Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De La verdadera historia

de la muerte de Giacomo y Beatrice Cenci, y de Lucrecia Petroni Cenci, su madrastra, ajusticiados por un delito de parricidio el pasado sábado, 11 de septiembre de 1599, bajo el reinado de nuestro santo padre el papa Clemente VIII Aldobrandini
Stendhal
 

La execrable vida que llevó siempre Francesco Cenci, nacido en Roma y uno de nuestros con ciudadanos más opulentos, acabó labrando su perdición. Arrastró a una muerte prematura a sus hijos, unos jóvenes fuertes y valerosos, y a su hija Beatrice que, aunque fue conducida al suplicio con apenas dieciséis años (hace hoy cuatro días), era ya tenida por una de las mujeres más bellas de los estados del Papa y de Italia entera. Circula la noticia de que el signor Guido Reni, discípulo de la excelente escuela de Bolonia, quiso pintar el retrato de la pobre Beatrice el pasado viernes, es decir, la víspera misma de su ejecución. Si ese gran artista ha cumplido su cometido como hizo con otras pinturas realizadas en nuestra capital, la posteridad podrá formarse una idea de lo que fue la belleza de esta muchacha admirable. Para que esa posteridad pueda conservar asimismo algún recuerdo de sus infortunios sin precedentes y de la pasmosa fuerza con la que esta alma auténticamente romana supo combatirlos, he resuelto escribir cuanto he averiguado sobre el acto que la llevó a la muerte y lo que vi el día de su gloriosa tragedia.

Las personas que me han facilitado los pormenores se hallaban en posición de conocer las circunstancias más secretas, unas circunstancias ignoradas en Roma todavía hoy, pese a que desde hace seis semanas no se habla de otra cosa que del proceso de los Cenci. Escribiré con cierta libertad, en la confianza de poder depositar mi “comentario” en unos archivos respetables, de los que, estoy seguro, sólo saldrá después de mi muerte. Lo único que me pesa es tener que hablar (aunque así lo exige la verdad) contra la inocencia de esa pobre Beatrice Cenci adorada y respetada por cuantos la conocieron tanto como odiado y execrado era su horrible padre.

Aquel hombre que, no se puede negar, había recibido del cielo una sagacidad y una prestancia prodigiosas, fue hijo de monseñor Cenci, quien en el pontificado de Pío V (Ghislieri) alcanzó el cargo de “tesorero” (ministro de Hacienda). Aquel santo papa, muy volcado, como se sabe, en su justa inquina contra la herejía y en el restablecimiento de su formidable inquisición, no sintió sino desdén por la administración temporal de su estado, de suerte que el tal monseñor Cenci, que fue tesorero durante varios años antes de 1572, encontró el medio de dejar al hombre odioso que fue su hijo y padre de Beatrice unas rentas netas de ciento sesenta mil piastras (aproximadamente dos millones quinientos mil francos de 1837).

Además de esta sustanciosa fortuna, Francesco Cenci tenía una reputación de valor y de prudencia que, en sus años mozos, ningún otro romano pudo igualar; y esa reputación le daba tanto más prestigio en la corte del papa, y entre el pueblo llano, cuanto que los actos criminales que comenzaban a imputarle eran del orden que el mundo perdona fácilmente. Muchos romanos se acordaban aún, con amarga nostalgia, de la libertad de pensar y de obrar de la que habían gozado en tiempos de León X, quien nos fue arrebatado en 1513, y en el mandato de Pablo III, muerto en 1549. Reinando este último papa empezaron ya a correr rumores sobre el joven Francesco Cenci, a causa de ciertos amoríos singulares llevados a buen puerto por medios más singulares todavía.

Bajo Pablo III, una época en la que aún se podía hablar sin excesivas cortapisas, muchos decían que Francesco Cenci estaba ávido sobre todo de acontecimientos inusitados que pudieran producirle peripezie di nuova idea, sensaciones nuevas e inquietantes; quienes lo afirman, se apoyan en que en sus libros de cuentas se han encontrado entradas como ésta:

Por las aventuras y peripezie de Toscanella, tres mil quinientas piastras (alrededor de sesenta mil francos de 1837) e non fu caro (y no fue caro).

