Enero-Marzo 2007, Nueva época Núm.101
Xalapa • Veracruz • México
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La ciencia es nuestra única salida: entrevista a Lorenzo Meyer

Edgar Onofre

Según rezan diversos discursos políticamente correctos y de estirpe oficialista, la ciencia y la tecnología son, cuando menos, fundamentales, urgentes, insoslayables, imponderables y/o vitales para el desarrollo de nuestro país. No obstante, como es sabido, el porcentaje del producto interno bruto (PIB) que se destina al desarrollo de la ciencia y la tecnología en México apenas si llega a medio punto porcentual.

Esta paradójica situación lo mismo ha despertado las más brillantes defensas públicas de la ciencia y la tecnología mexicanas que una franca desconfianza en el discurso que se queda en mera francachela de buenas intenciones. Sin embargo, la situación resulta un tanto más apremiante de lo que parece en cuanto a que México continúa inmerso en una dependencia científica y tecnológica incuestionable, mientras los recursos naturales no renovables, antigua riqueza patrimonio de la nación, reciben su sentencia definitiva.

En la siguiente entrevista, Lorenzo Meyer, profesor-investigador de El Colegio de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, profundiza en las consecuencias que se ciernen sobre el país de continuar con el desprecio por la ciencia y la tecnología –y que fácilmente se propala a un desprecio generalizado por la investigación científica y la educación superior en su conjunto–, así como en el entramado social e histórico en el que esta prioridad tan anunciada se ha visto entrampada en los dos últimos sexenios, por decir lo menos.

A pesar de todo lo que se ha dicho acerca de la importancia de la investigación científica para nuestro país, da la impresión de que no ha quedado lo suficientemente claro. ¿Cuál es su valor real?

En el México del siglo XXI no hay muchas posibilidades de dar el salto a la categoría de “país desarrollado”, como quizá las hubo en el pasado mediante la exportación de bienes primarios, como la plata en la época colonial, el petróleo o cualquier recurso renovable o no. A estas alturas no será por esa vía. Quizá se hubiera podido en el pasado, pero no se hizo nada al respecto.

De cara al futuro, la única forma de pensar de manera más o menos realista en una seria transformación de la economía mexicana, hasta salir de este marasmo en el que nos encontramos –pues no sé si podamos alcanzar al Primer Mundo–, es el capital humano, es la educación, es decir, son los mexicanos, no las materias primas ni algo parecido.
En estas circunstancias, hoy nos encontramos con un sistema educativo que no está respondiendo ni de lejos a la gran demanda que sobre él se podría hacer como palanca para el desarrollo. La calidad de la educación pública –y buena parte de la privada– es muy deficiente. Las pruebas que ha hecho la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), de la que somos parte, nos han mostrado que los estudiantes mexicanos están en los últimos lugares de ese conjunto de países. Por ello, creo que ni siquiera hay que discutir acerca de una crisis de la calidad educativa. Y, luego, dando un salto a las universidades y los centros de investigación, topamos con una falta de voluntad política para asignar los recursos mínimos necesarios para la investigación, que no es sino la joya de la corona, está al final de la pirámide educativa.
Esta labor debe estar en las manos de gente con posgrado, de preferencia obtenido en alguna de las grandes universidades del mundo que estén al tanto de los avances de sus disciplinas y que puedan encontrar en México las condiciones para hacer investigación y devolver, sobre todo, dos productos: por un lado, el resultado mismo de la investigación y, por otro, la formación de alumnos, de ayudantes de investigación que adquieran con la práctica la capacidad de continuar los estudios de la línea de investigación en la que auxilian. Esta línea de investigación no se queda en la mera producción de artículos especializados, sino que inevitablemente se va desparramando a la producción de bienes que tienen un valor económico. De cara al futuro, la única forma de pensar en una seria transformación de la economía mexicana, hasta salir de este marasmo en el que nos encontramos, es el capital humano, es la educación, es decir, son los mexicanos, no las materias primas ni algo parecido.
Estoy pensando en una situación como la de Finlandia, que se me hace que debería ser uno de nuestros ejemplos. Es un país pequeño, pero tiene una educación de excelencia desde los niveles básicos hasta el posgrado; por lo tanto, pueden dedicarse a empresas como Nokia, que es central en la economía finesa, que está en la cresta de la ola de las comunicaciones, que está produciendo aparatos que se venden por todo el mundo y que se refleja en un alto nivel de vida en ese país pequeño, el cual no tiene nada más que exportar, salvo el resultado de sus neuronas y una buena preparación técnica: ése debería ser el modelo a seguir.
El modelo es muy fácil enunciarlo: una alta inversión en el capital humano que reditúa en algún tipo de tecnología que puede ser explotada económicamente y dar por resultado no el envío de mano de obra medianamente o no calificada a los EUA por cientos de miles al año –que es lo que hacemos ahora para recibir alrededor de 20 mil millones de dólares de remesas–, sino la producción de alta tecnología que hace de Finlandia un país con futuro.

