Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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Maurice Maeterlinck, alegorías y símbolos
Gastón Compère

 

Sabemos que la palabra simbolista vino de la pluma de Jean Moréas y apareció impresa en la edición del 11 de agosto de 1885 de Le XIXe siècle. Más de un año transcurrió antes de que Moréas reincidiera y publicara en un artículo entregado al Supplément del Figaro del 18 de septiembre de 1886 una especie de manifiesto que no dejó contentos ni a los simpatizantes del movimiento ni a sus adversarios. Anatole France resumió la opinión general al respecto cuando el 26 de septiembre escribió en Le Temps: «Mi molestia proviene sobre todo de que no sé exactamente lo que es el simbolismo». En Gante, Maeterlinck vivía esa época en que los jóvenes de espíritu más diversos se agitaban, todos hartos de ver en la primera fila literaria «a los parnasianos sin aliento, a esas gentes que, bajo el pretexto del realismo y del naturalismo, remedaban a Balzac, a Flaubert, a Goncourt y a Zola, y se contentaban con fotografiar la realidad, con servir “episodios de la vida real”, apoyados por una pandilla de periodistas que hacían todo, incluidos los retruécanos». Pero en realidad no había ninguna reunión formal, ni siquiera en los cafés, de estos jóvenes más o menos encolerizados que querían salvar a la literatura, particularmente a la poesía, y que, de manera a menudo muy intelectual, volvían a las fuentes del romanticismo. André Fontainas, simbolista convencido, señala: «Se ha pretendido que el simbolismo fue una escuela. O las palabras han perdido su significado o el simbolismo no presenta ninguna de las características indispensables en la vida de una escuela… No es posible discernir, en el conjunto del grupo simbolista, más que una sola característica común: la restricción de no someterse a ninguna dirección magistral y exclusiva, de expresarse por su cuenta y riesgo, cada uno a su propia manera, de nunca verse influidos por la forma adoptada por sus congéneres». Se entiende, así, que Maeterlinck podía trabajar tranquilamente en su rincón, lejos de un París que poco frecuentaba. Se entiende también que nunca rechazó la palabra simbolista para referirse a él, así como a sus «congéneres». Si la palabra tuvo el éxito conocido y dio la apariencia de cohesionar a un grupo de individualidades muy diversas, es porque derivaba de la palabra símbolo y porque ésta designaba el procedimiento que todos ellos usaban sin excepción.
Mientras más se ve a estos escritores intentar en vano determinar los componentes de su movimiento, más claramente se deja ver que intentan, a menudo con cierta pertinencia, definir la palabra símbolo. Pero esto lleva tiempo. En 1900, el simbolismo todavía no aparece más que como una tentativa. No constituye, de ningún modo, un movimiento definido. Veintisiete años más tarde, Albert Mockel todavía se pregunta sobre la naturaleza exacta del símbolo y señala lo que le parece importante: «En los poetas realmente dotados, hay una operación psicológica singular en la que las imágenes dadas por los sentidos se iluminan y resuenan hasta el alma, luego de haberse impregnado de vida sentimental. Estas palabras que acabo de pronunciar podrían constituir una muy justa definición del símbolo». Las siguientes palabras son también de Mockel, y fueron dichas el mismo año: «En el arte de escribir hay un símbolo cuando una imagen o una sucesión de imágenes, cuando una alianza de palabras, una caricia musical, nos dejan entrever una idea y nos permiten descubrirla como si naciera en nosotros mismos». Buena definición, sin duda, pero que calla lo que Gourmont ya daba a entender en algunos de sus textos y que Barthes iba a poner en claro: «El símbolo no es la imagen, es la pluralidad misma de los sentidos». Me sería muy fácil listar la mayor parte de las definiciones que en la época se hicieron del símbolo. La lista, nos lo imaginamos, ya se hizo. Lo único que puedo hacer es remitir a los curiosos a la página 47 y siguientes de la Doctrine symboliste de G. Michaud. Este recuento, sin embargo, es bastante vano. Los oficiantes del «culto a la tinta y a la pluma» —como se expresa Henri de Régnier (lo que recuerda, en el caso de Maeterlinck, su propia definición: «un hombre que trabaja con pluma y papel»)—, estos jóvenes escritores estaban bastante de acuerdo, a fin de cuentas, con una definición que no hacían más que repetir cada quien a su manera, según su temperamento y su inclinación más o menos afirmada hacia la teorización. Atengámonos, pues, a la de Maeterlinck, que propuso a Jules Huret. «Sí, creo que hay dos tipos de símbolos: uno que se podría llamar símbolo a priori; el símbolo adrede, parte de abstracciones e intenta revestir de humanidad dichas abstracciones. El prototipo de esa simbología, que toca muy de cerca a la alegoría, se encontraría en el segundo Faust y en algunos cuentos de Goethe, su famoso Märchen aller Märchen, por ejemplo. La otra especie de símbolo sería más bien inconsciente, tendría lugar a espaldas del poeta, a menudo a pesar suyo, e iría, siempre así, más allá de su pensamiento; es el símbolo que nace de toda creación genial de humanidad; el prototipo de esta simbología se encontraría en Esquilo, Shakespeare, etc.»
