Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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El reconocimiento de la UV “me causa mayor alegría que el Premio Nacional”
No imagino mi vida sin la docencia y sin la aplicación práctica del conocimiento:
Ida Rodríguez

Ida Rodríguez Prampolini

Palabras pronunciadas durante la sesión solemne del Consejo
Universitario General en que fue distinguida con el grado de doctor Honoris Causa por la Universidad Veracruzana, el 29 de agosto de 2003.
 

Cuando en febrero del 2001 recibí el Premio Nacional de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, ninguna autoridad de Veracruz me acompañó al acto, me sentí desamparada. La disculpa de un alto funcionario de la cultura fue: “Doctora nadie es profeta en su tierra”, por ello el grado Honoris Causa que hoy recibo de la Universidad Veracruzana me causa mayor alegría que el Premio Nacional. Gracias señor rector Víctor Arredondo y gracias a todos los integrantes de la Facultad de Historia, del Instituto de Artes Plásticas y del Consejo Universitario, quienes me han hecho merecedora de este honor, que aprecio profundamente por tratarse de la Universidad de mi estado natal y una de las mejores del país.

En la Ciudad de Veracruz, en la que nací, hasta hace unas décadas estaban vivos en la población el orgullo y la satisfacción de pertenecer a un centro liberal, abierto a las ideas avanzadas y eje de la historia nacional.

Los veracruzanos aprendimos y sigue repitiéndose en la actualidad, pero ya de manera vacía y retórica, que Veracruz es la puerta de entrada de todo lo bueno y lo malo que ha pasado por nuestro país. Que Veracruz, en suma, es custodio esencial y motor de la historia de México. Hoy, el sentimiento de patriotismo local se ha perdido entre la juventud, pero hace muchos años, cuando estudié hasta el bachillerato en el célebre Ilustre Instituto Veracruzano, la historia oral, en el más justo sentido de lo que es, se practicaba tanto entre las clases cultivadas como entre el pueblo en general. Se gozaba de una simpática altanería basada en la seguridad de descender de una estirpe de libertadores, defensores de la patria. En cada veracruzano había un historiador, elemental si se quiere, pero con pretensiones de conocer la historia local y un héroe dispuesto a dar la vida ante cualquier invasor. Cada adolescente jarocho nos sentíamos un Azueta, un Uribe o un Alacio Pérez en potencia.

Las niñas de la escuela primaria oficial en la que estudié, éramos llevadas por nuestras patriotas y muy excepcionales profesoras de la Escuela Josefa Ortiz de Domínguez a caminar por el centro histórico del Puerto, aprendiendo al mismo tiempo la situación de las calles de la ciudad y las vidas de los héroes que les daban nombre. Benito Juárez, Miguel Lerdo, Arista, Esteban Morales cobraban vida ante nosotras. Al tomar la calle Hernán Cortés, que conduce al mercado, la lección de la historia a veces se tornaba, ante nuestro asombro e incomprensión, en una discusión pública sobre si debería quitarse o no ese nombre odiado por la mayor parte del pueblo. Transeúntes que se detenían a oír la clase, intervenían exaltados.

No sé si existe en nuestro país alguna otra ciudad que lleve en sus calles el nombre del conquistador, pero que haya una justo en el Puerto de Veracruz es muy significativo para entender las contradicciones de su composición social. Las visitas a San Juan de Ulúa, al Fuerte de Santiago, a las Atarazanas y el recorrido por donde había pasado la muralla eran motivo de imaginativas lecciones de historia patria. El método de enseñanza viva de la historia por parte de maestros y transeúntes fueron lecciones inolvidables en mi formación.