Podrán cambiar las áreas de interés del país, pero el tener gran base humana preparada hace que se pueda ir cambiando según las necesidades del mercado internacional y manteniendo los estándares de vida, de civilización, que son finalmente la razón de ser de toda nuestra actividad material.

La falta de voluntad política ha sido criticada de manera recurrente entre los científicos mexicanos. ¿Por qué no existe tal voluntad? ¿Qué esperanzas hay de que esto se resuelva?
La pregunta es muy clara y directa, pero desafortunadamente no tengo la respuesta. Los indicadores sobre lo que se gasta en ciencia y tecnología en México, como una proporción del producto interno bruto (PIB), es ridícula. Hubo momentos, en el pasado, en que el Gobierno se comprometió a aumentar esa partida y no lo ha hecho desde hace un buen tiempo. Incluso, parece que en el sexenio anterior llegamos a los puntos más bajos.

El grupo en el poder que encabezaron Vicente Fox y el PAN, el mundo conservador, tiene una visión del mundo tal que parece olvidarse de la importancia que tiene la ciencia para lograr y mantener un alto nivel de vida. Es notable que Fox haya dicho que su gobierno era de empresarios para empresarios y que, sin embargo, en su conducta cotidiana se comportara como un gobierno de empresarios de segunda para empresarios de segunda, porque las grandes organizaciones empresariales, las que tienen éxito en este mundo, son aquellas que le ponen una cantidad muy importante de recursos a la investigación y al desarrollo de nuevas tecnologías. No obstante, creo que el ethos conservador de las autoridades actuales no está necesariamente peleado con una buena política científica. Así que sólo puedo especular que la falta de voluntad política se debe a una enorme ignorancia.

En el caso de nuestros competidores, los chinos –que tienen un sistema político que no deseo para México, rarísimo, un comunismo de mercado podemos llamarle– tienen en sus rangos directivos una enorme cantidad de doctorados. En China se llegó a la elite del poder por la vía de la educación, mientras que en el caso mexicano eso es completamente distinto. Aquí fueron otras vías: la elite del poder no se distingue por la calidad de su educación; si en el gabinete de Salinas había muchos doctorados, el número disminuyó en el de Zedillo y más en el de Fox.

Mientras tanto, tenemos a un premio Nobel, al doctor Mario Molina, quien está haciendo esfuerzos realmente titánicos por enviar el mensaje de que la ciencia no sólo es importante, sino vital, porque es la única salida que tenemos. Pero hasta el día de hoy, el Gobierno actual tampoco se ha distinguido por poner en los puestos de mando a gente que haya mostrado aprecio por el conocimiento.

Entonces, lo único que queda claro es la poca importancia que le dan a la ciencia y la investigación, pero la razón realmente no la entiendo: una ideología conservadora como la que tiene el grupo gobernante en México no está necesariamente ligada a este desprecio olímpico por la ciencia. Por ejemplo, en Estados Unidos el Gobierno es muy conservador, pero hay un gasto impresionante en ciencia y tecnología tanto de parte del Gobierno como de las empresas privadas, porque consideran que es la única manera en la que pueden mantener su lugar como primera potencia en el mundo.

La gran apuesta por la empresa se ha considerado la fórmula para el éxito económico de nuestro país, pero usted menciona que debería ser la gran apuesta por la educación. ¿Será que la ecuación “mejor educación igual a mejor economía” pueda llegar a entenderse en la mente de nuestros políticos y entre nuestros amigos y vecinos?