Quizá en las otras ciudades de Italia no sepan que, en Roma, nuestro destino y nuestra forma de ser cambian según el carácter del papa reinante. Así, durante los trece años del buen papa Gregorio XIII (Buoncompagni), en Roma todo estaba permitido; el que quería mandaba apuñalar a su enemigo y, a poco que se comportase discretamente, nadie le perseguía. A este exceso de indulgencia sucedió un exceso de severidad durante los cinco años en que reinó el gran Sixto V, de quien se ha dicho, como del emperador Augusto, que mejor sería que no hubiera venido nunca o que hubiera perdurado siempre. En ese período se ejecutó a algunos infelices por asesinatos o envenenamientos olvidados desde hacía diez años, pero de los que habían tenido la desgracia de confesarse con el cardenal Montalto, más tarde Sixto V.

Fue principalmente en tiempos de Gregorio XIII cuando empezó a hablarse mucho de Francesco Cenci; había desposado a una mujer muy rica y muy en consonancia con un señor tan acreditado, la cual murió después de darle siete hijos. Al poco de su muerte, casó en segundas nupcias con Lucrezia Petroni, de una belleza sin par y célebre sobre todo por la blancura deslumbrante de su tez, aunque un poco entrada en carnes, que es un defecto común entre nuestras romanas. De Lucrezia no tuvo ningún hijo.

El vicio más nimio que pudo reprocharse a Francesco Cenci fue la propensión a un amor infame; el mayor fue el de no creer en Dios. En toda su vida nadie le vio entrar en una iglesia.

Encarcelado tres veces por sus amores infames, se libró dando doscientas mil piastras a las personas que disfrutaban del favor de los doce papas bajo cuyo mandato vivió sucesivamente (Doscientas mil piastras equivalen a unos cinco millones de 1837.)

Yo no he visto a Francesco Cenci hasta que tenía ya el cabello entrecano, bajo el reinado del papa Buoncompagni, cuando todo le estaba permitido al temerario. Era un hombre de unos cinco pies y cuatro pulgadas, de buena complexión, aunque demasiado flaco; lo tildaban de tremendamente fuerte, una fama que quizá difundía él mismo; tenía los ojos grandes y expresivos, pero con el párpado superior algo caído, la nariz muy prominente y demasiado grande, los labios finos y una sonrisa llena de gracia. Esta sonrisa se tornaba aviesa cuando clavaba la mirada en sus enemigos; a poco que se emocionara o se irritase, temblaba excesivamente y de un modo que le incomodaba. Le vi en mi juventud, en la época del papa Buoncompagni, cabalgar desde Roma hasta Nápoles, sin duda por alguno de sus devaneos; atravesaba los bosques de San Germano y de la Pajola sin preocuparse en lo más mínimo de los bandidos, y dicen que hacía el trayecto en menos de veinte horas. Viajaba siempre solo y sin avisar a nadie; cuando se cansaba su primer caballo, compraba o robaba otro. A pocas dificultades que le pusieran, él no tenía ninguna en asestar una puñalada. Mas justo es señalar que en mis años jóvenes, es decir, cuando Francesco Cenci contaba cuarenta y ocho o cincuenta años, no había nadie lo bastante arrojado como para resistírsele. Su mayor placer era desafiar a sus adversarios.

Era muy conocido en todos los caminos de los estados de su santidad; pagaba generosamente, pero también era capaz, dos o tres meses después de sufrir una afrenta, de enviar a uno de sus sicarios para matar al ofensor.

La única acción virtuosa que realizó en el transcurso de su larga vida fue erigir, en el patio de su enorme palacio junto al Tíber, una iglesia dedicada a santo Tomás, y aun le empujó a tan bello acto el peculiar deseo de tener ante los ojos las tumbas de todos sus hijos,1 a los que profesó un odio desmedido y contra natura ya desde la más tierna infancia, cuando todavía no podían haberle ofendido en nada.

“Ahí es donde quiero meterlos a todos”, solía decir con una risa acerba a los obreros que empleó en la construcción de su iglesia. Mandó a los tres mayores, Giacomo, Cristoforo y Rocco, a estudiar a la universidad española de Salamanca. Una vez se hubieron afincado en este país lejano, tuvo el maligno placer de no enviarles ninguna asignación económica, de tal manera que los desventurados jóvenes, tras escribir a su padre incontables cartas, todas ellas sin respuesta, se vieron en la penosa necesidad de regresar a la patria pidiendo prestadas pequeñas sumas de dinero o mendigando durante la larga ruta.

