Octubre-Diciembre 2003 , Nueva época No. 70-72 Xalapa • Veracruz • México
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Los sinuosos caminos de la educación y la
comunicación en la nueva centuria

Pablo Latapí Sarre

Mensaje ofrecido por el educador mexicano, luego de recibir la Medalla al Mérito Universidad Veracruzana, en la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información, el 26 de septiembre de 2003.
 
Yo quisiera aportar a nuestra conversación en torno al tema de la comunicación de cara al siglo XXI dos cosas: primero, una consideración teórica, más que teórica de carácter histórico-antropológico, sobre la comunicación; segundo, aterrizar esas reflexiones, que parecen muy alejadas de la realidad cotidiana, a dos realidades fundamentales con las que todos nosotros tenemos contacto: el sistema educativo y la televisión en su dimensión educativa.

Empiezo por lo primero. Creo que, por lo menos desde los griegos, la humanidad tiene autoconciencia de ser una especie caracterizada por lo racional, sea por la vertiente del animal racional aristotélico o por la vertiente de la dicotomía cuerpo-espíritu de Platón y San Agustín; se va formando un imaginario colectivo a través de las generaciones.

El hombre se distingue, pues, por ser racional, por tener la capacidad de adquirir el conocimiento y de aprender, y este imaginario colectivo que se gesta lentamente –estoy hablando sólo de Occidente, ya que, desde luego, el Oriente es otra cosa– se agudiza en nuestro mundo cultural a partir del Renacimiento y de la Ilustración. Así, desembocamos hoy en el anuncio de la llamada sociedad del conocimiento o sociedad de la información, o sea, un paradigma de autoconciencia de la especie en que también el aprendizaje y la razón son definitorios.

Por cierto, se usan muy indistintamente los términos sociedad del conocimiento y sociedad de la información, y quisiera recordar aquel verso del poema “The Rock” de T. S. Eliot, que dice: “dónde quedó la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento, dónde el conocimiento que hemos perdido en la información”. Son tres niveles muy distintos: información, conocimiento (comprensión, relación, desentrañar intelectualmente la información) y sabiduría (sentido que está en el plano de los valores, plano que se sustenta por supuesto en ideas, pero que es distinto). Confundir estas tres cosas, olvidar que hay dos barreras entre ellas, diluir la primera vagatelizando la información como si fuera ya conocimiento y, sobre todo, ignorar la segunda barrera –el paso a los valores y al sentido de la vida y del hombre– sería un enorme error cuando hablamos de globalización y de comunicación. Creo que los educadores debiéramos tomar en cuenta esta importante distinción.

Pero retomo el hilo de mi argumento. No creo aventurado afirmar que (por supuesto los investigadores no nos arriesgamos y todo es hipótesis) desde hace unos 30 años está emergiendo un distinto paradigma interpretativo de nuestra especie, que se aparta de considerar el conocimiento y la razón como lo distintivo del ser humano y empieza a hacernos seres comunicables, animal comunicable; o sea, ya no cree que somos una especie, una esencia constituida y objetiva que se enriquece con la relación con los demás, con el intercambio y con la comunicación como algo complementario, sino que empieza a suponer que lo que nos constituye son esos intercambios, lo que nos hace evolucionar y crecer es la comunicación con los demás.

