Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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La tragedia cotidiana
Maurice Maeterlinck

 

Hay en la vida cotidiana algo de trágico, mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que lo trágico de las grandes aventuras. Es fácil de sentir, pero difícil de mostrar, porque esa tragedia esencial no es simplemente material o psicológica. Ya no se trata aquí de la lucha determinada de un ser contra un ser, de la lucha de un deseo contra otro deseo o del eterno combate de la pasión y del deber. Se trataría más bien de hacer ver lo que hay de sorprendente en el solo hecho de vivir. Se trataría más bien de hacer ver la existencia de un alma en sí misma, en medio de una inmensidad que no está siempre inactiva. Se trataría más bien de hacer comprender, por cima de los diálogos ordinarios de la razón y de los sentimientos, el diálogo más solemne y no interrumpido del ser y de su destino. Se trataría más bien de hacernos seguir los pasos vacilantes y dolorosos de un ser que se acerca o se aleja de su verdad, de su belleza o de su Dios. Se trataría además de mostrarnos y hacernos oír mil cosas análogas que los poetas trágicos nos han hecho entrever de paso. Pero he aquí el punto esencial: lo que nos han hecho entrever de paso, ¿no se podría intentar mostrarlo antes de lo demás? Lo que se oye en El rey Lear, en Macbeth, en Hamlet, por ejemplo, el canto misterioso del infinito, el silencio amenazador de las almas o de los dioses, la eternidad que ruge en el horizonte, el destino o la fatalidad que se percibe interiormente sin que pueda decirse por qué señales se la reconoce, ¿no se podría, mediante no sé qué interversión de papeles, asimilarlos a nosotros mientras se alejaría a los actores? ¿Es aventurado afirmar que la verdadera tragedia de la vida, la tragedia normal, general y profunda, no empieza hasta el momento en que lo que llamamos las aventuras, los dolores y los peligros han pasado? ¿Hemos de creer que la felicidad no tiene el brazo más largo que la desdicha y que algunas de sus fuerzas no se acercan más que ésta al alma humana? ¿Es absolutamente necesario dar alaridos como los Atridas para que un Dios eterno se muestre en nuestra vida? ¿No es la tranquilidad la que es terrible cuando se reflexiona sobre ella y los astros la vigilan? Y el sentido de la vida, ¿se desarrolla en el tumulto o en el silencio? ¿No es al decirnos al fin de las historias: «Fueron felices» cuando la grande inquietud debiera hacer su entrada? ¿Qué sucede mientras son felices? ¿Acaso la felicidad o un simple instante de reposo no descubre cosas más serias y más estables que la agitación de las pasiones? ¿No es entonces cuando la marcha del tiempo y muchas otras marchas más secretas se hacen al fin visibles y las horas se precipitan? ¿Acaso todo eso no hiere fibras más profundas que la puñalada de los dramas ordinarios? ¿No es cuando un hombre se crece al abrigo de la muerte exterior cuando la extraña y silenciosa tragedia del ser y de la inmensidad abre realmente las puertas de su teatro? Al huir ante una espada desenvainada, ¿es cuando mi existencia llega a su punto más interesante? ¿Es siempre en un beso donde es más sublime? ¿No hay otros momentos en que se oyen voces más permanentes y más puras? Vuestra alma, ¿no florece más que en el fondo de las noches de tormenta? Se dirá que así se ha creído hasta ahora. Casi todos nuestros autores trágicos no ven más que la vida de otros tiempos, y se puede afirmar que todo nuestro teatro es anacrónico y que el arte dramático viene retrasado del mismo número de años que la escultura. No sucede lo mismo con la buena pintura y la buena música, por ejemplo, que han debido mezclarse y reproducir los rasgos más ocultos, pero no menos graves y sorprendentes de la vida de hoy. Han observado que esta vida no había perdido en exterioridad decorativa sino para ganar en profundidad, en significación íntima y en gravedad espiritual. Un buen pintor no pintará ya a Mario vencedor de los cimbrios o el asesinato del duque de Guisa; porque la psicología de la victoria o del homicidio es elemental y excepcional, y el ruido inútil de un acto violento ahoga la voz más profunda, más vacilante y discreta, de los seres y de las cosas. Representará una casa perdida en el campo, una puerta abierta al extremo de un corredor, un rostro o manos en reposo; y esas simples imágenes podrán añadir algo a nuestra conciencia de la vida; lo que es un bien que ya no es posible perder.
