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Muy
difícilmente se pudo encontrar un marco más adecuado
para entregar la Medalla al Mérito Universidad Veracruzana
a Pablo Latapí, a Juan Luis Cebrián y a Carlos Monsiváis
que esta Feria Internacional del Libro Universitario, precisamente
esta feria del libro que dedica, a partir de hoy, una parte central
de su programa de actividades al debate contemporáneo de la
comunicación.
Por este acierto múltiple, vaya, en primer lugar, un sincero
reconocimiento a la UV, a su rector, Víctor A. Arredondo, a
sus órganos colegiados de gobierno, a los directivos de esta
feria que crece año con año en visibilidad y trascendencia
nacional e internacional y, por supuesto, a todos los universitarios
veracruzanos que participan en esta fiesta de la letra impresa y la
comunicación.
Por lo que a mí respecta, quiero agradecerles a todos ustedes
esta distinción de incorporarme a estas celebraciones y quiero
subrayar lo honroso que me resulta presentar a estos universitarios
galardonados, tan fieles a la raíz de la palabra. Como pocos,
podemos decir de ellos que verdaderamente son universitarios universales,
aunque sea en el filo del pleonasmo y del lugar común.
Por lo demás, comprenderán ustedes que presentar, en
el tiempo normal de una ceremonia de esta naturaleza, un resumen siquiera
medianamente comprensivo de la vastedad de las realizaciones y aportaciones
de estos tres galardonados sería no sólo una misión
imposible, sino también un esfuerzo que francamente estimo
redundante. Porque, además de la amplia visibilidad y admiración
de que gozan nuestros distinguidos premiados, debemos partir del supuesto
de que, precisamente quienes discernieron las distinciones, es decir,
ustedes, deben saber muy bien por qué lo hicieron. Y en todo
caso ¿quién soy yo para venir a decirles a los universitarios
veracruzanos por qué resolvieron otorgar la Medalla al Mérito
a Pablo Latapí, Juan Luis Cebrián y Carlos Monsiváis?
Más que nada, esta reflexión me ofrece un hilo conductor
para cumplir las expectativas de esta presentación desde una
perspectiva más realista y más modesta de mi parte.
Por ello es que trataré de llevar las presentaciones de los
tres, más que por el camino de la enumeración cuantitativa
de su vida y de su obra lo cual sería interminable,
al plano cualitativo de sus rendimientos más notables. Y voy
a tratar de hacerlo, además, siguiendo el hilo conductor que
une los campos de la educación, la comunicación y la
cultura, como signos de identidad que, a su vez, unen la vida y la
obra de estos tres personajes admirados, queridos, que hoy reciben
dicha distinción.
Pablo
Latapí
Campos tan contiguos son éstos de la educación, la
comunicación y la cultura, que más bien parecen inseparables
a la hora del estudio, a la hora de la reflexión crítica
y de los proyectos y compromisos de acción correctiva o transformadora.
De hecho, si comenzamos por el principio, es decir, por la obra
pionera, fundadora del doctor Pablo Latapí Sarre, como constructor,
hace ya 40 años, de los espacios clave de la investigación
educativa en México y como introductor de la reflexión
crítica sobre este campo en los espacios académicos
y en los medios de comunicación, surge de manera natural
un mérito cualitativo mayúsculo, precisamente en el
cruce de la frontera entre la educación y la comunicación
públicas: el mérito de haber colocado, desde los primeros
años de la década de los setenta del siglo pasado,
la reflexión crítica sobre la educación mexicana
en la agenda del debate público de nuestro país.
Tras varios sexenios porque aquí, pase lo que pase,
la vida se sigue midiendo en sexenios en los que el discurso
oficial, junto al discurso mediático, entonaba, a dos voces,
himnos triunfales a la obra entonces todavía llamada revolucionaria,
el doctor Latapí inició, en 1964, apenas un año
después de fundar el Centro de Estudios Educativos, una sistemática
labor orientada a problematizar el estado de la educación
en nuestro país, las disparidades del sistema educativo particularmente
entre la educación rural y la urbana y las desigualdades
entre regiones y en los criterios y procedimientos para asignar
los recursos destinados a la educación.
