Octubre-Diciembre 2003 , Nueva época No. 70-72 Xalapa • Veracruz • México
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Juan Luis Cebrián, Pablo Latapí y
Carlos Monsiváis, intelectuales
fieles a la raíz de la palabra

José Carreño Carlón

Texto de presentación de la trayectoria profesional de Juan Luis Cebrián, Pablo Latapí Sarre y Carlos Monsiváis, en ocasión de la recepciòn de la Medalla al Mérito Universidad Veracruzana.
  Muy difícilmente se pudo encontrar un marco más adecuado para entregar la Medalla al Mérito Universidad Veracruzana a Pablo Latapí, a Juan Luis Cebrián y a Carlos Monsiváis que esta Feria Internacional del Libro Universitario, precisamente esta feria del libro que dedica, a partir de hoy, una parte central de su programa de actividades al debate contemporáneo de la comunicación.

Por este acierto múltiple, vaya, en primer lugar, un sincero reconocimiento a la UV, a su rector, Víctor A. Arredondo, a sus órganos colegiados de gobierno, a los directivos de esta feria –que crece año con año en visibilidad y trascendencia nacional e internacional– y, por supuesto, a todos los universitarios veracruzanos que participan en esta fiesta de la letra impresa y la comunicación.

Por lo que a mí respecta, quiero agradecerles a todos ustedes esta distinción de incorporarme a estas celebraciones y quiero subrayar lo honroso que me resulta presentar a estos universitarios galardonados, tan fieles a la raíz de la palabra. Como pocos, podemos decir de ellos que verdaderamente son universitarios universales, aunque sea en el filo del pleonasmo y del lugar común.

Por lo demás, comprenderán ustedes que presentar, en el tiempo normal de una ceremonia de esta naturaleza, un resumen siquiera medianamente comprensivo de la vastedad de las realizaciones y aportaciones de estos tres galardonados sería no sólo una misión imposible, sino también un esfuerzo que francamente estimo redundante. Porque, además de la amplia visibilidad y admiración de que gozan nuestros distinguidos premiados, debemos partir del supuesto de que, precisamente quienes discernieron las distinciones, es decir, ustedes, deben saber muy bien por qué lo hicieron. Y en todo caso ¿quién soy yo para venir a decirles a los universitarios veracruzanos por qué resolvieron otorgar la Medalla al Mérito a Pablo Latapí, Juan Luis Cebrián y Carlos Monsiváis?

Más que nada, esta reflexión me ofrece un hilo conductor para cumplir las expectativas de esta presentación desde una perspectiva más realista y más modesta de mi parte. Por ello es que trataré de llevar las presentaciones de los tres, más que por el camino de la enumeración cuantitativa de su vida y de su obra –lo cual sería interminable–, al plano cualitativo de sus rendimientos más notables. Y voy a tratar de hacerlo, además, siguiendo el hilo conductor que une los campos de la educación, la comunicación y la cultura, como signos de identidad que, a su vez, unen la vida y la obra de estos tres personajes admirados, queridos, que hoy reciben dicha distinción.

Pablo Latapí
Campos tan contiguos son éstos de la educación, la comunicación y la cultura, que más bien parecen inseparables a la hora del estudio, a la hora de la reflexión crítica y de los proyectos y compromisos de acción correctiva o transformadora. De hecho, si comenzamos por el principio, es decir, por la obra pionera, fundadora del doctor Pablo Latapí Sarre, como constructor, hace ya 40 años, de los espacios clave de la investigación educativa en México y como introductor de la reflexión crítica sobre este campo en los espacios académicos y en los medios de comunicación, surge de manera natural un mérito cualitativo mayúsculo, precisamente en el cruce de la frontera entre la educación y la comunicación públicas: el mérito de haber colocado, desde los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado, la reflexión crítica sobre la educación mexicana en la agenda del debate público de nuestro país.

Tras varios sexenios –porque aquí, pase lo que pase, la vida se sigue midiendo en sexenios– en los que el discurso oficial, junto al discurso mediático, entonaba, a dos voces, himnos triunfales a la obra entonces todavía llamada revolucionaria, el doctor Latapí inició, en 1964, apenas un año después de fundar el Centro de Estudios Educativos, una sistemática labor orientada a problematizar el estado de la educación en nuestro país, las disparidades del sistema educativo –particularmente entre la educación rural y la urbana– y las desigualdades entre regiones y en los criterios y procedimientos para asignar los recursos destinados a la educación.

