Marzo 2003 , Nueva época No. 63 Xalapa • Veracruz • México
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Antropología y estudios de género: ¿una relación afortunada?*
Rosío Córdova Plaza**

 
I. Introducción
Hemos asistido ya a más de tres décadas de abundante trabajo dirigido a afrontar la problemática de las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres, principalmente realizado en dos frentes: uno de carácter práctico que ha tendido a la búsqueda de espacios intelectuales y políticos para la institucionalización de las luchas hacia la equidad de género; el otro, más académico, constituido por la producción de reflexiones teóricas e investigaciones empíricas, que intentan dar cuenta de la variabilidad y extensión con que se presenta este fenómeno. En estos momentos, los estudios realizados desde la llamada “perspectiva de género” parecen haber alcanzando un estatuto de legitimidad académica y se han vuelto tópico obligado de foros, programas y proyectos diversos.
Esto, sin embargo, no ha sido una empresa fácil para las/os estudiosas/os y activistas de América Latina. Por las mismas circunstancias socio-históricas que han imperado en nuestros países –como el capitalismo dependiente, las condiciones endémicas de pobreza, las dictaduras del cono sur, las desigualdades étnicas y sociales, entre otros–, desde la irrupción de la temática en la palestra de las discusiones, ésta había sido considerada un asunto menor de reflexión intelectual, ligado a los espacios íntimos, privados, con poca injerencia en los grandes procesos históricos. En este contexto, las explicaciones sobre la jerarquización entre géneros se remitían más bien a la división sexual del trabajo y a la lucha de clases, más que a dar cuenta de una problemática específica, lo que redundaba en considerar su transformación hacia relaciones más igualitarias como fundamentalmente vinculada con la resolución de los conflictos de clase.
Así, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos y Europa, en donde el movimiento feminista tuvo un impacto más directo en los ámbitos intelectuales, como universidades y centros de investigación, en América Latina la investigación sobre mujeres surge en el marco de los proyectos para el desarrollo impulsados desde organismos mundiales. En la década de los setenta, las reivindicaciones feministas cristalizaron en la emergencia de agrupaciones no académicas dedicadas a promover la llamada “toma de conciencia” sobre la condición de subordinación de las mujeres, la recuperación del propio cuerpo y la búsqueda de alternativas práctico-políticas para diversos sectores y problemas femeninos (Luna, 1991: cfr. Córdova y Guadarrama, 1995).
Mientras se desarrollaban tales proyectos, muchos de estos grupos se plantearon la necesidad de reformular sus enfoques de investigación para iniciar reflexiones teórico-metodológicas, que pudieran explicar la posición desigual en la que se encontraban las mujeres. En este contexto surge, como un imperativo, la búsqueda de articulaciones en torno a las problemáticas de género, de clase y étnica en su especificidad (Luna, 1994:35).
Desde entonces, diversas disciplinas científicas han considerado la necesidad de incorporar a sus áreas específicas de interés el concepto de género como herramienta para el análisis de la diferenciación entre los sexos, porque permite situarla al margen de la biología. Esto ha traído consigo la reflexión crítica y la creación de nuevos acercamientos que permitan el abordaje de las relaciones entre los géneros en su complejidad.

II. Antropología y estudios de género
La disciplina antropológica se ha caracterizado por centrar su atención en las esferas de la vida social relacionadas con el parentesco, la sexualidad y la organización familiar, como espacios que estructuran y son estructurados por la cultura. El interés comparativo en el registro etnográfico de los papeles femeninos y masculinos en las diferentes sociedades, en la descripción de formas institucionalizadas de regulación sexual o en el inventario de comportamientos exóticos a los ojos de los estudiosos, ha tendido a desentrañar el peso específico que poseen la cultura y la biología en eso que llamamos naturaleza humana. Tal interés hace de esta disciplina una herramienta fundamental para entender tanto las constantes como las contingencias que se presentan en la gran diversidad de la experiencia social, y permite formular un análisis teórico coherente que dé cuenta del papel decisivo que juegan las concepciones culturales de la diferencia sexual en la manera en que las sociedades se organizan y otorgan significado a su entorno (Córdova, 2003).