Se constata que Maeterlinck ve las cosas desde arriba. Por fortuna, acepta descender de las alturas. «Desde un punto de vista más restringido, sería lo mismo para las imágenes, que son los asientos, en cierto modo madrepóricos, sobre los que se elevan las islas del símbolo.» Pero en esto no hay ninguna explicación. Es un poco como si encontrara natural que el lector hiciera la transposición, y que esta transposición se impusiera. Casi se podría esperar que dijera: «Vean a los poetas». No sería, a fin de cuentas, una mala idea. Agreguemos que es mediante la intuición que el poeta escoge, acerca, une las imágenes dispersas que la naturaleza le ofrece, y, al hacerlo, revela el significado ideal de las imágenes naturales. De ahí (y esto aparece claramente en los dramas de Maeterlinck), una valoración muy perceptible de las imágenes ofrecidas por el mar, el bosque, los astros, el viento, etc., valoración que se encuentra en la base, para retomar las palabras de Verlaine, de una verdad poética, imprecisa y precisa, de una vida y una vivacidad destacables.
No es útil, me parece, volver, mediante otra vía, al significado general de las obras del primer teatro, en el que la actividad del personaje sublime se ve diversamente utilizada cuando la obra es simbólica, y se ausenta más o menos cuando se ofrece como alegórica. En el marco de este ensayo, me parece que resulta mucho más interesante estudiar los medios, exactamente diversificados, empleados por Maeterlinck para, en resumidas cuentas, hacernos soñar. No es inútil, tal vez, traer a colación aquí la opinión de nuestro autor en 1890 (Un théâtre d’androïdes), opinión según la cual en «el instinto de la muchedumbre», el teatro es «el templo del sueño» [subrayado de MM]. En su teatro, para Maeterlinck, se trata, en primer término, de hacer sobre todo soñar, si no a los intelectuales, sí al menos a un público de gente cultivada. Al respecto, resulta sin embargo destacable que haya resistido el golpe de Cyrano de Bergerac. La razón es que este teatro es el de una élite, y el de una élite afirmada cuyo papel, a la postre, consiste en abrir caminos nuevos y permitir las evoluciones del alma. Cyrano era casto en su fábula; y la pieza, estéril en la historia de la literatura. El simbolismo era por demás ubérrimo, y uno no puede sorprenderse de que el primer teatro de Maeterlinck haya fecundado el espíritu de tantos dramaturgos modernos.