Y tras fundar otro centro de investigación educativa, el de Prospectiva Universitaria, esta vez desde los estudios de sociología de las profesiones –vinculados conceptual-mente a los que impulsaba en aquellos años Darcy Ribeiro en el Cono Sur sobre la contribución de la universidad al cambio social–, Pablo Latapí incorporó entonces a su propia agenda la búsqueda de alternativas para que la educación superior de nuestro país contribuyera efectivamente a la promoción de una sociedad más justa. Hoy lo vemos proseguir, incansable, en ese campo, como investigador titular en el Centro de Estudios sobre la Universidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Su obra educativa va más allá de sus aportaciones personales como investigador. Se puede decir que “ha hecho escuela”, en el sentido de que los numerosos investigadores que ha formado, desempeñan ahora, y ya han desempeñado por décadas, funciones de alta responsabilidad en el sistema educativo y en las instituciones académicas del país.

Respecto de la comunicación, cumplió casi 40 años de labor periodística. En esta actividad está inscrito en el grupo dirigido por Julio Scherer García –este nombre es una mención imprescindible, por cierto, dentro de un programa como éste, concentrado en la comunicación–, el cual en los años setentas salió de Excélsior por la coacción del Estado, sólo para reincidir en el periodismo crítico en la labor fundadora de Proceso unos meses después.

Con toda la trascendencia de estos aspectos, el doctor Pablo Latapí no se ha limitado a investigar y difundir, a publicar –una treintena de libros y más de dos centenas de artículos científicos– y a formar especialistas diseminados hoy en una red destinada a lograr que sea precisamente la investigación la que determine la formulación de las políticas públicas en el sistema educativo. También se ha comprometido en acciones directas lo mismo actuando en la base del sistema educativo –como cuando se fue por varios años, con su esposa María Matilde, a alfabetizar y a enseñar la primaria, durante jornadas de tiempo completo, a campesinos de Querétaro– que aportando sus saberes en la punta del propio sistema educativo, como cuando ha estado en funciones de asesoría del más alto nivel de varios secretarios de Educación. Esto, a la postre, le permitió, a su vez, reforzar, con el conocimiento directo, su dominio del tema, tanto desde las vicisitudes de la educación en el llano, como desde los procesos de toma de decisiones superiores en este campo.

De su experiencia en la alfabetización de adultos campesinos suele recrear momentos tan gratificantes que podrían compensar años de incomprensión en sus relaciones por el mundo de las instituciones públicas, privadas e, incluso, religiosas. Y es que su aproximación profesional al Estado mexicano le atrajo en algún momento críticas de diversos orígenes, tanto desde la derecha clerical, que le reprochaba la colaboración con un Estado laico con el que las jerarquías de la iglesia no acababa de ajustar cuentas históricas, como desde algunos sectores progresistas –donde realmente se han inscrito las posiciones de don Pablo– los cuales desde los sesenta, particularmente desde el 68, habían acelerado un distanciamiento creciente con el Estado posrevolucionario. Sólo que sus compromisos profesionales con el Estado no mellaron ni sus posiciones progresistas ni sus actitudes críticas. Todavía es muy recordado su artículo de hace 15 años, titulado “Cinco problemas en busca de un secretario de Educación”, que, quizás, incrementando el número de problemas acumulados hasta hoy –no sé el doctor Latapí–, algunos de los aquí presentes estaríamos dispuestos a suscribir ahora mismo.

En este orden de compromisos cumplidos desde las posiciones en el gobierno y desde la participación en la sociedad, hemos visto al doctor Latapí impulsar la investigación en su campo como vocal ejecutivo del Programa Indicativo de Investigación Educativa del Conacyt –o como organizador del Primer Congreso Nacional de Investigación Educativa– e inspirar iniciativas de la sociedad civil para el mejoramiento de la educación nacional, como el Observatorio Ciudadano de la Educación.

Su libro más reciente, El debate sobre los valores en la escuela mexicana, da testimonio de la continuidad del eje de inquietudes que va de la educación a la comunicación y, finalmente, a la cultura. Es producto de sus años de concentración en el estudio de la formación de valores, en el que incluye sus planteamientos de la educación para la democracia –y de la raíz moral de la democracia–, así como sus aportaciones de hoy sobre una ética universal para el siglo XXI y sobre la ética laica en la educación mexicana. Este volumen es también la continuación, en ejemplo de constancia y congruencia, de su vasta obra editorial, de la que sólo destaco sus clásicos Mitos y verdades de la educación en México, Política educativa y valores nacionales, La investigación educativa en México y Un siglo de educación en México.