En Roma encontraron a un padre más estricto, más rígido y más desabrido que nunca, el cual, pese a su inmensa riqueza, no quiso ni vestirlos ni darles el dinero indispensable para comprar los alimentos más básicos. Aquellos desgraciados no tuvieron otro remedio que recurrir al papa, quien obligó a Francesco Cenci a pasarles una pequeña pensión. Con este mísero subsidio se separaron de él.

Poco después, a consecuencia de sus amores ilícitos, Francesco fue encerrado en la cárcel por tercera y última vez; en vista de lo cual, los tres hermanos solicitaron una audiencia a nuestro santo padre, el pontífice actualmente reinante y le pidieron de común acuerdo que sentenciara a muerte a Francesco Cenci, su padre, porque, según dijeron, deshonraba su casa. Aunque lo habría hecho de buena gana, Clemente VIII no quiso obedecer a su primer impulso para no complacer a aquellos hijos desnaturalizados, y los expulsó bochornosamente de su presencia.

El padre, como ya se ha dicho, salió de la cárcel dando una cuantiosa suma de dinero a quien podía protegerle. Es comprensible que la extraña demanda de sus tres hijos mayores acrecentase más aún la animadversión que tenía a sus vástagos. Los maldecía a todos, grandes y pequeños, a cada momento, y no pasaba día en que no moliera a palos a las dos pobres hijas que vivían con él en su palacio.

La mayor, aunque vigilada de cerca, se ingenió la manera de presentarle una súplica al papa; rogó a su santidad que la casara o que permitiera su ingreso en un monasterio. Clemente VIII se apiadó de sus desdichas y la desposó con Carlos Gabrielli, de la familia más noble de Gubbio; su santidad conminó al padre a darle una copiosa dote.

Este golpe imprevisto desató la ira de Francesco Cenci, y para impedir que a Beatrice, al crecer, se le ocurriese la idea de seguir el ejemplo de su hermana, la secuestró en un aposento del inmenso palacio. Nadie estaba autorizado a ver allí a la muchacha, que a la sazón tenía apenas catorce años y todo el brillo de una belleza subyugante. Irradiaba sobre todo una alegría, un candor y un ingenio cómico que nunca he visto en nadie más. Francesco Cenci le llevaba personalmente la comida. Cabe inferir que fue entonces cuando el monstruo se enamoró de ella, o fingió enamorarse para atormentar a su infortunada hija. Le hablaba con frecuencia de la pérfida jugarreta que le había hecho su hermana mayor y, encolerizándose al son de sus propias palabras, acababa por tundir a golpes a Beatrice.

A todo esto, a su hijo Rocco Cenci le mató un chacinero y, el año siguiente, Cristoforo Cenci murió a manos de Paolo Corso de Massa. Con tal ocasión, Francesco hizo alarde de su terrible impiedad, ya que en los funerales de sus dos hijos no quiso gastar un solo bayoco en cirios. Al enterarse del sino de su hijo Cristoforo, exclamó que no quedaría contento hasta que estuvieran bajo tierra todos sus hijos, y que, cuando expirase el último, proyectaba prender fuego a su palacio en señal de júbilo. En Roma se escandalizaron de estos comentarios, pero nada les sorprendía ya de semejante hombre, que se vanagloriaba de desafiar a todo el mundo e incluso al mismísimo Papa.

(Aquí se hace del todo imposible seguir al narrador romano en el relato, muy oscuro, de las cosas extrañas con que Francesco Cenci quiso escandalizar a sus contemporáneos. Su mujer y su malhadada hija fueron, según parece, víctimas de sus abominables ideas.)

No le bastaron todos estos horrores; intentó con amenazas, y empleando la fuerza, violar a su propia hija Beatrice, la cual era ya granada y bella; no le avergonzó meterse en su lecho totalmente desnudo. Se paseaba con ella, también desnudo, por las estancias de su palacio; luego la llevaba a la cama de su mujer para que la pobre Lucrezia viese a la luz de las lámparas lo que hacía con Beatrice.