Tuve la fortuna de nacer en una familia en la que mi madre dedicó su vida a una labor social. Fue una de las fundadoras de la Cruz Roja del Puerto, hizo el primer jardín de niños, Número 1 que aún existe, y durante 20 años sostuvo con su trabajo, callado y constante, un comedor infantil para 300 niños pobres, en el sitio que hoy ocupa el dif Municipal. Mi padre fue médico de profesión, impartía clases en el Ilustre Instituto Veracruzano y en la Escuela Naval, fue fundador y director de la Secundaria Libre donde yo estudié y también uno de los fundadores y maestro, hasta su muerte, de las facultades de Medicina y Enfermería de esta Universidad en el Puerto. En las dos facultades lo velaron cuando murió. Culto, erudito, sabio y generoso fue nuestro profesor de tiempo completo. Siendo hijo de cubanos mi padre hizo de José Martí el apóstol, la figura señera de nuestra educación en el hogar. Crecimos leyendo a Martí.

Mi familia se movía en todas las capas sociales. La clase adinerada del Puerto era conservadora, mocha, discriminadora e inculta, formada en su mayor parte por españoles de reciente inmigración, dueños del comercio, de las poquísimas industrias (jabonerías, panaderías, tabaquerías, alcoholerías) y de dos bancos dedicados casi exclusivamente a préstamos hipotecarios. Una reciente inmigración de libaneses y algunas familias judías manejaban el comercio local, junto con los españoles. Casi todas las niñas bien estudiaban en colegios de monjas y los niños en la Escuela del Casino Español, en donde se les obligaba a hablar con la “z” y a defender los grandes beneficios de la conquista española, obviamente la lengua y la religión como primordiales.

Un pequeño grupo de profesionistas, todos ellos liberales ilustrados, mandaba a sus hijos a escuelas públicas. Mis hermanos y yo fuimos de los que estudiamos en escuelas de gobierno en donde se enseñaba la historia opuesta a la española, la indigenista, y como nos tocaron los primeros estudios en la década de los años treinta y cuarenta, crecimos en el más exacerbado nacionalismo. Los niños de mi familia fuimos de los pocos blancos que jugaban con los hijos de las familias negras confinadas en el célebre barrio de la Huaca, que comenzaba a dos cuadras de la casa en que nacimos.

La biblioteca de mi padre respondía a muchos de mis intereses, la parte científica y técnica era la más completa. Sin embargo, los libros de historia, filosofía, literatura, música y pintura también abundaban. De historia recuerdo los muchos tomos de la edición La Historia Universal de Cesare Cantú, del que mi abuelo materno había sido ayudante y desde luego los de Malet e Isaac, qué más tarde utilizaríamos en la Escuela Preparatoria. Con gran orgullo nos prestaba los tomos de México a través de los siglos y cada viaje suyo a la Ciudad de México era una fiesta, pues llegaba cargado de regalos ¡siempre libros! Muchos de ellos adquiridos en librerías de viejo que eran su fascinación.

A mí siempre me trajo poesía, novelas, biografías y libros de historia. Yo quería estudiar Teatro y Danza, pero mis padres se opusieron. Me decidí por la carrera de Derecho aunque mi padre me advirtió que, en México, el Derecho no era derecho sino chueco. Tenía la opción de estudiar aquí en Xalapa, pero mis experiencias con esta ciudad eran desastrosas. Todos los asuntos debían arreglarse aquí. Acompañé a mi padre muchas veces a hacer antesalas en oficinas burocráticas, siendo director del Hospital General de Veracruz, a ver a políticos que lo hacían esperar horas o lo dejaban plantado. La parte agradable de Xalapa, además de su belleza, era la zona universitaria y el ambiente estudiantil, pero la grilla política que hay aquí, nos molestaba profundamente, yo la sigo detestando. Nos acordábamos de Martí cuando le escribe a su amigo mexicano Manuel Mercado: “Mientras más cerca toco las cosas políticas, más repugnancia me inspiran” (8 de marzo de 1878).

