Enero-Marzo 2007, Nueva época Núm.101
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La música como fenómeno cultural: repensando los cánones de la investigación musical

Randall Kohl 1

Los fenómenos y los conceptos a los que nos referimos con los términos música y cultura son muy comunes hoy en día; no obstante, son demasiado complicados. La música, por ejemplo, es una de las anomalías que son fáciles de identificar, pero realmente difíciles de definir. Para muchos aquí en Occidente, la música debe ser algo agradable, con una bonita melodía o un buen ritmo. Si nos topamos con sonidos que no nos gustan, es muy posible que digamos: “¡Eso no es música! ¡Es ruido!”.

Esto nos lleva a un conflicto mayor cuando encontramos una música que realmente no tiene melodía ni pulso fuerte o, tal vez, lo peor para nosotros (los occidentales), sin armonía. Lo que propongo hacer aquí, entonces, es presentar algunas ideas generales sobre la música y la cultura como fenómenos culturales, que cuestionarán unos pensamientos estereotípicos sobre los mismos para luego discutir un ejemplo particular.

La cultura, a través de los ojos de los antropólogos, es una expresión de una tradición o estilo, aprendida socialmente, y que incluye modos de pensar, sentir y actuar. Dicen que se transmite de generación en generación por vías socio-educativas para diferenciarla de la herencia genética, ya que desde el nacimiento estamos absorbiendo cultura de nuestras familias, amigos, escuelas, comunidades, medios electrónicos, prensa, etcétera. Los fenómenos culturales nos ayudan a entender las situaciones sociales en que nos encontramos durante la vida y nos ofrecen posibles reacciones a ellas.2

Los etnomusicólogos tendemos a huir de una definición muy definida (valga la redundancia) al decir que la música es “sonidos organizados por humanos”.3 Al mismo tiempo, sin embargo, se reconoce que no debemos imponer una definición sobre los grupos que estudiamos. Por eso, es importante hacer trabajo de campo, vivir entre los “nativos”, aprender su música y su cultura lo más que se pueda. Puede ocurrir una serie de problemas, obviamente, en ciertos casos si el grupo estudiado no tiene un nombre específico para la música –algo común en el mundo no occidental– o si existe la palabra pero su aplicación varía según la situación específica. Lo ideal, en estos casos, es ir con el experto musical del grupo cultural y estudiarlo para ver qué hace, cómo lo hace, qué piensa.

Entonces, la reunión de estos términos y conceptos (música, cultura, fenómeno cultural) nos lleva a la etnomusicología. De hecho, una definición de ella es “el estudio de la música dentro de la cultura”;4 normalmente, en este caso, se entiende que la cultura se refiere a las culturas tradicionales, folklóricas o tribales.
Es interesante notar, sin embargo, que el objetivo de estudiar la música de otras culturas ha cambiado durante la historia de la disciplina: en algún momento fue buscar los supuestos orígenes de la música; en otros, compararla con otras tradiciones o, simplemente, coleccionar y rescatarla. Hoy día, probablemente, muchos estarían de acuerdo en que uno de sus objetivos es conocer al otro, entenderse (uno al otro) mejor e, idealmente, con ello, fomentar la paz.

No obstante estos cambios, por todos los análisis que se han hecho sobre la música como un fenómeno cultural, una constante ha sido que la música significa algo más allá que los puros sonidos. Lo que significa precisamente –y cómo lo hace– está abierto a muchas interpretaciones; pero el hecho de que es representativo de algo se ha dado por entendido. Cuando los pigmeos de África central, por ejemplo, cantan juntos utilizando una técnica llamada hoquet –la alternancia rápida de distintas voces para que el efecto total sea de una sola melodía– quiere decir, para algunos, que existe mucha cooperación social en los otros aspectos de la vida del grupo. Igualmente, para unos, hay una relación directa entre la complejidad de una música (por ejemplo, en las formas empleadas) y el nivel del avance socio-tecnológico logrado por el grupo.