En un principio, el debate sobre la condición femenina apareció en los grandes tratados evolucionistas de la segunda mitad del siglo xix, los cuales reflexionaban en torno al problema del patriarcado como ley universal de la sociedad humana desde su origen (Maine), o bien sobre la existencia de un matriarcado primigenio (Bachofen), o una era matriarcal de dominio masculino por línea femenina (McLennan y Lubbock), que había dado paso a una forma superior de organización patriarcal. El trabajo más destacado de la época, Ancient Society del antropólogo estadounidense Lewis H. Morgan, aunque en la misma dirección de un estadio matriarcal que evoluciona hacia el dominio masculino, considera que este viraje resultó perjudicial para las mujeres (Harris y Young, 1979). Su periodización de las etapas de desarrollo humano fue retomada por Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, quien asume que la subordinación femenina se vincula con el surgimiento de la propiedad privada y la garantía del traspaso de la herencia a los hijos. La mayoría de estas obras estaban interesadas en situar a la sociedad europea decimonónica en el último peldaño evolutivo, por lo que iban encaminadas a demostrar la superioridad de las formas de organización burguesa, las cuales obligan a la domesticidad de las mujeres y exigen su pasividad, religiosidad y un papel central en la crianza y en la transmisión de los valores morales.
Posteriormente, el surgimiento de la antropología funcionalista inicia la etapa de estudios altamente especializados que obligan al registro de sociedades no occidentales, en un momento en que se encontraban en franco decrecimiento numérico (Ib.). La minuciosa documentación de papeles y comportamientos genéricamente diferenciados y su coherencia funcional para garantizar la continuidad de determinadas formas de existencia expresan su ejemplo más acabado en el trabajo de Malinowski The Sexual Life of Savages de 1929. Sin embargo, en 1935 se publicó el encantador libro de Margaret Mead Sex and Temperament in three Primitive Societies, cuya aparición marca un hito en el estudio antropológico de las diferencias entre hombres y mujeres. Su investigación en tres sociedades de Nueva Guinea es el primer intento sistemático por demostrar que las percepciones sobre las categorías masculina y femenina en cada cultura no están determinadas por el sustrato biológico y, por lo tanto, no son universales, sino que responden a lo que la autora llama “temperamento dominante”. Así, los dulces arapesh consideraban que tanto varones como mujeres eran igualmente aptos para la crianza infantil; los mundugumur, violentos e iracundos, se mantenían en una perpetua “lucha entre los sexos”; y entre los tchambuli, los varones eran dados al comadreo y a los caprichos y las mujeres eran concebidas como trabajadoras, tranquilas y buenas organizadoras (Mead, 1973).
No obstante, la gran importancia que la corriente antropológica norteamericana llamada Cultura y personalidad, a la que se adscribía Mead, otorgaba a la búsqueda del tipo básico de personalidad en cada sociedad, se perdió el interés por las mujeres como objeto de estudio en el escenario antropológico,1 sin desaparecer del todo, pues se encontraban presentes de manera marginal en trabajos como los de Lévi-Strauss (1991) y Evans-Pritchard (1975), ya sea como elementos de intercambio entre varones o recluidas en la domesticidad.
No es sino hacia finales de la década de los sesenta que, a partir de los movimientos feministas y estudiantiles, se asiste a una explosión de estudios sobre la “cuestión femenina” a nivel mundial, que provocaron importantes cambios en la disciplina antropológica.2 Este auge dio pie a la introducción de una variante disciplinaria conocida como Antropología de la Mujer,3 que cuestiona la imagen engañosa de que la cultura y la sociedad son construidas y, más aún, vividas sólo por la mitad de la humanidad: los varones. Su interés fundamental radica en hacer evidente la participación de las mujeres como sujetos históricos activos, revalorando lo significativo del mundo femenino, al mismo tiempo que intenta dilucidar si existen rasgos comunes a las condiciones de existencia de las mujeres susceptibles de generalización.