Decidí que Xalapa era imposible y me inscribí en la Escuela de Leyes de la unam, desgraciadamente no resistí la novatada y la hostilidad a las pocas mujeres que había entre el alumnado y me cambié a estudiar Historia Universal a la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, donde he pasado más de 50 años.

Uno de los recuerdos importantes que guardo de mis años de estudiante en Veracruz es la Biblioteca del Pueblo, rica en libros antiguos, pintados a mano y dorados, muchos en pergamino; había también miles de ediciones, revistas y periódicos. Siendo estudiante en México para la materia de Historia de los Estados Unidos hice en el primer semestre un trabajo sobre la intervención norteamericana del 47, el cual investigué en esa biblioteca. Para el segundo semestre hice una indagación oral y entrevisté a algunos de los testigos del bombardeo del 14, empezando por mi madre, mi abuela, mis tíos, mi nana y mis amigos de la Huaca. Cuando quise consultar las páginas de El Dictamen encontré que el cajón en donde se guardaban estaba lleno de agua, las hojas se deshacían. Empezaba el desastre. En los años cincuenta, la Biblioteca del Pueblo fue desmantelada y los libros, documentos y periódicos, saqueados; lo que restó de ese vandalismo fue amontonado en el patio y en el último piso de un edificio en ruinas. Casi todo lo más valioso se perdió. Todavía años después, en el sexenio de López Portillo, un familiar con carta de la esposa del presidente se llevó lo que quedaba de las fundaciones de los conventos e iglesias de Veracruz.

En el antiguo convento franciscano, junto al Faro de Juárez, en donde se había ubicado por muchos años la Biblioteca, se hizo el llamado recinto de la Reforma con estatuas solitarias que nadie visita. Lo poco que quedó de esa maravillosa Biblioteca fue catalogado y reunido en una bella casona del siglo xvii restaurada siendo gobernador Don Fernando Gutiérrez Barrios y yo directora del Instituto Veracruzano de Cultura. Es hoy el Archivo y Biblioteca Históricos.

Cuando ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, la polémica entre los historiadores, científicistas y positivistas y el nuevo enfoque historicista estaba en su apogeo. En el Departamento de Historia, el doctor Edmundo O´Gorman encabezaba el cambio y en Historia del Arte, el maestro Justino Fernández era pionero.

Para O´Gorman, el elemento más bello y fecundo de la historia es la pasión. La historiografía, hecha hasta entonces por los historiadores mexicanos del siglo xix hasta sus días, era para el maestro una historia muerta, servil al documento pero carente de reflexiones e interpretaciones. “los textos deben ser interrogados”, afirmaba. El historiador debe de conocer tanto el pensamiento filosófico como la historia del desarrollo de la propia historia. Unos años después, la cátedra de Historia de la Historia fue introducida por él en el programa de estudios universitarios y marcó un avance fundamental para la carrera del historiador, así como su otra gran aportación en México: la comprensión de la historia como historia de las ideas y de la cultura.

La soledad cultural en que se encontraban por esos años los jóvenes historiadores fue enriquecida con la llegada de los intelectuales exiliados españoles. Los que se incorporaron a la vida académica de la Facultad de Filosofía y Letras reafirmaron a los nuevos catedráticos de Historia que el rumbo que estaban tomando era el adecuado. Las clases de José Gaos eran espectaculares; brillantes sus exposiciones de Ortega y Gasset, de Dilthay, de Cassirer, de Weber. El pensamiento de Martín Heidegger era transmitido por el filósofo español inmediatamente después de ser expuesto en la Universidad de Friburgo por el filósofo alemán. Los historiadores mexicanos y sus alumnos, por primera vez podíamos estar al día en las aportaciones más lúcidas del pensamiento universal.
De las lecturas obligadas en los seminarios de O´Gorman recuerdo La formación de la conciencia burguesa, de Grothuysen; Del paganismo al cristianismo y Reflexiones sobre la Historia Universal, de Burckard; Homo ludens y el Otoño de la Edad Media, de Huitzinga, Paidea y Los ideales de la cultura griega, de Jeager; e Historia de la Cultura, de Weber.