En este emergente paradigma, que con la globalización económica y cultural y con el tremendo avance tecnológico parece irse imponiendo, hay un matiz cualitativo sumamente importante, como el qué es lo que comunicamos ahora, qué es lo que vamos a comunicar en el futuro –ideas desde luego, seguiremos siendo racionales–, pero el cambio cualitativo está en que empezamos a comunicar a nosotros mismos sentimientos y símbolos, comenzamos a darle vigencia al lado oscuro y olvidado del otro lóbulo cerebral, del hombre del deseo, del ser humano simbólico interpretativo, creativo, intuitivo y capaz de crear utopías que nos lleven a mundos diferentes.
Todo esto es hipótesis pero creo que vale la pena pensarlo. Somos no sólo individuos que discernimos explicaciones racionales, sino también creadores e interpretadores de una realidad misteriosa que nos abruma y a la cual nos acercamos a través de símbolos. Somos sentimiento, vibración ante la belleza, imaginación, creatividad, a veces pasión, ternura y piedad, comprensión del otro, afirmación de destinos compartidos. Somos seres que necesitamos comprender el dolor, el propio y el ajeno, el de nuestra vulnerabilidad, el de nuestra contingencia; y nos preguntamos qué sistema educativo educa para el dolor, para la piedad, para la ternura. Los países que sacan los primeros lugares en el PINS y el PISA, como Singapur, los tigres asiáticos, Finlandia, Noruega y Canadá, miden la calidad de su educación por el aprendizaje intelectual del lado oscuro, del lado olvidado y eclipsado del ser humano.

Entonces, la comunicación de cara al siglo XXI es el telón de fondo de nuestra conversación, en estos momentos, y nos plantea el reto de recuperar para el siglo XXI una educación que enfrente audazmente la totalidad de la realidad humana con sus incertidumbres, con sus oscuridades, con sus contradicciones. Sólo así encontraríamos una nueva ética que nos conduzca al sentido del ser humano y a ir definiendo otras posibilidades de nuestra especie. Parece temerario decirlo, parece un reto fáustico, pero así ha sido siempre, el hombre ha ido construyendo su identidad y hoy debemos estar atentos a este paradigma emergente de la comunicación.

Las reflexiones anteriores son consideraciones que parecen muy alejadas de nuestra realidad cotidiana, pero, como lo dije al principio, las quiero aterrizar en dos pistas: los sistemas educativos y la televisión en su dimensión educativa.
Primero, los sistemas educativos que hoy conocemos, al menos desde Napoleón para no irnos hasta Alcuino, han estado en el fondo conformados por los sistemas de producción que requieren el conocimiento racional, instrumental y las habilidades que se derivan de ellos, por esto hemos reducido nuestras definiciones de calidad educativa a conocimiento. No es hora, como decíamos antes, de que se reconviertan en formadores de seres comunicables, que empiecen el viraje al mundo simbólico, que ayuden a la búsqueda de utopías de mundos diferentes. Es hora de que, en vez de que haya actividades artísticas complementarias en el currículo de una hora a la semana, existan maestros creativos que permitan que florezca la creatividad de sus alumnos.

Me decía una maestra el otro día: “Yo todavía voy con gusto a la escuela para dar mis clases por una razón: por el recreo, ahí veo a los chicos y chicas como son, libres, sin prescripciones”. De ahí me vino a la mente aquella frase de Juan de Mairena, aquel imaginario profesor que presenta García Lorca: “La finalidad en nuestra escuela es enseñar a repensar el pensamiento, a desaprender lo aprendido y a dudar de nuestras propias dudas, pues es la única manera de empezar a creer en algo”.

Ésta sería una primera aplicación de lo que decíamos cuando hablamos de reformar el sistema educativo. Yo echo de menos en nuestro sistema mexicano proyectos radicales, he visto pasar secretarios de Educación y reformas educativas durante 40 años y me hago muchas preguntas sobre la profunda mediocridad –hablo de promedios– en nuestras escuelas. ¿Qué no habría que abrir una reforma en segunda velocidad en que se valiera todo, puesto que lo que tenemos no vale la pena…? Dejo los puntos suspensivos.

Segunda aplicación: la televisión y su significado para la educación. Muchos hemos caído en la fácil tentación de denunciar los antivalores de la televisión, de impugnarla porque define su objetivo como industria de entretenimiento (“es para entretener no para educar”, con esto, se lavan las manos los dueños de las grandes cadenas y canales), y argüimos también que es un poder social terriblemente antidemocrático, con el argumento que daba Karl Popper: “lo esencial de la democracia es que a todo poder corresponde un contrapoder”. ¿Dónde está el contrapoder de la televisión? No existe. La televisión, como empresa, se define como negocio y el rating es su ley suprema, por él se rige, por él encarece su servicio y su oferta a las empresas que la aprovechan para publicitarse.