Con todo, no tengo la intención de hacer un análisis profundo de los medios que Maeterlinck empleó a lo largo de sus obras no sólo para hacernos soñar sino, también, para volvernos sensibles, e intelectualmente sensibles, a una realidad que no percibe la conciencia de los personajes, y cuyo espectador (o mejor aún: cuyo lector) sólo tiene conciencia por mediación de la imagen. En este terreno, Maeterlinck se mostrará, en su primer teatro, de una inventiva constante. Las soluciones que aporta en cada caso —siempre casos especiales— son siempre de una gran ingeniosidad y a menudo se acompañan de la impronta del genio. Se trata de un genio que le nace, sin duda, de sus dones, pero sobre todo de su trabajo. Estas pequeñas piezas no tienen, por fortuna, nada del ruidito de Cyrano y de su exceso verbal. Pensamos en la confidencia que Maeterlinck le hizo a Adolfo Brisson: «Sólo me gustan [sus obras] cuando las llevo en la mente. La concepción es delicia pura. La ejecución es un tormento. Y luego se pasan tantos trabajos para encontrar la expresión precisa, adecuada a la idea. Casi siempre se está más acá o más allá. ¡Ah! ¡No es un arte fácil!» Un arte: la palabra ha sido pronunciada. Ya lo había sido. Y lo seguirá siendo. No buscamos, pues, en el propósito de las obras las razones de este propósito. La obra no deja de darse ella misma a luz. Cuesta al autor esfuerzos constantes, búsquedas retomadas sin cesar. Si es posible compararlo con otros creadores, será con otros artistas, y de los más grandes, y sobre todo del Flandes de su infancia y de su juventud. Un Van Eyck, por ejemplo, que sólo de verlo, a decir de Georgette Leblanc, le hacía palidecer y le alteraba la voz. La misma paciencia, la misma meticulosidad al servicio de una obra. Esta faceta artística del personaje lo aleja marcadamente de los poetas, y particularmente de aquellos para quienes, como Verhaeren, importa el aliento, o de esos pintores expresionistas a los que se veía despuntar en el horizonte de las artes y en quienes, como se sabe, la representación de las pasiones humanas pasa por la resolución de los problemas técnicos. Es sintomático, por otra parte, que un espíritu ilustrado y amistoso como el de Van Lerbergh no designe a Maeterlinck más que con la palabra artista. Sintomático también que nada sea menos espontáneo que su poesía, en la que lo insólito de la imagen —de una imagen meditada por su poder— enciende el fuego de «la inspiración». Imagino bastante bien a Maeterlinck como a un miniaturista al servicio de un gran proyecto.
Aunque sea muy conocido, traigo de nuevo a colación ese texto en el que, abriéndose al inevitable Jules Huret, Mallarmé dijo: «Nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que está hecho de adivinar poco a poco: sugerirlo, he aquí el sueño. Es el uso perfecto de este misterio lo que instituye el símbolo: evocar poco a poco un objeto para mostrar un estado de ánimo, o, a la inversa, escoger un objeto y liberar un estado de ánimo a través de una serie de desciframientos». En el plano de la poesía, Mockel se hace oír: «El poeta debe buscar menos concluir que dar que pensar, de tal suerte que el lector, colaborando a través de lo que adivina, completa por sí mismo las palabras escritas». Una frase casi semejante se aplica al dramaturgo, de «tal suerte que el espectador, colaborando a través de lo que adivina, acaba por sí mismo las palabras oídas». Tan aparente como «el medio [del símbolo] es la sugestión». Y Charles Morice, confiándose también a Huret, agrega: «Se trata de dar a la gente el recuerdo de algo que nunca han visto». Esto, sin duda, es verdad para la poesía. En lo que respecta al teatro de Maeterlinck, no habría que eliminar lo que aporta la palabra recuerdo, sino fundir esa aceptación en la presencia. Podemos comprobarlo: no estamos lejos de Platón. Antes incluso de que Pelleas et Mélisande fuera representada, Saint-Pol-Roux había visto correctamente que el genio de Maeterlinck era «todo sugestividad, genio que indica, no queriendo consumar». Sugerir: todas las innovaciones de Maeterlinck al teatro no tienen otro objetivo. Sugerencia, evidentemente, y ante todo, del personaje sublime. Pero sugerencia igualmente de esos sentimientos por entero inconscientes, o que comienzan a ascender hacia la luz de la conciencia, y se afanan en ello. Estos sentimientos, que se reducen prácticamente al solo temor y al solo amor, estos sentimientos, una vez nacidos, intactos como el dolor de las almas impotentes llegadas «a los confines de esa gran verdad inmóvil que congela la energía y el deseo de vivir».