No lo sé, porque el ejemplo que dan las elites mexicanas exitosas no es el de Bill Gates en EUA. Gates es una persona que domina el área científica en la que montó su empresa y la hace ser la puntera en el mundo. Gates llegó hasta donde lo hizo y acumuló un capital muy grande, no por herencia, no por pertenecer a alguno de los círculos de poder que todos conocemos en México y los estados. El tener gran base humana preparada hace que se pueda ir cambiando según las necesidades del mercado internacional y manteniendo los estándares de vida, de civilización, que son finalmente la razón de ser de toda nuestra actividad material.
Ustedes, en Veracruz, ¡vaya que sí tienen familias que se heredan el capital y el poder!
En dicho caso, Gates llegó a la cima porque la sociedad norteamericana premia la capacidad empresarial y científica. Aquí, en México, el éxito de las grandes empresas tiene muy poco que ver con la ciencia y mucho con las conexiones políticas y las posiciones de monopolio o semimonopolio.

Casi parece una receta: las empresas más exitosas están hechas con base en conexiones políticas. Quizá por esa razón se entiende que mucha gente diga: “Quiero hacer dinero y una gran empresa, pero no necesito esforzarme mucho, en realidad, en materia de neuronas, sino que requiero de esa ‘inteligencia’ (lo pongo entre comillas) de moverme en los círculos de poder, hacer las conexiones necesarias, tener los contratos apropiados y ser tan exitoso como los hermanos Bribiesca”.
¿Esto quiere decir que como sociedad no valoramos el conocimiento, la sapiencia de nuestros hombres más inteligentes, sino que, por el contrario, premiamos la ignorancia?

Estamos premiando esa “inteligencia“, al “abusado”; no al disciplinado en la búsqueda de conocimiento, sino a quien puede moverse por los corredores del poder. En México, en realidad, hay muy pocos científicos y las universidades que hacen investigación también son muy pocas. De hecho, la universidad privada casi no hace investigación. Con esto no quiero decir que todas sean malas o inútiles, pero están muy enfocadas al estilo Tecnológico de Monterrey: educar a managers para las empresas, que no son quienes van a encontrar las nuevas grandes respuestas a los desafíos del siglo XXI; educan administradores que sepan cómo ganar en un mercado.
En realidad, sólo hay una gran universidad en México: la UNAM, en la medida que tiene una infraestructura propia para la ciencia. Y aún ahí los sueldos y las oportunidades de empleo son pocas. Además, la gente joven, los científicos que están tratando de sacar su doctorado en alguna universidad del exterior no tienen asegurada una plaza en el pequeño mundo de los investigadores y los institutos de investigación que por sí mismos no dan grandes sueldos. Como dice el Premio Nobel, Mario Molina, en México se premia a los científicos obligándolos a que se vayan, que hagan su carrera en el exterior. Y luego, si tenemos suerte como en el caso de Molina, regresan.

En tanto, los chinos han decidido invertir mucho dinero en repatriar a sus científicos, ésos que están con empleos en las universidades de Estados Unidos y Europa, y les ofrecen laboratorios, recursos para tener un equipo de ayudantes, para que formen dentro de China a la nueva generación, a la elite de los científicos. Y aquí no se ve nada parecido.

Precisamente, cuando se compara a México con otras naciones, sobre todo con países pequeños como Finlandia, se suele hacer hincapié en que aquéllos apenas si tienen la extensión y demografía de uno de nuestros estados. ¿Representa esto alguna esperanza para el desarrollo económico regional?

No estoy seguro. En principio, nadie puede estar en contra de políticas regionales, pero hay que tener cuidado. México es un país de muchas desigualdades, tanto sociales como económicas. Si se les va a dar más recursos a los que ya tienen, como ya ocurre, Nuevo León podría ser independiente algún día, porque no tiene ninguna relación con Chiapas ni con Oaxaca.

Dejar que las fuerzas regionales se desarrollen de acuerdo con sus propios impulsos puede muy bien llevar a que se ahonden las diferencias entre el México que tiene y el que no tiene. De por sí la distancia entre el norte y el sur de México es más profunda que la que existe entre San Cristóbal de las Casas y Monterrey. Es una distancia mucho mayor en términos económicos, culturales, políticos, así que si se pone demasiado énfasis en el desarrollo regional, se premiará a los que más tienen y se castigará a los que menos tienen. Y ésta es exactamente la lógica contraria que necesita un país como unidad política nacional.

