Octubre-Diciembre 2007, Nueva época Núm.104
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El liberalismo mexicano hoy*

Héctor Aguilar Camín

Me honra como pocas cosas la invitación a ocupar este espacio de la Cátedra Jesús Reyes Heroles de la Universidad Veracruzana. Si de alguien hemos aprendido los mexicanos que la política es el arte de lo posible y lo posible el arte de la reforma, es de este veracruzano ilustre, de altos vuelos intelectuales y vastos recursos prácticos. Reyes Heroles fue una mezcla difícil de lograr: la mezcla del bien pensar y del bien hacer.

Estaba tomado por el doble demonio de pensar y realizar. Quizá nadie exploró el legado del liberalismo mexicano y, en general, de la historia de México, con fines tan pragmáticos como Jesús Reyes Heroles.

Quería aprender de la historia para gobernar el presente. En particular, quería reabrir algunos cauces liberales en la deriva más bien antiliberal del nacionalismo revolucionario y del presidencialismo mexicano de la era del PRI, es decir, de su propia era.

Hizo lo que pudo, y no fue poco. Abrió las rendijas de la reforma política de 1978, por donde se coló en las décadas siguientes la marejada incontenible pero pacífica, porque fue reconocida a tiempo, de la aspiración democrática del país.

Me pregunto qué diría Reyes Heroles de lo que pasa hoy en nuestra vida pública y qué balance haría de la democracia mexicana. Creo que diría: "Ya está claro que la democracia no arregla nada, salvo lo que arregla la democracia".

Y yo pensaría, una vez más, que tiene razón. La democracia sirve para lo que sirve, para lo demás no sirve. Digo esto porque se ha puesto de moda el desencanto con la democracia, la mayor parte del cual es porque se pide de la democracia cosas que la democracia no da: crecimiento económico, empleo, equidad social. La democracia no da eso. Da libertades públicas y competencia política, y es bastante.

Me han sugerido como tema de estas palabras, y yo he aceptado con gusto, hacer una reflexión sobre el liberalismo y sus asignaturas pendientes en el México de hoy. Son unos apuntes, nada más, y así los someto a su consideración.

Empezaré por el principio; es decir, por el final de José María Luis Mora:
En las últimas páginas del primer libro de Charles Hale dedicado al liberalismo mexicano, he leído la triste historia del desencuentro final de José María Luis Mora, el más influyente de los liberales mexicanos de su tiempo, con los tiempos de su nación.

Mora sale al exilio en 1834, al caer el gobierno liberal de Valentín Gómez Farías. Muere en el exilio voluntario, en compañía de su fiel sirvienta mexicana, luego de haber cumplido la última encomienda pública de representar a México ante la corte de Inglaterra.

Solo y pobre, "en el último peso", asumió este cargo salvador, nuevamente facilitado por un gobierno liberal de México. Pero la tuberculosis que lo perseguía lo obligó a buscar mejores climas que las nieblas de Londres. De modo que se fue a las brumas de París, donde murió un 14 de julio de 1850.

Su biógrafo y amigo Bernardo Couto escribió de Mora: "su vida …corrió toda en pena y amargura del corazón, pues pocos hombres han probado menos la paz y el contentamiento del alma".

El desencuentro de Mora con los tiempos de su país es un buen símbolo del desencuentro del liberalismo con la historia de México, mejor dicho, de su encuentro azaroso, reincidente, contrahecho y, sin embargo, triunfal.
Pocas teorías políticas habrán tenido más penas de adaptación, menos "paz y contentamiento del alma" por verse cumplidas que las del liberalismo en tierras mexicanas.

Origen es destino, dice Freud, y el origen del liberalismo mexicano es el de un trasplante en seco a tierras poco propicias, mal abonadas por la historia para el florecimiento de la semilla liberal, tierras largamente colonizadas, en realidad, por robustos árboles de la cepa contraria.