Maeterlinck adivina mejor que nadie el principal peligro al que se expone una realidad sugerida: el de no ser comprendida. No se hace la más mínima ilusión sobre el espectador: incluso de buena voluntad, éste choca con un dramaturgo cuyo mundo puede serle extraño. ¡Sólo Dios sabe si alguna vez el espectador francés ha rezongado al afrontar ese mundo que, sin embargo, se ofrece incluso cuando se hurta! Se entiende fácilmente, en este terreno, el éxito de Cyrano. ¡Pero el éxito de un flamenco! y, por encima del mercado, ¡el de un flamenco que sugiere su propia verdad! Este éxito, Maeterlinck sólo lo debe al hecho de que sus obras estaban en el espíritu del tiempo, y hablo del que respiraba una juventud idealista y algunos críticos clarividentes en quienes muchos tuvieron confianza. Pero, al tiempo que se deplora, es posible entender que Debussy haya soñado para Maeterlinck una música que lo traicionara —esto sin quitar nada a la calidad intrínseca de esta música. Maeterlinck, quien si bien tiene la cabeza en las brumas de lo inconsciente no menos tiene sus pies de flamenco fuerte sobre la tierra, no se queda a la zaga. Un artista es un hombre que no deja de tomar en cuenta lo que la realidad le propone. Por más que Maeterlinck designe, con toda razón, al dramaturgo a través de la palabra Poeta (nótese la mayúscula), sabe también que, más que cualquier artista, debe tener en cuenta lo posible. Nada que ver con un artista como Bach, que escribía sus partituras diciendo: «¡Que los intérpretes se las arreglen!». Hay que reconocer que Maeterlinck, razonando algunas veces de este modo, corre riesgos tan graves como un buen número de directores prefieren evitarlos. Pero en Pélleas et Mélisande, ¿cómo escapar a la escena central, la de la cabellera descompuesta? ¡Qué de anécdotas más o menos chuscas al respecto! Porque el ridículo nunca está lejos, por desgracia, y a menudo lo rozan las emociones superiores. Es demasido fácil atravesar la frontera que los separa. Una vigilancia estricta es sin duda necesaria, y la más estricta disciplina en la dirección de los actores.
Maeterlinck mejor que nadie sabe en qué espacio escénico brumoso tiene que avanzarse. Sabe que es muy difícil pedir a los espectadores que colaboren. También ha tenido cuidado de introducir en la acción, por aquí, por allá, objetos alegóricos que iluminen a los espectadores pero no a los personajes.
Un ejemplo. En L’Intruse, la familia, bajo la lámpara, espera a la hermana del padre y del tío, mientras en el piso superior descansa la madre, recientemente salida viva de un alumbramiento terrible. Pero no es la hermana la que entra, sino una fuerza que, a través del juego de la alegoría, los espectadores identifican rápidamente como la muerte: no puede entrar en la propiedad más que a través de un bosque de cipreses —árboles—, en el Flandes de la época de los cementerios. Luego, he aquí que los ruiseñores dejan de cantar, que los cisnes se atemorizan, que los peces se sumergen, que los perros dejan de ladrar, que el frío entra en la casa, que las rosas se deshojan, que la puerta se niega a cerrarse. «Hay un silencio de muerte», dice el padre. Esto no basta. El espectador más obtuso debe ser ilustrado. Nueva indicación alegórica: el jardinero acaba de segar alrededor de la casa —un jardinero invisible—. La duda se hace presente.
Entre las imágenes alegóricas explícitas destacaría la de la corona de oro de Melisanda y la de su anillo de oro. Hay otras menos claras, pero que Maeterlinck ha tenido el cuidado de iluminar. La última escena del cuarto acto de La Princesse Maleine ve cometer el asesinato de la princesa. Tempestad. Tempestad que se prolonga en la primera escena del acto siguiente. Una muchedumbre espera en el cementerio. No ha adivinado nada del drama.
Un campesino. —¡Vean el castillo! ¡El castillo!
Otro. —¿Arde? —Sí .
Un tercero. —¡No, no! ¡Hay llamas verdes en las crestas de todos los techos!
La imagen puede parecer oscura. Maeterlinck nos da la clave: «Parecería que el infierno está alrededor del castillo», dice un anciano. En la escena siguiente: «Parecería que hay una fiesta en el infierno». Y: «se creería en los arrabales del infierno». A partir de esta explicación, otras imágenes se aclaran: la cruz (V, 1), y luego la pequeña torre (V, 2) se desploman en el foso y el estanque; el puente se desfonda y aísla al castillo; los animales se refugian en el cementerio, una ventana de la planta baja no se alumbra: la de la habitación de Maleine asesinada; bajo esta ventana, los cisnes levantan el vuelo repentinamente, salvo uno, que, con sangre en las alas, flota boca arriba.
Es inútil multiplicar los ejemplos en los que se confirma que Maeterlinck da prueba, para con los espectadores, de una mansedumbre evidentemente interesada. Pero ocurre que se remite completamente a su sagacidad intuitiva, al uso de símbolos, y hace uso de ellos incluso de manera menos clara, como si deseara desorientarlos, un poco a la manera en que el destino, del que él mismo sería la imagen, desorienta a sus víctimas.