Y tras fundar otro centro de investigación educativa, el
de Prospectiva Universitaria, esta vez desde los estudios de sociología
de las profesiones vinculados conceptual-mente a los que impulsaba
en aquellos años Darcy Ribeiro en el Cono Sur sobre la contribución
de la universidad al cambio social, Pablo Latapí incorporó
entonces a su propia agenda la búsqueda de alternativas para
que la educación superior de nuestro país contribuyera
efectivamente a la promoción de una sociedad más justa.
Hoy lo vemos proseguir, incansable, en ese campo, como investigador
titular en el Centro de Estudios sobre la Universidad de la Universidad
Nacional Autónoma de México.
Su obra educativa va más allá de sus aportaciones
personales como investigador. Se puede decir que ha hecho
escuela, en el sentido de que los numerosos investigadores
que ha formado, desempeñan ahora, y ya han desempeñado
por décadas, funciones de alta responsabilidad en el sistema
educativo y en las instituciones académicas del país.
Respecto de la comunicación, cumplió casi 40 años
de labor periodística. En esta actividad está inscrito
en el grupo dirigido por Julio Scherer García este
nombre es una mención imprescindible, por cierto, dentro
de un programa como éste, concentrado en la comunicación,
el cual en los años setentas salió de Excélsior
por la coacción del Estado, sólo para reincidir en
el periodismo crítico en la labor fundadora de Proceso
unos meses después.
Con toda la trascendencia de estos aspectos, el doctor Pablo Latapí
no se ha limitado a investigar y difundir, a publicar una
treintena de libros y más de dos centenas de artículos
científicos y a formar especialistas diseminados hoy
en una red destinada a lograr que sea precisamente la investigación
la que determine la formulación de las políticas públicas
en el sistema educativo. También se ha comprometido en acciones
directas lo mismo actuando en la base del sistema educativo como
cuando se fue por varios años, con su esposa María
Matilde, a alfabetizar y a enseñar la primaria, durante jornadas
de tiempo completo, a campesinos de Querétaro que aportando
sus saberes en la punta del propio sistema educativo, como cuando
ha estado en funciones de asesoría del más alto nivel
de varios secretarios de Educación. Esto, a la postre, le
permitió, a su vez, reforzar, con el conocimiento directo,
su dominio del tema, tanto desde las vicisitudes de la educación
en el llano, como desde los procesos de toma de decisiones superiores
en este campo.
De su experiencia en la alfabetización de adultos campesinos
suele recrear momentos tan gratificantes que podrían compensar
años de incomprensión en sus relaciones por el mundo
de las instituciones públicas, privadas e, incluso, religiosas.
Y es que su aproximación profesional al Estado mexicano le
atrajo en algún momento críticas de diversos orígenes,
tanto desde la derecha clerical, que le reprochaba la colaboración
con un Estado laico con el que las jerarquías de la iglesia
no acababa de ajustar cuentas históricas, como desde algunos
sectores progresistas donde realmente se han inscrito las
posiciones de don Pablo los cuales desde los sesenta, particularmente
desde el 68, habían acelerado un distanciamiento creciente
con el Estado posrevolucionario. Sólo que sus compromisos
profesionales con el Estado no mellaron ni sus posiciones progresistas
ni sus actitudes críticas. Todavía es muy recordado
su artículo de hace 15 años, titulado Cinco
problemas en busca de un secretario de Educación, que,
quizás, incrementando el número de problemas acumulados
hasta hoy no sé el doctor Latapí, algunos
de los aquí presentes estaríamos dispuestos a suscribir
ahora mismo.