Pretendía inculcar en esta infeliz muchacha una herejía atroz, que casi no me atrevo a repetir, a saber, que cuando un padre yace con su propia hija, los niños que engendran son necesariamente santos, y que todos los grandes santos venerados por la Iglesia nacieron de esta manera, es decir, que su abuelo materno fue su padre.

Cuando Beatrice se resistía a sus execrables requerimientos, la azotaba con suma brutalidad, de suerte que a la pobre muchacha, incapaz de soportar una vida tan infausta, se le ocurrió seguir el ejemplo que le había dado su hermana. Dirigió a nuestro santo padre el papa una súplica muy detallada; pero es de suponer que Francesco Cenci había tomado sus precauciones, pues no parece que aquella súplica llegase nunca a manos del pontífice; al menos, fue imposible encontrarla en el archivo de los Memoriali cuando, estando Beatrice en prisión, su defensor hubo gran menester de aquel documento; hubiera podido probar, en cierta medida, los inauditos abusos que se cometieron en el palacio de Petrella. ¿No hubiera resultado evidente para todos que Beatrice Cenci se había hallado en un caso de legítima defensa? Aquel memorial hablaba también en favor de Lucrezia, madrastra de Beatrice.

Francesco Cenci tuvo conocimiento de esta tentativa, y bien puede imaginarse con qué cólera recrudeció sus malos tratos a las dos indefensas mujeres.

Su vida se hizo absolutamente insoportable, y fue entonces cuando, viendo que nada podían esperar de la justicia del soberano, cuyos cortesanos se habían dejado conquistar por los fastuosos regalos de Francesco, pensaron en tomar la resolución extrema que las perdió pero que, sin embargo, tuvo la ventaja de poner fin a sus sufrimientos en este mundo.

Conviene saber que el célebre monsignor Guerra iba asiduamente al palacio Cenci; era de elevada talla y en conjunto un hombre de gran apostura, y había recibido del destino el don especial de que, cualquier cosa que acometiese, la llevaba a término con una gracia muy particular. Se ha presumido que amaba a Beatrice y que tenía el propósito de dejar la mantelleta y desposarla;2 mas, aunque procuró ocultar sus sentimientos con el máximo celo, era detestado por Francesco Cenci, quien le reprochaba haber estado muy unido a todos sus hijos. Cuando monsignor Guerra se enteraba de que el signor Cenci se había ausentado de su palacio, subía a los aposentos de las damas y pasaba varias horas conversando con ellas y escuchando sus quejas por el increíble trato que a ambas les infligían. Parece ser que Beatrice fue la primera que osó hablarle de viva voz a monsignor Guerra del proyecto que habían urdido. Con el tiempo, él se prestó a ayudarlas; y, vivamente apremiado en diversos momentos por Beatrice, accedió al fin a comunicar tan peculiar trama a Giacomo Cenci, sin cuyo consentimiento nada podía hacerse, ya que era el primogénito y el jefe de la casa después de Francesco.

Les fue muy fácil captarle para la conspiración; su padre le trataba pésimamente y no le daba ningún apoyo, lo cual era tanto más doloroso cuanto que Giacomo estaba casado y tenía seis hijos. Eligieron para reunirse y discutir los medios de dar muerte a Francesco Cenci las habitaciones de monsignor Guerra. El asunto se trató con todas las formalidades de rigor, y siempre se consultó el voto de la madrastra y de la muchacha. Decidido por fin el procedimiento, escogieron a dos vasallos de Francesco Cenci que habían concebido contra él un odio mortal. Uno se llamaba Marzio; era un hombre valiente, muy apegado a los desafortunados hijos de Francesco y, por hacer algo que fuese de su agrado, se avino a tomar parte en el parricidio. Olimpio, el segundo, había sido designado alcaide de la fortaleza de Petrella, en el reino de Nápoles, por el príncipe Colonna; pero a causa de su poderosa influencia con el príncipe, Francesco Cenci había causado su destitución.

1. En Roma se entierra debajo de las iglesias.

2. La mayoría de los monsigniori no están circunscritos a las órdenes sagradas y pueden casarse.