Si hay símbolos cuya sugestión es tan evidente como el significado de la alegoría, otros son particularmente abstrusos y demandan reflexión en la lectura —reflexión no siempre recompensada— y de los cuales, si se les aborda una primera vez en la representación, no se puede retener más que el carácter de extrañeza. Es posible, por lo demás, que Maeterlinck no haya tenido otra ambición. Con el espectador juega un poco el juego del gato y el ratón. Frecuentemente lo orienta, cierto, pero también lo desorienta, y no me imagino, conociéndolo, que lo haga sin intención. Un ejemplo —uno solo— puede aclarar mi afirmación, el símbolo menos claro. Ablamore, viejo rey cuya sabiduría es pasiva, ama a Alladine, pequeña esclava que ha traído del fondo de la Arcadia. Llega al palacio Palomides, el novio de su hija Astolaine. La primera mirada que intercambian Palomides y Alladine los liga para siempre. Ablamore pierde la razón y los desorienta en los vastos subterráneos. Caídos al agua, no son salvados más que in extremis. En el último acto, Maeterlinck los coloca en dos habitaciones que dan sobre cada lado de un corredor «tan largo que sus últimos arcos se pierden en una especie de horizonte vaporoso» —corredor que los espectadores tienen bajo sus ojos. De esas dos habitaciones, la de Alladine se encuentra un poco más baja que la del joven hombre. Para curarlos, un solo remedio: «[…] sería necesario que consiguieran olvidarse uno del otro». De esta manera, las puertas de las dos habitaciones son cerradas. Precaución vana: Alladine y Palomides intercambian palabras de desconsuelo y mueren. «Un silencio. Astolaine y las hermanas de Palomides escuchan en medio de la angustia. Luego, la enfermera abre, desde el interior, la puerta de la habitación de Palomides, aparece en el umbral, hace un signo y todos entran en la habitación que se cierra. Nuevo silencio. Poco después, toca el turno a la puerta de Alladine, y se abre: la otra enfermera sale también y, al no ver a nadie, entra en la habitación, de la que deja la puerta abierta de par en par». La pieza finaliza.
Disposición escénica tan curiosa que no puede sino alertar y conmover en el espectador ese espíritu que requiere el misterio de todo lo que se sobreentiende. Es muy probable que, en un primer momento, Maeterlinck haya apuntado otro objetivo aparte del de dejar al espectador en esa especie de malestar tan delicioso y a menudo tan fecundo que sigue a una representación en la que nos ha sido dado soñar. Es posible, también, que este malestar, para disiparse, lleve al espectador a revivir el drama en la mente. Se distingue aquí ese doble y paradójico movimiento al que se libra este tipo de texto: quiere librarse de la obra, pero sólo se consigue este objetivo profundizando en ella.
Sin duda, por poco que uno se aplique a ello, se revela «la multiplicidad de los sentidos». Progongo uno, que algo vale. Astolaine (y las hermanas de Palomides, personajes comparsa) entran en la habitación del joven hombre. La puerta se cierra. El vacío y el silencio del corredor no estarán para hacer más sugestiva la escena final. La puerta cerrada sugeriría que el destino de Palomides está irremediablemente separado del de Alladine, pero Astolaine se encuentra en esa habitación: ¿no se encuentra ahí como la consagración de una nueva unión entre ella y Palomides? No olvidemos que, «según su espíritu», éste no había dejado de amar a Astolaine, ni que ésta no puede tardar en ir a encontrarlo en el más allá. («No tengo más que una hija», dice Ablamore a Alladine. «Las otras están muertas… La única que me queda también iba a morir… Pero un día se encontró con alguien a quien ya no esperaba y vi que perdió el deseo de morir…») En cuanto a la puerta de Alladine, al ser dejada abierta de par en par, ¿no simboliza una espera incansable, un llamado insatisfecho? Tan cierto como que «ellas [las mujeres] saben cosas que no sabemos y que tienen una lámpara que hemos perdido».