En este orden de compromisos cumplidos desde las posiciones en el
gobierno y desde la participación en la sociedad, hemos visto
al doctor Latapí impulsar la investigación en su campo
como vocal ejecutivo del Programa Indicativo de Investigación
Educativa del Conacyt o como organizador del Primer
Congreso Nacional de Investigación Educativa e inspirar
iniciativas de la sociedad civil para el mejoramiento de la educación
nacional, como el Observatorio Ciudadano de la Educación.
Su libro más reciente, El debate sobre los valores en
la escuela mexicana, da testimonio de la continuidad del eje
de inquietudes que va de la educación a la comunicación
y, finalmente, a la cultura. Es producto de sus años de concentración
en el estudio de la formación de valores, en el que incluye
sus planteamientos de la educación para la democracia y
de la raíz moral de la democracia, así como
sus aportaciones de hoy sobre una ética universal para el
siglo XXI y sobre la ética laica en la educación mexicana.
Este volumen es también la continuación, en ejemplo
de constancia y congruencia, de su vasta obra editorial, de la que
sólo destaco sus clásicos Mitos y verdades de la educación
en México, Política educativa y valores nacionales,
La investigación educativa en México y Un siglo de
educación en México.
Me
cuesta mucho dejar fuera un par de datos más del doctor Latapí
que ayuda a completar esta breve semblanza:
En el punto de partida de ayer, una sólida formación
humanista y filosófica producto de sus años en la
orden de la Compañía de Jesús, un posgrado
en Filosofía en Estados Unidos y un doctorado en Ciencias
de la Educación en la Universidad de Hamburgo.
En la plenitud de hoy, investigador emérito e investigador
nacional de excelencia del SNI, Premio Nacional de Filosofía,
Historia y Ciencias Sociales, Medalla Internacional Comenius de
la UNESCO y la República Checa, Premio Luis Elizondo de Eduación
y Premio Andrés Bello de la oea, entre otras distinciones
universitarias previas a esta Medalla al Mérito con la que,
al entregársela hoy, lo honra la Universidad Veracruzana
y honra usted también, don Pablo, a esta casa de estudios,
al aceptarla y recibirla, de merecimiento pleno.
Juan
Luis Cebrián
Cebrián aporta a este encuentro universitario un valor del
que la sola mención de su nombre resulta indisociable para
los comunicadores mexicanos: la fundación del diario español
El País, como insignia de la transición española
a la democracia, como modelo de periodismo moderno y como propuesta
de evolución a un periodismo que se abrió paso a los
horizontes y a los riesgos de la libertad y de la responsabilidad
profesional.
Así como lo ven de joven, esto tiene una explicación:
Juan Luis apenas pasaba de los 30 años cuando, al lado de
Jesús de Polanco y José Ortega, encabezó aquel
proyecto de crear ese periódico del que Cebrián fue
director, a su 31 años, desde su fundación, en mayo
de 1976, hasta noviembre de 1988.
Siempre he pensado que a Juan Luis lo anima un espíritu renacentista
que lo ha llevado a abrirse paso, con enorme solvencia, como hombre
de varios mundos. Por ejemplo, con el paso del mundo del periodismo
de la época de Franco desde los inolvidables Cuadernos
para el diálogo, en la redacción del diario Pueblo
y como Redactor Jefe y subdirector de Informaciones, así
como en la dirección de los servicios informativos de TVE
al mundo del periodismo en el periodo de transición a la
democracia, al mundo de las pruebas dramáticas a que fue
sometida la incipiente, todavía frágil, democracia
española en sus primeros tiempos y, finalmente, a la era
de la consolidación democrática, como director fundador
de El País y a lo largo de su permanencia en esa responsabilidad
por más de una década.
