
ayuda de la suerte, una minúscula pepita» continúa
trabajando pero, en presencia de la desaparición fatal,
y quizá próxima, de la especie, se siente nos
dice reconciliado con la escritura, desde el momento en
que adquirió conciencia de que escribía sin resultados.
Dicho de otro modo, todo esfuerzo es vano, pero todo esfuerzo
corresponde a una necesidad esencial del ser.
Se equivocaba, no obstante, en un punto: él no escribió
en vano. Y con toda seguridad, el tiempo dedicado a sus libros
es poca cosa al lado de los espacios de tiempo vertiginosos en
que se sumía su espíritu, poca cosa al lado de ese
gran silencio mineral que él amaba y en el que ahora ha
entrado. No obstante, en estos momentos, esas emanaciones de un
espíritu desaparecido aún nos conciernen; incluso
nos envuelven. Durante estos meses en que estuve trabajando sobre
su obra, sentí a menudo su presencia cuando miré
o manejé alguna piedra. Recuerdo un paseo al sol poniente,
por una playa solitaria de la isla de los Montes Desiertos, donde
él estuvo alguna vez, según me han dicho aunque
desgraciadamente durante mi ausencia, para examinar una
colección de gemas de aquella región. El amigo que
me acompañaba y yo misma habíamos ido allí
para ver unas focas, pero la marea estaba muy baja, tan baja que
incluso dejaba al descubierto innumerables rocas submarinas aún
ungidas, al parecer, por el mar que, desde hacía horas,
las había abandonado, con una cabellera de algas resbaladizas,
que se desplegaban como las trenzas de las ahogadas en las leyendas.
Rocas ígneas o plutonianas, que databan de milenios, cuando
el agua, el aire y el fuego reinaban solos en un mundo anterior
al hombre, y en un momento en que el elemento tierra comenzaba
apenas a existir; rocas sedimentarias o compuestas, testigos de
una mezcla lenta que perdura. El ocre, el hierro, el sulfato de
cobre o el cromo habían teñido de distintas maneras
ese pueblo de piedras; el granito, como siempre en estas riberas,
reinaba; todavía me parece estar viendo un granito gris
estriado de basalto, como si fueran venas negras; y otro, también
gris, pero relleno de un magma rosa que desbordaba por todas partes
como una especie de pastel milenario. Un extraño calor
ascendía de esas piedras tras pasar varias horas al sol,
una tibieza apenas diferente de las efímeras manos humanas
que, por un instante, se posaban en ellas. Pensé en Caillois
recientemente, en el círculo de piedras alzadas de Keswick,
en Cumberland, donde hice el gesto que consiste en aplicar el
oído, la mejilla y las palmas de las manos sobre la roca
para tratar de captar la vibración de las piedras. No el
eco de las voces del neolítico, tan cercanas ya a las nuestras,
en ese lugar donde los hombres prehistóricos hablaron y
rezaron, ciertamente. Sólo el sonido inaudito de la roca,
la apagada vibración que dura desde hace tantos siglos
que ni siquiera los podemos contar. Yo no diría noción
que, sin embargo, acepto a medias que el fantasma de Roger
Caillois estaba muy cerca: cualquiera que tenga fe en la comunión
de las almas no necesita para nada a los fantasmas. Su nombre,
todo lo más, fue quizá pronunciado, leve ruido de
soplo que tan pronto expira en nuestros labios. Pero yo me decía
que ese hombre no que ya no estaba, pues todo lo que fue
dura aún se encontraba de vuelta en su reino. Había
ido hasta el fin de su «consentimiento profundo» que,
de creer sus palabras cuando aún estaba vivo, él
ya había dado. No necesitaba ya ni interrogar ni pensar;
como tan bien lo dice un personaje de Ionesco en El rey se muere,
ya no necesitaba respirar. Los minerales que lo componían
pertenecían de nuevo a ese suelo del que nacieron los bellos
objetos que él no se cansaba de amar. Pero nos había
dejado su ejemplo, el de un hombre que, como él decía,
«trataba de dirigirse en la misma dirección de las
cosas». Aún pensaré en él al esforzarme
por escuchar a las piedras.
1980
Traducción
de Emma Calatayud