¿Es útil, en el marco de esta obra, mostrar las vicisitudes de estas imágenes, que Maeterlinck usa según sus necesidades? Símbolos progresivos, símbolos regresivos, símbolos que parecen evaporarse, o insisten, símbolos que giran hacia la alegoría, alegorías que se vuelven símbolos, imágenes-presagios, etc. No hay nada, o casi, en el espectáculo que no pida ser interpretado y que no soporte muy bien el análisis. Todas estas piezas son especies de habitaciones con ecos, donde pasan, vuelven a pasar, se perfilan, desaparecen para reaparecer, grandes sombras imperativas y, algunas veces, luces proféticas. Se concibe que, en esas condiciones, la imagen —lo que me gustaría llamar imagen dramática— deja de ser contemplada únicamente como un procedimiento. Participa en la magia del conjunto y, algunas veces haciendo caso omiso de su valor decorativo, nos es permitido contemplarla como un puro objeto de contemplación.
¿Dónde encontrar estas imágenes? «Lo difícil», ha escrito Bergson, «es dar a la palabra su fuerza de sugestión». Cierto. En la pieza, en su totalidad —lo que puede revelarse más trabajoso—, en una escena, en un fragmento de escena. Para que la sugestión sea posible y eficaz, precisa actuar en una atmósfera propicia. Atmósfera que Maeterlinck alcanzará a través del decorado. Hablar del decorado en Maeterlinck es hablar de todos los elementos del espectáculo, con excepción de los protagonistas. Más aún, como lo sugiero en otro lado, se podría incluso tener reservas frente a los de La Princesse Maleine. Basado al menos en mi experiencia de las representaciones a las que he asistido, los mejores decorados han sido aquellos que los directores sugerían, sobre todo a través de un empleo a menudo ingenioso de las luces. Maeterlinck mismo, basado en la experiencia de L’Intruse y de Aveugles, muestra al respecto la mayor sobriedad. En Pélleas et Mélisande: la puerta de un castillo, un bosque, una sala en el castillo, frente al castillo, etc. Un lugar a menudo designado a través de la palabra: «¡Abran la puerta!» «Ya no puedo salir de este bosque…» Es destacable que este decorado general sea, las más de las veces, un decorado verbal y que baste un mínimo de medios para sugerir ciertos aspectos. En este terreno, Maeterlinck no es inventivo, no quiere serlo, y es por esto por lo que no necesita serlo. La Princesse Maleine nos ofrece casi todo el decorado del que se hará uso en ese primer teatro.
Y sobre todo el castillo, que va a ganar en vetustez, en deterioro y en profundidad. Ya L’Intruse se desarrolla en «una sala bastante sombría de un viejo castillo». El hospicio en el que viven los ciegos es un «viejo castillo muy sombrío y muy miserable». En Pélleas et Mélisande: «Es verdad», dice Golaud, «que este castillo es muy viejo y muy sombrío… Es muy frío y muy profundo». Es particularmente descrito en Alladine et Palomides. «No puedo dejar de inquietarme cuando vuelvo al palacio», dice Alladine. «Es tan grande y yo soy tan pequeña, y me pierdo en él… Y luego todas esas ventanas abiertas al mar… No es posible contarlas… Y los corredores que giran sin razón; y otros que no giran y que se pierden entre los muros… Y las salas donde no me atrevo a entrar… Se diría que no he sido hecha para habitarlo o que no ha sido construido para mí… Una vez, me extravié en él… Empujé treinta puertas antes de encontrar la luz del día… Y no podía salir; la última puerta se abrió sobre un estanque… Y las bóvedas, frías todo el verano; y las galerías que se repliegan sin cesar sobre ellas mismas… hay escaleras que no llevan a ninguna parte y terrazas desde donde no se percibe nada…» Es suficiente. Otros castillos nos esperan. Esta obsesión por los castillos debe, en la vida de Maeterlinck, concretarse a través del castillo de Médan, que habitó de 1924 a 1930, y del palacio de Orlamonde, donde deseó morir. Pero Saint-Wandrille, que habitó trece años, de 1907 a 1920, era «una inmensa morada» donde se elevaban torres —esas torres parecidas a aquellas, simbólicas la mayor parte del tiempo, que se descubren en su primer teatro. De lo que se deduce que, en 1888, Maeterlinck no profetizaba al escribir: «Y los castillos soñados son los únicos habitables». Esos castillos del primer teatro son, a todas luces, la imagen del hábitat del hombre, rey desposeído: el planeta, o el universo, impregnado de su conciencia de ser. Y no hay que ser un gran sabio para ver en sus salas sombrías, sus subterráneos corrompidos y sus torres en ruina la influencia del dogma con que los jesuitas ganteses le habrían marcado el subconsciente y la imaginación: el del pecado original. Porque Maeterlinck, muy rápidamente, por más que se haya sustraído a las «verdades» de la doctrina cristiana, a la católica en particular, se impregnó de ella hasta la médula, no conservando de la misma, por temperamento, más que el aspecto negativo. Y toda su obra posterior, al menos la de su madurez, no será, a su manera, más que una forma de hacerse acogedora la vida.