Los principios del liberalismo, como los del federalismo norteamericano, eran cosa extraña en estas tierras. Lo nuestro era el régimen monárquico, el pactismo medieval con su cadena de fueros y corporaciones, la unidad de la Iglesia y el Estado, y la negociación hacia arriba. Todo iba a la Corona en busca de concesiones y mercedes y todo venía de la corona, igual que hace unas décadas todo iba y venía del presidente, y ahora todo va y viene del gobernador.
Pero el liberalismo es contra la Corona y contra la religión, es decir, contra los poderes absolutos y contra las creencias obligatorias que oprimen o constriñen las libertades del hombre. El liberalismo es a favor de las libertades individuales de conciencia, conducta, propiedad, comercio y actividad económica. Todo lo que favorece estas libertades es liberal, lo que las frena es iliberal o antiliberal.

Dicen los manuales que el liberalismo es distinto en países donde hay una religión dominante o única y donde no. En el primer caso pasan a ocupar los primeros sitios de la agenda las libertades políticas y de conciencia, mientras en el segundo privan las de asociación, producción y comercio.

El liberalismo mexicano pertenece al primer tipo: su motor fue la separación de la Iglesia y el Estado. En eso fue radical y eficaz. La victoria indiscutible del liberalismo en tierras mexicanas fue separar a la Iglesia del Estado y establecer el laicismo como eje de la vida pública.

Lo demás ha sido una batalla ganada o perdida a medias, según se vea, contra la fronda, vieja y resistente, del mundo monárquico español, en su doble legado de pactos y fueros feudales, propio de los Habsburgo, y modernización burocrática y económica desde arriba, característica del despotismo ilustrado y las reformas borbónicas.

Ha sido una marea cambiante. A lo largo de los dos siglos de vida de la nación, el liberalismo avanza y retrocede, gana y pierde, se activa y se repliega según las circunstancias, en una dialéctica apasionante de litigio con las tradiciones corporativas, antiliberales, del país.

En el siglo XIX, el liberalismo triunfa con Juárez y las leyes de reforma pero retrocede con la paz de Porfirio Díaz. Renace con la Revolución, a principios del siglo XX, pero retrocede con la estabilización posrrevolucionaria, que construye el gran régimen protomonárquico que conocemos como presidencialismo mexicano.

El liberalismo vuelve a la carga en los noventa del siglo XX bajo el doble ropaje del libre comercio y la privatización de empresas públicas. Inaugura el siglo XXI con un triunfo de la democracia, que es también un triunfo de las libertades políticas, un triunfo de los ciudadanos sobre el poder que controlaba las elecciones. Después de la euforia democrática, la liberalización del país parece replegarse de nuevo, detiene su avance sobre los enclaves de poder corporativo, públicos y privados, heredados del régimen priísta, eso que hoy llamamos poderes fácticos y que no son sino cadenas de privilegios y fueros modernos, venidos, como las mercedes y las gracias reales, de tratos y concesiones del Estado.
El país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre las fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalización. Es una nueva edición de la batalla sorda, la batalla de nuestra historia, entre las costumbres y los intereses del México liberal y las costumbres y los intereses del México corporativo.

De un lado está el México que ejerce y quiere ejercer las libertades individuales básicas de tener, creer, comerciar, trabajar y producir; de otro lado está el México que ejerce y quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios que impiden o constriñen las libertades de tener, creer, comerciar, trabajar y competir. La frontera entre ambos Méxicos es difusa, como nuestra cultura política, mezclada de valores liberales con reflejos estatistas.

El mayor obstáculo a la liberalización de la vida pública mexicana reside quizás en la cultura política mayoritaria del país. En muchos sentidos, los mexicanos siguen mirando al Estado como el lugar de donde pueden venir mercedes y concesiones. No como el lugar de sus mandatarios legales sino como el asiento de sus mandones filantrópicos.

La tradición del paternalismo y del subsidio estatal ha dejado huella profunda en los hábitos ciudadanos inclinándolos, en su relación con el gobierno, hacia una actitud peticionaria.