Pero nuestros autores trágicos, como los pintores mediocres que se retrasan en la pintura de historia, ponen todo el interés de sus obras en la violencia de la anécdota que reproducen. Y pretenden divertirnos con el mismo género de actos que regocijaban a los bárbaros habituados a los atentados, homicidios y traiciones que en sus cuadros representan, cuando la mayor parte de nuestras vidas pasan lejos de la sangre, de los gritos y de las espadas, y cuando las lágrimas de los hombres se han vuelto silenciosas, invisibles y casi espirituales…
Cuando voy al teatro, se me figura que me encuentro durante algunas horas entre mis antepasados, que tenían de la vida un concepto simple, seco y brutal, que yo no recuerdo y en el cual ya no puedo tomar parte. Veo un marido engañado que mata a su mujer, una mujer que envenena a su amante, un hijo que venga a su padre, un padre que inmola a sus hijos, hijos que hacen morir a su padre, reyes asesinados, vírgenes violadas, burgueses encarcelados, y toda la sublime tradición, pero, ¡ay!, ¡tan superficial y tan material!: sangre, lágrimas exteriores y muerte. ¿Qué pueden decirme unos seres que no tienen más que una idea fija y que tienen tiempo de vivir porque tienen que matar a un rival o a una amante?
Había venido con la esperanza de ver algo de la vida unida a sus fuentes y a sus misterios por lazos que no tengo la ocasión ni la fuerza de percibir todos los días. Había venido con la esperanza de entrever un momento la belleza, la grandeza y la gravedad de mi humilde existencia cotidiana. Esperaba que me mostrara no sé qué presencia, qué poder o qué Dios que vive conmigo en mi estancia. Esperaba no sé qué minutos superiores que vi sin conocerlos en medio de mis horas más miserables; y casi siempre no he descubierto más que un hombre que me ha dicho prolijamente por qué estaba celoso, por qué envenenaba o por qué se mataba.
Yo admiro a Otelo, pero no me parece vivir de la augusta vida cotidiana de un Hamlet, que tiene tiempo de vivir porque no obra. Otelo es admirablemente celoso. Pero, ¿no es quizá un viejo error el pensar que es en los momentos en que estamos poseídos de semejante pasión y de otras de igual violencia cuando vivimos verdaderamente? Me ha sucedido creer que un anciano sentado en su sillón, esperando simplemente bajo su lámpara, escuchando sin saberlo todas las leyes eternas que reinan en torno de la casa, interpretando sin comprenderlo lo que hay en el silencio de las puertas y de las ventanas y en la pequeña voz de la luz, sufriendo la presencia de su alma y de su destino, inclinando la cabeza, sin sospechar que todas las fuerzas de este mundo intervienen y vuelan en la estancia como servidoras atentas, ignorando que el sol mismo sostiene sobre el abismo la mesita en que se recoda, y no hay un astro del cielo ni una fuerza del alma que sean indiferentes al movimiento de un párpado que baja o de un pensamiento que se eleva, me ha sucedido creer que aquel anciano inmóvil vivía, en realidad, de una vida más profunda, más humana y más general que el amante que estrangula a su amada, el capitán que alcanza una victoria o «el esposo que venga su honor».
Se me dirá quizá que una vida inmóvil no sería muy visible, que hay que animarla con algunos movimientos y que estos movimientos variados y aceptables no se encuentran más que en el corto número de pasiones empleadas hasta aquí. No sé si es cierto que un teatro estático sea imposible. Hasta me parece que existe. La mayor parte de las tragedias de Esquilo son tragedias inmóviles. No hablo de Prometeo ni de Las Suplicantes donde no pasa nada; pero toda la tragedia de Las Coéforas, a pesar de ser el drama más terrible de la antigüedad, patalea como un mal sueño ante la tumba de Agamenón, hasta que el homicidio surja, como un relámpago, de la acumulación de las plegarias que se doblan sin cesar sobre sí mismas. Examinemos desde este punto de vista otras de las tragedias más bellas de los antiguos: Las Euménides, Antígona, Electra, Edipo en Colona. «Admiraron», dice Racine en su prefacio de Berenice, «admiraron el Ayax de Sófocles, que no es más que Ayax que se mata a causa del furor que siente porque le han negado las armas de Aquiles. Admiraron el Filoctetes, que tiene por todo asunto el acto de Ulises yendo en busca de las flechas de Hércules. El mismo Edipo, aunque lleno de reconocimientos, está menos cargado de materia que la tragedia más sencilla de nuestros días».