Los juegos van a instaurarse en ese medio que existe entre el mar, que libera el alma, y el bosque, siempre sentido como asfixiante, entre la luz y la sombra, entre la pureza del espacio y los miasmas de las cuevas o los pantanos. Se entenderá sin mayor esfuerzo que no deja de haber interacción entre este decorado y los destinos que ahí se agitan furtivamente. No cabe imaginar esos personajes en un decorado de Becque o de Rostand, como tampoco a los héroes de estos autores en los decorados de Maeterlinck. Señalaría que si éste soñó y concibió esos decorados (sobre todo verbales) es, en primer lugar, porque deseaba hacer dramatizable la vida humana en lo que tiene «de más pura, de más profunda, de más inalterable». En segundo lugar, retrospectivamente, porque intentaba justificar esta dramatización. Es bien conocida la tesis de Adela Gerardino sobre el teatro de nuestro autor: «Su verdad [la de los personajes] toca íntimamente el mundo en el que se desarrolla el drama de su vida». Sin duda. Pero la razón de ser de este decorado toca la manera completamente especial en que Maeterlinck considera al ser humano. La verdad de éste está en otra parte. Se podría sostener que este teatro está sin cesar entre dos aguas. Se observa el espectáculo, pero el ojo no ve más que fenómenos cuya necesidad reside únicamente en una visión de orden estético. En realidad, debe nacernos, a nosotros, espectadores, un segundo par de ojos. De ojos que tienen la facultad de ver en otra parte. («Veo algo invisible», escribe Maeterlinck en Le Trésor des humbles).
El autor no deseaba que sus personajes fuesen delimitados con precisión. Se empeñaba en hacerles perder de esta manera la poca nitidez que hubiera podido darles el haberlos colocado en ciudades holandesas bien especificadas. Esta es la razón, escribe Max Nordau con justeza pero no sin exageración, por la que «deben llevar vestido, tener nombre y ocupar rangos humanos, y no ser, sin embargo, al mismo tiempo, más que sombras y nubes».
Señalemos, con todo, que existe otra razón más prosaica: es porque, en un drama poco desarrollado, era difícil, bajo pena de caer en la oscuridad y la confusión, hacer hablar entre ellos a los personajes sin que un nombre les fuera dado. Para Maeterlinck, lo ideal hubiera consistido, como en ciertos textos modernos, en no dar ningún nombre a sus personajes. Su sola presencia los hubiera identificado suficientemente: su silueta, sus hábitos, sus voces, su manera propia de hablar. Era inútil soñar con ello en una obra larga, pero la corta era propicia para este tipo de empresa, y se puede decir que Maeterlinck tuvo éxito. El padre, el tío, la hija, la segunda ciega de nacimiento, la ciega más vieja, la joven ciega, el anciano, el extraño, he aquí algunas maneras de designar personajes. Se sabe en Intérieur que la hija mayor se llama Úrsula: aquí era una cuestión más bien superflua. Debe haber una razón para este empleo, ¿pero quién puede darla con exactitud? En cuanto a las dos hermanas de Intérieur, sus nombres, que nos remiten a la escena evangélica, nos iluminan sobre su carácter e influyen, como es posible sospecharlo, sobre una visión tal vez demasiado prudente, demasiado atrozmente prudente, de la existencia.
Que se me permita, aquí, traer a mención una historia de la que me enteré a través de un hombre de letras, miembro de la Academia de la Lengua y de Literatura Francesa de Bélgica, de quien les daría voluntariamente el nombre si, justamente, no me hubiera pedido guardar una discreción absoluta.