El director de mis dos tesis, la de Maestría y la de Doctorado, fue el maestro O’Gorman. Una idea de cómo era la guerra entre las dos posturas históricas que se vivía en la Facultad de Mascarones puede mostrarse en esta anécdota: Para mi examen profesional, el maestro O´Gorman me había aleccionado aconsejándome que si no sabía algún dato o fecha concreta que me preguntaran, debía contestar a los sinodales: que para eso estaban las bibliotecas. El maestro Martínez del Río me hizo una pregunta de ese tipo, no recuerdo cual, pero yo quise actuar la consigna y sin más me levanté de la silla, corrí a la puerta y dije: Maestro, ahorita vuelvo con la respuesta, está en la biblioteca. Los sinodales me detuvieron con gritos de alarma y el público con carcajadas. Al examen, para mi espanto, había acudido un numeroso público. Era la primera tesis dirigida por O´Gorman y se esperaba que fuera el triunfo del nuevo método de análisis historicista. Después del examen fuimos a cenar Gaos, Justino, Edmundo y el pintor José Clemente Orozco. Mi pueril desplante los hacía reír cada vez que recordaban las espantadas caras de los sinodales a los que, según ellos, había dejado en ridículo. Sentían que la batalla estaba ganada. Es posible que este episodio haya contribuido a que al poco tiempo O´Gorman me propusiera matrimonio. Nos casamos un año después, pero esta es otra historia de la historia.

Cuando entré a trabajar al Instituto de Investigaciones Estéticas, hace 50 años, éste era el único organismo cultural donde se ejercía como disciplina fundamental la historia del arte que, no obstante, era considerada exclusivamente bajo la servidumbre de la historia, pero ya se estaba luchando por ampliar su campo de acción, sus perspectivas, las nuevas herramientas, en suma, que tuviera una metodología propia. Los únicos que ejercían la crítica de arte junto con los historiadores eran casi todos literatos y poetas como Luis Cardoza y Aragón y Octavio Paz. Las bases de los estudios específicos y exprofesos de historia del arte como disciplina autónoma nacieron en México con la fundación del Laboratorio del Arte, que poco más tarde cambió su nombre por el que lleva actualmente Instituto de Investigaciones Estéticas, de la unam. Desde los años treinta y en gran medida gracias al sentimiento nacionalista acrecentado en esas décadas, la producción popular, tanto artesanal como musical y dancística, comenzó a interesar y a ser estudiada con herramientas nuevas y eficaces. La consideración artística de la producción artesanal ha sido y sigue siendo una larga lucha.

Las repercusiones y lecturas de los clásicos historiadores del arte europeos fueron las pautas que se siguieron en México para el desarrollo de esta disciplina que es la historia del arte. Para el maestro Justino Fernández, decisivo en mi carrera, las lecturas de las críticas de Diderot, Stendhal y sobre todo Baudelaire eran obligadas. El sentimiento, la imaginación, la subjetividad, la parcialidad, agregadas al documento y su historia eran las bases de un desarrollo que abarcara en su totalidad al objeto artístico. Para Justino, hacer historia del arte entre otras muchas cosas, era hacer patria. Manuel Gamio había clavado en el pecho de los integrantes de esa generación la estaca del nacionalismo pero, con el movimiento estudiantil del 68, a muchos maestros y estudiantes ese tipo de nacionalismo se nos derrumbó.

Influencias fundamentales para mi generación y las subsecuentes, fueron los aportes metodológicos de Ernst Cassirer y Erwin Panofsky. Las obras de arte ya no serían sólo documentos históricos sino además formas simbólicas con profundas significaciones dentro de la historia de las imágenes: la iconografía. Para la historia más profunda de las ideas humanistas, culturales, poéticas, económicas, sociales, en suma históricas, había que valerse de la iconología.