Dentro de esta perspectiva, los primeros intentos de realizar análisis sociales que incluyeran a la mujer surgieron del feminismo marxista, el cual cuestionaba las condicionantes biológicas y sexuales como causas de la subordinación, centrándose en las estructuras económicas del modo de producción capitalista y la propiedad privada como elementos de la explotación y opresión femeninas. Esta corriente sostenía que la raíz de la asimetría entre mujeres y hombres se situaba en la exclusión de las primeras del mercado de trabajo. Hacia finales de los setenta, los estudios de este corte iban dirigidos a demostrar que la mujer tenía una participación significativa en otras esferas diferentes a la doméstica, privile-giándose la dimensión económica y la importancia de los aportes femeninos a la subsistencia del grupo familiar. Esto derivó en interpretaciones economicistas que impedían el análisis a partir de otro tipo de factores que favorecen las relaciones jerárquicas entre los sexos (Benería, 1985:43).
Posteriormente, con la incorporación del concepto “género”, que tuvo sus orígenes en una suerte de psicología de los inadaptados,4 se introduce una variable que revitaliza las discusiones al situar el origen de la diferenciación en el nivel sociocultural, entendiéndose que los papeles socialmente atribuidos a cada sexo son construcciones convencionales y mutuamente excluyentes que no se relacionan con las diferencias biológicas, sino con las elaboraciones que a partir de ellas hace cada cultura.
La categoría de patriarcado5 cobra entonces igual fuerza para distinguir entre relaciones de clase y relaciones de género, haciendo posible constatar que el sexo biológico en sí mismo no es causa de desigualdad social, sino la relación que guarda con la estructura de poder y de prestigio. Aunque el concepto fue utilizado desde el siglo xix,6 no es sino a finales de los sesenta cuando se introduce rápidamente en el lenguaje feminista, con la aparición del libro de Kate Millet Sexual Politics, y se convierte en una de las más socorridas herramientas conceptuales.
Las grandes aportaciones del feminismo a la discusión sobre el problema de los géneros han sido la de hacer conscientes las relaciones de desigualdad y la de denunciar la visión androcéntrica que ha permeado la práctica académica, mediante la construcción de un discurso propio en el que las mujeres expliciten su calidad de actores sociales y reelaboren las imágenes atemporales de lo femenino y lo masculino. Asimismo, ha contribuido a redefinir “... los pactos simbólicos a través de los cuales se han configurado los roles sociales estructurados y estructurantes de los atributos de género”.7 Sin embargo, en su lucha por evidenciar y aminorar las relaciones de explotación/opresión que viven a diario las mujeres, ha perdido de vista aquellos espacios que, de una u otra manera, pueden hablarnos de condiciones específicas que posibilitan relaciones menos jerarquizadas, donde lo femenino tiene un lugar propio y destacado dentro de estructuras y cosmovisiones particulares.
El paradigma universalista de la opresión adolece de limitaciones que obstaculizan una verdadera comprensión de la participación femenina en la práctica social: en primer lugar, muestra a las mujeres como víctimas de un patriarcado universal. Al considerarlas elementos pasivos, niega tanto sus cotos de poder y su protagonismo como las alianzas que establecen en el interior de un orden desigual y su participación en el cambio. Asimismo, engloba a las mujeres en una categoría homogénea,8 con intereses, deseos y yugos comunes, circunscribiendo la eliminación de su calidad subordinada a la desaparición de las fuentes identificadas como opresivas.9 Ni todas las mujeres sufren de manera similar la desigualdad genérica, ni ésta ha sido la misma a lo largo del tiempo.