Ha sido una larga y eficaz pedagogía. Durante décadas, el gobierno dio tierras, dio casas, dio concesiones, dio fortunas. Acostumbró a su sociedad a pedir y a sus funcionarios a dar, medrando los que quisieran, mientras daban. Se estableció así una idea de lo público donde aparentemente nada costaba. Las finanzas del gobierno parecían un bien venido de ninguna parte, que nadie debía cuidar, del que todos podían echar mano cuando les tocaba administrarlo, o exigir su parte si estaban del otro lado del mostrador.

Una vez construida, la sociedad peticionaria quiere recibir gratuitamente del gobierno todos los bienes: educación, salud, vivienda, tierra, seguridad, justicia, servicios. Su idea de la responsabilidad gubernamental es el subsidio; su exigencia, es la gratuidad. Quiere un gobierno que dé mucho y cueste poco, una especie de bolsa mágica que se llena sola y se vacía al ritmo de las demandas de los ciudadanos.

La sociedad peticionaria no paga impuestos porque no cree en la honradez de la autoridad: "se lo van a robar todo". Quiere, sin embargo, que la autoridad le resuelva sus problemas. Su idea de lo público es una calle de sentido único en donde sólo se tienen derechos, no obligaciones; sólo demandas, no reciprocidades.
El pedagogo del ciudadano peticionario ha sido el gobierno paternalista que mira a su sociedad como hacia un reino de menores de edad a los que debe proteger, tutelar, y también, correspondientemente, puede engañar o extorsionar.

Es una vieja tradición colonial presente por igual en las leyes de Indias y en el despotismo ilustrado: la noción de un gobierno que tutela pero no rinde cuentas, que no tiene ciudadanía sino súbditos, porque no es el administrador de la cosa pública, sino su dueño. Es una idea de raíces feudales, anterior al espíritu de la democracia moderna, fundada en la reciprocidad de los deberes y los derechos del ciudadano individual.

Aparte de la cultura política, no hay que mirar muy lejos para identificar las cosas que hay que liberalizar en México.

En primerísimo lugar hay que liberalizar el Estado. Un dilema central del liberalismo es cómo contener al Estado frente a las libertades de los ciudadanos y cómo fortalecerlo para que garantice el piso común de derechos en que esas libertades descansan. El Estado debe ser suficientemente fuerte para obligar a todos a cumplir la ley y suficientemente débil para no interferir con la libertad de nadie en ningún otro ámbito. De modo que se quiere una contradicción: un Estado fuerte pero débil.

Las circunstancias históricas agravaron este dilema en el caso del liberalismo mexicano. La inestabilidad política y las revueltas militares de los primeros años de la Independencia, subrayaron hasta la desesperación la necesidad de un gobierno fuerte. La necesidad crónica de ese gobierno fuerte acabó posponiendo la aspiración de que fuera también liberal, es decir: contenido, puesto al servicio de las libertades individuales, no de su propio poder sobre la sociedad.

En esto, el liberalismo mexicano dio frutos contrarios a su espíritu profundo. La causa liberal del XIX terminó en el gobierno autoritario de Porfirio Díaz. La revuelta liberal del XX, que prendió la mecha de la Revolución Mexicana, terminó en la saga de los presidentes abrumadores del PRI y del Estado intervencionista de mayor tamaño que haya tenido la nación: dueño de la luz, el petróleo, las playas, el subsuelo, el espacio aéreo, la educación pública y el sistema de salud.
Ni Díaz ni los gobiernos de la Revolución suprimieron las libertades de creer, actuar o emprender, pero tomaron una enorme tajada de las decisiones sobre lo que podía hacerse al respecto. En la vida política, tanto como en la económica y la social, el Estado fue un actor enorme, incontrolado, con frecuencia abusivo, incluso faccioso. Gobernó discrecionalmente, aplicando la ley según las conveniencias y los intereses, abriendo un gran espacio a la vieja cultura monárquica de las concesiones y las mercedes, despojando a los ciudadanos de la certidumbre sobre su igualdad ante la ley, piedra de toque de las libertades. La influencia, no la ley fue nuestra regla. La sigue siendo.