Con esto merecería ya Juan Luis Cebrián un lugar destacado
en los anales del periodismo asumido como actor en la construcción
de la democracia. Pero él no se ha quedado allí: ha
ido a explorar otros mundos, como el que lo ha llevado a participar
en la exitosa expansión de la empresa informativa y la industria
cultural, en su condición de consejero delegado del gigante
Grupo Prisa, como vicepresidente del Consejo de Administración
de la cadena SER de radio y televisión, como vicepresidente
del Grupo Estructura-Cinco Días y como consejero delegado
de El País.
Y por si todo esto fuera poco, hay que agregar su participación
en las apasionadas discusiones sobre la unidad y la evolución
de nuestro idioma como miembro de la Academia de la Lengua
y también en el debate sobre el desarrollo de las redes digitales;
además de su inmersión en la recreación literaria
y la revisión histórica de las décadas cruciales
de la España contemporánea, en tanto autor de una
trilogía de novelas históricas sobre aquellos años
de la transición (ya lleva dos: La agonía del dragón
y Francomoribundia).
Probablemente de ese deambular, o más bien, de ese participar,
de ese involucrarse por estos mundos diversos que, además,
están en acelerada e interminable evolución, Juan
Luis ha adquirido una apreciable y serena actitud antidogmática,
desmitificadora, ante cada estación a la que arriba. No son
lo suyo ni la exaltación épica ante todo lo que cambia,
ni la crispación airada ante todo lo que se aferra al pasado.
De su revisitación a la transición española
nos muestra, por ejemplo, un ángulo del que tendríamos
que adquirir enseñanzas para un dimensionamiento realista
del actual tiempo mexicano. Fue en efecto una
transformación aquella de España, nos dice
pero sobre todo fue una transacción, un convenio, una renuncia
a muchas cosas por mucha gente. Fue además un cambio gene-racional,
la puesta en marcha de un sistema de convivencia aceptable, de democracia,
(pero) no fue ni la consecución de una utopía, ni
siquiera el desplome absoluto del franquismo. Porque la transición,
opina, no es una historia de buenos y malos, sino que ha sido y
es un devenir complejo de actitudes, pactos, renuncias, olvidos,
progresos, en el que todo el mundo tiene algo qué defender
y también algo qué perder, en el que los hechos se
contemplaban de manera diferente e incluso contradictoria.
Pero aun esa misma serenidad, que caracteriza el tono de la obra
y el discurso de Cebrián, permite percibir un claro mensaje
de advertencia: las democracias siempre están en peligro,
no sólo en situaciones límite, sino siempre, por exceso
o por defecto, por abuso o por indolencia, por impunidad y ausencia
de una cultura de la legalidad o por fundamentalismos de cualquier
orientación que suelen tomar las ventajas de los estados
democráticos sin asumir sus responsabilidades ni sus obligaciones.
Finalmente, de su exploración por las redes digitales, Juan
Luis nos hace una narración que resulta de lo más
pertinente en un encuentro universitario como éste: se trata,
nos dice, de una revolución cultural, de una nueva civilización,
de una manera diferente de aprender y enseñar, de producir
y distribuir bienes y servicios, de comprar y vender, de organizarse
y participar políticamente también de manera distinta,
de divertirse y relacionarse con los demás.
En este campo, él conduce la línea de continuidad
educación, comunicación y cultura a los terrenos de
la cultura digital. Es una cultura interactiva celebra,
es una cultura de la participación, no es una cultura de
adoctrinamiento. Podríamos traer otras innumerables aportaciones
de Cebrián a estos temas, pero ya tendremos oportunidad de
ventilarlas posteriormente.
Por ahora, sinteticemos: Juan Luis se graduó en dos carreras,
Filosofía y Humanidades, y Periodismo. Ha publicado numerosos
libros, como La prensa y la calle, La España que bosteza,
Qué pasa en el mundo, Crónicas de mi país,
El tamaño del elefante, Retrato de García Márquez,
El siglo de las sombras, Cartas a un joven periodista, La red,
El futuro no es lo que era una lúcida conversación
con Felipe González y las mencionadas novelas históricas
de la transición. Es Caballero de la Orden de las Artes y
las Letras de Francia y, además de miembro de la Real Academia
Española, lo es también del Club de Roma.