En Occidente, cuando juntamos música con cultura pasa algo curioso: cultura ya no se asocia con una etnia o un grupo, sino que ahora se refiere a un proceso civilizador, una evidencia de una élite o un estatus alcanzable –se convierte en Cultura, con C mayúscula–; la música, también, no es cualquiera, sino muy específicamente la clásica europea –o sea, la Música, con M mayúscula–. Y aquí es donde quiero hablar un poco sobre mi ejemplo específico que tomo de un grupo especial, uno muy merecedor de ser estudiado; pero, curiosamente, no es sino hasta fechas relativamente recientes que nos hemos dado cuenta de que representa un grupo aparte, con su propia cultura, su manera de pensar, de expresarse, de actuar, de vivir… Me refiero a nosotros mismos –los académicos occidentales– y nuestros expertos, los maestros e historiadores de Música; o, como nos identifica Bruno Nettl, el destacado etnomusicólogo, los de la “tribu Mozart”.

Lo que propongo hacer aquí es, pues, un muy breve ejercicio etnomusicológico sobre la musicología. Espero que funcione para abrir un diálogo entre las dos disciplinas, a través de un análisis sobre las metodologías que las dos emplean. Bastará con presentar unas pocas ideas –algunas nuevas, otras no tanto– sobre los cánones, o reglas, que han existido dentro del acercamiento académico a la investigación musical.5 Espero demostrar que las mismas metodologías que utilizamos para estudiar la música como un fenómeno cultural en el otro tienen sus aplicaciones domésticas con el enfoque hacia uno mismo.

Tradicionalmente, los estudios musicológicos se han enfocado a la música clásica europea –o sea, a las personas y las obras de Bach, Mozart, Beethoven, Brahms…– como un fenómeno aislado del resto del mundo. La música existe aparte, divorciada del resto de la sociedad, y cuando se habla de los aspectos sociales es más bien para presentar el contexto en que se fomentaron las obras, los conflictos que tuvo que soportar el compositor, etcétera.

Implícitamente –a veces, explícitamente–, se insiste en la autonomía de la pieza, que la estudiamos solamente por sus sonidos, sus relaciones armónicas y melódicas. He oído, incluso, el comentario de que la economía de Europa del siglo XVIII no tuvo afecto sobre la música de Mozart. Sin embargo, este compositor fue uno de los primeros que sucumbió a los caprichos de un “mercado libre” y sus decisiones en el campo de la composición estaban ligadas íntimamente a los gustos de las clases socio-económicas (ya sea la élite o la gente común) para las cuales producía sus obras.

Conectado a esto, está la idea de que la música reside principalmente en la partitura escrita como algo aparte. Lo importante para el análisis ha sido, casi siempre, lo que se ve y no tanto lo que se toca. Debido a eso, puede haber discrepancias. Un ejemplo de ello se encuentra en “El Huapango”, del compositor mexicano Pablo Moncayo. En la partitura de esta obra aparece un ritmo bastante común en las tradiciones folklóricas mexicanas basado en la hemiola (un tipo de 3 golpes contra 2, ejecutados simultáneamente). Este ritmo está escrito de la misma manera cada vez que ocurre en la partitura, pero mi propia experiencia de tocar esta pieza y escuchar tocarla a otros ensambles indica que no se ejecuta igual cada vez que aparece. Cuando he preguntado por la diferencia entre lo escrito y lo ejecutado me han dicho que “siempre se toca así” o “así suena mejor”. Esto indica que hay una fuerte tradición oral que forma parte de la música clásica.

Justo por las variedades de interpretación y los “errores” de ejecución que siempre ocurren en cualquier presentación musical en vivo, la partitura representa una música ideal, que la realidad puede contradecir en formas importantes y relevantes. Así, pues, encontramos que “lo ideal” o “lo teórico” toma precedencia sobre “lo real” o “lo ejecutado”.