Liberalizar el Estado quiere decir devolverle, si la tuvo alguna vez, esa imparcialidad legal sin concesiones que echamos tanto de menos en el comportamiento de nuestras autoridades. Quiere decir hacerlo un Estado de derecho, no el espacio de negociación discrecional de la ley, como sigue siendo en tantos órdenes.
Sólo de la certidumbre absoluta de la igualdad ante la ley puede propagarse la libertad de los ciudadanos en todos los ámbitos, esa libertad restringida sólo por el mandato de la ley que a la vez obliga y libera a todos, pues les impide hacer lo que está expresamente prohibido, pero los deja libres en todo lo demás.

Si la aplicación de la ley está bajo continua sospecha por su continua violación negociada o inducida desde la autoridad, no hay piso firme donde construir las demás libertades. Hay espacio sólo para la libertad de quienes pueden otorgársela a costa de otros, forzando o ignorando la ley.

Necesitamos un Estado extraordinariamente fuerte en la aplicación de la ley y extraordinariamente débil en su capacidad de interferir, constreñir o limitar las libertades políticas, económicas o sociales de sus ciudadanos. No es ése el Estado que tenemos, más bien el opuesto.

En consecuencia, la segunda liberalización necesaria del Estado mexicano tiene que ver con sus facultades de intervención en todos los órdenes.

Los enormes poderes legales, políticos y económicos del Estado, dan al gobierno una capacidad excesiva de constreñir o limitar las libertades de los ciudadanos: empezando con su capacidad de fabricar culpables por la influencia excesiva que puede tener sobre los aparatos judiciales, terminando con el dominio que ejerce, improductivamente, sobre recursos estratégicos de la nación, como la tierra, el subsuelo, la electricidad o el petróleo.

La constitución faculta al Estado mexicano con la menos liberal de las facultades que puedan imaginarse: la de imponer a la propiedad la modalidad que dicte el interés público. El uso y el abuso de esta facultad es el origen del gigantesco enredo de la propiedad rural que padecen los campesinos de México y de buena parte de los abusos que se han cometido con la propiedad urbana.

Es también el factor único más generador de corrupción que haya tenido la República: el expediente de expropiar para hacer negocios a costa de los expropiados. Ésa ha sido la historia del crecimiento de nuestras ciudades, una historia gigantesca de patrimonialismo burocrático que espera su historiador, pero no la única en que se ha especializado el Estado mexicano.

Entre mayores son los bienes que puede otorgar o arbitrar un Estado, mayores son las oportunidades de corrupción y abuso de los administradores públicos.

Las excesivas facultades de intervención del Estado mexicano son, por un lado, el espacio de la tentación patrimonialista, consistente en apropiarse privadamente, en servicio del propio patrimonio, de bienes, derechos y recursos públicos: llámense fondos del erario, expropiaciones, concesiones o cualquiera otra forma pública de lucro que se otorga a cambio de tratos y ventajas privadas.

He vivido la mayor parte de mi vida adulta oyendo que la administración de la riqueza nacional por el Estado es garantía o instrumento de justicia social. Creo poder decir fundadamente, luego de estos años, que la administración pública de bienes de la nación no ha traído a la nación la justicia social prometida.

No se han suspendido en cambio, en todos estos años, por el contrario, han aumentado, las historias desaforadas del patrimonialismo burocrático, cuyo espíritu resume como ninguna otra la frase canónica: "Político pobre, pobre político".
Liberalizar al Estado es limitarlo, reducir y transparentar sus facultades de intervención, someter a estricto escrutinio público su desempeño económico.

Liberalizar al Estado quiere decir también acotar las finanzas públicas, haciendo que los ciudadanos paguen hasta el último peso que gasta el Estado, de modo que haya en el Estado los recursos suficientes para cumplir el mandato de sus ciudadanos, y ni un peso más.
Un Estado financiado sólo por sus ciudadanos es la quintaesencia de un Estado liberal. El Estado liberal no debería tener otro lugar donde pedir recursos ni otro lugar donde rendir cuentas que en el bolsillo de los ciudadanos cuyo dinero gasta. Ése es el origen estricto de la capacidad ciudadana de controlar al gobierno.