He visto de cerca, por ejemplo, cómo un conductor de televisión revisa el noticiero de la víspera para planear el de esa noche, y es terrible, porque trabaja en función del rating. Entonces, me pregunto: ¿qué hay allí de criterios de formación de la opinión pública, qué hay allí de relación entre lo importante y lo banal? Lo que importa es hacer dinero. Supongo que al facturar y al diseñar telenovelas se siguen esquemas sociológicos semejantes, en busca también de la mayor repercusión social para la educación sentimental, entre comillas “educación de la audiencia”.

Respecto a la televisión como educación o a las relaciones de televisión y educación parto de dos premisas: primero, la televisión como es, va a seguir existiendo y seguirá operando con sus propias reglas, de nada sirve luchar quijotescamente contra este molino de viento. Segunda premisa: la escuela no puede ignorar la existencia de la televisión y tiene que aprovecharla para su tarea educativa. ¿Cómo? Hoy se habla de deconstruir, de desarmar, de desmantelar ante los alumnos este medio desde el punto de vista pedagógico: debemos desarmar la televisión, descifrar su lenguaje y gramática para comprenderla. El educador necesita alfabetizarse en esos lenguajes para capitalizar educativamente su impacto. Han inventado el término teleevidenciar, hay que teleevidenciar ante los alumnos el lenguaje, el juego y las manipulaciones de la televisión, y descubrir en ella los espacios pedagógicos útiles, sólo así los egresados de nuestros sistemas educativos tendrán una cultura comunicacional, mediática y televisiva para aprovechar la televisión críticamente en su educación.

El lenguaje de la televisión es complejo, se rige por la lógica del relato, no la del discurso racional, privilegia la yuxtaposición de imágenes sobre la linealidad, recurre a connotaciones efectistas y contrastadas, y este lenguaje se enfoca al ámbito emocional, eclipsa la argumentación racional y suspende, por lo menos momentáneamente, la capacidad analítica de la audiencia, sumergiéndola en el ámbito de la emotividad.

Si queremos, entonces, como maestros convertir la televisión en objeto de aprendizaje, hay que –como dicen– educar para la recepción, y doy cuatro ejemplos de las estrategias que se están siguiendo en muchos países: hacer que los alumnos jueguen al televidente ciego (sólo se oye el audio) o al televidente sordo (sólo se ve la imagen), para que comprendan la complejidad del lenguaje de este medio y así descubran las mediaciones sensoriales a las que recurre. Ésta es una manera de deconstruirla, de llegar a sus entrañas, de comprenderla, de ponerse arriba de ella en la medida de lo posible.

Segunda estrategia: jugar al camarógrafo con una hoja de papel enrollada como para ver el escenario, para comprender cómo la televisión no está reflejando la realidad tal cual es, sino que la acomoda al efecto que busca.

Tercera estrategia, la cual es más analítica, más crítica: clasificar los programas y canales y analizar por qué tienen determinadas preferencias; después, debe iniciarse una discusión crítica de contenidos, intenciones, lenguajes y presentaciones.

El siguiente y último ejemplo: comprender el juego de mercadotecnia de la televisión, guiado por la racionalidad del rating para elevar sus ganancias, y lograr que los alumnos vean críticamente este juego. No lo van a destruir, pero lo van a superar, van a enseñar después a sus hijos a ver críticamente el anuncio, la telenovela, el imbécil programa de concursos y los noticieros.

Todo lo anterior sería educar para la recepción, o como también dicen “empoderar” a la audiencia. ¿Por qué no hacemos nada de esto en México? Muchas gracias.