Entre los numerosos premios periodísticos que ha obtenido
destacan el Premio Víctor de la Serna, concedido por la Federación
de Asociaciones de la Prensa, y el Premio Nacional de Periodismo
de España.
Ahora lo seguimos en su peregrinar por las universidades del mundo,
en las que recibe reconocimientos y en las que suele insistir en
una prédica necesaria, siempre agradecible, de defensa del
español, idioma según él de una
unidad extraordinaria: no sólo es el mar que une al archipiélago
de nuestra América, la América Latina, sino que hay
millones de internautas en Estados Unidos que son bilingües
en español e inglés y millones de españoles
y latinoamericanos que navegan por la red. Por lo tanto, advierte
Cebrián, si Internet será bilingüe, lo será
en castellano e inglés.
También esta Universidad Veracruzana recibe hoy a Juan Luis
Cebrián, y lo hace con un reconocimiento a sus méritos,
una forma, además, en que los universitarios mexicanos queremos
compartir sus causas y sus inquietudes en el campo de la educación,
la comunicación y la cultura, en la defensa del idioma y
en la defensa de los valores democráticos. Bienvenido, Juan
Luis.
Carlos
Monsiváis
Y ahora, ¿qué decir de Carlos Monsiváis? No
porque falte qué decir, sino porque tenemos demasiado. La
semana pasada le conté esta aflicción a Gabriel García
Márquez otra mención inexcusable en un encuentro
como éste de comunicación, libros y cultura,
pero el Gabo sólo se limitó a compadecerme.
¿Qué puedes decir de Monsiváis me dijo,
de alguien que el mismo día aparece, en Santiago de Chile,
deconstruyendo el Canto General de Neruda después
de decirlo completo de memoria; en Berlín, opinando sobre
la actuación de una actriz de reparto del cine mudo alemán
de hace 80 años; en San Cristóbal de las Casas, comprobando
el derrumbe de los paradigmas del nacionalismo y la modernización
en México, a raíz de la irrupción del EZLN;
en Nueva York, fustigando la americanización chatarra de
las elites políticas y empresariales mexicanas; en el Salón
21 del DF, entonando la versión original de de La gloria
eres tú, de José Antonio Méndez, antes
de la censura; y ya en la noche, por Televisa, haciendo trizas el
último informe de Fox, desde su casa de Portales, con un
gato en las rodillas?
Todo en el mismo día. Alguien nos ha tenido engañados.
Tienen qué ser varios Monsiváis, me dijo García
Márquez, y remató: ¿Qué vas a decir
de alguien que te cita de memoria un párrafo de un libro
que todavía no se publica en Estados Unidos, de un autor
ucraniano de culto, pero que además allí estará
ese párrafo cuando el libro finalmente llega a tus manos?
Más allá de la compasión de García Márquez
por esta encomienda (compasión conmigo, es obvio, porque
no es fácil que Monsiváis despierte la compasión
de alguien, aunque mi mujer, en defensa de no sé qué
causas germanas o rumanas, dice que es todavía más
difícil lo contrario: que Monsiváis muestre compasión
por alguien), me importa subrayar lo siguiente. De hecho, con esa
observación de que Carlos habla en presente sobre lo que
va a ocurrir y luego nos enteremos de que ocurre tal como lo dio
por hecho, el Gabo da en uno de los blancos, al atisbar en la original
inteligencia de Monsiváis una capacidad que quiero poner
en el centro de esta presentación final: su capacidad de
anticipar, con precisión y lucidez fuera de serie, el seguimiento
y las consecuencias de la información, así como de
adelantar, también, métodos de análisis y estilos
de resistencia y crítica cultural que han construido importantes
públicos de lectores y seguidores, a través de varias
generaciones.