En medio de este panorama, ¿qué papel pueden jugar las universidades públicas y, en su caso, cómo deberían hacerlo?

Tienen que ponerse nuevas pilas, sobre todo en las universidades públicas de los estados, que muchas veces son nidos de grilla política. Y es que es evidente la aspiración de una buena parte de los universitarios de llegar a tener un puesto en la universidad, y se demuestra perfectamente en las brutales peleas por ser rector. Ahí se forman grupos políticos que luego salen al mundo estatal, y si se puede al nacional, con ánimos de escalar pero no en materia de conocimiento, sino en materia de poder político.

Sin embargo, es en esas universidades donde está la respuesta a dos cosas: uno, a la investigación, porque son las que tradicionalmente han invertido en, por ejemplo, laboratorios y estudios que no tienen un rédito inmediato, sino que se trata de una inversión a muy largo plazo, como tiene que ser toda la inversión en educación. Son ellas las que tienen esa obligación y, al mismo tiempo, tienen que quitarse este componente excesivo de politiquería interna. Cualquiera que haya vivido intensamente su universidad pública sabe de lo que estoy hablando: hay un gasto excesivo de energía y dinero en hacer pura política, lo cual, en buena medida, relega la tarea fundamental de la universidad, no sólo la formación, sino la innovación, la producción de conocimiento nuevo.

Por otro lado, las universidades públicas son las que, de alguna manera, pueden paliar la brutal diferencia de clases en México, porque las instituciones privadas de excelencia se nutren de las clases medias y altas, pero no de esa enormidad oceánica demográfica que es la clase popular. Es un reto muy serio, porque más de una vez las universidades públicas han caído en la demagogia de abrirse de manera un tanto indiscriminada y dejan a un lado la calidad: por ejemplo, la UNAM, con el pase automático. Deberían combinar excelencia con apertura social. No creo que sea imposible, si se tiene voluntad y se evita la demagogia. Debe ser una posibilidad para que los que no van a entrar nunca a una universidad privada puedan hacerlo en la pública, pero sin que los engañen. Desafortunadamente, la mitad de las universidades en México son “patito” y engañan a las familias y a los jóvenes, pues no dan educación de calidad.

Si un adolescente hipotético quisiera ser el más grande científico del país, ¿cuál es el camino que debería seguir?

Sería una maravilla encontrarlo. La ciencia no es de México, sino que es universal, y el adolescente hipotético tendría que proponerse estándares universales, pues encontraría que en México podría lograrlos en muy pocas partes. Tiene que planear una salida a alguna de las grandes universidades mundiales, y la competencia para llegar a ellas es feroz. Para poder ser siquiera considerado, debe tener varias cosas: calificaciones locales estupendas, una vocación férrea que no le permita conformarse con los estándares mexicanos, imponerse metas que ni sus profesores le imponen, saber otros idiomas, sobre todo el inglés, que es la lengua en la que se encuentra el conocimiento científico. Y es que así como Roma impuso el latín a sus dominios, el imperio de Estados Unidos impuso el inglés. También debe tener suerte.

¿Será que un día lleguemos a apreciar a nuestros científicos?

Como vamos ahora, no; podemos ver el “interés” que demuestran la sociedad mexicana y sus clases altas, que se supone son el ejemplo a seguir: Fox terminó la licenciatura hasta que fue presidente electo; no es algo que le importara gran cosa. Hoy a las clases dirigentes están muy metidas en sus valores mezquinos, sin ninguna posibilidad de grandeza.

Como están las cosas hoy, es una excepción que alguien se decida ir por la vía de la disciplina que requiere adquirir el alto conocimiento, porque se trata de una enorme disciplina, mayor que la de los militares, un rigor que implica sacrificar las cosas atractivas como el dinero, la buena vida, el ocio. Entonces, el hipotético adolescente del que hablamos sería rarísimo, casi un enfermo mental, porque la sociedad mexicana no lo premia; premia a los “abusados”, pero no a los que tienen una vocación de adquirir conocimiento profundo acerca de la naturaleza, el mundo o la sociedad.