Me cuesta mucho dejar fuera un par de datos más del doctor Latapí que ayuda a completar esta breve semblanza:
En el punto de partida de ayer, una sólida formación humanista y filosófica producto de sus años en la orden de la Compañía de Jesús, un posgrado en Filosofía en Estados Unidos y un doctorado en Ciencias de la Educación en la Universidad de Hamburgo.

En la plenitud de hoy, investigador emérito e investigador nacional de excelencia del SNI, Premio Nacional de Filosofía, Historia y Ciencias Sociales, Medalla Internacional Comenius de la UNESCO y la República Checa, Premio Luis Elizondo de Eduación y Premio Andrés Bello de la oea, entre otras distinciones universitarias previas a esta Medalla al Mérito con la que, al entregársela hoy, lo honra la Universidad Veracruzana y honra usted también, don Pablo, a esta casa de estudios, al aceptarla y recibirla, de merecimiento pleno.

Juan Luis Cebrián
Cebrián aporta a este encuentro universitario un valor del que la sola mención de su nombre resulta indisociable para los comunicadores mexicanos: la fundación del diario español El País, como insignia de la transición española a la democracia, como modelo de periodismo moderno y como propuesta de evolución a un periodismo que se abrió paso a los horizontes y a los riesgos de la libertad y de la responsabilidad profesional.

Así como lo ven de joven, esto tiene una explicación: Juan Luis apenas pasaba de los 30 años cuando, al lado de Jesús de Polanco y José Ortega, encabezó aquel proyecto de crear ese periódico del que Cebrián fue director, a su 31 años, desde su fundación, en mayo de 1976, hasta noviembre de 1988.

Siempre he pensado que a Juan Luis lo anima un espíritu renacentista que lo ha llevado a abrirse paso, con enorme solvencia, como hombre de varios mundos. Por ejemplo, con el paso del mundo del periodismo de la época de Franco –desde los inolvidables Cuadernos para el diálogo, en la redacción del diario Pueblo y como Redactor Jefe y subdirector de Informaciones, así como en la dirección de los servicios informativos de TVE– al mundo del periodismo en el periodo de transición a la democracia, al mundo de las pruebas dramáticas a que fue sometida la incipiente, todavía frágil, democracia española en sus primeros tiempos y, finalmente, a la era de la consolidación democrática, como director fundador de El País y a lo largo de su permanencia en esa responsabilidad por más de una década.

Con esto merecería ya Juan Luis Cebrián un lugar destacado en los anales del periodismo asumido como actor en la construcción de la democracia. Pero él no se ha quedado allí: ha ido a explorar otros mundos, como el que lo ha llevado a participar en la exitosa expansión de la empresa informativa y la industria cultural, en su condición de consejero delegado del gigante Grupo Prisa, como vicepresidente del Consejo de Administración de la cadena SER de radio y televisión, como vicepresidente del Grupo Estructura-Cinco Días y como consejero delegado de El País.

Y por si todo esto fuera poco, hay que agregar su participación en las apasionadas discusiones sobre la unidad y la evolución de nuestro idioma –como miembro de la Academia de la Lengua– y también en el debate sobre el desarrollo de las redes digitales; además de su inmersión en la recreación literaria y la revisión histórica de las décadas cruciales de la España contemporánea, en tanto autor de una trilogía de novelas históricas sobre aquellos años de la transición (ya lleva dos: La agonía del dragón y Francomoribundia).

Probablemente de ese deambular, o más bien, de ese participar, de ese involucrarse por estos mundos diversos que, además, están en acelerada e interminable evolución, Juan Luis ha adquirido una apreciable y serena actitud antidogmática, desmitificadora, ante cada estación a la que arriba. No son lo suyo ni la exaltación épica ante todo lo que cambia, ni la crispación airada ante todo lo que se aferra al pasado.

De su revisitación a la transición española nos muestra, por ejemplo, un ángulo del que tendríamos que adquirir enseñanzas para un dimensionamiento realista del actual tiempo mexicano. “Fue –en efecto– una transformación –aquella de España, nos dice– pero sobre todo fue una transacción, un convenio, una renuncia a muchas cosas por mucha gente. Fue además un cambio gene-racional, la puesta en marcha de un sistema de convivencia aceptable, de democracia, (pero) no fue ni la consecución de una utopía, ni siquiera el desplome absoluto del franquismo.” Porque la transición, opina, no es una historia de buenos y malos, sino que ha sido y es un devenir complejo de actitudes, pactos, renuncias, olvidos, progresos, en el que todo el mundo tiene algo qué defender y también algo qué perder, en el que los hechos se contemplaban de manera diferente e incluso contradictoria.