Esta autonomía de la música se junta con otras características –como la universalidad, la complejidad y la originalidad– que se atribuyen a ella para comprobar su superioridad frente a otros estilos. A veces, el argumento toma un tono conflictivo en el que los de “la buena música” están batallando, figurativamente, contra los “filisteos” (éstos encarnados, en muchas ocasiones, por los creadores de la música “comercial”, sea lo que sea ésta). Los términos “la buena música” y, particularmente, “la música seria”, también reflejan esta actitud y han llegado a constituir, para nosotros, lo fino, lo intelectual, lo civilizado, lo racional; su contraparte, entonces, tendría que ser la música “no buena” o “no seria”, o sea, la comercial/popular que representaría lo industrial, lo vicioso, lo brutal, lo irracional.

Algunos han intentado adoptar una perspectiva relativista, donde no se juzga la calidad en sí de una tradición, sino se dice que cada cultura o sub-cultura tiene una música por una razón, y lo que queremos saber no es cuál música es mejor, sino por qué se desarrolló un gusto por ella. Esto ha tenido un éxito relativo porque cada quien (tanto musicólogos como etnomusicólogos) tiene sus preferencias personales; asimismo, el trabajo de campo en que insistimos los etnomusicólogos ha sido criticado justo por reflejar una actitud de superioridad y representar un acto neo-imperialista. Sin embargo, después de todo y tomando en cuenta que, realmente, no es posible comprobar objetivamente la superioridad de una música, hay que aceptar que es una cuestión de gusto personal y social.

Para apoyar esta opinión de la trascendencia de la música clásica, se ha construido una gran narrativa que liga las raíces de la tradición con la música de las civilizaciones antiguas y con la de la iglesia católica de la Edad Media. Podemos dejar para otra discusión cuáles son los elementos específicos de la música de hoy día que tienen o no tienen que ver con la de hace casi dos milenios; el punto que a mí me llama la atención es la similitud que tienen estas historias con los mitos de algunas culturas no occidentales que atribuyen la creación de sus artes a dioses ubicados en un pasado distante.

Más cerca a nuestro tiempo, la gran narrativa se ha basado en la figura romántica del gran compositor, quien –a través de un fuerzo heroico y gracias a una inspiración casi divina, si no diabólica– trabaja diligentemente en su soledad y sortea grandes obstáculos para forjar la obra maestra.
 

Hay poco lugar para las mujeres dentro de esta historia y para los hombres no europeos; o, si no son técnicamente de Europa, como es el caso de unos compositores del siglo XX, por lo menos ligan su descendencia musical a ese continente. Muchos de los estudios recientes que se adhieren a esta narrativa tienen el propósito principal, entonces, de llenar huecos en ella o “pintarla con otro tinte”; no obstante, al final, todos terminamos hablando sobre básicamente la misma historia.

Entonces, tenemos al hombre y tenemos, desde luego, el manuscrito (la partitura estudiada); para algunos, están, también, los grandes intérpretes quienes dan vida a lo escrito. Lo que falta en este cuadro es el público, el oyente: hay algunos estudios recientes que insisten en que la producción del arte no está completa hasta que el público la experimenta. El investigador de cultura y comunicación, Jerrold Levinson,6 ha sugerido que el oyente casual y común escucha la música episódicamente –o sea, que tiene momentos de más concentración y momentos de menos– y que no sigue algún plan formal.

La música se interna, pues, no como estructura autónoma, sino como sonidos apartados que tienen varios grados de significado dentro de un contexto personal y social. El uso, por ejemplo, de instrumentos metálicos de aire (trompetas, trombones, cornos, etc.) históricamente se ha asociado con las actividades del hombre en la naturaleza –la caza de animales y la guerra, en particular–; por eso, la aparición del héroe de una película de acción acompañada de una fanfarria de trompetas tiene su lógica.