De igual manera, en el uso de la categoría misma de patriarcado se observa una constante ahistórica que se aplica de manera indiscriminada, obscureciendo la especificidad de la condición femenina en las diferentes culturas. El surgimiento de este sistema de organización social responde a condiciones muy concretas que no es posible hipostasiar a toda sociedad que presente asimetría en las relaciones entre los géneros.10
En la actualidad, existe una clara tendencia a cuestionar la idea de atributos y papeles universalmente compartidos por las mujeres en tanto inmersas en una estructura de desigualdad que las domina, rechazando la unicidad de la identidad de género y enfatizando la diversidad de situaciones en las que se construyen los sujetos y las identidades femeninas particulares en el ámbito de lo cotidiano, como resultado de una historia personal y colectiva en el seno de culturas específicas.
El rechazo a la perspectiva esencialista implica que las mujeres no puedan ser conceptualizadas a partir de atributos considerados propios de una “esencia femenina” o circunscritas a las actividades que realizan. El análisis de situaciones concretas demuestra que la realidad es compleja y contradictoria y que las mujeres son sujetos activos en constante interacción con un medio bastante hostil al que cotidianamente reelaboran y reinterpretan simbólicamente, tratando de inclinarlo a su favor.11
Resulta, pues, necesario evitar caer en generalizaciones sobre factores únicos que determinen la posición de las mujeres. Apoyarse en la idea de una subordinación y una minusvalorización universales de la condición femenina remitiría a la afirmación de que ésta posee un carácter ontológico inferior y cualquier intento por revertir ese orden desigual resultaría infructuoso. Farge previene contra los peligros de empantanarse en este juego, al advertir con claridad que: “... utilizar la idea de dominación, afirmando que es universal y que tiene como efecto la necesaria exclusión de las mujeres de la esfera política es atenerse a una constante que no se parece en nada a un análisis. Si hay bloqueo, quizá es porque poner en marcha el estudio de la dominación, tanto por el lado de la opresión como por el de la rebelión, no permite aprehenderla como una relación dialéctica”.12
De ahí que, lejos de implicar un desplazamiento del centro de interés en la mujer para incluir a los varones en estos estudios, la introducción del concepto de «género», entendido como un sistema específico de relaciones sociales, permite develar la conformación sociocultural –relativista, convencional y mutable– de la diferencia sexual entre mujeres y hombres, y situarla en el nivel de lo simbólico, cuyos contenidos no son dados de una vez y para siempre, sino que se encuentran en permanente tensión, negociación y redefinición. En esta perspectiva, cada uno de los extremos de la relación no puede ser entendido sin el otro y mantienen mutuas determinaciones que sólo cobran sentido en el interior de un sistema específico de significaciones. De ello se deriva el que las mujeres no puedan ser definidas a partir de características intrínsecas y únicas, sino en función de los rasgos significativos que le confiere su posición relacional.13

III. Los estudios de género hoy
Actualmente, nos encontramos en un momento en el que pareciera existir consenso en descartar los esen-cialismos tanto biológicos como sociológicos para explicar las asimetrías entre los géneros. Por añadidura, se ha trabajado ampliamente en la línea de la llamada “historia contributiva” de las mujeres y los materiales reunidos son importantes en cantidad y calidad. Así, mucha tinta ha corrido para demostrar que lejos de existir una correlación lineal y automática entre anatomía, atributos asignados a cada género y división sexual del trabajo, las diferencias sociales entre hombres y mujeres son construcciones culturales que clasifican y exacerban las diferencias biológicas, convirtiéndolas en ejes ordenadores de la vida social. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos que se han realizado para sacar a la luz las aportaciones de las mujeres a la historia, los espacios femeninos de influencia o las figuras femeninas poderosas, un hecho se mantiene innegable: aunque las mujeres hayan podido participar del poder, del liderazgo o de la autoridad legítima en algunas sociedades, los rangos de participación en general siempre son sensiblemente menores y menos prestigiosos que aquellos observados por los varones.
Asimismo, la amplia variedad de tópicos desde los cuales se ha intentado abordar la problemática de la asimetría intergenérica, parece demostrar que –ya sea en el orden simbólico o como resultado de un particular ajuste psíquico, ya sea en la división social del trabajo, o como un problema político– la subvalorización de lo femenino es un fenómeno generalizado y complejo que permea la vida social (Córdova, en prensa).