Pero aun esa misma serenidad, que caracteriza el tono de la obra y el discurso de Cebrián, permite percibir un claro mensaje de advertencia: las democracias siempre están en peligro, no sólo en situaciones límite, sino siempre, por exceso o por defecto, por abuso o por indolencia, por impunidad y ausencia de una cultura de la legalidad o por fundamentalismos de cualquier orientación que suelen tomar las ventajas de los estados democráticos sin asumir sus responsabilidades ni sus obligaciones.

Finalmente, de su exploración por las redes digitales, Juan Luis nos hace una narración que resulta de lo más pertinente en un encuentro universitario como éste: se trata, nos dice, de una revolución cultural, de una nueva civilización, de una manera diferente de aprender y enseñar, de producir y distribuir bienes y servicios, de comprar y vender, de organizarse y participar políticamente también de manera distinta, de divertirse y relacionarse con los demás.

En este campo, él conduce la línea de continuidad educación, comunicación y cultura a los terrenos de la cultura digital. Es una cultura interactiva –celebra–, es una cultura de la participación, no es una cultura de adoctrinamiento. Podríamos traer otras innumerables aportaciones de Cebrián a estos temas, pero ya tendremos oportunidad de ventilarlas posteriormente.

Por ahora, sinteticemos: Juan Luis se graduó en dos carreras, Filosofía y Humanidades, y Periodismo. Ha publicado numerosos libros, como La prensa y la calle, La España que bosteza, Qué pasa en el mundo, Crónicas de mi país, El tamaño del elefante, Retrato de García Márquez, El siglo de las sombras, Cartas a un joven periodista, La red, El futuro no es lo que era –una lúcida conversación con Felipe González– y las mencionadas novelas históricas de la transición. Es Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia y, además de miembro de la Real Academia Española, lo es también del Club de Roma.

Entre los numerosos premios periodísticos que ha obtenido destacan el Premio Víctor de la Serna, concedido por la Federación de Asociaciones de la Prensa, y el Premio Nacional de Periodismo de España.

Ahora lo seguimos en su peregrinar por las universidades del mundo, en las que recibe reconocimientos y en las que suele insistir en una prédica necesaria, siempre agradecible, de defensa del español, idioma –según él– de una unidad extraordinaria: no sólo es el mar que une al archipiélago de nuestra América, la América Latina, sino que hay millones de internautas en Estados Unidos que son bilingües en español e inglés y millones de españoles y latinoamericanos que navegan por la red. Por lo tanto, advierte Cebrián, si Internet será bilingüe, lo será en castellano e inglés.

También esta Universidad Veracruzana recibe hoy a Juan Luis Cebrián, y lo hace con un reconocimiento a sus méritos, una forma, además, en que los universitarios mexicanos queremos compartir sus causas y sus inquietudes en el campo de la educación, la comunicación y la cultura, en la defensa del idioma y en la defensa de los valores democráticos. Bienvenido, Juan Luis.

Carlos Monsiváis
Y ahora, ¿qué decir de Carlos Monsiváis? No porque falte qué decir, sino porque tenemos demasiado. La semana pasada le conté esta aflicción a Gabriel García Márquez –otra mención inexcusable en un encuentro como éste de comunicación, libros y cultura–, pero el Gabo sólo se limitó a compadecerme.

¿Qué puedes decir de Monsiváis –me dijo–, de alguien que el mismo día aparece, en Santiago de Chile, deconstruyendo el Canto General de Neruda después de decirlo completo de memoria; en Berlín, opinando sobre la actuación de una actriz de reparto del cine mudo alemán de hace 80 años; en San Cristóbal de las Casas, comprobando el derrumbe de los paradigmas del nacionalismo y la modernización en México, a raíz de la irrupción del EZLN; en Nueva York, fustigando la americanización chatarra de las elites políticas y empresariales mexicanas; en el Salón 21 del DF, entonando la versión original de de La gloria eres tú, de José Antonio Méndez, antes de la censura; y ya en la noche, por Televisa, haciendo trizas el último informe de Fox, desde su casa de Portales, con un gato en las rodillas?