«En esa época, veamos, esa fecha, me parece, de 1936, o 1937, discúlpeme, no estoy muy seguro del año, a menudo me encontraba con Georgette Leblanc, por la simple razón de que la ayudaba a escribir su Machine à courage. Le hablaría de ella con gusto. Pero, en este caso, no tendría importancia. Una noche me detiene y se franquea conmigo en estos términos:
“No le diría nada nuevo si le dijera que encontré a Maurice en 1895. El año siguiente vio la aparición de Douze Chansons. Ahí dejé una huella visible, que quiero mostrarle. La encontrará en la canción ‘Las siete hijas de Orlamonde’, de las que, a petición mía, hizo la séptima. La séptima: vea ahí lo que quiera, pero ahí hay algo que ver. Es sobre la palabra Orlamonde que llamo su atención. La forjamos juntos. Usted me sabe normanda, y Maurice conocía bien a Maupassant. Conocía, mejor que yo misma, lo he confesado, ese cuento titulado Le Horla. Recuerde, por favor, el mundo terrible y misterioso de donde viene esa entidad menos fantástica de lo que usted podría creer. Releí el cuento y le hice la observación de que recordaba a aquél en el que se agitaban sus marionetas. ‘Haga saltar la H inicial, le dije, esto lo hará más francés’. Sonrió y me concedió el favor. Piense ahora en esas siete hijas que vivían en el mundo de Orla… ¡Orlamonde! [¡Orlamundo!]. Entiendo que haya bautizado con esta palabra su ridículo palacio nizardo. Me han contado que se sentaba, durante la noche, con un arma en las rodillas. Es verdad, es cierto, no lo sé, pero es probable. Espera al monstruo como puede. Lo compadezco, verdaderamente, sí, por vivir así, en ese mundo abominable”.
Mi académico también sonríe. «La querida mujer, dice pasándose la mano sobre su rostro lampiño. El mundo de (H) Orla… Usted sabe: la acción de La Princesse Maleine se sitúa en Ysselmonde, en otras palabras, en la desembocadura —mundo, ¿no es cierto?, en holandés—, en la desembocadura del Yssel. Todo el llano país está estrellado, si se puede decir, de lugares en mundo, en otras palabras, de localidades que se encuentran en la desembocadura de los ríos. El mundo de (H) Orla, es chistoso…».
Es necesario decir que toda la historia es de mi invención, con la excepción de que mi académico conoció bien a Georgette Leblanc y, al menos de creerle, la ayudó en la redacción de su última obra. Sin embargo, no conté esta historia sin razón. Es porque llegó, a mi mesa de trabajo, un texto de Antoine Vitez, quien, como sin duda todos saben, es uno de los genios indiscutibles de la escena actual. Los entrego a sus reflexiones geniales a propósito de Pelléas et Mélisande, durante una escenificación de la ópera en la Scala de Milán. Léalo con atención, y respeto, por favor. «El sueño de los belgas es, en realidad, unir en un lugar único a la montaña, al bosque de Ardenne y al mar. Pelléas et Mélisande reúne de manera muy fina esos elementos. El lugar de la obra es exactamente Bélgica, pero es también un lugar imposible. Es una utopía en el sentido etimológico del término. Pelléas es la Bélgica imaginaria, la idea de Bélgica. Soñadora Bélgica. Además de que, desde el punto de vista de la civilización, este lugar reúne a dos pueblos, los valones en Ardenne y los flamencos en la costa. Y Bélgica en sus dos pueblos reunidos es Maeterlinck, perfectamente flamenco y perfectamente francés. Es un lugar en el que hay agua y bosque. Y el país de Allemonde es eso: Al= “todo” en holandés y monde [mundo] en francés. Y estas dos palabras reunidas significan: todo el mundo».
¿Qué? ¿Hay que reír o hay que llorar? Aquí está, a todas luces, una manera perfecta de interpretar como una tonta la veneración de un público no enterado. Y sobre todo, de una intelectual catedrática de las letras de la que prefiero callar su nombre y quien, luego de este texto genial, escribe: «La historia —o más bien las historias, ya que el análisis de las actas ha mostrado el policentrismo de una pieza conflictiva en la que la voz de un sujeto no alcanza a imponerse, dejando lugar al diálogo, o más exactamente al dialogismo…». Basta… Se podría, sin embargo, hacerle oír las palabras, traídas a cuento por Adolphe Brisson en Le Temps del 25 de julio de 1896, palabras que Bélgica inspira a Maeterlinck: «Es un país completo, en el que los aspectos más diversos de la humanidad están representados. Es muy venerable y muy joven; la fe supersticiosa de la Edad Media choca con el ateísmo revolucionario. El pasado y el futuro se codean. Ahí me encuentro bien y no tengo el proyecto de dejarlo».


Traducción de Agustín del Moral Tejeda