Hemos llegado a un punto en el que no existe dificultad alguna para dar cuenta de las diversas categori-zaciones sobre lo femenino y lo masculino, señalando su arbitrariedad. Lo que resulta digno de destacar radica más bien en el hecho de que, en todas las sociedades conocidas, las mujeres ocupan un lugar subordinado a los varones. A la luz del cúmulo etnográfico, resulta evidente que si existe una amplia gama en los atributos asignados a las categorías de hombre y de mujer que prueban su contingencia, variabilidad y cambio, lo único que al parecer permanece constante a lo largo de la historia y en las diversas sociedades es la percepción de la diferencia y su valorización jerarquizada.
Los numerosos estudios realizados han denunciado la condición de opresión en que han vivido las mujeres y se ha considerado como universal su relación de inferioridad con respecto a las percepciones de atributos, funciones y papeles socialmente adscritos a los varones. Constatar, entonces, que la subordinación de las mujeres a los hombres pareciera ser un rasgo invariable de todas las sociedades en todo momento histórico sin referirlo a hechos absolutos e inmutables –como a una supuesta naturaleza biológica humana–, obliga a la búsqueda de explicaciones alternativas de tipo sociocultural. Gran parte de los trabajos que se han desarrollado en ese sentido pueden ser agrupados bajo cinco grandes rubros (Córdova, 2001):
a) los que intentan descifrar los orígenes de la jerarquización por géneros en un pasado remoto, que pueden ir desde el papel de las mujeres como elementos de intercambio a partir de la instauración del tabú del incesto (Lévi-Strauss, 1974 y 1991), o como exigencia de la filiación patrilineal para la transmisión de la propiedad privada (Engels, 1976); o debido a que las capacidades procreativas femeninas ocasionaron que fueran objeto de raptos por parte de otros grupos, haciéndolas vulnerables (Meillassoux, op.cit.), o surgida con cierta simultaneidad con el parentesco (Cucchiari, 1992); hasta aquéllos que postulan que se trató de un mecanismo para la transferencia en la posesión de los hijos varones de las madres hacia los padres (Moscovici, 1975);
b) los que ofrecen categorías analíticas para explicar la condición de subordinación, como la identificación de las mujeres con la naturaleza y de los hombres con la cultura (Ortner, 1979), o la asociación femenina con los espacios privados y masculina con los públicos (Rosaldo, 1979), o aquéllos que consideran a todas las mujeres como víctimas de un patriarcado universal (Lagarde, op.cit.), o bien analizan su posición social con referencia a una escala de prestigio y autoridad (Ortner y Whitehead, 1992);
c) los trabajos que levantan inventarios de los rasgos culturales asignados a cada uno de los géneros en sociedades específicas, tendientes a demostrar que la biología es irrelevante en la división sexual del trabajo, ya que lo que en una comunidad es considerado como propio de varones, en la comunidad vecina puede ser de exclusiva competencia femenina14 ;
d) Los que se sitúan en la perspectiva de la “historia contributiva”, que se preocupa por rescatar las participaciones y los espacios de poder femeninos del pasado, principalmente en Occidente15 ; y,
e) Los estudios que se abocan a elucidar el valor heurístico del concepto “género” y el estatus epistemológico de las categorías “mujer” y “hombre”.
En este último grupo de aportes se pueden citar los involucrados en la polémica surgida en torno al marbete apropiado para designar a esta área de interés: o bien “estudios sobre la mujer” o bien “estudios de género”. Las posturas observadas oscilan entre, por un lado, las que rechazan la inclusión de lo masculino en la investigación sobre mujeres, y, por otro, las que consideran que las categorías mujer y hombre son producto de relaciones sociales y una no puede ser analizada sin incluir a la otra, ya que “escribir la historia del género no supone dejar fuera a las mujeres, es ofrecer un marco analítico que insiste en que los significados de ‘hombre’ y ‘mujer’ se obtienen siempre en términos de reciprocidad” (Scott en Luna, 1994:33).