¿Qué es esto sino la vida casi inmóvil? Habitualmente, en estas obras, ni siquiera hay acción psicológica, que es mil veces superior a la acción material y que parece indispensable, pero que llegan, sin embargo, a suprimir o a reducir de una manera maravillosa, para no dejar subsistir más interés que el que inspira la situación del hombre en el universo. Aquí ya no estamos entre bárbaros y el hombre no se agita ya en medio de las pasiones elementales que no son las únicas cosas interesantes que hay en él. No se trata ya de un momento excepcional y violento de la existencia, sino de la existencia misma. Hay mil y mil leyes más poderosas y más venerables que las leyes de las pasiones; pero esas leyes lentas, discretas y silenciosas como todo lo que está dotado de una fuerza irresistible no se perciben sino en la penumbra y el recogimiento de las horas tranquilas de la vida.
Cuando Ulises y Neoptólemo vienen a pedir a Filoctetes las armas de Hércules, su acción en sí es tan simple y tan indiferente como la de un hombre de nuestros días que entra en una casa para visitar a un enfermo, de un viajero que llama a la puerta de una posada, o de una madre que espera junto al fuego el regreso de su hijo. Sófocles marca de paso con un rasgo rápido el carácter de sus héroes. Pero, ¿no puede afirmarse que el interés principal de la tragedia no se encuentra en la lucha que en ella se ve entre la habilidad y la lealtad, entre el deseo de la patria, el rencor y la obstinación del orgullo? Hay otra cosa; y es la existencia superior del hombre que se trata de hacer ver. El poeta añade a la vida ordinaria un no sé qué que es el secreto de los poetas, y de pronto aquélla aparece en su prodigiosa grandeza, en su sumisión a las fuerzas desconocidas, en sus relaciones que no acaban, y en su miseria solemne. Un químico deja caer algunas gotas misteriosas en un vaso que no parece contener más que agua clara; y en seguida un mundo de cristales se eleva hasta los bordes y nos revela lo que había en suspenso en el vaso, en que nuestros ojos incompletos no habían distinguido nada. De la misma manera, en Filoctetes, parece que la pequeña psicología de los tres personajes principales no forma más que las paredes del vaso que contiene el agua clara, que es la vida ordinaria en que el poeta va a dejar caer las gotas reveladoras de su genio…
Por consiguiente, no es en los actos, sino en las palabras, donde se encuentran la belleza y la grandeza de las hermosas y grandes tragedias. ¿Y se encuentran solamente en las palabras que acompañan y explican los actos? No; es preciso que haya otra cosa, además del diálogo exteriormente necesario. Las únicas palabras importantes de una obra son generalmente las que de pronto parecen inútiles. En éstas se encuentra su alma. Al lado del diálogo indispensable, hay casi siempre otro diálogo que parece superfluo. Examinemos atentamente y se verá que es el único que el alma escucha profundamente, porque sólo allí es donde se le habla. Se reconocerá también que es la calidad y la extensión de este diálogo inútil lo que determina la calidad y el alcance inefable de la obra. Cierto es que en los dramas ordinarios, el diálogo indispensable no responde en manera alguna a la realidad; y lo que constituye la belleza misteriosa de las tragedias más bellas se encuentra justamente en las palabras que se dicen al lado de la verdad estricta y aparente. Se encuentra en las palabras que están conformes con una verdad más profunda e incomparablemente más cercana del alma invisible que sostiene el poema. Hasta se puede afirmar que el poema se acerca a la belleza y a una verdad superior a medida que elimina las palabras que explican los actos para reemplazar con palabras que explican no lo que se llama un «estado de alma», sino no sé qué esfuerzos imperceptibles e incesantes de las almas hacia su belleza y hacia su verdad. En igual medida se acerca también a la vida verdadera. A todo hombre, en la vida cotidiana, le sucede el tener que resolver con palabras una situación muy grave. Reflexionemos un instante sobre ello. ¿Es siempre en tales momentos, es siquiera ordinariamente lo que decimos o lo que se nos contesta lo que más importa? ¿No se ponen en juego otras fuerzas, otras palabras que no se oyen y que, sin embargo, determinan el acontecimiento? Lo que digo, con frecuencia importa poco; pero mi presencia, la actitud de mi alma, mi porvenir y mi pasado, lo que nacerá de mí, lo que en mí ha muerto, un pensamiento secreto, los astros que me aprueban, mi destino, mil y mil misterios que me rodean, y nos circundan, he aquí lo que nos habla en ese momento trágico y he aquí lo que me responde. En ninguna de mis palabras y en ninguna de las de los demás hay todo esto, y es esto sobre todo lo que vemos, y es esto sobre todo lo que oímos a pesar nuestro. Si has venido tú, «el esposo ultrajado», «el amante engañado», «la mujer abandonada», con el intento de matarme, no serán mis súplicas más elocuentes las que puedan detener tu brazo. Pero es posible que encuentres entonces una de esas fuerzas inesperadas y que mi alma, que sabe que velan en torno mío, te diga una palabra secreta que te desarme. He aquí las esferas en que las aventuras se deciden, he aquí el diálogo cuyo eco sería necesario oír. Y, en efecto, este es el eco que se oye —aunque en extremo debilitado y variable—, en alguna de las grandes obras de que hablaba hace un momento. Pero, ¿no se puede intentar el acercarse más a esas esferas en que todo pasa «en realidad»?
