Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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De Senderos en la montaña
Maurice Maeterlinck

 

En el umbral de la colmena
I
El poder de los muertos

En un librito que es una especie de extraña obra maestra, La villa encantada, una novelista inglesa, mistress Oliphant, nos muestra a los muertos de una villa provinciana que, de pronto, indignados por la conducta y las costumbres de los que habitan la ciudad que ellos fundaran, se rebelan, invaden las casas, las calles y las plazas públicas, y mediante la presión de su multitud innumerable, omnipotente, aunque invisible, hacen retroceder a los vivos, les arrojan fuera de las puertas de la villa, y, montando la guardia, no les permiten volver a traspasar los muros sino después que un tratado de paz y de penitencia ha purificado los corazones, reparado los escándalos y asegurado un porvenir más digno.
Hay sin duda ninguna bajo esta ficción, que nos parece llevada un poco lejos, porque no vemos sino las realidades materiales y efímeras, una gran verdad. Los muertos viven y se mueven entre nosotros mucho más real y más eficazmente de lo que sabría pintarlo la imaginación más aventurera. Es muy dudoso que permanezcan en sus tumbas. Cada vez va pareciendo más cierto que jamás se dejaron encerrar en ellas. No hay bajo las losas que creemos les aprisionan otra cosa que un poco de ceniza que ya no les pertenece, que han abandonado sin pesar, y de la cual, probablemente, ya no se dignan acordarse. Todo cuanto fue ellos permanece entre nosotros.
¿Bajo qué forma, de qué manera? Después de tantos millares, tal vez millones de años, aún no lo sabemos, y ninguna religión ha podido decírnoslo con certidumbre satisfactoria, aunque todas hayan tenido empeño en hacerlo; mas se puede, por ciertos indicios, esperar aprenderlo.

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Sin considerar más una verdad poderosa, pero confusa, que, por ahora es imposible precisar ni hacer sensible, atengámonos a lo que es incontestable.
Como ya lo he dicho en otra parte, sea cual fuere nuestra fe religiosa, hay en todo caso un lugar en el que nuestros muertos no pueden perecer, en el que continuarán existiendo tan real y a veces más activamente que cuando estaban en la carne. Esa morada viva, y ese lugar consagrado que para aquellos a quienes hemos perdido se convierte en paraíso o en infierno, según nos acerquemos o nos alejemos de sus pensamientos y de sus votos, se encuentra en nosotros mismos.
Y sus pensamientos y su votos son siempre más altos que los nuestros. Así, pues, iremos hacia ellos, elevándonos. Nosotros debemos dar los primeros pasos; ellos ya no pueden descender, mientras que a nosotros siempre nos es posible subir, porque los muertos, hayan lo que hayan sido en su vida, llegan a ser mejores que los mejores de entre nosotros. Los menos buenos, al despojarse de su cuerpo, se han despojado de sus vicios, de sus mezquindades, de sus flaquezas, que también desaparecen muy pronto de nuestra memoria, y sólo permanece el espíritu, que es puro en todo hombre y no puede querer sino el bien. Y no hay muertos malos, porque no hay almas malas. Por eso, a medida que nos purificamos, volvemos a dar la vida a los que ya no eran y transformamos en cielo nuestro recuerdo en el cual habitan.

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Y lo que fue siempre verdad para todos los muertos lo es mucho más hoy cuando sólo los mejores están elegidos para la tumba.l En la región que nos figuramos subterránea, a la cual llamamos el reino de las sombras, y que es, en realidad, la región etérea y el reino de la luz, ha habido perturbaciones tan profundas como las que hemos experimentado en la superficie dc nuestra Tierra. Los jóvenes la han invadido por todas partes y, desde el origen de este mundo, nunca fueron tan numerosos ni estuvieron tan llenos de fuerza y de ardor. Mientras que, en el curso habitual de los años, la morada de los que nos dejan no recoge sino existencias cansadas y agotadas, no hay uno solo en esta multitud incomparable que, repitiendo la expresión de Pericles, “no haya salido de la vida en lo más fuerte de la gloria”. No hay uno solo que haya no descendido, sino subido hacia la muerte, cubierto del sacrificio más grande que el hombre puede ofrendar a una idea que no puede morir. Sería menester que todo lo que hemos creído hasta este día, todo lo que hemos intentado alcanzar más allá de nosotros mismos, todo lo que nos ha hecho ascender hasta el punto en que estamos, todo lo que ha superado los días malos y los malos instintos de la naturaleza humana, no hubiese sido más que ilusiones y mentiras para que tales hombres, tal amontonamiento de mérito y de gloria, se anonadasen realmente, desa pareciesen para siempre, quedasen para siempre inútiles y sin voz, para siempre sin acción sobre un mundo por el cual han dado la vida.

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Es apenas posible que sea así desde el punto de vista de la supervivencia exterior de los muertos, pero es absolutamente seguro que no lo es desde el punto de vista de su supervivencia en nosotros mismos. Aquí nada se pierde y nadie perece. Nuestros recuerdos están hoy poblados de multitud de héroes caídos en la flor de la edad y muy diferente de la pálida cohorte de antaño, casi únicamente compuesta de ancianos que ya, antes de salir de la tierra, no existían. Debemos decirnos que ahora, en cada una de nuestras casas, en nuestras ciudades como en nuestros campos, en el palacio como en la más sombría choza, vive y reina un joven muerto en todo el esplendor de su fuerza. Llena con una gloria, que jamás se hubiese atrevido a soñar, la morada más pobre y más negra. Su presencia constante, imperiosa e inevitable, esparce en ella y conserva una religión y pensamientos que en ella no se conocían; consagra cuanto la rodea, obliga a los ojos a mirar más alto y al espíritu a no volver a bajar, purifica el aire que allí se respira, las palabras que se pronuncian y las ideas que se van forjando. Y pasando de cada uno al que está más cerca, como nunca se había tenido ejemplo tan vasto, ennoblece, exalta y levanta a todo un pueblo.

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Muertos semejantes tienen un poder tan fecundo como la vida y menos precario que ella. Es terrible haber debido pasar por esta experiencia, porque es la más implacable y la primera en masas tan enormes que la humanidad haya soportado; mas ahora que la prueba ha pasado, pronto recogeremos los más inesperados frutos. No tardaremos en ver ensancharse las diferencias y divergir los destinos entre las naciones que han adquirido todos esos muertos y toda esa gloria y las que estuvieron privadas de ellos y de ella y se comprobará con asombro que, las que conservan su riqueza y sus hombres, son las que más han perdido. Hay pérdidas que son ganancias inestimables y ganancias en las cuales se pierde el porvenir. Hay muertos que los vivos son incapaces de reemplazar y cuyo pensamiento hace cosas que los cuerpos no pueden realizar. Hay muertos cuyo empuje sobrepasa la muerte y vuelve a encontrar la vida y, en esta hora, casi todos somos mandatarios de un ser más grande, más noble, más grave, más cuerdo y más vivo que nosotros. Con todos aquellos que le acompañan será nuestro juez, si es verdad que los muertos pesan el alma de los vivos y que de su sentencia depende nuestra felicidad. Será nuestro guía y nuestro protector, porque es la primera vez desde que la Historia nos revela sus desdichas que el hombre siente volar sobre su cabeza y hablar dentro de su corazón tal multitud de muertos semejantes.

Traducción
de María Martínez Sierra

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