En el mismo tenor se deben considerar las reflexiones tendientes a definir a las mujeres como categoría. En esta discusión encontramos varios enfoques:
a) por una parte, la polémica generada entre los esencialismos, ya sea de la igualdad o de la diferencia, los cuales, aunque proponen una categoría única para englobar a las mujeres, se debaten entre el rescate y la revaloración de la feminidad y la extensión de los atributos masculinos para el género femenino (Riquer, 1992);
b) por otra, la que postula que las mujeres deben ser definidas de manera heterogénea y multicategorial a partir de sí mismas, y no como diferencia frente al hombre en una relación de oposición universal (de Lauretis, 1991 y 1991ª); y,
c) por último, la vertiente que considera el concepto mujer como una categoría relacional y dinámica y a la subordinación como un estado no permanente de la condición de las mujeres (Alcoff, 1989; Riquer, op.cit.).
Los aportes generados en esta discusión evidencian los importantes esfuerzos que se están realizando para definir el estatus teórico del género y sus rasgos constitutivos, en una oscilación que se debate entre universalidad y particularidad, semejanza y diferencia, articulación y disyunción.

IV. Consideraciones finales
Es interés central de la Antropología conocer, comprender y comparar las formas de existencia de las diversas sociedades desde una perspectiva relativista que otorgue igual peso específico a todas las manifestaciones de la cultura humana. Este objetivo hace de ella un espacio privilegiado para la reflexión sobre la condición de la mujer, al permitir el rechazo a la inevitabilidad de la subor-dinación femenina y favorecer la creación de herramientas conceptuales que encaminen la denuncia y la resistencia. Sin embargo, en este breve recorrido acerca de la presencia de las mujeres como objeto de estudio de nuestra disciplina, se ha intentado exponer cómo –no obstante haber desarrollado todo un arsenal teórico-metodológico para separarse de los esencialismos– en algunos momentos de su historia ha servido para justificar la opresión, el racismo y el sexismo apoyándose en argumentos naturalistas.
Las nuevas corrientes académicas se han dedicado a demostrar que, en otros tiempos y en otras sociedades, las mujeres han gozado de posiciones reconocidas de autoridad, de prestigio y de poder de decisión. Sin embargo, estos hechos no se han incorporado a nuestra propia experiencia y su conocimiento no ha cristalizado en avances significativos hacia relaciones más igualitarias, las cuales pareciera que tienen que ser construidas y apuntaladas en cada momento, según soplen los vientos de permisividad.
En consecuencia, resulta de una importancia mayúscula que se sigan generando reflexiones en los diferentes rubros que contribuyan a la tarea de develar el carácter arbitrario y convencional de los sistemas de género y abran la posibilidad de permitirnos pensar en la transformación de un orden social jerarquizado que ha sido históricamente construido y es, por lo tanto, susceptible de desaparecer.
En la actualidad, asistimos a un momento en el que las luchas políticas por lograr una mayor equidad entre hombres y mujeres se encuentran plenamente legitimadas. Por ello, se presenta como trascendental el estudio del problema de las relaciones de poder entre los géneros y la recuperación de la presencia femenina denunciando los sesgos masculinistas y androcéntricos. Es tarea imperativa detectar las condiciones sociohistóricas que hacen posibles relaciones menos asimétricas y dirigir los esfuerzos en esa dirección, aislando los elementos que tienen incidencia en los niveles estructurales y consolidarlos, siguiendo la dirección de ese impulso civilizatorio del que habla Elias (1994) hacia categorías más sintéticas e inclusivas que conduzcan a relaciones cada vez más igualitarias.

* Conferencia magistral leída durante la sesión solemne de ingreso de la autora a la Academia Nacional de la Mujer, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
** Doctora en Ciencias Antropológicas. Investigadora del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la uv.

Notas
1. Harris y Young afirman que “... las mujeres, durante la primera mitad del siglo xx fueron paulatinamente olvidadas en los escritos antropológicos y la ‘sociedad’ se veía cada vez más como un asunto exclusivamente masculino: las mujeres fueron denominadas ‘intersticiales’, ‘marginales’, ‘intermedias’, esencialmente mediadoras entre grupos sociales compuestos por hombres” (op. cit.:20).