El dominio del Estado sobre fuentes de ingreso distintas a los impuestos, como el petróleo, ha corrompido e invisibilizado en México esta relación fundamental, constitutiva, de la ciudadanía: te pago impuestos para que me sirvas, no para que te sirvas de mí. Debes rendirme cuentas porque estás gastando mi dinero, no el tuyo, y ningún dinero tienes sino el que yo te doy.

Gobiernos que gastan mucho más de lo que reciben de sus ciudadanos, gobiernos que se endeudan a cuenta de la nación o dispendian recursos que les llegan de otros dispendios, como el caso de los excedentes petroleros de estos años, que nadie controló y nadie controla, se separan del control de los ciudadanos. Adquieren una perniciosa autonomía financiera.

La autonomía financiera de los gobiernos de México respecto de sus contribuyentes, su cabalgata sin controles hacia distintos precipicios de gasto público, ha sido el factor central de las crisis financieras de 1976, 1982 y 1995.
El origen de esas crisis fue uno solo: el descontrol de las finanzas públicas, la absoluta falta de contención de las finanzas del gobierno por sus contribuyentes. Esas decisiones sin control llegaron a generar en la crisis de 82 un déficit fiscal de 16 puntos del producto interno bruto. Hoy nos escandaliza la perspectiva de un punto más o menos de déficit fiscal. Algo hemos ganado.

Controlar, contener, limitar al Estado es obsesión del credo liberal. La democracia acota y contiene a los gobiernos mediante la competencia, pero no constituye en sí misma una garantía del ejercicio y la protección de las libertades fundamentales. Esto sólo puede garantizarse con un Estado que garantice la igualdad ante la ley y que esté sometido al control y la rendición de cuentas por parte los ciudadanos.

Cuentas son muchas cosas pero primero que nada son cuentas: pesos y centavos.

Muy lejos está nuestra estructura institucional y nuestra vida pública de la transparencia contenida y responsable de un Estado liberal.


¿Qué decir de la economía y las libertades de emprender y comerciar, tan centrales al liberalismo?
La herencia del México corporativo está en todas partes, es un largo tejido de intereses clientelares, prendidos de una manera u otra a privilegios y prebendas que tienen su origen en el Estado. El México democrático permite ver cada vez con mayor claridad que la herencia antiliberal de México está llena de poderes fácticos que concentran derechos y obstruyen las libertades de otros.

No hay un solo negocio mayor de la economía mexicana que no esté en manos de monopolios u oligopolios. El dominio de la economía por unas cuantas empresas que restringen o constriñen la libertad económica de los demás es antiliberal. La economía mexicana debe ser liberada de monopolios y oligopolios mediante la más simple de las recetas del liberalismo: la libre competencia.

Lo mismo ha de decirse de los monopolios del Estado, cuya improductividad y corrupción, nadie controla realmente, y hacen perder a su dueño, que es el pueblo de México, más dinero de lo que cabe imaginar.

Pemex no es en realidad una empresa petrolera de los mexicanos, es la caja de recursos para un gobierno federal que no cobra impuestos suficientes para subvenir sus gastos. Sobreexplota entonces al monopolio petrolero perpetuando año con año dos ineficiencias: la de no cobrar impuestos suficientes y la de dejar a Pemex sin dinero suficiente para su propio desarrollo. Pemex no es de los mexicanos, es de Hacienda.

Qué decir de los grandes sindicatos públicos, tierra iliberal por excelencia. Son la negación de la libertad de asociación y contratación y de las libertades sindicales mínimas, entre ellas la de la democracia interna de los sindicatos. Es un mundo aparte de reglas, opresiones y prebendas. Es también un mundo conservador que vive de espaldas a las reformas liberalizadoras que el país requiere. Frente a cada una de las reformas fundamentales que el país requiere, hay un gran sindicato público oponiéndose, en defensa de sus privilegios. Los sindicatos magisteriales, contra la reforma educativa. Los sindicatos de la salud, contra la reforma de las pensiones. Los sindicatos de la energía contra la reforma energética. Los sindicatos en general contra la reforma laboral.