Parece que se quiere intentar. Hace algún tiempo, a propósito de un drama de Ibsen en que se oye trágicamente ese diálogo «del segundo grado» a propósito de Solness el Constructor, yo trataba torpemente de penetrar esos secretos. Sin embargo, son trazos análogos de mano del mismo ciego en la misma pared y que se dirigen también hacia los mismos resplandores. En Solness, ¿qué es lo que el poeta ha añadido a la vida para que nos aparezca tan extraña, tan profunda y tan inquietante bajo su puerilidad exterior? No es fácil descubrirlo y el viejo maestro guarda más de un secreto. Hasta parece que lo que ha querido decir es poca cosa comparado con lo que ha tenido necesidad de decir. Ha dado libertad a ciertas potencias del alma que nunca habían estado libres y quizá ha sido poseído por ellas. «¿Veis, Hilde», exclama Solness, «veis? Hay hechicería en vos lo mismo que en mí. Esta hechicería es lo que hace obrar a las fuerzas exteriores. Y es preciso ceder. Que se quiera o no, es preciso.»
Hay hechicería en ellos como en todos nosotros. Hilde y Solness son, creo yo, los primeros héroes que se sienten vivir un instante en la atmósfera del alma, y esa vida esencial que han descubierto en ellos, más allá de su vida ordinaria, los asusta. Hilde y Solness son dos almas que han entrevisto su situación en la vida verdadera. Hay más de una manera de conocer a un hombre. Tomo, por ejemplo, dos o tres seres que veo casi todos los días. Es probable que, durante mucho tiempo, no los distinguiré más que por sus gestos, sus costumbres exteriores o interiores, su manera de sentir, de obrar y de pensar. Pero, en toda amistad algo análoga, llega un momento misterioso en que vemos, por decirlo así, la situación exacta de nuestro amigo respecto a lo desconocido que lo rodea, y la actitud del destino para con él. A partir de ese momento es cuando él nos pertenece verdaderamente. Hemos visto ya de qué manera los acontecimientos se portarían con él. Sabemos que éste en vano se retirará al fondo de sus moradas y permanecerá tan inmóvil como pueda por temor de agitar algo en los grandes depósitos del porvenir: su prudencia no servirá de nada, y los acontecimientos innumerables que le son destinados lo descubrirán donde quiera que se esconda y llamarán sucesivamente a su puerta. Y por otra parte, no ignoramos que este otro saldrá inútilmente en busca de todas las aventuras: siempre volverá con las manos vacías. Parece haber nacido sin razón una ciencia infalible en nuestra alma el día en que nuestros ojos se abrieron así, y estamos seguros de que tal acontecimiento que parece hallarse, sin embargo, al alcance de la mano de tal hombre, no podrá alcanzarlo.
Desde ese momento, una parte especial del alma reina sobre la amistad de los seres más ininteligentes y aun de los más oscuros. Hay una especie de transposición de la vida. Y cuando encontramos por casualidad a uno de los que conocemos así, mientras hablamos de la nieve que cae o de las mujeres que pasan, hay en cada uno de nosotros una pequeña cosa que se saluda, se examina, se interroga sin que lo sepamos, se interesa en conjeturas y habla de acontecimientos que no nos es posible comprender…
Creo que Hilde y Solness se encuentran en este caso y se ven de esa manera. Sus palabras no se parecen a nada de lo que hasta aquí hemos oído, porque el poeta ha intentado mezclar en una misma expresión el diálogo interior y exterior. Reinan en este drama sonambúlico no sé qué fuerzas nuevas. Todo lo que en él se dice oculta y descubre a la vez las fuentes de una vida desconocida. Y si nos asombramos por momentos, no hay que perder de vista que nuestra alma es con frecuencia, a nuestros pobres ojos, una fuerza muy loca, y que hay en el hombre muchas regiones más fecundas, más profundas y más interesantes que las de la razón o de la inteligencia…

Traducción de Juan Bautista Ensenat