Mi intención de poner esa capacidad de Carlos en el centro
de esta presentación no se debe sólo a que sus legiones
de lectores y seguidores y sus amigos nos beneficiamos
de ella a cada paso, sino además porque creo que en el desarrollo,
el fomento y la extensión de esa capacidad anticipatoria
en los estudiantes de nuestras universidades puede estar una de
las claves del futuro de la comunicación profesional, particularmente
del futuro de nuestras carreras de periodismo.
En efecto, el acceso instantáneo a la información
e, incluso, a una razonable oferta de contextos críticos,
al alcance de públicos crecientes, a través de Internet,
tiende a hacer cada vez más irrelevante el trabajo de los
comunicadores profesionales en sus funciones rutinarias de selección,
jerarquización y enmarcamiento de los discursos de la realidad
que se pretende construir en los medios convencionales. Y es que
estas actividades las tiende a cumplir el público cada vez
más por sí mismo, en sus procesadores, y el periodista
tradicional cada vez tiene menos valor qué agregar a su producto,
a no ser el chisme parroquial o el servicio de recadería
para los dimes y diretes de nuestras elites, donde se concentra
un alto porcentaje del periodismo, ubicado bajo la línea
de pobreza profesional, al servicio de unas elites, a su vez, mentalmente,
bajo la línea de la pobreza extrema, que de ese modo insisten
en subocupar la agenda del debate público.
Sobre todo intento de reducir el trabajo periodístico de
Monsiváis a alguno de los géneros de manual, el periodismo
de Carlos es inclasificable por su originalidad. Y si algún
rasgo habría que resaltar en busca de una clasificación,
quizás habría que inventarlo para incluir ésta,
su capacidad anticipatoria. Sólo un reduccionismo muy empobrecedor
insistiría en encasillar a Carlos Monsiváis, ya sea
en el llamado periodismo cultural o en el contracultural, en la
crónica urbana, en el new journalism sesentero o setentero
o en el humorismo ilustrado a costa de políticos, empresarios
y cardenales, es decir, a costa de la prosa de nuestros próceres
del día.
Es cierto. Son incontrastables, en nuestro medio, la avidez de Carlos
y sus capacidades multiplicadas de acceso a informaciones y conocimientos
del más diverso registro, su agudeza para el procesamiento
crítico de esas informaciones, su cultura general de excepción
que luego se adentra sin rubor a lo particular en los campos
más inesperados, en fin, es un lugar común hablar
de su memoria privilegiada y de su aptitud para conectarse gozosa
y minuciosamente con el arte popular y con el arte culto.
Pero ahora sí que la combinación de todos esos y otros
atributos se traduce en capacidades que van mucho más allá
de las que supondría la suma de cada una de las partes. No
se trata de la facultad de predecir, de la nada, situaciones que
más tarde se presentarán eso lo haría
un simple profeta, o sea un columnista mexicano del montón
sino, lo que es más importante para el campo de la comunicación,
la capacidad de anticipar, desarrollar y popularizar formas de observación,
maneras de escuchar, métodos de análisis y modos de
expresión que revelan sentidos profundos de la realidad,
con lenguajes cada vez más relajados a partir de un humor
probablemente corrosivo, como se suele decir, pero, sobre todo,
contundente y eficaz.
Con estos recursos, Monsiváis ha generado, entre lectores
y audiencias, un público creciente de interlocutores inteligentes,
de audiencias activas, que trasciende las fronteras. De hecho, circula
en nuestra habla cotidiana una especie de vulgata de la biblia monsivaiana
que ha incorporado sus sics y sus sicazos para subrayar las aberraciones
de los adversarios, y que nos pone en guardia cuando alguien anuncia
que revelará algo verdaderamente bizarro y empieza la oración
con el ya clásico para documentar nuestro optimismo.