Monopolios y oligopolios económicos, opacidad y absolutismos laborales, son caras complementarias del México antiliberal, el México de los poderes fácticos que intervienen con fuerza innegable el proceso de la construcción liberal y democrática de México. Termino: Me pregunto qué diría José María Luis Mora si despertara hoy de su muerte y lo invitara la Universidad Veracruzana a dar su veredicto sobre el estado del liberalismo mexicano.

Creo que lo sorprenderían agradablemente el tamaño y la pujanza de la nación.

Creo que celebraría largamente la fuerza alcanzada por esa asamblea dispar llamada México que pudo evitar en este siglo y medio lo que en 1850, a la hora de la muerte de Mora, parecía inevitable: la desintegración de la nación mexicana. Creo que iría a ver con ánimo incrédulo y deslumbrado las miles de pequeñas empresas independientes que generan riqueza en un entorno de industriosidad y productividad. Creo que vería con admiración las grandes empresas mexicanas, incluyendo las monopólicas. Caería desmayado de optimista incredulidad ante los frutos del tratado de libre comercio con América del Norte.

Creo también que luego de unos días de reflexión, admitida la enorme zona del país ganada efectivamente a los hábitos viejos, antiproductivos y antiliberales del México que él conoció, Mora haría un corte de caja radical y diría: "Hemos avanzado mucho, pero nos falta lo fundamental".

Emprendería entonces una ofensiva intelectual no contra los adversarios superados de su tiempo, la Iglesia, el Ejército y el Monarca, sino contra las corporaciones vivas y actuantes de hoy: contra los poderes fácticos que sustituyen a los fueros decimonónicos en su tarea de frenar el desarrollo de las libertades políticas y económicas de México.

Y se sentiría, quizá, muy mal representado por este orador, un liberal tibio que dice tibiamente lo que un liberal puro con voces más altas y más intransigentes. Para ese momento, creo, quizá Mora hubiera añadido a su pensamiento la reflexión poco liberal de que en un país como México el Estado liberal debe ser fuerte en lo económico y en lo social, es decir, debe tener políticas públicas de alto impacto para redistribuir el ingreso e igualar las oportunidades, asunto que desborda las fronteras del liberalismo puro, el cual descree de las intervenciones redistributivas, sociales o económicas del Estado.

Acaso, pienso, ese Mora renacido en los inicios del siglo XXI, no vería con malos ojos la definición de Manuel Azaña reputándose como un hombre "socialista a fuer de liberal". Es decir, como alguien que cree que para que todos sean capaces de disfrutar las libertades básicas del hombre, hay que mejorar las oportunidades de algunos, igualar en algo a los desiguales. Quien quiera defender a fondo las libertades del liberalismo, tendrá que llegar a la conclusión de que hay que poner primero un piso mínimo de las igualdades que pregona el socialismo.

 


Eso es al menos lo que digo yo. Es lo mismo, creo, matices más o matices menos, que quería decir Jesús Reyes Heroles cuando resumió los desvelos igualitarios del liberalismo mexicano con la expresión, en realidad un programa, del liberalismo social.

Termino, con esta invitación a conspirar. Creo que si Mora hubiera dado esta conferencia aquí y en el público hubiera estado Jesús Reyes Heroles, al terminar se hubieran dado los dos un abrazo de cómplices y se hubieran ido a comer con unos vinos europeos para planear cómo hacer que el gobierno de turno acabe de plantar, de una vez por todas, la exótica mata del liberalismo en México.

* Discurso pronunciado por el periodista, historiador y escritor mexicano durante la inauguración de los trabajos de la Cátedra Jesús Reyes Heroles el 19 de octubre en la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información de Xalapa.