Cuando comencé en 1957 a dar clases en la Facultad de Filosofía y Letras, trasladada ya a la Ciudad Universitaria, el historicismo comenzaba a ponerse en entredicho. A mí misma me parecía insuficiente, ya que en la interpretación del arte, el público y la sociedad no estaban presentes. El arte era una entidad aislada de la sociedad; el objeto y las producciones artísticas estaban encerradas en un globo de cristal.

Las ideas marxistas comenzaron a entrar en la Universidad. Aunque nunca tuve la oportunidad de tomar clases con el maestro Sánchez Vásquez, leía sus libros. Muchos de mis alumnos eran a la vez discípulos del autor de Las ideas estéticas de Marx y realmente a través de ellos, sobre todo de los que tomaron mis seminarios en aquellos años y que se convirtieron en mis mejores amigos, fue que comencé a interesarme en los historiadores del arte social.

Arnold Hauser se volvió el historiador del arte imprescindible y ejemplar. Su Sociología del arte y la Historia social de la literatura y el arte transmitían el método que aspirábamos a seguir en nuestras investigaciones.

En las décadas de los sesenta y setenta, estudiantes y maestros de izquierda leíamos las traducciones y los libros de Adolfo Sánchez Vásquez, Althusser, Gramsci y, desde luego, Marx, Lenin, Mao, Fidel y el Che. Aunque hoy en día estas lecturas están en descrédito, es imposible negar que abrieron una brecha novedosa en la historia del arte que puso en entredicho al historicismo y que para muchos de nosotros estarán siempre vigentes. Hoy en día nadie que quiera hacer un buen trabajo de análisis de un artista, una obra, un estilo o un movimiento estético puede prescindir del estudio social, ideológico y político.

En los últimos años los historiadores del arte usan gran variedad de metodologías y algunos son proclives a aplicar, como siempre se ha hecho, los métodos de moda conforme van surgiendo y que afinan los exámenes y análisis. Por ejemplo, unos dan mayor énfasis al acto creativo y las motivaciones psicológicas, otros toman un solo objeto, que les sirva para establecer múltiples relaciones tejiendo una red de refinados análisis; otros, aplican estudios de semiótica. Como en casi todas las investigaciones científicas y humanísticas, el trabajo en equipo se ha vuelto indispensable y cada vez cobra mayor validez y amplitud.

Las aproximaciones a una obra de arte y su desciframiento ideológico, estético, en suma cultural, en la actualidad se han visto enriquecidas por el apoyo de múltiples disciplinas, como la psicología, la economía, la sociología, la antropología, la técnica y, desde luego, la filosofía.

La metodología del arte está echando mano de las más diversas ramas, incluyendo la tan de moda, actualmente, técnica detectivesca de Giovanni Morelli y su mejor exponente Carlo Ginzburg. Hoy en día es válido cualquier instrumento científico que pueda ser útil para profundizar, situar y tratar de aprehender la producción simbólica del hombre.

He tenido la fortuna en la unam de ser compañera o maestra de la mayor parte de los que se dedican a la historia del arte en México, lo que me ha hecho ser testigo de los avances de esta disciplina. Hoy, el Instituto de Investigaciones Estéticas, con sus viejos integrantes hasta la muy joven generación de nuevos investigadores, está produciendo estudios sobre el fenómeno artístico que pueden compararse con lo mejor que se publica en el mundo acerca de las obras de arte como realidades históricas y sociales.

La historia del arte en nuestro país no sólo ha mejorado en el vasto instrumental que se maneja, en la profundidad que se alcanza, en la claridad y precisiones teóricas, en el profesionalismo en el trabajo, sino también ha crecido en número de investigadores. Hoy los estudios de historia del arte se imparten en muchas universidades de la capital y son pilar importante de esta uv. Este fenómeno en gran medida obedece a las ofertas laborales que han aumentado considerablemente en los últimos años.