2. Goldsmith señala que “... al poner en duda la validez científica de investigaciones que se habían llevado a cabo con grandes premisas y/o sesgos etnocéntricos, androcén-tricos y clasistas, se hizo necesaria la reconsideración de algunos de los postulados básicos de esta disciplina, inclusive de unos tocantes a la naturaleza y la evolución humana” (1986:148).
3. Una variante que abarca las disciplinas humanísticas también se conoce de manera más general como Estudios de Género. Hay objeciones en este sentido que consideran innecesaria la existencia de una especialidad disciplinaria de tales características, ya que la antropología se ha ocupado siempre de la mujer; sin embargo, esta perspectiva femenina es vital para la reflexión sobre la condición de desi-gualdad de las mujeres en las diferentes culturas y su posible erradicación (véase Lagarde, 1990:47 ss).
4. El concepto de “género” fue inicialmente utilizado por Stoller y Money para referirse a individuos que, habiendo nacido de un sexo, se identifican y desean pertenecer al sexo contrario (cfr. Izquierdo, 1988:60-61).
5. Se entiende por patriarcado aquel “... orden social que se establece en función del parentesco y en el que se denomina ‘padre’ al ocupante de la cima de la jerarquía” (Izquierdo, op. cit.:58).
6. Durante el siglo XVII, Sir Robert Filmer elaboró una teoría específica del poder patriarcal en su Patriarcha: A Defence of the Natural Power of Kings against the Unnatural Liberty of the People (Turner, 1989:174 ss). Kolontai (1989) desarrolla en 1921 una importante contribución que, aunque basada en las tesis de Engels, propone que las estructuras patriarcales subordinan a las mujeres aun antes de la aparición de la propiedad privada, como consecuencia de su pérdida de derechos al reducirse su papel productivo.
7. Valenzuela, 1991:24.
8. Ver, por ejemplo, la afirmación de Lagarde en el sentido de que “...más allá de su conciencia y de su afectividad, y en ocasiones en contradicción con ellas, todas las mujeres están cautivas por el solo hecho de ser mujeres en el mundo patriarcal” (op. cit.:20).
9. Luna, 1994; Soper, 1992.
10. El patriarcado no puede desvincularse de la existencia de la familia patriarcal, donde el control de la propiedad y de los recursos de la unidad doméstica, como unidad de producción y consumo, es detentado por una gerontocracia masculina apoyada en una autoridad de tipo tradicional, y que tiene sus raíces en estructuras económicas de la familia agraria (Turner, op.cit.; Meillassoux, 1993; Izquierdo, 1988). De ahí que el patriarcado requiera de la desigualdad sexista y generacional como condición estructural y haga absurda la lucha por derechos para ese sector de la población que, por definición, no los tiene.
11. Vean, por ejemplo, los trabajos de Riquer, 1992; Rossanda, 1981; y Sarti, Millán y Ladeira coordinados por González, 1993.
12. Farge apud Luna, 1994:45. Asimismo, Valenzuela afirma que “... la identidad femenina, como constructo socio-histórico, difiere en el tiempo y los diferentes contextos sociales; no posee una connotación esencialista, ni alude a supuestos atributos naturales inherentes a la mujer, sino que su configuración, así como la atribución de contenidos simbólicos a las características biológicas y los procesos identatarios, son construcciones culturales (op. cit:34).
13. Jakobson, al referirse a las oposiciones significativas, indica que «el valor de la oposición se transfiere entonces al rasgo distintivo en el que no son las cosas las que importan, sino sus relaciones... todo rasgo distintivo no existe sino como término de una relación” (op. cit.:155).
14. En este caso la bibliografía es tan extensa, que baste citar las obras que inauguran estos trabajos: Malinowski, 1975 y Mead, 1973.
15. El material aquí es también muy abundante, pero un buen ejemplo de este tipo se encuentra en Duby y Perrot (dir.), 1993.

 

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