Todo en el mismo día. Alguien nos ha tenido engañados. Tienen qué ser varios Monsiváis, me dijo García Márquez, y remató: ¿Qué vas a decir de alguien que te cita de memoria un párrafo de un libro que todavía no se publica en Estados Unidos, de un autor ucraniano de culto, pero que además allí estará ese párrafo cuando el libro finalmente llega a tus manos?

Más allá de la compasión de García Márquez por esta encomienda (compasión conmigo, es obvio, porque no es fácil que Monsiváis despierte la compasión de alguien, aunque mi mujer, en defensa de no sé qué causas germanas o rumanas, dice que es todavía más difícil lo contrario: que Monsiváis muestre compasión por alguien), me importa subrayar lo siguiente. De hecho, con esa observación de que Carlos habla en presente sobre lo que va a ocurrir y luego nos enteremos de que ocurre tal como lo dio por hecho, el Gabo da en uno de los blancos, al atisbar en la original inteligencia de Monsiváis una capacidad que quiero poner en el centro de esta presentación final: su capacidad de anticipar, con precisión y lucidez fuera de serie, el seguimiento y las consecuencias de la información, así como de adelantar, también, métodos de análisis y estilos de resistencia y crítica cultural que han construido importantes públicos de lectores y seguidores, a través de varias generaciones.

Mi intención de poner esa capacidad de Carlos en el centro de esta presentación no se debe sólo a que sus legiones de lectores y seguidores –y sus amigos– nos beneficiamos de ella a cada paso, sino además porque creo que en el desarrollo, el fomento y la extensión de esa capacidad anticipatoria en los estudiantes de nuestras universidades puede estar una de las claves del futuro de la comunicación profesional, particularmente del futuro de nuestras carreras de periodismo.

En efecto, el acceso instantáneo a la información e, incluso, a una razonable oferta de contextos críticos, al alcance de públicos crecientes, a través de Internet, tiende a hacer cada vez más irrelevante el trabajo de los comunicadores profesionales en sus funciones rutinarias de selección, jerarquización y enmarcamiento de los discursos de la realidad que se pretende construir en los medios convencionales. Y es que estas actividades las tiende a cumplir el público cada vez más por sí mismo, en sus procesadores, y el periodista tradicional cada vez tiene menos valor qué agregar a su producto, a no ser el chisme parroquial o el servicio de recadería para los dimes y diretes de nuestras elites, donde se concentra un alto porcentaje del periodismo, ubicado bajo la línea de pobreza profesional, al servicio de unas elites, a su vez, mentalmente, bajo la línea de la pobreza extrema, que de ese modo insisten en subocupar la agenda del debate público.

Sobre todo intento de reducir el trabajo periodístico de Monsiváis a alguno de los géneros de manual, el periodismo de Carlos es inclasificable por su originalidad. Y si algún rasgo habría que resaltar en busca de una clasificación, quizás habría que inventarlo para incluir ésta, su capacidad anticipatoria. Sólo un reduccionismo muy empobrecedor insistiría en encasillar a Carlos Monsiváis, ya sea en el llamado periodismo cultural o en el contracultural, en la crónica urbana, en el new journalism sesentero o setentero o en el humorismo ilustrado a costa de políticos, empresarios y cardenales, es decir, a costa de la prosa de nuestros próceres del día.

Es cierto. Son incontrastables, en nuestro medio, la avidez de Carlos y sus capacidades multiplicadas de acceso a informaciones y conocimientos del más diverso registro, su agudeza para el procesamiento crítico de esas informaciones, su cultura general de excepción –que luego se adentra sin rubor a lo particular en los campos más inesperados–, en fin, es un lugar común hablar de su memoria privilegiada y de su aptitud para conectarse gozosa y minuciosamente con el arte popular y con el arte culto.

Pero ahora sí que la combinación de todos esos y otros atributos se traduce en capacidades que van mucho más allá de las que supondría la suma de cada una de las partes. No se trata de la facultad de predecir, de la nada, situaciones que más tarde se presentarán –eso lo haría un simple profeta, o sea un columnista mexicano del montón– sino, lo que es más importante para el campo de la comunicación, la capacidad de anticipar, desarrollar y popularizar formas de observación, maneras de escuchar, métodos de análisis y modos de expresión que revelan sentidos profundos de la realidad, con lenguajes cada vez más relajados a partir de un humor probablemente corrosivo, como se suele decir, pero, sobre todo, contundente y eficaz.