La gran cantidad de museos oficiales y privados con que cuenta el país, el crecimiento de publicaciones, libros y revistas especializadas, la proliferación de exposiciones colectivas, temáticas, retrospectivas, individuales, etcétera, solicitan especialistas cada vez mejor formados.
Aunque no todos los egresados se dediquen a la investigación son requeridos como museógrafos, curadores, archivistas, subastadores, restauradores y muchas especialidades más para las que el conocimiento de la disciplina de la historia del arte es imprescindible.

En los años sesenta y setenta, en mis clases de la Facultad de Filosofía y Letras, los estudiantes aumentaban cada semestre. Llegué a tener grupos de más de 80 alumnos. Aunque muchos eran oyentes, gran cantidad pensaba dedicarse a la historia del arte y ejercer profesionalmente la carrera. Yo me atemorizaba pensando que tantos no podrían encontrar trabajo.

Hoy la amplitud del mercado del arte parece que da para todos y, contrariamente a lo que pensaba entonces, hacen falta investigadores, críticos, historiadores y restauradores, sobre todo en los estados de la República.

Para la formación de esos cuadros es imprescindible la investigación teórica y práctica de maestros capacitados con las más renovadoras metodologías en los estudios de historia del arte.

Para mí, la enseñanza aunada a la investigación han sido fundamentales. No imagino mi vida sin la docencia y sin la aplicación práctica de los conocimientos. Concibo la función social de la historia como un instrumento para el mejoramiento moral y espiritual de los seres humanos. Sin la proyección teórica y práctica y sin una ética absoluta, el trabajo del historiador no estará completo.

La razón por la que acepté fundar el Instituto Veracruzano de Cultura (1987-1993), al que dediqué seis años de mi vida, fue justamente la posibilidad práctica de trabajar en la sociedad. Me enteré por una nota de La Jornada que usted, señor Rector, propuso en el foro del 60 Aniversario de la Universidad Iberoamericana nuevas estrategias de desarrollo que acaben con, lo cito, “la abismal desigualdad de niveles y oportunidades de desarrollo individual y colectivo y que la educación superior debe desarrollar un paradigma alternativo, basado en la distribución social del conocimiento”. Lo felicito por este propósito y espero se pueda llevar a cabo en nuestro país.

El proyecto del que hemos hablado usted y yo, de hacer una carrera en Arte Popular, colocaría a la uv como pionera de este tipo de estudio. He querido con mi trabajo público saldar la cuenta de lo mucho que debo al pueblo veracruzano y aquí estoy, cada vez más segura de que sin la cercanía con la realidad social y sin el propósito de incidir en ella, aunque sea de mínima manera, tratando de modificarla en pro de la educación y la justicia social, la vida, por lo menos para mí, no tiene mucho sentido.

En el artículo “El año nuevo y la historia oculta”, del doctor Pablo Latapí, una autoridad de México en educación, dice: “En este año regreso a mi reflexión sobre la doble historia del país: la visible que protagonizan los actores políticos y la oculta que construyen muchos ciudadanos anónimos con sus acciones cotidianas: maestros que forman valores diferentes en las siguientes generaciones, pensadores y críticos sociales, artistas que imaginan otros mundos posibles, lideres de opinión, que concientizan e impulsan procesos de cambio. ¿Qué mueve a la historia oculta?”, se pregunta y él mismo se responde: “Si hubiéramos de ir a la raíz última, tendríamos que señalar el deseo como la fuerza fundamental que anima la actividad incesante de los seres humanos y le da sentido”.

Yo me siento parte de esa historia oculta porque mi vida ha sido un deseo continuo por cambiarme y cambiar. Recibo este gran honor en nombre de mis padres que me enseñaron amar a Veracruz, de mis queridísimos hijos y nietos, de mi familia y amigos, muchas gracias. A ustedes debo todo.