Se podría aquí celebrar que la vulgarización
de un estilo en el sentido de popularización
es el mejor homenaje a su originalidad. Pero más relevante
que el estilo que al final puede ser citable o plagiable,
pero no transferible, quiero destacar del trabajo periodístico
de Monsiváis una pedagogía: la construcción
de un público exigente en un proceso que arranca en los años
sesenta del siglo pasado, por el cual ahora es posible, para muchos,
leer con miradas distintivas los actos de movilización popular
y los de manipulación oficial o no oficial; los episodios
de confrontación, pacífica o violenta, entre los de
arriba y los de abajo; los rituales de los poderes y de los contrapoderes;
los actos de resistencia social y las simples muestras de chantaje
para perpetuar la impunidad.
Atrás de este mérito, altamente cualitativo, hay una
obra cuantitativa impresionante. Detrás del regocijo, de
la actitud festiva, del lenguaje lúdico de Monsiváis
hay un trabajo sistemático medible en los títulos
de sus 40 libros publicados, lo mismo de ensayo literario, político,
religioso y autobiográfico, que de cine, música y
artes plásticas (en promedio, más de uno al año,
a partir de que sacó a la luz el primero, en 1966). Luego
estarían sus crónicas desde el suelo y a través
del subsuelo de la historia y la sociedad mexicanas: del terremoto
de la movilización y la represión del 68 al terremoto
y las movilizaciones del 85, a la insurgencia electoral del 88,
a la rebelión del EZLN y al cambio de régimen del
2000. Todo ello, con el registro puntual de sus encantamientos y
sus desencantos.
Sus miradas sobre la cultura popular, los hábitos de vida
cotidiana y los patrones de consumo cultural a lo largo del siglo
XX mexicano anticipan la línea de investigación de
estudios culturales que sólo después se iría
aclimatando a la academia, pero aquí no deja de contrastar
la brillantez de la anticipación monsivaina con la opacidad
de la mayor parte de los aterrizajes académicos.
Por último, de su trabajo antológico y de presentación
de la crónica en México a la selección de Por
mi madre, bohemios, al más reciente de sus títulos
sobre prensa y poder en México, Tiempo de saber, en
coautoría con Julio Scherer, me importa subrayar aquella
pedagogía de la que hablaba antes, en este caso, un magisterio
en el campo de la comunicación y del periodismo, que también
ha anticipado y enriquecido las líneas académicas
de análisis de contenido y análisis del discurso,
de historia social del periodismo, de estudios de audiencias y de
efectos de los medios, con una riqueza extraordinaria de matices
culturales y un manejo que alcanza grados de precisión y
eficacia poco comunes, a la hora de caracterizar, por ejemplo, en
Tiempo de saber, la relación de los medios con cada
una de las cabezas del ciclo presidencialista sexenal mexicano,
a punto de cumplir 70 años.
Carlos llega a recibir esta Medalla al Mérito Universidad
Veracruzana, como quien llega a su casa, a una casa que ha frecuentado
por décadas, por lo menos desde los años de Sergio
Galindo hasta hace unas semanas, cuando vino a presentar a Sergio
Pitol en la ceremonia en la que éste recibió el doctorado
Honoris Causa. Carlos también ha recibido los doctorados
Honoris Causa de la UAM, de la Universidad Autónoma de Sinaloa
y de la BUAP, además de otros grados y reconocimientos de
las universidades del Estado de México, de Hidalgo y de Carabobo.
Entre otras distinciones, obtuvo el Premio Nacional de Periodismo,
el Jorge Cuesta, el Mazatlán, el Xavier
Villaurrutia, el de Ensayo Literario Lya Kostakowsky
y el Anagrama de Ensayo.
Carlos, te ha llovido, en el mejor sentido, y te sigue lloviendo
sobre mojado. Felicidades a ti, Carlos, a Juan Luis y a Pablo Latapí.
Felicidades a la Universidad Veracruzana y, otra vez, muchas gracias
a todos.
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