Hace unos años, en una universidad en Estados Unidos, mis propios alumnos de un curso introductorio sobre la música clásica europea, dirigido a estudiantes sin experiencia formal en esta disciplina artística, me decían que el lugar donde ellos habían experimentado esta música anteriormente era frente a la televisión, los sábados por la mañana, viendo caricaturas que tenían la música clásica europea como fondo.

Allí se hicieron más fuertes las conexiones musicales: metales para la acción, percusión para golpes, violín para los momentos románticos. Estos lazos asociativos pueden representar la manera más común de apreciar la música en el oyente de hoy día y merecen ser contemplados. La manera de enseñar la música en las universidades, como un fenómeno autónomo, con estructura cerrada, tiende a ser, más bien, un deseo por parte de nosotros que un reflejo de la realidad.

Eso, en sí, abre otras posibles perspectivas investigativas interdisciplinarias –psicológicas, sociológicas, económicas, etcétera– al presentar nuevos modos de escuchar, analizar, apreciar y describir la música como fenómeno cultural. Hay mucha oportunidad para el investigador de la música que quiere cruzar al otro lado –al lado del oyente– para estudiar qué y cómo es la recepción del evento musical. (Entre paréntesis, lo que yo encuentro particularmente curioso, con respecto a este aspecto de la recepción musical, es que los que la entienden mejor y le han dado más atención son los creadores de la música “comercial”). Según mi modo de pensar, eso quiere decir que estamos siendo más “globales”; el aspecto geográfico y económico del concepto de la globalización es, tal vez, lo más obvio, pero aquí me refiero más bien al mundo “global” de las ideas y los conceptos: un elemento holístico que se puede incorporar cuando experimentamos la música como fenómeno cultural.

Así, pues, si decimos que el postmodernismo resulta en la “fragmentación del objeto estudiado”, el post-postmodernismo puede ser la “fragmentación del yo que experimenta el objeto”. O sea, la profundidad del estudio no viene del objeto estudiado, sino del sujeto que lo estudia. En otras palabras, si se toca música y solamente oímos ruido, no es necesariamente culpa de los músicos. Para decirlo todavía de otra manera, creo que nos equivocamos al decir que existe la buena y la mala música (que es otro canon para mucha gente). Lo que existe, más bien, es música que nos gusta o que no nos gusta; y a través del análisis de las razones por las cuales nos atrae o no, vamos a conocernos mejor.

Para concluir este pequeño ejercicio, debo hacer las siguientes preguntas: ¿Qué significa que los músicos académicos entendemos así la música?, ¿representa una contradicción entre “lo ideal” y “lo real”? o ¿es una forma de educar –un bien público– que ayuda al pueblo en general, para que llegue a un nivel social superior? Voy a seguir la gran tradición académica de la investigación seudo-filosófica: no les voy a dar una respuesta; seguramente ya se dieron cuenta de que no creo que exista una sola respuesta correcta e incontrovertible. Más bien, hay varias respuestas y cada quien tendrá que buscar la “correcta” dentro de sus propias experiencias con la música como un fenómeno dentro de su cultura.

NOTAS
1. Maestro en Etnomusicología por la Universidad de Hawai; doctor en Historia y Estudios Regionales por la Universidad Veracruzana, y profesor en la Facultad de Música de la UV.
2. Marvin Harris, Antropología Cultural, Alianza, Madrid, 1983.
3. John Blacking, How musical is man?, University of Washington, Seattle, 1973.
.4 Alan P. Merriam, The Anthropology of Music, Northwestern University, Chicago, 1964.
5. Katherine Bergeron y Philip Bohlman, Disciplining Music. Musicology and its Canons, University of Chicago, Chicago, 1992.
6. Dibben en Martin Clayton, Trevor Herbert y Richard Middleton, The Cultural Study of Music. A Critical Introduction. Routledge, Nueva York, 2003.