Con estos recursos, Monsiváis ha generado, entre lectores y audiencias, un público creciente de interlocutores inteligentes, de audiencias activas, que trasciende las fronteras. De hecho, circula en nuestra habla cotidiana una especie de vulgata de la biblia monsivaiana que ha incorporado sus sics y sus sicazos para subrayar las aberraciones de los adversarios, y que nos pone en guardia cuando alguien anuncia que revelará algo verdaderamente bizarro y empieza la oración con el ya clásico “para documentar nuestro optimismo”.

Se podría aquí celebrar que la vulgarización de un estilo –en el sentido de popularización– es el mejor homenaje a su originalidad. Pero más relevante que el estilo –que al final puede ser citable o plagiable, pero no transferible–, quiero destacar del trabajo periodístico de Monsiváis una pedagogía: la construcción de un público exigente en un proceso que arranca en los años sesenta del siglo pasado, por el cual ahora es posible, para muchos, leer con miradas distintivas los actos de movilización popular y los de manipulación oficial o no oficial; los episodios de confrontación, pacífica o violenta, entre los de arriba y los de abajo; los rituales de los poderes y de los contrapoderes; los actos de resistencia social y las simples muestras de chantaje para perpetuar la impunidad.

Atrás de este mérito, altamente cualitativo, hay una obra cuantitativa impresionante. Detrás del regocijo, de la actitud festiva, del lenguaje lúdico de Monsiváis hay un trabajo sistemático medible en los títulos de sus 40 libros publicados, lo mismo de ensayo literario, político, religioso y autobiográfico, que de cine, música y artes plásticas (en promedio, más de uno al año, a partir de que sacó a la luz el primero, en 1966). Luego estarían sus crónicas desde el suelo y a través del subsuelo de la historia y la sociedad mexicanas: del terremoto de la movilización y la represión del 68 al terremoto y las movilizaciones del 85, a la insurgencia electoral del 88, a la rebelión del EZLN y al cambio de régimen del 2000. Todo ello, con el registro puntual de sus encantamientos y sus desencantos.

Sus miradas sobre la cultura popular, los hábitos de vida cotidiana y los patrones de consumo cultural a lo largo del siglo XX mexicano anticipan la línea de investigación de estudios culturales que sólo después se iría aclimatando a la academia, pero aquí no deja de contrastar la brillantez de la anticipación monsivaina con la opacidad de la mayor parte de los aterrizajes académicos.

Por último, de su trabajo antológico y de presentación de la crónica en México a la selección de “Por mi madre, bohemios”, al más reciente de sus títulos sobre prensa y poder en México, Tiempo de saber, en coautoría con Julio Scherer, me importa subrayar aquella pedagogía de la que hablaba antes, en este caso, un magisterio en el campo de la comunicación y del periodismo, que también ha anticipado y enriquecido las líneas académicas de análisis de contenido y análisis del discurso, de historia social del periodismo, de estudios de audiencias y de efectos de los medios, con una riqueza extraordinaria de matices culturales y un manejo que alcanza grados de precisión y eficacia poco comunes, a la hora de caracterizar, por ejemplo, en Tiempo de saber, la relación de los medios con cada una de las cabezas del ciclo presidencialista sexenal mexicano, a punto de cumplir 70 años.

Carlos llega a recibir esta Medalla al Mérito Universidad Veracruzana, como quien llega a su casa, a una casa que ha frecuentado por décadas, por lo menos desde los años de Sergio Galindo hasta hace unas semanas, cuando vino a presentar a Sergio Pitol en la ceremonia en la que éste recibió el doctorado Honoris Causa. Carlos también ha recibido los doctorados Honoris Causa de la UAM, de la Universidad Autónoma de Sinaloa y de la BUAP, además de otros grados y reconocimientos de las universidades del Estado de México, de Hidalgo y de Carabobo. Entre otras distinciones, obtuvo el Premio Nacional de Periodismo, el “Jorge Cuesta”, el Mazatlán, el “Xavier Villaurrutia”, el de Ensayo Literario “Lya Kostakowsky” y el Anagrama de Ensayo.

Carlos, te ha llovido, en el mejor sentido, y te sigue lloviendo sobre mojado. Felicidades a ti, Carlos, a Juan Luis y a Pablo Latapí. Felicidades a la Universidad Veracruzana y, otra vez, muchas gracias a todos.